Capítulo tres

Dormí la mayor parte del día, pero a la mañana siguiente me levanté temprano, me bañé, me afeité y me puse uno de mis trajes oscuros más elegantes. Necesitaba sentirme limpio y renovado. El dolor de la nuca seguía molestándome, por lo que tomé prestado un par de aspirinas de la señora White. Pero había algo más que me incordiaba, aunque no conseguía saber qué era. En todos los diarios se hablaba del homicidio de Frankie McGahern y yo había percibido una frialdad aún mayor en la actitud de la casera.

El racionamiento de petróleo había terminado hacía dos años, pero yo había adquirido la costumbre de dejar el coche en casa si sólo iba a la oficina. Cogí el tranvía hacia el centro y abrí el cerrojo de la puerta de mi despacho, que ocupaba una sola habitación en la calle Gordon. Muchas veces había pensado en abandonarlo, teniendo en cuenta que la mayor parte de mis operaciones se dirigían desde el bar Horsehead, pero había razones legales y fiscales que me hacían conservarlo. También me proporcionaba algún que otro caso de personas desaparecidas, divorcios o robo en fábricas; alguna sordidez legítima para enseñar a la policía y a los de Hacienda.

El despacho fue lo que más me perturbó.

Mientras la policía había arrasado mi piso con su habitual delicadeza elefantina, no había ninguna señal exterior de que alguien hubiera estado en mi oficina, y mucho menos que la hubieran revisado. Pero me di cuenta de que sí lo habían hecho. El ángulo del teléfono sobre el escritorio, la posición del tintero, el hecho de que la silla estuviera acomodada con delicadeza en el hueco del escritorio… era un trabajo verdaderamente profesional. Quien fuera que lo había hecho estaba entrenado para revisar sin que lo detectaran. La policía nunca se preocupaba por eso.

Después de hurgar en cada cajón y en cada expediente, estuve seguro de que no faltaba nada de la oficina. Examiné la puerta, prestando especial atención al ojo de la cerradura. No había ninguna señal de una entrada forzada, ni siquiera de que alguien hubiera estado manipulándola, y yo tenía el único juego de llaves. El o los que lo habían hecho eran hábiles, muy hábiles. Y no tenía duda de que si hubieran sido ellos quienes revisaron mi casa habrían encontrado tanto mis ahorrillos como el paquete que tenía escondido debajo de las tablas del suelo. Pero tenía la sensación de que no me enfrentaba a ladrones comunes y, en cualquier caso, habría sido mucho más difícil entrar y salir de mi apartamento con la señora White allí.

Traté de sacármelo de la cabeza y de concentrarme en el caso de una persona desaparecida en el que estaba trabajando. Esa clase de encargos era esencial: un cliente legítimo que me diera y me exigiera recibos significaba que tendría algo convincente para mostrarle al inspector de impuestos. Al menos el cincuenta por ciento de mis clientes trataban de no molestar al hombre de Hacienda y debo admitir que a mí también me gustaba aliviar su trabajo un poco. El caso al que me había dedicado desde la semana anterior era el de la esposa desaparecida de un empresario de Glasgow. Era joven, bonita y animada, y él era de mediana edad, barrigón, con mala dentadura; definitivamente no era Robert Taylor. Formaban una evidente pareja despareja basada en el dinero, y yo ya sabía que no podría darle a mi cliente el final feliz que él esperaba.

Decidí concentrar la atención en la esposa que había desaparecido. Quizá si fingía que todo el asunto de McGahern jamás había ocurrido, éste se esfumaría. Telefoneé a la oficina del marido, John Andrews, y quedé en que me encontraría con él en su casa a las seis de la tarde.

Glasgow era una ciudad de camisas arremangadas. Durante cien años su única razón para existir había sido servir como fábrica del Imperio. La Revolución industrial había nacido aquí con un grito de metal y molinos atronadores. Los buques mercantes y militares de Gran Bretaña se construían aquí. Las enormes maquinarias que daban energía al Imperio británico se ensamblaban aquí. El combustible para impulsar esas maquinarias se extraía de esta tierra. Glasgow era una ciudad donde toda pretensión de refinamiento sonaba falsa, donde los chalets de los magnates se codeaban con las chabolas. Bearsden estaba al norte y se vestía como si fuera Surrey, sin embargo estaba a corta distancia, una distancia mugrienta de hollín, del violento y sórdido Maryhill. La casa de John Andrews estaba alejada del murmullo de la calle y se ubicaba en el centro de un jardín espacioso y arbolado. Yo no entendía del todo bien a qué se dedicaba Andrews; era una de esas ocupaciones que se resumían en una generalización poco clara: «importaciones y exportaciones», esa clase de cosas. Fuera lo que fuese lo que hacía, era rentable. Ardbruach House, la casa de Andrews, era una construcción victoriana de tres pisos, edificada tanto para impresionar como para la comodidad. La verdad era que yo no tenía nada nuevo que contarle a Andrews, principalmente porque había abandonado el caso de su esposa después de todo lo que había ocurrido desde mi encuentro con Frankie McGahern.

Andrews había estado brusco al teléfono. Le molestaba que lo llamara a su oficina, a pesar del nombre y de la empresa falsos que me había dado como código para su recepcionista. Pero cuando aparqué en su mansión, él me esperaba en la puerta con lo que parecía una sonrisa estudiada, de las que tiemblan en las comisuras de los labios.

Era un hombre pequeño, regordete, de pelo gris blanquecino y una bolsa de grasa bajo unas mandíbulas débiles. Llevaba un clavel del día en el ojal de su traje de sesenta guineas. Cuando me estrechó la mano, su carnosa palma estaba húmeda.

– Lamento que haya desaprovechado el viaje, señor Lennox. No he tenido tiempo de llamarlo. ¡El misterio está resuelto!

Encogió profundamente sus pequeños hombros en un gesto tan falso como su sonrisa. Todo esto me daba muy mala espina. Y, después del episodio McGahern, me habría venido bien un poco de sinceridad.

– Señor Andrews, ¿hay algún problema?

– ¿Problema? -Se rio, pero apartó la mirada-. Todo lo contrario. Me temo que ha sido un terrible malentendido. Lillian me telefoneó esta tarde, poco después de que usted y yo habláramos. La habían llamado de pronto para que fuera a ver a su hermana, que está en Edimburgo. Ésta enfermó de repente, ¿sabe? Lillian me había dejado una nota, pero el papel se había caído detrás del escritorio. Hasta que me telefoneó no se dio cuenta de que estaba preocupado.

– Oh, ya veo -dije. Me estaba soltando tonterías o, como les gusta decir a los locales, pura mierda.

– Tenga, señor Lennox. -Andrews no hizo ningún ademán de invitarme a pasar. En cambio sacó un cheque de su bolsillo y me lo dio. Era mucho más de lo que me debía-. Me siento culpable por haberle hecho perder el tiempo. Espero que esta suma compense los inconvenientes.

Esto estaba muy mal. Pero me guardé el cheque.

– ¿Le molestaría que echara un vistazo a la nota que le dejó su esposa? -pregunté.

La expresión de alivio de Andrews se tornó vacilante y puso gesto de irritación.

– ¿La nota? ¿Para qué? Oh… Me temo que la tiré después de encontrarla. No me parecía que fuera necesario conservarla.

– Ya veo. -Levanté mi sombrero unos centímetros-. Bueno, me alegro de que todo esté resuelto. Adiós, señor Andrews.

Algo titiló en su expresión. Una débil duda, o esperanza. Luego desapareció.

– Adiós, señor Lennox.


Tal vez porque tenía que matar el tiempo, no volví directamente a mi casa. Hay otros métodos además de «importaciones y exportaciones» para ganar el dinero necesario para tener una casa en Bearsden. Me dirigí hacia el norte a través del frondoso barrio residencial de Glasgow y accedí por otra extensa entrada para coches flanqueada de arbustos y árboles muy cuidados. Pero cuando llegué al final no me recibió un empresario rechoncho y de baja estatura en la puerta de una pequeña mansión; en cambio, había un corrillo de matones ataviados con trajes baratos que observaban mi avance con una actitud que denotaba malas intenciones.

– ¿En qué puedo servirle? -El acento de Glasgow era tan espeso como el macasar que tenía en el pelo el gorila que se acercó a la ventanilla del coche. Llevaba unos ajustados pantalones pitillo y una chaqueta que le llegaba a la mitad del muslo. Era la última moda, al parecer. Se suponía que daba un aspecto «eduardiano» y había oído por ahí que sus seguidores se hacían llamar teddy boys.

– Quisiera ver al señor Sneddon.

– Oh, claro, no me diga. ¿Tiene una cita? -pronunció cada palabra como si hubiera estado practicando.

– No, dile que soy Lennox. Quiero hablar con él.

– ¿Sobre qué?

– Eso es entre el señor Sneddon y yo.

El memo de los pantalones pitillo abrió la puerta del coche y me hizo pasar a la mansión de Sneddon. Como si fuera una parodia brutal de un mayordomo, me indicó que aguardara en el vestíbulo seudogótico. Sneddon me dejó sudando la gota gorda durante media hora antes de salir de la sala de billar inglés. Era su manera de dejar las cosas claras. Yo ahora estaba a su disposición y no podría salir sin su permiso.

Willie Sneddon era uno de los Tres Reyes que gobernaban Glasgow. Puede que su castillo fuera esa mansión estilo seudogótico de Bearsden que nos rodeaba, pero su reino se encontraba en el lado sur de la ciudad. No era un hombre particularmente grande, y se vestía con ropa cara y con un sorprendente buen gusto, pero uno se daba cuenta a primera vista de que todo en él estaba relacionado con la violencia. Era de constitución fornida, pero no corpulenta. Musculoso. Fibroso, como si estuviera hecho de cuerda entretejida. A eso se le añadía el hecho de que en un pasado lejano alguien le había dejado una cicatriz permanente en la mejilla con una navaja.

– ¿Qué carajo quieres, Lennox? -me espetó por encima del hombro mientras me hacía pasar a un estudio tapizado de libros que él jamás había leído y que probablemente jamás podría hacerlo. No me invitó a sentarme, pero lo hice de todas maneras.

– He tenido un encontronazo con Frankie McGahern -respondí al tiempo que encendía un cigarrillo.

– Por lo que me han dicho, fue él quien tuvo un encontronazo contigo -respondió Sneddon con una gramática perfecta para la zona de Gavon-. ¿Lo mataste tú, Lennox?

– Ya no estoy bajo sospecha por eso. Ha sido otro. La gran pregunta es quién. Y eso es lo que quería hablar con usted. Quería preguntarle si sabía algo respecto de lo que le ocurrió a su hermano.

– ¿Me estás acusando?

– No, señor Sneddon. No lo estoy acusando, sólo se lo pregunto. No se me ocurre ninguna razón por la que usted hubiera mandado matar a Tam McGahern, o a Frankie. Pero nadie conoce esta ciudad como usted…

– ¿ Sí? Supongo que no habrás hablado con los otros Reyes…

– En realidad, no. He venido a verlo primero a usted.

Era cierto y él lo sabía. No le habría costado nada verificarlo. Aunque trató de ocultarlo, me di cuenta de que le gustaba la idea de que de alguna manera yo lo considerara superior a los otros dos Reyes. Decidí no mencionar que estaba en el barrio por casualidad.

– No tengo ninguna puñetera idea sobre el asesinato de Tam McGahern. Por supuesto que si la tuviera no te lo diría, y por lo general me importaría una mierda si me crees o no. Pero realmente no lo sé y no me gusta no saber. No hace falta que te diga que en esta ciudad el conocimiento es poder, y no soy la clase de hombre que acepta no tener alguna de esas dos cosas. ¿Quién te paga para que investigues esto?

– Nadie.

Sneddon alzó una ceja en expresión de duda. Esto podría convertirse fácilmente en otra paliza para que yo entregara una información que no poseía.

– Hablo en serio. Nadie. Creo que Frankie McGahern quería que yo averiguara quién mató a su hermano, pero a mí no me interesaba. Y en ese punto las cosas se pusieron feas. La policía me advirtió de que no me metiera. Supongo que me gusta llevar la contraria, pero cuando alguien trata de advertirme con una paliza de que no me meta en algo, tiendo a ponerme testarudo.

Sneddon asintió con la cabeza lentamente, con un frío brillo de evaluación en los ojos. Parecía estar tomando alguna decisión.

– Bueno, ahora sí vas a cobrar. Averigua quién se cargó a Tam y a Frankie y yo te pagaré.

– Como he dicho, esto lo estoy investigando por mi propia cuenta…

– Ya no. -El tono de Sneddon me dio a entender que la discusión había terminado. Abrió un cajón de su escritorio de nogal y sacó un rollo denso y apretado de billetes de cinco libras-. Esto es para empezar. Aquí hay cien. Te pagaré doscientas más si me dices el nombre a mí primero.

Cogí el dinero.

– Sabe que no puedo garantizarle nada. Nunca garantizo resultados. Eso lo sabe.

– Entonces habré perdido cien libras. Pero sólo te daré las otras doscientas si me das un nombre.

– Vale -dije, como si tuviera elección-. Gracias. Veré qué puedo averiguar. Pero tendré que hablar con los otros dos Reyes. Las cosas pueden complicarse.

– Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él, Lennox. Sólo recuerda quién te paga. Si averiguas algo, yo tengo que enterarme el primero. Y si digo que nadie más debe saberlo, así es como será.

– Es justo -concedí-. Tal vez para empezar usted podría contarme algo más sobre Tam y Frankie. No sé mucho de ellos. Nunca me había cruzado con ninguno de los dos.

Me froté la nuca, recordando lo difícil que había sido convencer a McNab de eso.

– No hay mucho que contar -respondió Sneddon-. Un par de fenianos [2] tratando de prosperar. Ya conoces cómo son: si hubieran nacido una generación antes estarían cagando en una turbera. Trataron de crear un pequeño imperio; más Tam que Frankie. Tam era duro, ambicioso, y agudo como una tachuela. Frankie era sólo… -Sneddon frunció el ceño mientras trataba de encontrar un símil adecuado-… Frankie no era más que un hijoputa.

– Yo habría pensado que se dividían el trabajo a partes iguales, considerando que eran mellizos y todo eso.

– Sí, tú lo habrías pensado. Pero los sesos no estaban divididos en partes iguales. Tam y Frankie eran gemelos sólo en su aspecto. Como he dicho, Tam ponía el cerebro… y los músculos… de toda la operación. Era un cabroncete muy astuto, lo veas cómo lo veas. Frankie no. Tam dirigía todo y cuidaba a Frankie. Le echaba las sobras.

– ¿Así que se llevaban bien?

– ¿Cómo carajo quieres que lo sepa? Yo no me codeo con esa clase de gente, ¿sabes? Pero una vez me contaron que Frankie había presionado a una puta que trabajaba por su propia cuenta. Cuando Tam se enteró le dio a Frankie una buena paliza. Pero también me contaron que Tam pagó una fortuna para que alguien cargara con la culpa de Frankie y se tirara seis meses en el trullo, de manera que éste no tuviera antecedentes.

– ¿ Frankie no tenía antecedentes?

– No. -Sneddon encendió un cigarrillo sin ofrecerme otro-. Ninguno de los dos los tenía. Tam porque era listo. Frankie porque al parecer Tam hizo todo lo posible para que no tuviera manchas en su historial. Pero, como he dicho, tampoco se privó de darle alguna paliza.

– ¿Qué operaciones manejaban? -pregunté.

– Tres bares: el Highlander, el Imperial y el Westfield, y un par de corredores de apuestas; dieron un par de golpes más o menos decentes y además se encargaban de la seguridad de un prostíbulo. Y tenían una pequeña operación de protección. Pero, como he dicho, Tam McGahern era un hijoputa muy astuto. Siempre estaba planeando alguna clase de fraude. Nosotros tratábamos de estar al día sobre sus actividades pero era muy escurridizo.

– Bien -dije, me puse de pie y recogí mi sombrero del recargado escritorio de Sneddon-. Veré qué puedo averiguar. Pero tal vez sea difícil. Hay muchas personas nerviosas por lo que les pasó a los McGahern, y pocos están dispuestos a hablar.

Sneddon se inclinó hacia un lado en la silla y gritó «¡Deditos!» en dirección al pasillo, detrás de mí.

– Ya conoces a Deditos, ¿verdad, Lennox?

– Pero no en su calidad profesional. -Sonreí débilmente, giré en la silla y saludé con la cabeza a la bestia que estaba en el umbral.

– Hola, señor Lennox -dijo Deditos con voz de barítono gigante, sonrió y se sentó en una silla que estaba junto a la puerta. Era un tipo amable, no demasiado brillante. Leía cómics. En ocasiones citaba el Reader's Digest. Torturaba gente para Sneddon.

– Esto va a ser duro de roer, Lennox -dijo Sneddon-. La gente no tiene ganas de hablar. Quiero que uses a Deditos si te topas con algo así.

– Escuche, señor Sneddon… Es que ése no es mi estilo. Sin ofender, Deditos.

Deditos McBride se quedó sentado y sonrió en silencio, formando una oscura mole amable pero amenazadora en un rincón. Las conversaciones no eran su fuerte; se había ganado su reputación haciendo que otros hablaran. El origen del apodo «Deditos» se relacionaba con su método de tortura. Consistía en quitarle los zapatos y los calcetines a la víctima, hacer uso de un cortador de pernos y recitar, con un humor irónico sorprendente, «este cerdito fue al mercado». Al parecer Deditos dejaba el dedo gordo de cada pie para el final.

– Les doy la oportunidad de que hablen antes de atacar el dedo gordo -me había explicado el por lo general lacónico McBride en una ocasión-. A menos que el señor Sneddon indique que no quiere que la persona en cuestión vuelva a caminar nunca más. No se puede mantener el equilibro sin ese dedo, ¿sabe?

– Qué interesante -había respondido yo.

– Sí… -El rostro de Deditos, grande y lleno de cráteres como la luna, resplandecía con un orgullo casi infantil-. Lo leí en el Reader's Digest.



Sonreí para mis adentros mientras salía de la mansión estilo falso nobiliario, falso gótico y falso respetable de Sneddon. Me las había arreglado para pasar de desempleado a empleado en menos de una hora. Y entre el cheque de John Andrews y el montón de billetes de cinco de Sneddon, ya había sumado doscientas libras a mis riquezas.

Lo único malo era que no tenía la menor idea de por dónde empezar a buscar. La policía urbana de Glasgow estaba respirándome en la nuca, que ya estaba bastante maltrecha; algún profesional de alto nivel le había pegado una buena revisada a mi despacho; y el podólogo Neanderthal del infierno no se separaba de mis espaldas.

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