Cuando era un chaval en New Brunswick mi escuela era la Rothesay Collegiate School para Chicos, que era de lo más pijo que había en Canadá. Yo jugaba en el equipo de hockey sobre hielo y se me daba muy bien. Tanto, que empecé a albergar ambiciones de convertirme en jugador profesional.
Un día tuvimos que competir contra otro colegio privado, el King's Collegiate. El King's estaba ubicado en Windsor, Nueva Escocia, y eso mismo ya tendríamos que haberlo visto como un mal presagio, puesto que se supone que el hockey sobre hielo se inventó precisamente en Windsor. En cualquier caso, había un chico llamado MacDonald, no lo bastante grande como para ser un delantero potente pero rápido como un demonio, que jugaba en el ala derecha y era mi oponente en el partido.
Por lo general uno no relaciona el concepto de elegancia con el hockey sobre hielo, pero MacDonald estaba realmente lleno de ella. Cada vez que yo iniciaba una carrera, él se me acercaba y me quitaba el disco. Sin verificar nada, sin hacer contacto; apenas un fulgor rojo y el disco desaparecía. Lo que fuera que yo decidiese hacer, él lo predecía. Lo que fuera que yo había pensado, él lo había pensado antes. Me sentía sobrepasado en nivel y en capacidad de maniobra, un sentimiento que no me gustaba.
Ahora Lillian Andrews estaba haciéndome sentir de la misma manera.
Llegamos a la casa de los Andrews y la encontramos desierta, aunque no se trataba de una evacuación apresurada inspirada por la inesperada complicación de la muerte de Andrews. El cartel de la agencia inmobiliaria que pasamos junto a la entrada para coches y las ventanas sin cortinas me indicaron quise habían tomado muchas previsiones y se habían hecho muchos planes antes de que esta gallina hubiera ahuecado el ala.
Aparqué en la entrada para coches y hubiera podido jurar que la suspensión del Atlantic se elevó varios centímetros cuando Deditos y Pequeñito consiguieron salir del vehículo. Le indiqué a Pequeñito que se apoyara contra una puerta que había detrás de la casa y tardamos sólo diez minutos en confirmar que la habían vaciado completamente. No había ni muebles ni elementos personales, y tampoco era necesario que me pusiera a levantar las tablas del suelo o a arrancar azulejos de la bañera para saber que no habría ningún tesoro oculto con dinero y pasaportes.
Me quedé de pie en el salón, ahora despojado de los muebles bajos estilo Contemporary, y contemplé desconcertado a Deditos y a Pequeñito mientras trataba de deducir qué tendría que hacer a continuación. Los dos me devolvieron una mirada igualmente desconcertada. Les dije que no tenía sentido quedarse allí y los llevé de regreso hasta mi casa, donde Deditos había dejado el Sunbeam. Les informé de que por ese día habíamos terminado y que telefonearía a Sneddon si volvía a necesitarlos. En realidad lo que necesitaba era librarme de mi escolta de gorilas por un rato; me vendría bien tener tiempo para pensar. La huida de la casa de Bearsden no había sido apresurada ni improvisada, y como había una inmobiliaria implicada en la venta de la propiedad, los beneficios tenían que ir a parar a algún lado. Suponía que todo formaba parte de la agenda organizada por Lillian, y tal vez el repentino desvío que John Andrews había cogido en la carretera también era parte de esa agenda.
Volví a pensar en cómo Lillian bailaba a mi alrededor de la misma manera en que lo había hecho MacDonald, mi enemigo adolescente sobre patines que me había hecho parecer un peatón en la pista de hockey. MacDonald fue contratado por los Senators de Ottawa antes de que empezara la guerra, y luego una mina le voló las piernas en Anzio. No creo que los Senators le renovaran el contrato.
Yo tendría que arrancarle las piernas a Lillian.
No tenía ganas de ir al Horsehead, pero aun así fui allí en busca de un par de copas. Tal vez debido a que había estado pensando en las piernas de Lillian Andrews, de pronto me encontré ansiando alguna compañía más agradable de la que podría encontrar en el bar.
May Donaldson era la clase de mujer que es bueno que un hombre conozca: tan servicial como poco exigente. La mayoría de las mujeres te obligan a trabajar antes de darte el billete de entrada. May por el contrario, te entregaba un billete para toda la temporada directamente. Y además añadía algunos partidos adicionales.
El apartamento de May Donaldson estaba en el West End, no muy lejos del mío, en una de las ubicuas casas de vecinos victorianas que se arremolinaban en torno al negro corazón de Glasgow. Yo no sabía mucho del pasado de May, pero no era la habitual historia de las clases trabajadoras de la ciudad en la que las cosas le salen mal a una chica. Había oído por ahí que había estado casada con un granjero. Al parecer, él la había dejado para arar un surco diferente.
Como yo era un caballero nunca le había preguntado la edad, pero suponía que andaría por los treinta y cinco, tal vez un par de años más que yo. La actitud de Gran Bretaña respecto del divorcio era la misma actitud de todos los demás lugares cien años antes y probablemente podían restarse un siglo o dos más en Escocia. Aquí, ser una divorciada convertía a May en mercancía de segunda mano, y las posibilidades de que volviera a casarse eran mínimas. Como consecuencia, cumplía la triste y desesperada función de la chica para pasar un buen rato. May y yo éramos ocasionales compañeros de juegos. No era la más profunda de las relaciones pero, como ya he dicho, era conveniente.
Si parece que me opongo a las leyes de divorcio de Escocia espero que no se me malentienda: tenía buenas razones para estarles agradecido. Cuando no trabajaba para uno u otro de los Tres Reyes, ayudaba a parejas de clase media a realizar la legalmente obligatoria pantomima de un divorcio. Por lo general seguía siendo el marido quien sacrificaba su reputación, hasta en los casos en que él no era la parte infiel. Caía sobre su propia espada, por así decirlo, incluso aunque su esposa hubiera caído sobre la de otro.
May me ayudaba con los casos de divorcio. La coreografía requerida consistía en que yo hacía que May y el marido reservaran una habitación en un hotel, se pusieran ropa de dormir encima de la ropa de diario, se metieran en la cama y yo apareciera con un miembro del personal del hotel para testificar que la delicio era realmente flagrante. La camarera o el asistente de la gerencia luego firmaban una declaración, recibían su parte de las ganancias y el inminente ex cónyuge desaparecía. No había ningún negocio sórdido que fuera más sórdido o más negocio.
Cogí un taxi desde el Horsehead y atravesé la ciudad hasta la casa de May. Luego podría ir caminando hasta mi propia casa. May me sirvió un whisky tan pronto llegué y nos sentamos juntos en el sofá. No era bonita, pero el maquillaje sacaba lo mejor de unos rasgos bastante comunes. Del cuello para abajo, en cambio, era una verdadera obra de arte. Cuando llegué estaba vestida con una blusa blanca y una falda negra y estrecha que le abrazaba sus partes más abrazables.
– ¿Cómo va todo, Lennox? -preguntó.
– Bien. ¿Y tú, qué tal?
– Como siempre. ¿Tienes trabajo para mí?
– No -respondí-. Al menos por ahora no. Y cuando surja, probablemente no se trate de un divorcio.
– Entonces, ¿qué puedo hacer por ti? -preguntó. La insinuación de un tono de hastío en su voz me irritó.
– Sólo he pasado a saludar -dije-. ¿Hace falta un motivo?
– No, si dices que no lo hay.
Se levantó y se sirvió otra ginebra. Yo seguí acunando mi whisky escocés. Era algo que ya había notado antes en May: siempre tomaba dos o tres copas antes de pasar a la acción. No se emborrachaba del todo, sólo lo suficiente para quitarle hierro a lo que ambos sabíamos que íbamos a hacer. Ese pensamiento no hizo mucho por mi autoestima.
– ¿Sigues trabajando en el hotel?
– Sigo.
Seguramente era imposible, por alguna ley física, que aquella charla casual y sin importancia se volviera todavía más casual y todavía con menos importancia, así que después de mi segundo whisky y su cuarta ginebra me abalancé sobre ella. May me hizo pasar al dormitorio y entró en el cuarto de baño para colocarse el diafragma. Me desnudé y me tumbé sobre la cama, fumando un Player's. El papel que recubría las paredes era amarillo y con flores, aunque supuse que alguna vez había sido blanco: May fumaba incluso más que yo. Había algunos intentos dispersos de refinamiento en los muebles y en los adornitos. De pronto me sentí deprimido.
May me levantó el ánimo apareciendo desnuda salvo por sus medias y su liguero. Se tumbó a mi lado en la cama y nos consumimos en nuestro acto de acentuada apatía. Al menos, primero apagué mi Player's. En Escocia, eso me convertía en Valentino.
Luego ella preparó café y lo trajo al dormitorio. Encendí un cigarrillo para ella y otro para mí.
– ¿Nunca te dan ganas de empezar de nuevo? -me preguntó de pronto.
– Ésta es mi manera de empezar de nuevo -dije, y exhalé un tenue círculo de humo hacia el revoque agrietado del techo-. Empecé mi vida rico y satisfecho, pero lo que un hombre puede soportar tiene un límite. Ahora mi vida es mucho más colorida, principalmente azul y negra.
– Hablo en serio. Quiero salir de esta ciudad, Lennox. Quiero casarme y tener hijos antes de que sea demasiado tarde.
– May…
– No te pongas nervioso -dijo ella, lanzando una carcajada amarga-. No te estoy proponiendo nada. No llegué por el Clyde en una canoa; sé exactamente lo que significo para ti, Lennox. Pero a veces necesito hablar. ¿Tú no necesitas hablar a veces?
– Oh, sí. Yo hablo. Hablo hasta aturdirme.
– Quiero salir de Glasgow. Escaparme de esa puñetera barra del hotel y marcharme a alguna parte donde nadie sepa nada sobre mí. A algún lugar aislado del resto del mundo como Sudáfrica o Australia, o el centro de la condenada jungla africana.
– Deberías pensar en Paisley -dije-. Está todavía más aislado de la civilización, pero puedes llegar en autobús.
– Hablo en serio. Esta ciudad es una mierda. Mi vida es una mierda. Aquí todos creen que saben quién soy, qué soy. Saben todo sobre mí. En esta puta y horrible ciudad todos creen que el universo gira en torno a Glasgow, y no pueden ver más allá. La verdad es que ésta no es una ciudad: es una aldea llena de pequeños capullos estúpidos y racistas. La odio. La odio, maldita sea. -Se mordió el carmín de su labio inferior.
Le acaricié el brazo.
– Entonces, ¿por qué no te vas?
– ¿A hacer qué? -dijo, apartándose-. Necesito dinero, Lennox. Una cantidad de dinero que no puedo conseguir trabajando en el bar del hotel o ayudándote con tus fraudes de divorcio. Supongo que no conocerás a ningún viudo rico y solitario, ¿verdad?
El chiste me alarmó durante un momento.
– Antes sí, a uno. Pero ya no lee la sección de los corazones solitarios.