El viaje a Perth fue como retroceder en el tiempo. La antigua ciudad no era uno de los lugares más cosmopolitas del mundo y daba la impresión de que la habían dejado intacta tanto la guerra como los cambios que se habían producido posteriormente en la estructura social británica. Los años cuarenta y los cincuenta se habían perdido en el correo.
Había sólo un taxi fuera de la estación de ferrocarriles de Perth, uno de esos coches cuadrados de principios de la década de 1930. También el chófer era sorprendentemente anciano. Le pedí que me llevara al hotel más cercano que fuera más o menos decente. A esas alturas no tenía sentido ir al sanatorio. Ya faltaba poco para que terminara el horario de visitas de la tarde y el establecimiento estaba ubicado a cierta distancia en las afueras de la ciudad, subiendo las colinas, más allá de Perth. Aunque tenía algunos resquemores respecto de la antigüedad tanto del chófer como del vehículo, le pregunté al anciano taxista si podría recogerme a las diez de la mañana del día siguiente.
El hotel al que me llevó estaba junto al río Tay, y cogí una habitación con vistas al río. La cama era bastante cómoda y la calle bastante silenciosa, pero aun así me costó dormirme. Cada vez que cerraba los párpados unas imágenes y pensamientos muy dispares rebotaban contra ellos. Volví a ver a Lillian Andrews semidesnuda, sensualmente cubierta por la niebla; vi el comportamiento desesperadamente brusco y nada convincente de su incompatible marido; la profesionalidad con que ella había usado el sexo como carnaza para su emboscada bajo el smog, sin saber la razón por la que yo la seguía, pero sabiendo que lo hacía.
¿Por qué era tan complicado todo? ¿Por qué yo mismo lo volvía todo tan complicado? Sabía que no abandonaría el caso de los Andrews. No sacaría nada de él -yo era el único que quería seguir investigando-, pero lo haría, hasta que alguien cediera y me ofreciera alguna explicación que tuviera sentido para mí. Tal vez mi incapacidad de abandonarlo no se debía a otra cosa que a mi orgullo herido porque me habían tendido una emboscada por detrás. Traté de quitármelo de la cabeza por el momento. Tenía cosas más importantes que resolver, y una de ellas me haría ganar dinero. Pero me dolía la cabeza por el golpe y por los pensamientos que seguían acosándola. Tardé una eternidad en quedarme dormido.
Mi anciano taxista apareció exactamente a la hora indicada. Cuando le di la dirección del sanatorio, lejos, en las colinas que daban a la ciudad, me observó con sospecha.
– Es un viaje muy largo para hacer en taxi.
– Supongo que sí.
– Va a costarle mucho. -Era obvio que le preocupaba no cobrar el recorrido. Le entregué tres medias coronas.
– Le pagaré el resto después. Necesito que espere hasta que yo termine lo que tengo que hacer en el sanatorio.
Mientras subíamos por las colinas el sol salió como si quisiera exhibir la belleza del campo para los visitantes. El sanatorio mismo estaba en medio de un amplio terreno empinado que terminaba en una meseta donde se ubicaba el gran edificio de estilo Victoriano. Las franjas de césped cuidado se convertían en amplios lechos de rododendros. Parecía que todas las ventanas del edificio habían sido abiertas y había filas de tumbonas flanqueando las paredes y también esparcidas en la zona llana del terreno. Me di cuenta del motivo; después de Glasgow, yo mismo podía sentir la diferencia en el aire: respirar es un acto inconsciente y uno jamás piensa en el aire que se mete en los pulmones, pero aquí cada aspiración era como un sorbo de agua de montaña, fría y transparente.
La enfermera titulada de la recepción me observó con un típico gesto altanero mientras yo le explicaba que sí, que sabía que no era horario de visitas pero no, no podía volver en otro momento porque mi jefe había insistido en que estuviera de regreso en el trabajo esa misma tarde, que lo que quería era ver a mi prima. Ella volvió a verificar el nombre y me indicó que lomara asiento en el jardín, donde ellos la llevarían.
Esperaba encontrarme con una frágil mujercita abandonada de piel pálida, tosiendo como la Dama de las Camelias en un pañuelo. Específicamente, un pañuelo celeste de encaje. Pero Wilma Marshall tenía un aspecto mucho más robusto. Era mayor de lo que me habían dicho: veintidós o veintitrés años. Era morena, mediría un metro cincuenta y cinco, y a juzgar por lo que veía, su vestido, que la cubría totalmente, lo tenían todo muy bien puesto. Su rostro estaba desprovisto de maquillaje o pintalabios y era bonito, nada sobresaliente, pero me di cuenta de lo que Bobby había querido decir cuando había mencionado que ella tenía «clase». Aun así, supuse que había sido poco más que una distracción para Tam McGahern, una de las muchas que podía permitirse gracias a su posición.
Me puse de pie y le sonreí cuando la enfermera la escoltó a través del césped.
– Wilma -dije cuando se acercaron-. Tienes mucho mejor aspecto.
Ella parecía confundida, lo que era natural teniendo en cuenta que la persona que tenía delante no era el primo que ella esperaba ver. Pero lo dejó pasar y no le dijo nada a la enfermera.
– Gracias, enfermera -dije, y esperé hasta que no pudiera oírme antes de pedirle a Wilma que se sentara.
– ¿Qué quiere? -preguntó Wilma con un fuerte acento de los Gorbals, y su «clase» se evaporó. Frunció el ceño y se mordió su carnoso labio inferior-. Creía que ustedes me habían dicho que me dejarían en paz.
En ese momento comprendí por qué no me había delatado; claramente creía que yo era otra persona.
– Lo haremos -dije para mantener el engaño todo lo que fuera posible-. Pero debemos ser cuidadosos.
– Les he dicho todo lo que sé. Y he prometido que no hablaría de esto con ninguna otra persona. -Su arruga en el ceño se hizo más profunda-. ¿A qué ha venido?
– Ya sé que nos lo ha contado todo, Wilma. Y sé lo difícil que es para usted volver a pasar por esto. -Hablaba como un policía; el instinto me decía que eso era lo que ella creía que yo era-. Lo que ocurre es que cada vez que volvamos sobre ello, es posible que usted recuerde algo más.
– ¿A qué se refiere? ¿De qué habla?
Su pálido ceño se arrugó todavía más. Yo estaba formulando las preguntas equivocadas; quien fuera que ella creía que yo era o representaba, no se trataba de la policía. Sus ojos se entornaron en un gesto de sospecha y en ese momento miró por encima de su hombro para ver dónde estaba la enfermera.
– Escuche, Wilma -dije, con toda la calma y autoridad que pude-. Mi trabajo consiste en averiguar quién mató a Tam McGahern. Y en asegurarme que usted esté a salvo y protegida.
Noté que todas las alarmas de su cabeza comenzaban a sonar.
– ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ¿Es policía?
– Soy un amigo, Wilma. Quiero ayudarla. Como he dicho, mi trabajo es averiguar quién mató a Tam. Sólo quiero hacerle unas preguntas sobre aquella noche.
– ¿Cómo me ha encontrado? -La expresión de Wilma pasó de la sospecha a la incertidumbre y luego al temor-. Se suponía que no me encontraría nadie.
– Hallé su pañuelo en el apartamento encima del Highlander. Estaba manchado de sangre. En ese momento no me di cuenta de nada, pero más tarde supuse que podría tener algo que ver con la tuberculosis.
– No puedo hablar con usted. Debe irse. -Estaba poniéndose cada vez más nerviosa.
Puse mi mano sobre la suya.
– No hay nada que temer, Wilma. Nadie más sabe que usted está aquí. No voy a hablar con nadie sobre usted. Sólo tengo que saber quién mató a Tam.
– Quiero que se vaya. -Wilma se puso de pie-. No vi nada ni a nadie aquella noche. Me escondí hasta que se fueron.
– Eso no es lo que me contó Bobby, el monito de Tam McGahern. Dijo que usted los vio desde la ventana. ¿Qué ocurre, Wilma? ¿Los reconoció? ¿Eran personas que ya conocía del Imperial?
Ella miró a su alrededor, como si estuviera buscando espías en los arbustos.
– No puedo seguir con esto. Ahora no. Necesito pensar. Vuelva más tarde.
– Escúcheme, Wilma. Sé que está asustada, pero tengo que averiguar lo que sabe. Y no puedo dejarla en paz hasta que me diga quién la metió aquí y qué fue lo que vio u oyó y que ellos quieren mantener oculto. Dígamelo y desapareceré, se lo prometo. Pero si no…
Wilma volvió a fruncir el entrecejo y a morderse el labio inferior.
– No era Tam.
– ¿Qué?
– No creo que fuera Tam el que estaba conmigo aquella noche. Era Frankie. Fue a Frankie a quien dispararon desde la puerta.
– Wilma… No pudo haber sido Frankie al que dispararon. Yo tuve un encontronazo con Frankie McGahern cinco semanas después.
– Pensaban que era una broma muy graciosa. -Los ojos de Wilma brillaron por las lágrimas-. Me lo habían hecho antes. Se intercambiaban, fingían ser el otro. Empezó un par de meses antes de aquella noche. Tam me decía que me encontrara con él en el apartamento que estaba en la planta superior del Highlander, pero a veces aparecía él y otras aparecía Frankie. Y Frankie siempre fingía que era Tam.
– ¿Y está segura de que fue Frankie quien se presentó aquella noche?
Wilma asintió con la cabeza.
– Una buena broma, ¿eh? Veamos si la estúpida zorra puede notar la diferencia entre dos mellizos idénticos.
– Pero sí que pudo.
– Frankie era… era diferente de Tam. -Se sonrojó y una lágrima le surcó la mejilla.
– Wilma… ¿está absolutamente segura de esto?
– Segura como sólo puede estarlo una mujer. Pero nunca lo dije. Encontraron cosas en su ropa que probaban que era Tam, y eso es lo que no pude entender. Pensé que tal vez me había equivocado, así que decidí seguirles el juego.
Contemplé los terrenos del sanatorio. Las cosas habían empezado a tener sentido para luego perderlo de inmediato. Frankie muerto en el apartamento encima del Highlander; Tam el que había buscado pelea conmigo y que había terminado muerto más tarde aquella misma noche en el garaje de Rutherglen. Tam era un tipo duro de roer, con un historial de combate militar que superaba el mío. Si él había sido el de aquella noche, entonces se había dejado dar una paliza adrede para convencer al mundo de que era Frankie. Pero ¿por qué? Frankie era un don nadie. Sólo el nombre de Tam McGahern tenía el peso suficiente para construir un imperio criminal. Se me ocurrió otra cosa: Jimmy Wallace, el segundón del que Bobby me había hablado, debía de estar al tanto de todo. No desapareció hasta después del segundo asesinato porque sabía. Sabía que había sido Frankie, no Tam, el que había muerto la primera vez. El segundo homicidio sí había sido el de Tam, y había sido la señal para Wallace de que había llegado el momento de perderse.
– ¿Quién la trajo aquí, Wilma?
Pasó una enfermera, nos miró, luego dirigió la mirada a su reloj de pulsera y frunció el ceño deliberadamente. Wilma empezó a ponerse nerviosa de nuevo.
– No sé quiénes son, pero me pagaron. Me dijeron que mantuviera la boca cerrada. Me vigilan. Es mejor que se vaya.
– Cuénteme exactamente lo que ocurrió aquella noche.
– Ahora no. Vuelva en otro momento.
– ¿Cuándo?
– El horario de visita es de tres a cuatro y media, mañana. Vuelva entonces. Pero no le prometo nada. Sólo quiero salir de este enredo.
– ¿Qué enredo, Wilma?
Negó con la cabeza, evidentemente asustada. No insistí.
– La veré mañana, Wilma. -Cuando me incorporé ella pareció aliviarse. Decidí atenuar el alivio-. Asegúrese de estar aquí, y nada de sorpresas desagradables. Espero ser su único visitante. Si veo a alguien que se parezca remotamente a un matón, entonces cogeré el próximo tren a Glasgow y me aseguraré de que cualquiera que quiera encontrarla sepa dónde buscar.
La dejé sentada en los jardines. Sabía que había bastantes probabilidades de que Wilma no estuviera allí al día siguiente, cuando yo regresara, pero no podía quedarme merodeando por el sanatorio y supuse que sería difícil para los que la habían metido allí organizar su partida en poco tiempo. Y tal vez estaba lo suficientemente asustada como para hacer lo que yo le había indicado.
Ahora tenía que matar veinticuatro horas en Perth. El tiempo allí duraba cinco veces más que en cualquier otro sitio. Mi anciano chófer me dejó en el hotel y tuve un sombrío almuerzo en el comedor. Me sirvieron una chuleta de cordero que compensaba su falta de tamaño con una consistencia tan resistente al cuchillo y a los dientes que podría haber tenido alguna aplicación industrial. Yo ya me había comido la mitad cuando un hombre alto y de complexión fuerte me preguntó con una ancha sonrisa y en un acento difícil de ubicar si podía sentarse a mi mesa.
– Claro -dije-. Adelante.
– Usted es canadiense, ¿verdad? Me he dado cuenta por el acento.
Traté de que mi sonrisa no pareciera demasiado hastiada.
– Sí, lo soy.
– Un placer conocerlo. Me llamo Powell… Sam Powell.
Extendió una bronceada mano por encima de la mesa. No se veían muchos bronceados en Escocia. La estreché. Powell irradiaba una alegría irreprimible. Su gran sonrisa dejaba al descubierto unos dientes perfectos y tenía el atractivo de esos tipos grandes, amables y extrovertidos como el actor Fred MacMurray. Me cayó mal de una manera tan profunda como instantánea.
– He pasado bastante tiempo en Canadá – explico con un entusiasmo tan imparable como un tren de carga fuera de control-. Trabajo con tractores. Estoy en una empresa que es anglocanadiense, en el equipo de ventas.
– Entiendo -dije. La camarera se acercó a tomar su pedido. Había sólo dos opciones como plato principal. Me senté en un malicioso silencio y sonreí cuando pidió la chuleta.
– ¿Usted está aquí por negocios, señor…?
– Lennox -respondí. Cuando me había registrado en el hotel no me había parecido que fuera necesario usar otro nombre que el verdadero-. Sí. En cierta manera.
– ¿A qué se dedica usted, señor Lennox, si no le molesta que se lo pregunte? -Para este tipo, en una conversación ninguna montaña era tan alta como para no intentar treparla.
– Seguros -mentí. El trabajo más aburrido del mundo por lo general cae en medio de una conversación como una vía muerta de ferrocarril. Pero el hermano menor de Fred Mac-Murray no se inmutó.
– ¿En serio? Qué fascinante. ¿Generales o automovilísticos?
– De toda clase. Yo me ocupo de las reclamaciones.
Me rescató la llegada de su chuleta. De ahora en adelante su boca estaría plenamente ocupada. Dejé intacto el lodo gris y gelatinoso que servían como postre y me excusé de la compañía de Powell.
– Un placer haberle conocido, señor Powell.
Mi jovialidad fue sincera. Me había liberado de él. Powell se incorporó, me estrechó la mano y me dedicó una sonrisa ancha y hollywoodense. Sentí una felicidad tan grande que no podría describirla cuando vi un pedazo particularmente tenaz de cartílago de chuleta metido entre dos de sus dientes.
Decidí buscar otro bar en la ciudad para tomar un trago antes de correr el riesgo de volver a cruzarme con Powell en el salón del hotel.
Por desgracia tuve que aceptar el desafío de la alegría de Powell a la mañana siguiente durante el desayuno. Llegué a la conclusión de que la propietaria del hotel -una mujer severa, sombría y macilenta de unos cincuenta años, cuyo temperamento era la antítesis de Powell- debía de ser una sádica secreta que había decidido someterme a la doble tortura de la comida del hotel y de la compañía de Powell.
Volví a esquivar su curiosidad y después de pagar la cuenta del hotel salí a la calle y fumé un cigarrillo. Era una radiante mañana de primavera, por lo que dejé el abrigo y la maleta en el hotel y quedé en retirarlos más tarde cuando mi antiguo taxi y mi anciano chófer volvieran a recogerme. Caminé por la orilla del río y pensé en Wilma Marshall. Era más que posible que ella me hubiese hecho esperar hasta hoy por una razón: que necesitara ponerse en contacto con alguien. Fuera quien fuese ese alguien, tenía muchas de las respuestas que yo buscaba.
Saludé con un gesto de la cabeza y con un hola a un elegante hombre mayor que llevaba una chaqueta deportiva de pata de gallo con una gorra que hacía juego y una corbata militar. Él pasó a mi lado sin decir palabra, como si no me hubiera oído ni visto.
Sospechaba que la policía había puesto a Wilma en el sanatorio, pero también era cierto que la policía no pagaba a los testigos para que se mantuvieran ocultos. Fuera quien fuese el responsable, tenía acceso a muchos recursos, tal vez incluso a un médico dócil. Mientras caminaba reflexioné sobre lo que ella me había contado respecto al malvado truco que los mellizos McGahern le habían hecho, turnándose para follársela y fingiendo que los dos eran Tam. Parecía un subterfugio que, si bien era de una crueldad suprema, carecía de sentido.
La solitaria cafetería de Perth era la única concesión de la ciudad a los tiempos modernos. Entré a tomar un café antes de regresar al hotel a recoger mis cosas y esperar mi taxi. La propietaria estaba en el mostrador cuando llegué. Su vestido negro sin forma, sus zapatos planos, la cadena-llavero rodeándole la cintura y su expresión adusta y cansada la hacían parecer más la gobernanta de una cárcel de mujeres que una cordial anfitriona.
– Su amigo, el señor Powell, se dejó algo en su habitación, señor Lennox. Una pluma. Tengo su dirección. Firmó el registro con la dirección de su empresa, así que podría enviársela allí, pero se me ocurrió que tal vez usted lo vería pronto.
– Me temo que se equivoca… No conozco al señor Powell. Lo vi por primera vez ayer durante la cena.
Ella me miró con su expresión de encargada del pabellón de mujeres.
– Pero el señor Powell dijo que lo conocía. Pidió específicamente sentarse a su lado.
Fruncí el ceño.
– Tal vez me confundió con otra persona.
En ese momento mi chófer entró en la recepción, cogió mi equipaje y nos dirigimos hacia el taxi.
– Fíjese, el tío Joe ha muerto -fue el gambito de apertura del taxista.
– ¿El tío Joe? -Por un momento, mi confusión fue sincera.
– El tío Joe Stalin. Stalin ha estirado la pata. Lo han dicho en el noticiario estatal esta mañana.
Nunca había visto tan contento a mi pequeño taxista, pero ésa fue toda la conversación durante el viaje de media hora hasta el sanatorio.
– Espéreme aquí otra vez -dije cuando bajé delante del imponente edificio Victoriano. Tenía la sensación de que no tardaría mucho. Esta vez la enfermera del mostrador de entrada era más bonita y más amable, pero frunció el ceño cuando le pregunté por Wilma.
– No está aquí -me explicó-. Se dio de alta ella misma esta mañana a primera hora. Me sorprende que usted no lo supiera. ¿Dice que es su primo? -Su entrecejo se oscureció por la sospecha-. El que la recogió fue su hermano.
– ¿Su hermano? ¿Está segura?
– Yo misma estaba en la recepción.
Me di cuenta de que estaba a punto de llamar a alguien. Estaba claro que no creía que yo fuera el primo de Wilma.
– Debemos de habernos cruzado -dije, y fruncí el ceño como si estuviera enfadado. Pensé durante un momento-. ¿Está absolutamente segura de que era su hermano? Es un tipo grandote, apuesto… Se parece a una versión más joven de Fred MacMurray, ¿lo conoce?, el actor de cine.
La sospecha se evaporó de su expresión.
– Sí, es ése.