Fue Jock Ferguson quien me arruinó el día, aunque con la mejor de las intenciones. Y a petición mía.
Le invité a comer en el Trieste, como agradecimiento por averiguarme los datos de la furgoneta Bedford. Era lo más parecido a sobornarlo que podía hacer con él. Al principio se negó y declaró que una porción de pastel y una cerveza en el Horsehead bastarían, pero yo insistí y él se encontró conmigo en el restaurante italiano minutos después de la una.
– Como ya he dicho, tienes una vida interesante y complicada, Lennox. -Ferguson me miró con la misma sospecha que le había dedicado a su plato de fideos cuando llegó-. Verifiqué el número de la furgoneta que me diste.
– Y no tiene nada que ver con el caso McGahern.
«Eso es lo que tú crees», pensé. Sería toda una coincidencia que una furgoneta llena de matones estuviera aparcada detrás de mí después de que me atrajeran a una emboscada con una llamada en la que me prometían información sobre Tam McGahern.
– Entonces, ¿a quién pertenece la furgoneta?
– Deberías pensar en presentar una denuncia formal sobre esto. Está claro que aquí ocurre algo raro…
– Jock… -dije con impaciencia.
– La furgoneta está registrada a nombre de la CCI. -Ferguson deslizó un papel con el nombre y la dirección sobre la mesa de formica-. Clyde Consolidated Importing.
– ¿La empresa de John Andrews?
– La misma. Es evidente que ese tipo no era tan recto y limpio como tú creías. Has puesto nervioso a alguien con todo esto.
De modo que era eso. Traté de ocultar el escalofrío que me atravesó. Justo cuando pensaba que podría salirme del caso McGahern -la llamada que me habían hecho para atraerme a la Estación Central había sido específicamente sobre Tam McGahern- me asaltaron unos matones desde una furgoneta registrada a nombre de la empresa de Andrews. Fuera lo que fuese en lo que Lillian Andrews estaba metida -y yo sabía que era Lillian Andrews, no John Andrews- tenía que ver con Tam o Frankie McGahern. Me sentí más convencido de que había tenido razón sobre John Andrews todo el tiempo. Lillian lo dominaba.
– ¿Te encuentras bien? -Ferguson me miró con el entrecejo fruncido. Tenía franjas de tomate en el mentón, manchado de fideos-. Pareces un poco consternado.
– ¿Qué tal los fideos? -Le señalé el mentón y él se lo limpió.
– Muy buenos. Nunca los había comido antes. Nunca había estado en un restaurante italiano, de hecho. ¿Te sorprende?
– La pobreza cultural de los habitantes de Glasgow nunca deja de sorprenderme.
– No eso, imbécil. ¿Te sorprende que la furgoneta fuera de la compañía de Andrews?
Encendí un cigarrillo, me eché hacia atrás y sonreí.
– En estos días nada me sorprende.
Tuve la intención de telefonear a John Andrews, pero lo pensé mejor. ¿Por qué me iba a atender a esas alturas? Además, nada indicaba que Lillian y sus compinches no estuvieran controlando todas sus llamadas, incluso las de la oficina. Debía pensar en la manera de verme con Andrews a solas; tal vez interceptándolo de camino al trabajo. Tendría que planearlo bien. Había dejado a Jock Ferguson no sólo con un flamante interés por la cocina italiana sino también con una creciente curiosidad sobre Andrews, la CCI y lo que fuera en lo que yo me había metido. Por el momento, me convenía mantener un perfil bajo en mis relaciones con Jock.
Lo conclusión principal que había sacudo del almuerzo con él era que aún no había terminado con el lío de McGahern. Quería olvidarlo, pero ahora que sabía que la empresa de Andrews estaba relacionada con todo eso estaba seguro de que había personas que no me permitirían olvidarme de nada. Pasé la tarde tratando empecinada e infructuosamente de decodificar la libreta que había sacado del retiro que Tam tenía en Milngavie. Luego me puse a examinar la fotografía que había encontrado: Gideon. ¿Por qué un criminal glasgowiano como McGahern habría escrito el nombre de un juez bíblico en la parte de atrás de una instantánea de camaradas de la guerra? Dada la inmensidad de arena en el fondo, el sol ardiente y los uniformes de faena, estaba claro que la fotografía no se había tomado en la playa de Mallaig. Aquello era Oriente Medio. Y Fred MacMurray y sus compinches de la noche anterior hablaban en un idioma extranjero que a mí no me había sonado europeo.
Había algo en todo ese asunto que me ponía nervioso. Ese nerviosismo estaba convirtiéndose rápidamente en paranoia y estaba seguro de que alguien me había seguido hasta mi vivienda después de mi salida de la oficina, cerca de las cuatro menos cuarto. Glasgow no tenía muchos automóviles para una ciudad de ese tamaño y yo debería haber podido detectar a cualquiera que me siguiera, pero el hecho de que no viera ninguna rejilla delantera que se repitiera una y otra vez en mi espejo retrovisor no sirvió para aliviar el malestar que sentía en mis entrañas.
Me hice unos bocadillos y gasté lo poco que me quedaba de buen café para prepararme una jarra. Comí tumbado en la cama, leyendo, mientras la transmisión del Servicio Mundial balbuceaba en el fondo y yo trataba de obligarme a relajarme. Sin embargo, cada tanto sentía la necesidad de mover la cortina y asegurarme de que en la calle no hubiera ningún matón de película apoyado contra una farola fumando. Eran cerca de las ocho y media cuando la señora White me llamó para que bajara hasta el teléfono, ubicado en el fondo del pasillo que compartíamos y, sin decir palabra, me pasó el auricular.
– ¿Lennox? ¿Es usted, Lennox?
Reconocí la voz al instante.
– ¿Ocurre algo, señor Andrews?
John Andrews lanzó una risita amarga.
– Soy hombre muerto, Lennox. Espero que recuerde esta llamada el resto de su vida. Una conversación con un muerto. El mero hecho de hablar con usted significa que van a acabar con mi vida.
– ¿Quién lo va a matar, señor Andrews? ¿Lillian? Si corre algún peligro, debería llamar a la policía. O yo puedo hablar con un detective que conozco, Jock Ferguson, de la División Central…
Hice la oferta a pesar de que eso significaba que tendría que explicarle a Jock Ferguson que había una conexión entre Tam McGahern y que yo había metido la nariz exactamente donde él me había indicado que no lo hiciera.
– No. Nada de policías. No le diga nada a la policía. -Estaba poniéndose más nervioso.
– De acuerdo, de acuerdo. Nada de policías. ¿Quién le va a matar, señor Andrews?
– Me tendieron una trampa. Lo tenían todo planeado desde el principio, desde el día en que conocí a Lillian…
John Andrews sonaba como si hubiera estado bebiendo y unos ruidos del fondo me dieron a entender que no me telefoneaba desde su casa. Un pub, tal vez. Eso me inquietó; él no era un hombre impulsivo y mucho menos un hombre valiente, y tuve la sensación de que el coraje que había necesitado para telefonearme era del que se vendía destilado.
– ¿Qué clase de trampa?
– Mi empresa. Necesitan mi empresa para que funcione. En realidad no lo sé todo, pero he podido atar cabos. Y ésa es otra razón para que me maten. Lillian me hizo falsificar envíos, cambiar los datos. Pero no es eso por lo que le he llamado: me tendieron una trampa y yo entré como un caballo, y usted también. Por eso le llamo, Lennox. Como ya le he dicho, yo estoy muerto, pero usted todavía podría escaparse.
– Lo que dice no tiene sentido. ¿Qué clase de trampa? ¿Y cómo me tendieron una trampa?
– Lo lamento… -dijo, y supe que era sincero-. A través de mí. Le tendieron una trampa a través de mí. Cuando Lillian desapareció… cuando se suponía que había desaparecido… me dijeron que me pusiera en contacto con usted. Querían que usted se metiera en esto.
Reflexioné sobre lo que Andrews decía. No parecía tener sentido alguno, pero lo que me provocó un escalofrío fue que en algún lugar, en lo más profundo de mi mente, me di cuenta de que sí lo tenía.
– ¿Dónde está? -pregunté-. Iré a buscarlo.
– No… no. No es seguro. Ningún lugar es seguro. -Hubo una pausa y escuché los sonidos de fondo de un bar-. Ayúdeme, Lennox. Tiene que ayudarme.
Pensé un momento. Contemplé el empapelado de flores marrones en la pared que estaba delante de mí y sentí la corriente de aire que salía de la brecha que había debajo de la puerta de la calle.
– Escúcheme, Andrews. ¿Tiene el coche cerca?
– Está fuera.
– Quiero que salga ahora mismo y se meta en él. ¿Está lo bastante sobrio para conducir?
– Creo que sí.
– Entonces métase en el coche y salga de la ciudad. Hacia el norte. Coja Aberfoyle. No coja Maryhill ni pase por Bearsden ni Drymen. No se acerque ni a su casa ni a su oficina. No pare a recoger nada; no vaya a ninguna otra parte; no se detenga en ningún lado. ¿Me escucha?
– Lo he entendido, de acuerdo.
Me di cuenta de que mis indicaciones le habían levantado el ánimo.
– Hay un hotel en el lado norte de Loch Lomond. Se llama Hotel Royal. ¿Lo conoce?
– Sé dónde está.
– Vaya hasta allí ahora mismo y regístrese con un nombre falso. Yo iré a buscarlo más tarde. Diga que se llama Jones… No, diga que se llama Fraser, así sabré por quién preguntar. ¿Lo ha entendido?
– Sí. Hotel Royal. Fraser.
– Como he dicho, no se detenga por nada; le llevare ropa y un cepillo de dientes y otras cosas. Y escúcheme, señor Andrews, lo sacaré de ésta. Se lo prometo.
– Gracias, Lennox. -Percibí un vibrato en su voz. Este tipo estaba a punto de quebrarse. Se había dado por vencido y ahora estaba haciendo un esfuerzo para aceptar que tal vez le quedaba alguna esperanza-. No sé cómo agradecérselo.
– Cuando llegue allí puede empezar contándome todo lo que sabe sobre lo que traman Lillian y sus compinches.
– ¿Por qué hace esto? ¿Por qué me ayuda?
– Usted es mi cliente, señor Andrews. O tal vez es sólo que he visto demasiadas películas de vaqueros. Es mi turno de ser el bueno. -Me reí amargamente de mi propio chiste-. Llámeme el Kennebecasis Kid.
Después de colgar subí corriendo a mi apartamento, metí unas cuantas cosas en un bolso de mano para Andrews y agarré mis llaves y mi chaqueta. Había bajado a medias las escaleras cuando me detuve. Volví a subir y abrí la puerta de mi piso. Saqué el clavo torcido que ocultaba en la jarra de la repisa y me deslicé debajo de la cama. Usé el clavo para enganchar la tabla floja y levantarla. Rebusqué a tientas debajo y encontré el bulto envuelto en hule, lo saqué y lo cubrí con mi impermeable antes de volver a bajar las escaleras y salir a la calle. Puse el bulto sobre el asiento del copiloto y lo tapé con el abrigo. Llevé a cabo cada una de estas acciones rápida y mecánicamente. No quería pensar en la gravedad de lo que hacía.
Pero la verdad era que la llamada telefónica de John Andrews me había asustado. Fuera cual fuese la relación entre Lillian y Tam McGahern, fuera cual fuese el golpe que tenían planeado, era grande. Habían trabajado en ello varios meses, desde el momento en que Lillian había pescado a Andrews, un viudo crédulo que se sentía solo y que tenía una empresa que ellos necesitaban controlar para llevar a cabo el proyecto. Mientras salía de la ciudad traté de reflexionar sobre todo este asunto con la mayor serenidad posible. ¿Cuál era la conexión entre McGahern y Lillian? Tal vez ella fuera la «señora McGahern» que había vendido la casa del West End. Yo, ciertamente, había visto la prueba de la impresionante experiencia profesional de Lillian Andrews haciendo mamadas en la pantalla; no hacía falta forzar la imaginación para ver a Lillian dirigiendo un burdel. Pero lo que no encajaba era que Tam McGahern estuviera asociado al fraude organizado por Lillian y sus cómplices. Era algo demasiado grande para cualquiera de los McGahern. Lo más probable era que Tam se hubiera implicado en una fase menos importante del asunto y que hubiera empezado a tratar de ascender por la fuerza. Ésa podía ser la conexión, tal vez. O tal vez la conexión era simplemente que la persona con la que Lillian estaba relacionada hubiera matado a Tam. Y a Frankie.
Ya había salido de Glasgow. Estaba oscureciendo, y la opresión de la ciudad que me rodeaba dio paso a las oscuras y cada vez más espectaculares ondulaciones de los Trossachs. Es asombroso cómo uno puede encontrarse en el negro corazón de la ciudad más industrial de Gran Bretaña y veinte minutos más tarde estar conduciendo en medio de un paisaje espectacular y desprovisto de gente. La carretera estaba tranquila, y yo no había visto ningún otro coche en cinco minutos, así que me acerqué al arcén y paré.
A los tipos que habían tratado de secuestrarme en la calzada de Argyle les entusiasmaba mi compañía. Por eso había añadido, a regañadientes, un seguro más. Después de aparcar, saqué la llave para neumáticos del maletero y la dejé caer debajo del asiento delantero. Me pareció adecuado, considerando que mis potenciales oponentes habían usado una llave similar para destrozarle la cabeza a Frankie McGahern. Aunque a esas alturas ya estaba bastante seguro de que había sido Tam el segundo mellizo McGahern en dejar este mundo.
Pero mi principal póliza de seguro estaba sobre el asiento del copiloto, bajo mi abrigo, envuelta en hule. Lo desenvolví. Era un revólver Webley Mk IV y una caja de munición del 38. El arma era idéntica a la que me habían dado durante la guerra, pero yo había manipulado este revólver de manera tal que jamás nadie podría relacionarlo directamente conmigo.
Limpié la grasa del Webley, abrí la parte superior, lo cargué con seis balas, me lo metí en la cintura, lo que era bastante incómodo, y me ajusté la chaqueta cruzada encima. Una vez más pensé en la manera en que caminar con ese peso aumentaba los riesgos; el problema de llevar un arma es que uno tiende a terminar utilizándola. Diez años atrás eso no había supuesto ningún conflicto. De hecho, era lo que se esperaba de mí, lo que se alentaba. Ahora podía terminar con una cuerda en torno a mi cuello.
El hotel Royal tenía un aparcamiento desde el que se veía toda la extensión de Loch Lomond. Me quedé sentado en el Austin, con los bordes fríos y duros del Webley hundiéndose en mí, y observé cómo las nubes se arremolinaban entre las montañas y el agua brillaba como la tinta. Miré mi reloj. Eran poco más de las nueve. Esa era mi segunda reunión clandestina en la misma semana. Esta vez no había ninguna furgoneta Bedford aparcada detrás de mí, y yo estaba más que preparado para cualquier sorpresa desagradable. Y tenía algo mejor que el tablero de partidas de la Estación Central para contemplar.
Me dio la impresión de que la mujer de mediana edad que estaba detrás del pequeño mostrador de la recepción era la dueña del hotel. Todas las señales de alarma empezaron a sonar en mi cabeza en cuanto vi que fruncía el ceño cuando le pedí hablar con el señor Fraser. Supe en un instante que John Andrews no había llegado. Sólo para asegurarme de que Andrews no hubiera estado demasiado asustado y demasiado borracho para recordar el nombre que le había dado, pregunté por Jones. Luego por Andrews. Le expliqué que todos ellos eran compañeros de trabajo y que habíamos quedado en encontrarnos en ese hotel. La pequeña mujer negó con la cabeza, preocupada, y estaba claro que sentía que me había desilusionado cuando me dijo que esa noche no se había registrado nadie.
Regresé al aparcamiento. Había otros dos coches allí; ninguno era el Bentley de John Andrews, y ambos parecían vacíos. De todas maneras, me desabroché la chaqueta y apoyé la mano en la culata del Webley que llevaba en la cintura. Me quedé allí unos segundos, hasta que estuve seguro de que no había ninguna amenaza en el aparcamiento con excepción de la imponente sombra de Ben Lomond, que se recortaba contra un cielo negro de contornos violeta. Encendí el motor de mi Austin y emprendí el camino de regreso a Glasgow, cogiendo la carretera de Drymen por si Andrews había hecho caso omiso de mi advertencia de que no pasara por Bearsden. Tal vez ese idiota había parado en su casa para recoger algo. Andrews estaba en lo cierto respecto de una cosa: yo había tenido una conversación con un muerto.
Fue un agente de policía joven y delgaducho quien me hizo el gesto de que parara agitando una linterna. Había más agentes y una ambulancia Bedford a un lado del camino. Desde donde me habían obligado a detenerme alcanzaba a ver un agujero en la valla. Me aseguré de que el bulto de la culata del arma en la chaqueta no fuera demasiado visible antes de bajar la ventanilla.
– ¿Qué ocurre, agente? -pregunté.
– Un accidente, señor. Me temo que alguien ha caído por el borde.
– ¿ Ha muerto?
– No tuvo ninguna oportunidad de sobrevivir. Tenga cuidado cuando pase junto a los otros vehículos, señor. Tendrá que subirse un poco al arcén.
– De acuerdo.
Hice avanzar el coche y dos de las ruedas se subieron a la hierba. Cuando pasé por el agujero de la valla miré hacia abajo y vi fugazmente la parte trasera del coche que había caído al otro lado. Era un Bentley. Volví mi atención a la carretera y seguí conduciendo. No me hacía falta ver más para saber que quien estaba allí abajo era John Andrews. Seguramente el coche estaría bastante maltrecho después de un revolcón como ése, pero me pregunté si el forense de la policía se preguntaría, aunque fuera por un segundo, cómo podía ser que la cabeza del conductor estuviera tan destrozada.
Aquella mañana no prometía. Era difícil encontrar café verdadero en Glasgow, y se me había acabado el mío. Me había visto obligado a comprar la alternativa de producción local: un frasco de café grueso y achicoria que se diluía con agua hirviendo. Decidí renunciar a ese placer y fui directo a la oficina.
La noticia estaba en el Glasgow Herald que recogí en el camino: un artículo corto titulado Muere en trágico accidente el presidente de Clyde Consolidated Importing. No daba ningún detalle salvo que habían encontrado a Andrews muerto en la escena del accidente. Hice una mueca mientras lo leía; me avergüenza decir que no fue compasión por John Andrews, sino porque sabía que era muy probable que un tal detective inspector Jock Ferguson leyera el mismo artículo en el transcurso del día y viniera a golpearme la puerta. Ojo: podría ser peor; al menos no provocaría una visita del superintendente Willie McNab acompañado de su peón de granja. Con suerte.
Todavía miraba por encima del hombro y ahora tenía más razones que nunca. A John Andrews no lo habían matado porque hubiera salido a dar un paseo por el campo. Quien fuera el responsable de su muerte, sabía que iba a encontrarse con alguien, y muy probablemente que ese alguien era yo. Por supuesto que siempre estaba la posibilidad de que aquello hubiera sido un verdadero accidente. Después de todo, Andrews había sonado más que borracho por teléfono; tal vez el alcohol, la oscuridad y una curva repentina del camino habían sido los únicos responsables de su muerte. En todo caso, aquello me daba una mínima esperanza a la que aferrarme. Pero más allá de si su muerte había sido un accidente o no, John Andrews me había contado más que suficiente para inquietarme: había sido objeto de una trampa de Lillian y de quien fuera el cómplice de ella, y además me había dicho que a mí también me habían tendido una trampa. Sin embargo, no me había contado lo bastante como para darme alguna pista de en qué dirección debía investigar. Decidí que tendría que acudir a Sneddon y contarle todo lo que sabía. Él tenía razón, después de todo; necesitaba a alguien que me cubriera las espaldas.
Sneddon había salido cuando le telefoneé, de modo que le dejé el mensaje de que necesitaba hablarle. Miré por la ventana de mi oficina y observé a la gente en sus quehaceres cotidianos por la calle Gordon. Pasaban tranvías. Los taxis, como escarabajos negros bajo una piedra, se arremolinaban entrando y saliendo de debajo de la marquesina de hierro forjado de la Estación Central. Eran las tres de la tarde. En las Provincias Marítimas de Canadá serían las once de la mañana. Jamás entendí por qué hacía eso, pero siempre que estaba estresado pensaba qué hora del día sería en mi tierra. Lo había hecho en toda Europa, imaginando qué estarían haciendo mis padres, cómo estaría la luz en el jardín de New Brunswick, mientras veía morir hombres.
Abrí el cajón de mi escritorio -había empezado a cerrarlo con llave desde que revisaron con tanta profesionalidad mi oficina- y saqué la libreta y la fotografía que había encontrado en la casa de McGahern. Volví a mirar la lista de letras y números de la libreta. Noté que la mayoría de las cifras terminaban en 51 y 52. ¿1952? ¿Podrían ser fechas de envíos? Andrews había dicho que usaban su empresa para despachar mercancías robadas. Pero ahora que él había muerto yo no tenía forma de acceder a los registros de la CCI.
Volví a mirar la fotografía. Había cinco hombres en la imagen. Una vez más me pareció que dos, o tal vez tres de ellos eran extranjeros, demasiado morenos para ser escoceses. Éstos son la gente más blanca del planeta; tanto que a veces parecen azules. El único color tostado que se veía en Glasgow era el del cuero de algunos zapatos. Pero por otra parte Tam sí parecía bronceado en la fotografía. Y el último rostro moreno que yo había visto recientemente era el del alegre sosias de Fred Mac-Murray.
Levanté el teléfono y marqué un número de Edimburgo. Era hora de cobrarme algunos favores.