Sneddon cumplió con su palabra. Esa noche me acosté temprano y cuando abrí las cortinas de mi apartamento a la mañana siguiente vi un Austin 16/6 oscuro, un modelo de unos siete u ocho años, aparcado en la calle, a unos treinta metros más arriba y al otro lado de Great Western Road. Un tipo al volante.
Por supuesto que era posible que no se tratara de los hombres de Sneddon, pero la vaga sensación que había tenido durante los últimos días me había hecho pensar que si alguien me seguía, esa persona o personas eran demasiado hábiles como para que yo las descubriera.
Después de desayunar conduje hacia el oeste por Dumbarton Road y salí de la ciudad. El Austin 16/6 me siguió obedientemente. Tardé apenas quince minutos en llegar a la residencia Levendale House, un lugar amplio que había sido diseñado y construido como expresión de una gran riqueza y superioridad. Había nacido como una casa señorial, esa clase de lugares que uno ve por lo general en medio de una majestuosa y hermosa propiedad de las Highlands. Pero no estaba allí, sino en las afueras de Bishopbriggs.
La guerra lo jode todo. Más aún, jode a la gente. Y eso era justamente lo que había sido de Levendale House: se había convertido en un refugio para gente realmente jodida.
Lo raro sobre la guerra es que cuando terminó todos querían hablar de ella. Glorificarla. Y cuando no hablaban sobre ella veían películas sobre ella, las cuales parecían todas protagonizadas por John Mills. Era como si se hubiera generado un deseo colectivo de convencerse mutuamente de que en realidad se había tratado de una gran aventura que había unido a iodos y que había sacado lo mejor incluso de los peores. Esto era, desde luego, una auténtica gilipollez.
Lo que la gente no quería ver era la sombra de miseria que la guerra había proyectado; la maraña de seres humanos arruinados que había dejado en su estela. Pero había personas dispuestas a mirar la verdad de frente y lidiar con ella cada día. Los que trabajaban en Levendale House cuidaban los cuerpos rotos y las mentes rotas de unos muchachos que habían sido arrojados a la picadora de carne y habían regresado convertidos en ancianos. Ciegos, lisiados, locos.
La hermana de turno en Levendale, una mujer de aspecto cansado de unos cincuenta años, me hizo pasar a una luminosa habitación que se usaba como sala de día y que tenía una buena vista de los vastos jardines de la residencia. Supuse que sería la misma monja con la que había hablado por teléfono. Me había preguntado cuál era mi relación con el paciente y yo le expliqué que teníamos un amigo, un viejo camarada, en común.
– ¿Usted conoció a Billy antes de… bueno, antes de que lo hirieran? -me preguntó con una mirada de preocupación. Me dio la impresión de que ésta era tanto por mí como por su paciente.
– No, a decir verdad, no. Como le he dicho, tenemos un amigo común a quien estoy tratando de ubicar. Perdimos el contacto después de la guerra. Pero jamás vi a Pattison antes.
– Tal vez sea mejor así. De todas maneras creo que debo advertirle… Las heridas de Billy fueron graves y lo han dejado muy desfigurado.
– He visto bastantes cosas de ésas -le aseguré.
La hermana me dejó en la sala de día. Contemplé los enormes ventanales que daban a los jardines, los paneles de madera, las trabajadas cornisas. El arquitecto Victoriano de esa casa había imaginado a una familia patricia que pasaría sus mañanas en esa sala y cuyos miembros se sentirían seguros ocupando su sitio dentro de la maquinaria gubernamental de un Imperio británico en el que el sol jamás se ponía. Pero dos guerras habían dejado el mundo boca abajo y al Imperio culo arriba y Levendale House se había convertido en el hogar de ex combatientes heridos que no tenían ningún otro lugar adonde ir.
La advertencia de la hermana no había sido exagerada. Regresó empujando una silla de ruedas, y vi claro que el soldado de primera William Pattison había tenido un encuentro muy íntimo con una granada. Lo que no pude deducir es cuál de ambos le había arrancado una parte más grande al otro. A Pattison le faltaba todo un lado de la cara y su boca había quedado reducida a una ranura asimétrica y sin labios. Más allá de las artes y las habilidades que se alentaran en ese sitio, tocar la trompeta ya no sería una alternativa para Pattison. Tenía un pedazo de piel nuevo y tenso estirado sobre la zona donde tendrían que haber estado la mandíbula, la mejilla derecha y el ojo derecho.
El lado izquierdo de la cara también estaba bastante maltrecho y daba la impresión de que alguien había revuelto todos los rasgos y no había conseguido recolocarlos exactamente donde habían estado antes; a ello se le añadía que claramente había sufrido extensas quemaduras en lo que le quedaba del rostro. Lon Chaney no tenía nada que hacer al lado de este tipo. La máscara se retorció formando una mueca y entendí que Pattison había tratado de sonreír.
– No viene mucha gente a visitarme -dijo. «No me digas», pensé. Tenía una voz húmeda; las palabras parecían como masticadas en esa media boca. Como le había dicho a la monja, yo había visto bastantes cosas, pero mirar a Pattison me revolvió bastante el estómago. Hice lo que pude para sonreír. Me consolé pensando que aunque mi sonrisa no revelara mucho entusiasmo, sería el doble de buena que la mejor de las suyas-. La hermana me ha dicho que usted conoce a Tam.
– Nuestros caminos se cruzaron -respondí. Me di cuenta de que Pattison no sabía que McGahern estaba muerto, y decidí no decirle nada por el momento. Ya vería qué rumbo tomaba la conversación. Aquel pobre cabrón ya tenía bastantes problemas.
– ¿En qué unidad estaba? -preguntó. Noté que el lado derecho de su cuerpo estaba flojo. Paralizado, supuse.
– Primera división canadiense. En Italia, Holanda y Alemania.
– ¿Entonces de qué conoce a Tam? -No parecía haber un tono de sospecha en su pregunta. Pero claro, es difícil descifrar las inflexiones de la voz si faltan media lengua y dieciséis dientes.
– Es una larga historia. ¿Usted estuvo con él en Gideon?
– Y también antes. Tam era mi sargento. Me salvó el pellejo tantas veces que ya no podría recordarlas.
– ¿Y qué hay de…? -Con torpeza, señalé la silla de ruedas.
– Oh… Eso ocurrió después de que mandaran a Tam de regreso. Fue por mi culpa, por mi estupidez. Por hacerme el machote. No me cubrí a tiempo.
– ¿Qué clase de hombre era Tam? Quiero decir en aquel entonces. Lo cierto es que yo lo conocí casi al final de la guerra.
– El mejor, sin lugar a dudas. En nuestra unidad había un oficial, bastante bueno (había que ser un tío duro para formar parte de Gideon, incluso aunque uno fuera un oficial), pero sólo era pura teoría. Tam era esa clase de tipos que conviene que estén al frente cuando la mierda empieza a volar hacia todas partes. ¿Usted también era sargento?
– No. Oficial. Capitán.
– Oh, lo siento, señor. No he querido faltarle el respeto con lo que he dicho de los oficiales…
– No se preocupe, Billy. Yo también me he cruzado con bastantes inútiles con tiras en los hombros. En cualquier caso, ya no soy oficial. -Coloqué un asiento delante de su silla de ruedas y me senté-. Entiendo que usted y Tam tuvieron bastante acción con Gideon, ¿no?
– Oh, sí. Estuvimos en la parte más dura. Nuestra unidad estaba formada principalmente por judíos y un par de sudaneses. Jamás aceptaré que alguien hable mal de ellos. Aprendí un montón allí. Unos cabrones muy duros, en especial los judíos. Llevaban años combatiendo a los árabes. Si hacía falta que atacaran con todo, no había que decírselo dos veces. Ya tienen su propio país, por supuesto. Dios ayude a los cabrones que traten de quitárselo.
– Esos judíos de su unidad… Tam me contó que algunos eran ex miembros de los Escuadrones Nocturnos Especiales.
– Sí, es cierto. La mayoría, si no todos. A eso me refería. Habían visto mucha acción antes de la guerra luchando contra grupos árabes de resistencia, protegiendo el gasoducto iraquí, esa clase de cosas. Eran unos cabrones muy muy duros, y sentían un odio atroz por los alemanes. No tomaban muchos prisioneros, ya sabe. Pero al mismo tiempo esos judíos eran muy graciosos. Tam se llevaba muy bien con ellos. A él le interesaban esos temas, ya sabe, la historia, cosas sobre Oriente Medio. Por eso se llevaba tan bien con nuestro oficial, que había sido periodista o algo así antes de la guerra. Un corresponsal, creo que ésa es la palabra correcta, experto en esa zona.
– ¿Sabe si Tam siguió en contacto con algún otro de los miembros de su unidad?
– Supongo que sí. A mí me localizó. ¿No sabía que fue Tam el que me hizo arreglar la cara?
Me confundí por un momento. Hice lo que pude para borrar la expresión de «¿eso es arreglarla?» que debió de cruzar por mi rostro.
– ¿Ha tenido noticias de Tam después de la guerra?
– Oh, sí. Me ha visitado unas cuatro o cinco veces. Al principio tuve que llevar toda la cara vendada durante varios meses. La herida nunca cicatrizaba del todo y siempre estaba el riesgo de que se me infectara. Trataron de encontrar a un cirujano que pudiera arreglarla, pero el más importante de todos siempre estaba ocupado. Tam se encargó de todo. Puso dinero para que me lo hicieran en un hospital privado y consiguió al mejor cirujano plástico que existe: Alexander Knox. No sé cómo se las arregló para hacerlo, y mucho menos cómo le pagó, pero yo estoy muy contento con el resultado.
– Hizo un gran trabajo -dije, y sonreí. «Pero no llames al productor Sam Goldwyn para preguntarle si está buscando a un nuevo protagonista para sus películas», pensé-. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Tam?
– Hace un año, más o menos -respondió Pattison, y un poco de saliva salió formando burbujas de la comisura de su boca, que parecía una ranura. Seguramente los labios costaban un poco más-. Iba muy elegante. Ahora está metido en varios negocios y le está yendo muy bien.
– ¿Conoce al hermano de Tam?
– No, nunca le he visto, pero he oído muchas cosas sobre él. Eran gemelos idénticos, ¿sabe?, pero Tam odiaba a su hermano. Me decía que no podía entender cómo dos hermanos podían ser tan idénticos en el exterior pero tan distintos en el interior. Decía que su hermano estaba podrido, que era un gallina y una rata.
– ¿Hablaba mucho de él?
– Tam no hablaba mucho de nada. Escuchaba. Pero cuando decía algo, valía la pena oírle. No obstante, sí… de su hermano hablaba bastante. Decía que era un haragán y que se había evadido del servicio militar. Parecía preocupado por haber tenido que dejar a su hermano a cargo del negocio familiar, fuera el que fuese.
Hubo una pausa. Volví a mirar por los ventanales e hice un comentario sobre lo bonitos que eran los jardines. La verdad era que estaba tomándome un recreo de tener que mirar la cara de Pattison.
– ¿Alguna vez se cruzó con un tal Jimmy Wallace en el ejército? -pregunté por fin.
– Jimmy Wallace no… Jamie Wallace; ya sabe cómo son estos encopetados con los nombres. Justamente de ése le estaba hablando antes, cuando le mencioné a nuestro oficial. Era él, el capitán Jamie Wallace, el tipo que había sido periodista antes de la guerra, el experto en Oriente Medio. El estaba al frente de nuestra unidad y era bastante bueno, pero como ya he dicho, a la hora de combatir el jefe era Tam.
Reflexioné sobre sus palabras. Un oficial. ¿Por qué un ex oficial del ejército terminaría de matón de un criminal de poca monta?
– ¿Cómo era la relación entre Tam y Wallace?
– Se llevaban bien. El capitán Wallace confiaba en Tam y a Tam siempre le interesaba lo que decía el capitán. Eran muy distintos, pero había una buena relación entre ellos.
Después de que se llevaran a Pattison sentí la fuerte necesidad de salir lo antes posible de la residencia. Me quedé un rato delante de la entrada principal a respirar un poco de aire, que era diferente del de Glasgow. No había señales del Austin 16/6 y supuse que estaría aparcado fuera del terreno. Cuando subí a mi propio coche no encendí el motor de inmediato. Acomodé el espejo retrovisor para ver la pálida telaraña de cicatrices que tenía en la mejilla izquierda. Un médico como el de Pattison me había arreglado la cara, pero la diferencia era el resultado de haber estado unos metros más lejos del estallido de una granada. Podría haber terminado como Pattison con toda facilidad. Me quedé sentado un momento y se me ocurrieron unos cuantos chistes más sobre su cara tan mal reconstruida, mientras me reía en silencio para mis adentros. Tal vez de esa manera podría aplacar el dolor de mis entrañas y el ardor en mis ojos, que surgían cada vez que pensaba en aquel pobre cabrón.
En la guerra por la que yo pasé, uno aprendía a reírse del sufrimiento siempre que no fuera el propio. Si te reías, tal vez éste no llegaría hasta ti. No te alcanzaría. Y creer esto era el mejor chiste de todos.
El Austin 16/6 volvió a ponerse detrás de mí y me siguió en el camino de regreso a la ciudad. Se mantenía a unos tres coches de distancia, intentando ser discreto. Yo no tenía dudas de que los hombres de Sneddon eran hábiles con un par de cortadores de pernos o abriendo rodillas con martillos, pero la vigilancia no era su punto fuerte. No importaba; a mí me alegraba sentir que alguien me estaba cubriendo las espaldas.
Tenía una cita esa noche. Llevé a Jeannie, una camarera bajita, de piel oscura y llena de curvas que había conocido, a ver Sudden Fear, con Jack Palance y Joan Crawford, al Regal de la calle Sauchiehall. Jeannie insistió en que en Glasgow lo apropiado era no sentarse en la última fila: una señal pública de su respetabilidad. La verdad era que a mí me interesaba más ver la película que meter mano en la humedad de su ropa interior, y de todas maneras los dos sabíamos que luego pasaríamos a los confines llenos de sudor y vapor de mi Austin Atlantic.
En Glasgow, tener una bicicleta que realmente habías comprado en lugar de robarla ya te daba un nivel alto, así que ser dueño de un coche te confería un glamour hollywoodense. El hecho de que mi coche fuera un elegante Austin A90 Atlantic Coupé me había sido más útil para follar que mi excelente porte, mi buena planta y mi aspecto atractivo.
– Te pareces un poco a él -comentó Jeannie cuando salimos del cine al aire nocturno, que estaba demasiado frío para esa época del año.
– ¿A quién?
– A Jack Palance. Tú eres más apuesto, pero sí que te pareces un poco a él.
– ¿Tú crees? -sonreí.
Miré a Jeannie. Desde luego que no podía compararla con Joan Crawford, ni siquiera con Gloria Grahame, quien, como siempre, hacía el papel de la chica vulgar y desenvuelta. La primera vez que había visto a Jeannie percibí algo en ella que me recordó a Carmen Miranda; el pelo y los ojos oscuros, la piel aceitunada, labios carnosos y sensuales. Pero esa noche cuando la fui a buscar me di cuenta de que ese algo que había percibido en ella probablemente se había debido a la media botella de whisky de centeno que había bebido y a la luz taciturna y llena de humo. Al volver a contemplar a mi pequeña camarera y al reexaminar esos ojos oscuros, la piel aceitunada y sus labios carnosos y sensuales, la comparación más próxima que se me ocurrió fue con Edward G. Robinson con permanente. De pronto, mi ardor disminuyó.
– Sí, ya me lo habían dicho antes -respondí respecto de su comentario sobre Jack Palance-. Hay un motivo para ello.
– ¿Sí?
– Una larga historia.
Había dejado el coche aparcado en Sauchiehall, un poco más arriba, cerca del salón de baile Locarno. Caminamos hasta allí.
– Qué gran coche -dijo ella, mientras yo le abría la puerta. Luego añadió, en tono insinuante-. ¿Podríamos ir a dar un paseo?
– Desde luego -respondí.
Mi plan era llevar a Jeannie fuera de la ciudad, aparcar en Gleniffer Braes, que tenía unas vistas maravillosas de Glasgow, y engatusarla para que me la chupara. Pero por mucho que lo intentara no podía sacarme de la cabeza la imagen de Edward G. Robinson en su papel de protagonista de Hampa dorada mordisqueando un habano. Fue en ese momento cuando vi el 16/6 oscuro aparcado un par de coches más atrás. Sneddon se tomaba mi protección demasiado en serio. «Tomaos la noche libre, chicos», pensé.
– Dame un segundo; unos amigos míos… -le dije a Jeannie, y me acerqué al 16/6. Me di cuenta de que no era Deditos quien estaba detrás del volante, y supuse que se trataría del otro matón que Sneddon había prometido prestarme. El tipo encendió el motor apenas se dio cuenta de que me estaba acercando. Vi que tenía un gran vendaje en la mejilla y en ese momento lo reconocí: era uno de los que me habían atacado en Argyle. En concreto, era el tipo al que le había partido la mejilla con un caño. Al parecer no estaba de ánimo para una revancha sin sus amigos; puso el coche en marcha atrás, frenó mientras cambiaba de marchas con un ruido que me hizo castañetear los dientes, y huyó a toda velocidad por Sauchiehall. Corrí hasta mi coche y empecé a seguirlo.
El 16/6 dobló con un chirrido por Blythswood y avanzó hacia el río. Atravesó sin frenar el cruce con Bath y estuvo a punto de hacer que un Rover chocase de lado contra mí. Esquivé el Rover por la parte de atrás pero ya se había abierto una gran distancia entre el 16/6 y mi coche. Llegó adonde la calle Blythswood desembocaba en el río Clyde y giró a la izquierda por Broomielaw sin aminorar la velocidad.
Tuve que clavar el freno de golpe a causa de un camión que paró en mi camino mientras el conductor se asomaba por la ventanilla de la cabina gritando y acusaba a mi madre de toda clase de actos, todos indecentes, algunos ilegales y al menos uno que a mí me pareció físicamente imposible. Subí al bordillo de la acera para esquivarlo. En ese momento miré por la ventanilla lateral y me di cuenta de que Jeannie seguía sentada a mi lado. Me miraba con los ojos desencajados y la boca abierta por la impresión.
– Baja -dije lo más amablemente que pude-. Tengo que atrapar a ese tipo. Es por mi trabajo.
Ella siguió allí sentada, aturdida. Extendí la mano, abrí la puerta y la empujé hacia la calle.
– ¡Fuera! ¡Rápido! -Ella descendió del vehículo sin decir palabra y se quedó de pie en la calzada, con la boca aún abierta-. Lo siento, Jeannie… Te llamaré…
Hundí el pie en el acelerador y el Atlantic corrió por Broomielaw en dirección al Paddy's Market. El 16/6 ya no estaba a la vista, pero yo sabía que si había tomado la decisión correcta podría localizarlo. O habría regresado a la ciudad, en dirección de Glasgow Cross, o habría atravesado el Clyde para pasar al South Side. Yo apostaba por esto último; en la ciudad tenía más posibilidades de encontrarse con tráfico y de que yo lo alcanzara.
Crucé por el puente Albert. La calle Crown estaba vacía. Desde allí el 16/6 podría haber cogido Carlisle o regresado hacia Govan y Paisley, o también podría haber puesto rumbo hacia los Gorbals, pero eso habría sido un error; de hecho, cualquiera que se dirigiera hacia los Gorbals, en cualquier momento del día y por la razón que fuera, estaría cometiendo un error. En su caso un Austin 16/6 estaría tan fuera de lugar en los Gorbals como un cura en Orange Hall.
Siguiendo una corazonada, doblé hacia Govan y cogí Paisley en dirección oeste. Volví a conducir lo más rápido que pude pero el 16/6 seguía sin aparecer.
Paré debajo del puente del ferrocarril, apagué el motor y bajé la ventanilla. La calle estaba en silencio, con excepción de un tranvía número nueve que avanzaba traqueteando de Paisley a Maryhill. Sam Costa con su ridículo bigote me sonreía como un imbécil desde un cartel desvencijado, anunciándome que la espuma de afeitar Erasmic era «justo lo que necesitaba». Había una cierta textura en el aire de la noche, como la del hollín frío y grasiento que manchaba los arcos de las vías.
Se había escapado. Podría haber seguido en una docena de direcciones diferentes después de que yo lo perdiera al hacer bajar a Jeannie a la calzada. Recordé ese momento y me sentí una mierda, como solía ocurrir cuando pensaba en la forma en que trataba a las mujeres.
Había miles de Jeannie en la ciudad; mujeres sin complicaciones con vidas de mierda que recorrían los salones de baile y las salas de cine en busca de alguna migaja de glamour. Lo único que querían eran unos pocos momentos, mientras todavía fueran jóvenes, en los que pudieran fingir que, después de todo, no terminarían cambiando la gris rutina de trabajar en una fábrica o en el mejor de los casos en una tienda por la gris rutina de ser la esclava de un hombre que les prodigaría escaso afecto y nada de respeto y que las dejaría con un ejército de niños a los que tendrían que cuidar. La monotonía de cada semana sólo interrumpida por manoseos sin amor y ahogados en whisky los sábados por la noche. O tal vez por alguna que otra paliza.
Pensé en la pobre Jeannie y en los precarios sueños y aspiraciones que tal vez tuviera y lamenté haberme desembarazado de ella como lo había hecho. Pero luego pensé en lo mucho que me recordaba a Edward G. Robinson y me eché a reír al tiempo que encendía el motor.
Sabía que el 16/6 se me había escapado, pero decidí hacer el camino de regreso a lo largo de los muelles que bordeaban el río sólo por si acaso. Había cientos de rincones ocultos y recovecos, callejones y patios, donde uno podía ocultarse. Pero supuse que el conductor del 16/6 había aprovechado mi detención temporal para poner la mayor distancia posible entre él y yo.
Si Glasgow era el corazón industrial del Imperio, el Clyde era la principal arteria. Pasé por el muelle de Mavisbank, el muelle de Terminus, con sus astilleros y sus vías, y por fin llegué al de Kingston. Mientras conducía, unas desnudas luces blancas revoloteaban sobre las aguas brillantes como la tinta del Clyde.
Incluso a esa hora de la noche, y en una zona tan internada en la ciudad, el río brillaba con los focos de remolcadores, barcazas y otras embarcaciones, y cada tanto divisaba una fuente de chispas provenientes del sector donde los trabajadores del turno de noche esculpían el acero.
Avisté un vehículo aparcado a un lado de la carretera principal, dentro de un angosto callejón sin salida entre dos almacenes. No era el tío que yo buscaba. Las ventanillas cubiertas de vapor de aquel Ford antiquísimo me dieron a entender que el motivo del ocultamiento era, en este caso, una rápida fornicación.
Seguí avanzando y pasé a la calle King. Mi mente ya no estaba ocupada con la persecución, sino que trataba de dilucidar cuál sería la razón de que Lillian Andrews y sus cómplices me estuvieran vigilando; estaba bastante seguro de que se trataba de ellos. El tipo que estaba detrás del volante era el mismo que había participado en el torpe intento de secuestro de la furgoneta Bedford. Esa falta de refinamiento no encajaba con la profesionalidad con que se había registrado mi oficina, y tampoco con la inquietante sensación que venía teniendo los últimos días de que me seguía alguien demasiado capaz como para que lo detectara. Era cierto que el tipo del 16/6 podría haber sido todavía más evidente, pero para eso le habría hecho falta poner un letrero en el parabrisas que dijera «Te estoy siguiendo, Lennox». ¿Dos organizaciones diferentes? Eso sí encajaría con la presencia del sosias de Fred MacMurray y sus camaradas de Oriente Medio.
Mi instinto me decía que la relación de ellos con Tam McGahern no pasaba a través de Lillian. Pero todo lo que me había contado Rufus Jeffrey sobre el servicio militar de Tam y sus conexiones con Oriente Medio también me molestaba. Eso sí podía ser un nexo entre el imitador del protagonista de Perdición y sus jinetes de camellos con Lillian. Regresé a través del puente de Glasgow al punto donde había dejado a Jeannie. Había pasado por lo menos una hora y, por supuesto, ella se había marchado. Todo estaba jodido.
Necesitaba una copa.