Cuando llegué al bar Horsehead ya llevaba cerrado una hora, lo que significaba que era el momento en que se hacían los mejores negocios en ese lugar, discretamente. Golpeé a la puerta de la manera que me habían enseñado y Big Bob me dejó pasar. Había una pintoresca costumbre británica, llamada «encierro», que se aprovechaba de una laguna en la legislación que regulaba la venta de bebidas alcohólicas y permitía que el titular de la licencia cerrara con llave las puertas y «atendiera» privadamente a amigos genuinos sin cobrarles. En otras palabras, ése era el momento en que los policías venían a beber gratis y hacían caso omiso de la caja registradora que aún seguía abierta y de los otros «amigos genuinos».
Mi noche, que ya había sido desastrosa, parecía que seguiría de la misma manera. Al entrar me topé con un enorme ceño fruncido que me miraba desde la barra.
– Buenas noches, superintendente McNab -dije con el tono menos hastiado que pude conseguir. Pensé en preguntarle si podía invitarlo a una copa, pero él ya parecía bastante satisfecho con su media pinta de cerveza clara y su cara de pocos amigos. Además, tampoco me fascinaban sus acompañantes: a su lado, en la barra, había un mayor del ejército, sin gorra y sin mentón, y un sargento. La gorra de éste estaba sobre la barra y era del color que menos me gustaba: el rojo.
Hacia el final de lo que había sido, debo reconocerlo, una carrera militar más bien colorida, yo pasé bastante tiempo en compañía de la Policía Militar. En muchos aspectos fue una experiencia similar a la que había tenido desde entonces con la policía civil: estuve sentado en una habitación de paredes gruesos con un par de tipos que querían molerme a patadas. La diferencia con los gorras rojas era que ellos no podían hacerlo, porque yo era oficial.
Era como si McNab me hubiera leído la mente.
– Este tipo, Lennox, fue oficial, ¿sabe, capitán? ¿Verdad?
Asentí con un gesto.
– Sí… -McNab me miró de arriba abajo-. Era un caballero y un oficial. Ahora no es más que un capullo.
El sargento pequeñito de la gorra roja sonrió, y yo hice lo mismo. Lo que quería era golpear a McNab en su voluminosa, redonda y estúpida cara de policía. Pero sonreí.
– Si no le molesta, superintendente, no voy a mencionarlo cuando alguien pida referencias mías para un curriculum.
– Y además va de listo. ¿Sabes lo que eres, Lennox? Eres una rata de alcantarilla. Correteas por la mierda de esta ciudad y terminas enterándote de cosas. Cosas que yo no sé.
– ¿Tiene algún sentido todo esto, McNab? Para ser honesto, no me gusta que me insulte gente de su calaña.
Lo encaré de frente. Empecé a sopesar las palizas que recibiría en la celda si le rompía la mandíbula a McNab y estaba convirtiéndose en una negociación cada vez más aceptable. Miré al sargento de la gorra roja, luego al mayor, y conseguí hacerles entender que si decidía seguir adelante haría que valiera la pena y me enfrentaría a todos juntos. El sargento dejó de sonreír y el joven maravilla sin mentón y con tiras en los hombros empezó a dar la impresión de que deseaba estar de regreso en Chelsea. McNab dio un paso hacia delante.
– ¿Estás calculando tus posibilidades, Lennox?
– Déjalo ya, Lennox… -Big Bob se había acercado a nuestro extremo de la barra-. No vale la pena que te hagas colgar por él.
No sé si fue aquella repentina sugerencia de que McNab podría no sobrevivir al enfrentamiento, pero la cuestión es que el superintendente de pronto pareció menos seguro de sí mismo. Hubo una mínima vacilación de incertidumbre detrás de su expresión dura.
– Volveré a preguntárselo, McNab. ¿Tiene algo concreto que decirme?
– Tranquilo, amigo… -El mayor de la Policía Militar, que parecía aun menos seguro de sí mismo, se colocó entre McNab y yo. Tenía uno de esos acentos de clase alta que yo creía que se habían inventado exclusivamente para generar un efecto cómico en actores como Basil Radford y Naughton Wayne-. El superintendente sugirió que viniéramos aquí porque cabía la lejana posibilidad de que pudiéramos charlar con usted un rato. Como al parecer usted está… relacionado, por así decirlo, tal vez se haya enterado de algún rumor.
– ¿Respecto de qué? -Mantuve la mirada fija en McNab.
– Anoche asaltaron un almacén textil -dijo McNab-. No se llevaron mucho y lo normal es que no hubiese sido objeto de una investigación de alto nivel, pero lo que sí se llevaron es importante. El almacén era de una empresa de uniformes de la fuerza aérea y de la policía.
– ¿Qué fue lo que se llevaron?
– Fueron muy selectivos. Eligieron elementos específicos que servirían para completar cinco uniformes de la policía y tres del ejército.
– ¿Y ustedes creen que alguien está planeando un robo haciéndose pasar por policía?
McNab apartó la mirada y le dio un sorbo a la cerveza.
– Así parece. Eran sólo uniformes, de todas maneras. Ni placas ni insignias, ni de la policía ni del ejército.
– No me he enterado de nada sobre eso -dije, y McNab me lanzó una mirada de sospecha-. Es la verdad, McNab. Pero sí debo decirle que no creo que fuera ninguno de los Tres Reyes. Hacerse pasar por oficiales de policía genera grandes titulares en los periódicos, atrae la atención y hace que ustedes, amiguitos, se pongan tan nerviosos que ya no se les puede tranquilizar con los sobres marrones de siempre.
McNab me miró como si fuera a darme un golpe. Le sonreí: se lo había dicho para irritarlo.
– En cualquier caso -continué-, no creo que ellos se metieran en algo así. Si uno comete un robo vestido con un uniforme de la policía añade diez años a su condena si lo atrapan.
– Quiero que hagas preguntas por ahí -dijo McNab.
– ¿Y por qué iba a hacer algo así, superintendente?
– Porque podría hacerte la vida más fácil.
– Y me la podría hacer mucho más difícil si se corre la voz de que soy un soplón. Pero tal vez sí lo haga. Tengo la impresión de que a los Tres Reyes no va a gustarles que alguien haya dado un golpe así en su territorio.
No quedaba nada más que decir, así que me alejé hacia mi extremo habitual de la barra sin pedir permiso ni despedirme. McNab y los dos gorras rojas vaciaron sus vasos y se marcharon. Después de abrir la puerta para dejarlos salir, Big Bob se acercó a mí.
– Escucha, Lennox, eres un buen cliente, y un amigo. Pero si vuelves a enfrentarte a un jodido policía aquí dentro te prohibiré la entrada.
– Entendido, Bob. Ese cabrón de McNab sabe cómo irritarme. No creo que volvamos a verlo por aquí. ¿Has oído lo que se traía entre manos?
– Sí, y tienes razón. Los Tres Reyes no se meterían en un golpe haciéndose pasar por policías. Esto es de una banda de fuera, o un puñado de jovenzuelos pasándose de listos.
– No lo creo. Tiene pinta de que llevaban una lista de la compra.
Vacié mi whisky y Big Bob volvió a llenarme el vaso sin que yo se lo pidiera.
– Invita la casa -dijo-. Da la impresión de que lo necesitas de verdad.
– Ha sido un día muy largo.
– Ha venido alguien a eso de las ocho y ha preguntado por ti… No me ha dicho su nombre.
– ¿Qué aspecto tenía?
– Mierda… No lo sé… -Big Bob se frotó el mentón con aire pensativo, hasta que una expresión de reconocimiento le iluminó el rostro-. Era un cabrón grande y feo; muy grande y muy feo. Ah, sí… había otra cosa: tenía una impresionante cicatriz de navaja en la mejilla derecha, como si le hubieran rajado hace tiempo.
– Un cabrón feo y grande con una cicatriz de navaja… -repetí. Pensé en la mitad de los tíos duros con los que trataba, en sus madres, incluso en algunas de las mujeres con las que había estado desde que me había mudado a esta ciudad-. Estamos en Glasgow, Bob. Tendrás que ser más específico.
Big Bob se echó a reír.
– No podrías confundirlo. Un tipejo realmente enorme. Más que yo.
– ¿Dejó algún mensaje?
– Sólo que quería hablar contigo. De negocios.
Reflexioné durante un momento.
– Dices que tenía una cicatriz. ¿Y no era reciente? ¿Por casualidad no llevaba una venda en la mejilla?
– No, era antigua. Pero sí que tenía pinta de tío duro. Ah, sí, una cosa más… llevaba un traje oscuro a rayas, como si fuera un empresario.
– Acaso no van todos así -respondí, y le di un sorbo a mi whisky. El hecho de que no fuera el tipo que había perseguido por toda la ciudad no significaba que no fuera uno de los socios de Lillian. Tuve la extraña sensación de que pronto volvería a tener noticias de ellos. No habían conseguido asustarme, y me olía que me ofrecerían alguna clase de pacto.
El monstruo del traje a rayas estaba esperándome fuera. La descripción de Bob me había parecido demasiado imprecisa, pero cuando lo vi me di cuenta de que nada encajaba mejor que «un cabrón feo y enorme con una cicatriz de navaja». Estaba apoyado en un coche, presumiblemente el suyo, y no era el 16/6.
Cerré la mano en torno a la porra que llevaba en el bolsillo. No me asusto con facilidad y había estado dispuesto a golpear a McNab y a enfrentarme a las consecuencias, pero este cabrón pertenecía a una liga completamente distinta. Medía por lo menos dos metros de altura y compararlo con un armario ropero habría sido completamente insuficiente: supuse que podría haberme matado con sólo caerse encima de mí. Pero no era su complexión lo que me preocupaba. Tenía el aspecto de una persona que había segado vidas, un asesino. Me alegré de llevar la porra pero deseé estar equipado con algo más sustancioso, como mi llave para desmontar neumáticos o un arma de fuego. O un tanque. Supuse que la última vez que ese tipo había estado en un combate lo más probable era que hubiera terminado noqueado por un niñito judío con una honda. Se incorporó del coche cuando me vio y me sorprendió que no lo dejara abollado.
– ¿Señor Lennox? -me preguntó con un tono de barítono que seguramente habría hecho temblar las ventanas de Paisley. Al menos era un asesino con buenos modales.
– ¿Quién quiere saberlo? -dije, tratando de calcular cuánto debía de medir Goliat.
– Me manda el señor Sneddon. Deditos y yo se supone que debemos cuidarle. Traté de encontrarle antes pero no estaba en su casa.
Se acercó hacia mí y se hizo todavía más grande. Sí que era un cabrón muy feo: parecía que hubiese molido a golpes a la mitad de la población de Glasgow usando su cara como instrumento contundente. Y también tenía la cicatriz que había mencionado Bob: un surco largo y profundo en la mejilla. Me impresionó el alcance del ambicioso, y probablemente finado, glasgowiano que se la había hecho.
– Por favor, no me digas que llamaste a la puerta de mi casa… -Imaginé a la señora White abriendo la puerta y preguntándose por qué se había apagado la luz.
– No, no… Vi que su coche no estaba. El señor Sneddon me dijo que fuera discreto. Se supone que debo decirle que estamos cubriéndole las espaldas y que si necesita ayuda lo único que tiene que hacer es gritar o algo así.
Suprimí una mueca ante la idea de que este bicho de dos metros de altura y ciento cincuenta kilos pudiera ser capaz de algo semejante a la discreción.
– Me habríais sido de utilidad hoy. ¿Conoces a alguien que conduzca un Austin 16/6?
Goliat se encogió de hombros; lo que resultó impresionante, considerando el tamaño de aquellos hombros.
– He tenido un encontronazo con un tipo en un 16/6. Me ha estado siguiendo todo el día y yo he supuesto que sería alguno de vosotros.
– No.
– Si vas a cubrirme las espaldas, ¿podrías prestar atención a ello? Un Austin 16/6 azul oscuro o negro.
– Ningún problema, señor Lennox.
– Ahora me voy a casa. Esta noche ya no voy a necesitarte.
– Vale -dijo Goliat en tono amable y con su voz de barítono digna de una escala Richter-. Pero voy a seguirle hasta allí. Sólo para asegurarme, o algo así.
– Entiendo que tú eres Semple -dije mientras abría mi coche-. El señor Sneddon me habló de ti. ¿Cuál es tu nombre de pila?
– Todos me llaman Pequeñito -dijo sin asomo de ironía-. Pequeñito Semple.