Supuse que no precisaría a Deditos para lidiar con Ronnie Smails, y después de las simpáticas escenas en el club de Dumfries me pareció que lo mejor sería darle la tarde libre. Primero regresé a mi residencia, llamé a un amigo que trabajaba en el puerto de Clyde y quedé en encontrarme con él esa noche en el Horsehead para tomar una cerveza y charlar un rato.
Conduje hasta Cowcaddens y encontré el sitio de Smails: una tienda de dos habitaciones en la planta baja de un edificio pobre ennegrecido por el hollín. Había una tarjeta impresa en la esquina de la roñosa ventana donde se ofrecían las tarifas para los retratos familiares y las fotos de boda, al tiempo que proporcionaba un último lugar de descanso a una media docena de moscas. A su lado una pareja recién casada presentaba una amplia sonrisa con pocos dientes en una fotografía amarillenta. La novia le sacaba una cabeza de al novio, y o bien el traje que él tenía puesto lo había cogido prestado de un camarada todavía más bajo, o prefería que sus tobillos estuvieran bien ventilados.
Traté de abrir la puerta pero estaba cerrada con llave y nadie respondió a mis golpes. Smails había salido; probablemente estaría ayudando a Richard Avedon en una sesión con Audrey Hepburn. Decidí volver más tarde.
Jimmy Frater y yo nos habíamos conocido en un encuentro casual en un bar durante una noche de niebla. Yo llevaba bastante tiempo sin estar en Glasgow y los dos apestábamos un poco a guerra. Fue una de esas noches en que una conversación ligera revela una historia compartida que se convierte en el melancólico reconocimiento de un alma igualmente dañada. La diferencia entre nosotros era que Frater había conseguido de alguna manera reencarrilar su vida. Trabajaba para el organismo que dirigía el puerto de Clyde y había resultado ser un empleado valioso en alguna que otra ocasión.
Pedí una pinta de cerveza amarga para Frater y un whisky de centeno para mí mientras esperaba que llegara. A diferencia de mí, Frater era un tipo serio y fiable. Sabía que podía contar con que sería puntual.
– ¿Has podido investigar esos códigos que te di? -le pregunté cuando llegó.
– Dime que no estás metido en nada ilegal, Lennox.
– No estoy metido en nada ilegal -expliqué-. Te diría lo mismo en cualquier caso, desde luego, pero resulta que es verdad. De hecho, si estoy en lo cierto respecto de esos códigos, le pasaré la información a la policía.
– De acuerdo -dijo Frater, pero no parecía del todo convencido-. Tenías razón. Todos corresponden a envíos de la CCI desde el puerto. Tres buques distintos, cada uno aparece varias veces pero con manifiestos diferentes.
– ¿Qué clase de carga?
– Repuestos de máquinas, principalmente de agricultura. Dos de los envíos consistían en equipos de perforaciones petrolíferas. Lo único que todos los envíos tenían en común era el destino: Aqaba, Jordania. ¿Te sirve de algo?
– En cierta forma -respondí. La verdad era que me servía de mucho: era una prueba de la conexión con Oriente Medio que yo sospechaba.
Bebí unas cuantas copas más con Frater, quien luego se disculpó y dijo que tenía que regresar con su esposa e hijos. Eso me vino bien, porque quería atrapar a Smails esa misma noche. La otra razón era que nada me deprimía más que el éxito y la felicidad.
El estudio de Ronnie Smails seguía a oscuras cuando regresé. Supuse que viviría encima de él, pero el apartamento del primer piso también tenía las luces apagadas. Volví a intentarlo con la puerta del estudio y la encontré igual de cerrada con llave que antes.
Esperé hasta que un tranvía municipal pasara traqueteando y luego eché una mirada hacia un lado y otro de la calle antes de volver a dedicar mi atención a un panel formado por cuatro pequeños cristales que estaba en la puerta. Raspé la masilla que rodeaba uno de ellos y ésta se deshizo apenas la toqué. Intenté separar el cristal de la puerta con mi navaja de bolsillo, y lo logré. Metí la mano por el hueco y corrí el pasador de la puerta. Con las cortinas bajas, supuse que no tendría problemas si encendía las luces.
Fueran cuales fuesen los talentos de Smails como fotógrafo, yo jamás lo contrataría. El estudio estaba mugriento; daba la impresión de que no lo habían barrido en un par de meses. Examiné alguno de los cajones de vidrio y encontré una colección de fotografías. En su mayor parte eran fotos de bodas y retratos, algunos de los cuales eran antiquísimos. No parecía que a Smails le fuera bien en su profesión.
Pasé al cuarto oscuro. Había varias copias colgadas de una cuerda. Todas retrataban lo que solía ocurrir después de la boda. Éste era el verdadero negocio de Smails. La característica que esas fotografías tenían en común era que todas ilustraban el acto de unión física entre dos o más individuos. El otro factor común era que, por alguna razón inexplicable, todos los hombres se habían dejado puestos los calcetines.
Revisé un archivador de acero y encontré más de las mismas y previsibles tomas de folladas y mamadas. Pero eran poses, no fotos tomadas subrepticiamente para chantajear. Aunque sí había un grupo de fotografías que, de una manera extraña, me hicieron echar de menos mi tierra. Era un escenario concebido con una gran dosis de creatividad: una escenografía canadiense en la que un miembro de la Policía Montada y un trampero le enseñaban a una joven parcialmente vestida de esquimal el verdadero sentido de lo que significaba arponear un castor. Sentí que me caía una lágrima y tuve que reprimir la tentación de lanzarme a cantar un estribillo de Oh, Canada!
Estaba a punto de volver a poner las fotografías donde las había encontrado cuando me di cuenta de que la chica esquimal me resultaba familiar. Para ser honesto, no le había prestado mucha atención a la cara, así que la miré con más detalle. Era verdaderamente bonita y tuve la seguridad de que la había visto antes, pero en un contexto completamente diferente. Conservé una de las fotografías en las que se le veía parte de la cara y guardé las demás en el mueble.
Revisé el resto del sitio y no encontré nada que encajara con una extorsión. Después de apagar las luces, subí al apartamento de arriba. Tal vez hubiera algún escondite allí. El piso también estaba a oscuras, de modo que accioné el interruptor de la luz. Nada. Tuve que caminar a tientas por el vestíbulo hasta que encontré una lámpara normal que inundó el vestíbulo y los cuartos adyacentes con una luz insípida del color de un enfermo de hepatitis. Era evidente que Smails había optado por una decoración que podría describirse como de estilo Cagadero Temprano. Ese lugar era sucio y apestaba, y dudé que McGahern tuviera algo que ver con un tipo como éste.
Me equivocaba.
Encontré a Smails en la sala. En esta ocasión no había habido torturas, sólo una ejecución simple. Estaba sentado en una silla mugrienta, con una taza de té que llevaba mucho tiempo fría en la mesita lateral a su lado y un cigarrillo entre los dedos que se había quemado del todo y había abrasado una carne que ya no sentía nada. Un ejemplar de la revista Spick se le había deslizado de las manos y había caído al suelo entre sus pies. Era obvio que Smails hacía un gran esfuerzo para mantenerse al tanto de los últimos adelantos de su profesión.
Lo examiné más de cerca. Su rostro exhibía todas las señales de una estrangulación. Lo habían asfixiado con el mismo ancho de garrote que a Arthur Parks. Pero a diferencia de éste, Smails no poseía ninguna información que hiciera necesario torturarlo para sacársela, de modo que lo habían matado rápidamente y en silencio.
Tal vez no les había contado nada a sus asesinos, pero a mí estaba contándome precisamente lo que yo necesitaba saber; era un hombre de tamaño pequeño, de pelo largo, gris y grasiento, que precisaba un buen corte desde hacía bastante tiempo, y los ojos estaban abiertos y mirando fijamente, como habrían estado en vida. Pero estaba claro que tenía alguna clase de defecto congénito: el párpado derecho le caía sobre el ojo. Justo la forma en que Bobby había descrito a ese «cabroncete pequeñito y grasiento» que había visto hablando con Tam McGahern poco antes de que lo mataran.
Smails había sido el hombre que buscaba. Ahora estaba seguro de que él había tomado las fotografías para el chantaje, pero sabía que revisar ese lugar sería inútil: las fotos y los negativos habrían desaparecido mucho tiempo antes.
Parks muerto. Smails muerto. Había dos personas más a las que Tam McGahern había contactado antes de su deceso: el holandés gordo y Jackie Gillespie, el ladrón armado. Me pregunté si los dos todavía respirarían.
Teniendo en cuenta mi experiencia en la casa de Arthur Parks, decidí salir rápido por si los policías estaban de camino, tal vez en esta ocasión sin las sirenas y las luces. Me demoré lo necesario para limpiar con un pañuelo las superficies y los pomos de las puertas que recordaba haber tocado. Mis huellas dactilares no estaban registradas, pero la casa de Parks estaba llena de ellas y yo no quería que esas huellas fueran la conexión entre dos escenas de homicidio. Apagué todas las luces y me escabullí hacia la calle.
Había tenido la sensatez de no aparcar el Atlantic justo en la puerta, principalmente porque no quería espantar a Smails si regresaba mientras yo seguía dentro. Estaba a punto de girar la llave de la ignición cuando un taxi se detuvo en la puerta de su casa. Salieron dos mujeres. No alcanzaba a verlas muy bien pero por lo que vi estaban razonablemente bien plantadas y supuse que serían un par de «modelos» de Smails. Una pagó al taxista mientras la otra tocaba el timbre. Yo ya había cerrado la puerta con llave y había vuelto a poner el cristal en su lugar. La chica que estaba en la puerta llamó a su acompañante, seguramente diciéndole que le indicara al taxista que esperara. Volvió a tocar el timbre y golpeó la puerta. Por lo que vi, sus golpes no arrancaron el cristal. Se dio por vencida y subió al taxi.
Las seguí por la ciudad. Me había dado cuenta de que no llevaban ropa ordinaria y estaba claro que no les preocupaba el precio del taxi. La chica de pelo oscuro que había visto golpeando la puerta de Smails descendió en el Saltmarket, y decidí seguir con el taxi. El vehículo se dirigió hacia el sur, pasamos por el estadio Hampden hasta que por fin paró delante de un edificio de apartamentos de alquiler en Mount Florida. La chica se bajó y pagó al taxista. Bingo: no era otra que la esquimal. Y ahora recordaba dónde la había visto antes. Era la mujer a la que había encontrado dos veces acompañada de Lillian Andrews. Traté de pasar lo más inadvertido posible, pero era difícil con tan pocos coches en la calle.
Un tranvía municipal número doce se detuvo y se bajaron unas diez o doce personas. Aparqué y caminé rápidamente entre los pasajeros. La rubia desapareció en el edificio de viviendas. Llegué a tiempo para ver cómo giraba en el otro extremo del estrecho callejón que estaba a un lado del edificio y subía por las escaleras de la parte trasera. Avancé con el menor ruido posible hasta el final del pasadizo y me oculté mientras ella entraba en su apartamento. Tomé nota mental del número y regresé al Atlantic.
La única razón por la que no entré a visitarla en ese momento era que no quería que ella dedujera que la había seguido desde la casa de Smails. Después de todo, a él lo encontrarían en uno o dos días y la policía haría una estimación de la hora de su muerte, la cual más o menos coincidiría con el momento en que yo había estado allí. Y la Policía de la Ciudad de Glasgow tenía un problema con el concepto de coincidencia.
Pasé por la casa de Smails en el camino de regreso. No había coches de la policía en la puerta y el lugar seguía a oscuras. Traté de telefonear a Willie Sneddon para informarle, pero había salido. Volví a mi casa y me eché a dormir. Pero cada vez que el sueño llegaba, algo grande, feo y amenazador lo espantaba. Me quedé tumbado en la oscuridad y pensé en Helena, en Fiona White, en May Donaldson y en un comienzo nuevo en Canadá. La idea nunca me había parecido tan atractiva como en ese momento. Me había metido en algo demasiado letal en esta ocasión. Me di cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, en realidad estaba un poco asustado.
Mis presentimientos resultaron fundados. Una irritada señora White me llamó para que bajara a atender el teléfono en el pasillo que compartíamos a las siete de la mañana. Era Willie Sneddon.
– Lennox, no hables, sólo escucha. La poli viene de camino a arrestarme y tendré que estar aquí cuando lleguen. La pasma ya ha arrestado a Murphy y a Cohen. Hace una hora, más o menos. Se suponía que a mí me cogerían a la misma hora pero no estaba. Los cabrones se han llevado a la mayoría de mi gente, incluyendo a Deditos y a Pequeñito. Necesito que te pongas en contacto con George Meldrum, mi abogado, y que le digas que pague la fianza. No puedo encontrarlo por teléfono y llegarán en cualquier momento. La policía no va a meterse contigo porque no estás en ninguna de nuestras bandas.
– ¿Qué demonios ha ocurrido?
– No lo sé, joder. Encuentra a Meldrum lo más rápido que puedas.
– De acuerdo, pero si es tan importante como parece no dejarán que Meldrum se acerque a usted.
– Tú hazlo. -Colgó.
Había oído hablar de George Meldrum, el Grasiento. Suponía que había una fotografía de él en todas las dianas de dardos de todas las cafeterías de las estaciones de policía de Glasgow. Se lo conocía como George el Grasiento por dos razones: por su apariencia excesivamente acicalada, su vocabulario exageradamente elaborado y su pelo aceitoso, y por el hecho de que todo lo que tocaba parecía volverse resbaladizo. Tan pronto la policía conseguía pruebas firmes contra uno de los Tres Reyes, George el Grasiento hacía que se les deslizaran de los dedos.
Encontré el teléfono del domicilio de Meldrum en la guía telefónica y lo marqué. No obtuve respuesta. Me vestí a toda velocidad, volví a tratar infructuosamente de encontrarlo por teléfono y salté al Atlantic. Decidí que no tenía sentido dirigirme a su casa en Milngavie y en cambio fui a mi oficina y esperé hasta las nueve, hora en que tal vez lo encontrara en su despacho de la calle Wellington.
Escuché las noticias en la radio del coche de camino a la oficina. Había una noticia principal. Aparqué rápidamente junto al bordillo de la acera, escuché con atención el informe y murmuré «mierda» cuando todas las piezas de pronto se acomodaron en su sitio. Por desgracia, eso quería decir que todo se había ido al carajo. Ahora entendía por qué habían arrestado a los Tres Reyes. Fui directo a la oficina de Meldrum y me quedé esperando fuera hasta que el personal comenzó a llegar. Los seguí y entré tras ellos.
Una bonita recepcionista me saludó de una manera un poco desdeñosa, evidentemente molesta porque alguien se presentara antes de que ella pudiera instalarse. También le resultó bastante fuera de lugar que yo no tuviera cita previa. No fue hasta que le dije que yo representaba los intereses del señor William Sneddon -y probablemente los del señor Michael Murphy y del señor Jonathan Cohen- que ella de repente se mostró mucho más predispuesta.
Esperé una hora sentado en la sala de recepción tratando de deducir exactamente cuán predispuesta podría mostrarse la recepcionista hasta que por fin llegó George el Grasiento. Era más bien alto, de buena planta, tenía una calvicie incipiente y llevaba un traje azul de ejecutivo, caro, a medida. Lo intercepté cuando pasó por la recepción.
– He oído hablar mucho de usted, señor Lennox -dijo cordialmente-, pero nuestros senderos nunca se han cruzado. Algunos de nuestros clientes mutuos hablan muy bien de usted. Por favor… -Abrió la puerta de su oficina.
– He tratado de encontrarle en su casa -le dije mientras me sentaba.
– Me temo que he pasado la noche en casa de una amiga. -Seguía sonriendo. Era esa clase de sonrisas que uno quiere, sin ninguna razón en especial, borrar de una bofetada-. Mi buena mujercita y mis hijos se han marchado unos días, de modo que aproveché la oportunidad para visitar a mi amiga.
– Entiendo -dije. Los dos sabíamos que así era-. ¿Se ha enterado de la noticia?
– ¿A qué noticia se refiere, señor Lennox?
– El atraco a mano armada; ha sido la noticia principal de esta mañana. No tengo dudas de que aparecerá en las ediciones de los periódicos de la tarde. Había un convoy del ejército que iba del Real Arsenal de Artillería que está en Fazakerly, Liverpool, hacia las barracas de Redford y Dreghorn. Unos oficiales de policía lo hicieron parar en un punto de control; sólo que no eran policías. Fue un trabajo muy bien organizado, pero al parecer algo salió muy mal. El resultado es dos soldados muertos, un conductor apalizado y en coma y una tonelada de las metralletas más modernas desaparecida.
– Ya veo… -La sonrisa se esfumó-. Supongo que eso tiene que ver con los uniformes robados.
– ¿Sabe usted lo de los uniformes? -pregunté.
– Sí. Los señores Sneddon, Murphy y Cohen han sido objeto de la atención de nuestra fuerza de policía de una manera un poco demasiado persistente en los últimos días.
– Bueno, por eso estoy aquí. Sneddon me telefoneó esta mañana. El Departamento de Investigaciones Criminales los ha arrestado a todos para interrogarlos. Sneddon necesita que usted vaya a la calle St. Andrews con una tarjeta para salir gratis de la cárcel.
– Me temo que será cualquier cosa salvo gratis.
Sonreí.
– Me parece que le conviene sacar a los tres de allí lo antes posible. Después de todo, entre los Tres Reyes debe de ganar usted para pagar a un sastre.
– En ese caso, los dos estamos en la misma posición, por lo que sé.
– Cierto -dije-. De modo que le sugiero que los dos trabajemos, cada uno a su manera, para liberar a nuestras fuentes de ingresos.
Salimos juntos, y Meldrum hizo una pausa para indicarle a su secretaria que cancelara todas las citas del día. Me pregunté cuántos de sus clientes serían localizables por teléfono. Era un verdadero logro que un porcentaje tan grande de ellos estuvieran libres; él tenía una reputación cada vez más creciente entre la gente de la peor calaña y todos sabían que si tu abogado era George el Grasiento Meldrum, tú eras más culpable que nadie.
Nos separamos en la calle en la puerta de su oficina. Él me estrechó la mano y me pasó una de sus caras tarjetas grabadas en relieve.
– Gracias -sonreí-. Pero no creo que necesite sus servicios.
– Nunca se sabe, señor Lennox. De todas maneras, no se la doy por eso. -Abrió la puerta de su nuevo Bentley modelo R y podría haber jurado que el olor de nogal lustrado y cuero se extendió más de quince metros a la redonda-. Soy yo el que tal vez precise sus servicios en el futuro.
Se metió en el Bentley y se marchó. Examiné la tarjeta. Hasta ahora me habían ofrecido asociarme informalmente a un asesino profesional y a la figura más despreciada del sistema legal escocés. Tal vez debería lavar mi imagen.
Guardé la tarjeta. Le había dicho que jamás necesitaría sus servicios. La verdad era que si la policía establecía la conexión entre las escenas de los homicidios de Parks y de Smails, tal vez George el Grasiento sería precisamente lo que necesitaría.