Durante los dos o tres días siguientes traté de pasar más desapercibido que un prepucio en una convención de rabinos.
Esperaba un golpe en la puerta, o en mi cara, antes de que me arrastraran hasta la calle St. Andrews. Según mi experiencia la Policía de la Ciudad de Glasgow encontraba ciertos detalles insignificantes, como las pruebas, totalmente innecesarios a la hora de investigar un caso. McNab, como Salomón con una vara, poseía la sabiduría y la visión que hacían falta para decidir quién era culpable. Después de eso era sólo cuestión de tiempo y de nudillos amoratados que el sospechoso se diera cuenta de que había estado equivocado todo el tiempo cuando pensaba que no había tenido nada que ver con todo ese asunto.
Pero no se había producido ninguno de esos golpes. Y si hubieran estado vigilándome, seguramente me habría dado cuenta: el sigilo y la sutileza no eran los puntos fuertes del Departamento de Investigaciones Criminales de Glasgow.
El burdel de Park Circus se había cerrado. No habría importado si Sneddon hubiera puesto a un encargado para mantenerlo abierto: los periódicos estaban llenos de estremecedores titulares sobre la muerte de Arthur Parks, lo que significaba que los clientes a los que había prestado sus servicios ya no se acercarían a él. También significaba que ninguna cantidad de sobres marrones impediría que la policía se viera obligada a actuar y cerrarlo.
Para mí fueron unos días tensos, entre otras cosas porque los periódicos habían publicado una descripción de un hombre alto de traje marrón que había sido visto en el área inmediatamente después del homicidio. La descripción llegaba hasta allí, pero era suficiente para ponerme nervioso; sólo esperaba que Sneddon hubiera encendido su incineradora. Además, tenía otro motivo de inquietud: en el mismo periódico donde se había publicado la noticia del homicidio de Parks había otro artículo, más pequeño, sobre una muerte en Edimburgo. En este caso no se sospechaba de nada raro, al menos de alguna tercera persona. Uno de los cirujanos más importantes de Edimburgo se había quitado la vida: se había pegado un tiro en la cabeza con su antiguo revólver de servicio. Se trataba de una eminencia en el campo de la cirugía reconstructora maxilofacial, según el artículo. Alexander Knox.
Coincidencia número tres. Justo unos días después de que se cargaran a Parks, un importante cirujano plástico que había estado dispuesto a hacerle algún que otro favor a Tam McGahern decidía volarse los sesos.
Había pasado más de una semana de la muerte de Parks cuando la policía por fin vino a buscarme. Yo estaba en el Horsehead cuando Jock Ferguson apareció junto a mi codo. Aceptó mi oferta de un whisky. Buena señal. Hay una especie de etiqueta con los policías: no tienden a beber contigo justo antes de darte una paliza.
– ¿Tienes algo que contarme? -Arqueó una ceja. Mi pulso se aceleró. Tal vez no había venido a socializar.
– ¿Como qué?
– Déjalo ya, Lennox. Debes de estar metido hasta las cejas en toda esta mierda.
– ¿Mierda?
Se volvió para mirarme de frente, dejó su vaso sobre el mostrador de manera casual y se apoyó en el pasamanos de bronce de la barra.
– No me jodas, Lennox. Es imposible que Willie Sneddon no te haya contratado para que investigues la muerte de Arthur Parks.
– Ah, eso… -dije, y traté de quitarme de la cara la expresión de «y yo creía que hablabas de que soy uno de los principales sospechosos de ese asesinato». Me pareció que no lo había hecho del todo bien, porque la amplia frente de Ferguson se frunció en un gesto de sospecha.
– ¿De qué otra cosa creías que hablaba? -preguntó.
– No estaba seguro, eso es todo. -Sonreí y saqué un cubito de hielo, semiderretido, del escocés que había pedido porque a Big Bob se le había acabado el Canadian Club-. El problema cuando investigas en las alcantarillas es que hay demasiada mierda donde escoger.
Al parecer mi actuación de autodesaprobación fue convincente. Ferguson volvió a apoyar los codos en la barra.
– Willie McNab quiere cerrar este caso cuanto antes. Tiene una teoría.
– Ah, ¿sí?
– Tuvimos una discusión sobre los homosexuales. -Ferguson sonrió, algo poco característico de él-. Para McNab el concepto mismo está fuera de su comprensión. Me parece que no le gusta admitir que haya algunos en Escocia.
– He oído esa teoría antes -dije-. Al parecer de la misma manera en que san Patricio echó a todas las serpientes de Irlanda, san Andrés expulsó a todos los maricas de Escocia, quienes se convirtieron…
– … en los ingleses -dijimos al unísono y nos echamos a reír.
– Pero hablo en serio -continuó Ferguson-. McNab tiene un montón de teorías sobre el asesinato de Parks. Piensa que fue algún asunto homosexual y sadomasoquista. Lo único que sabe sobre la homosexualidad es que es ilegal y que los culpables de ella por lo general exhiben un excelente gusto para la ropa. Sus teorías comienzan a lindar con la ciencia ficción. Ya sabes, es como la reina Victoria… en realidad no cree que exista eso llamado lesbianismo. «¿Cómo puede funcionar algo así?», dijo. «Una toma de corriente y ningún enchufe».
– ¿Por qué piensa que el homicidio de Parker fue sadomasoquista? -pregunté-. ¿Cómo lo mataron?
«Muy astuto, Lennox.»
– No fue nada bonito, Lennox. -Ferguson hizo una mueca. No pude deducir si fue por causa del recuerdo o por el whisky-. Alguien le había dado una paliza como para hacerlo cagar en siete colores. Primero lo ataron a una silla y le hicieron mierda la cara a golpes.
– ¿Entonces a ti no te convence la teoría de los sodomitas sadomasoquistas?
– En la guerra conocí a un tipo, un tío decente y un soldado de puta madre. Se voló la tapa de los sesos porque se supo que era homosexual y que lo someterían a una corte marcial. No me malentiendas; yo no me cuelgo de esas ramas, pero no siento la necesidad de perseguir a la gente por lo que son. Y me molesta la cantidad de tiempo de la policía y de los jueces que se destina a perseguirlos. No son delincuentes, son como son, eso es todo. Y no creo que se pasen el rato aullándole a la luna o adorando a Satanás. Tampoco creo que lo que vi en el apartamento de Parks tuviera algo que ver con dónde metía la polla.
– Tampoco yo -dije. «No tan astuto, Lennox»-. Quiero decir, por lo que me has contado.
– Entonces supongo que Sneddon te contrató para que investigaras el homicidio de Parks. -Ferguson volvió a hablar como un policía-. Y tú relacionas todo esto con lo de los McGahern, lo que me trae a la cuestión principal.
– Ya me parecía.
– Te dejé que te pasaras un poco con Lillian Andrews y ahora ella ha desaparecido por completo. Te lo dije, Lennox. Te advertí dé que tenía que hablar con ella sobre la muerte de su marido.
– Que oficialmente sigue siendo un accidente.
– Lo que no podría tener menos que ver con lo que te estoy diciendo. Tú sabes que fue asesinado, yo sé que fue asesinado. Lo que quiero saber es por qué y por quién. Pero Lillian Andrews se ha esfumado. Creo que se ha marchado al extranjero y no tengo las pruebas suficientes para convencer a McNab de que hay que seguir investigándola. Así que comencemos con lo que tú has averiguado exactamente sobre el asesinato de Arthur Parks y todo lo que sabes sobre Lillian Andrews.
– De acuerdo -dije, como si él me lo hubiera sonsacado-. Sneddon me pidió que husmeara, pero no tengo cómo empezar. Esto es como el asesinato de los McGahern: todos saben que no ha sido ninguno de los Tres Reyes. Por lo que he oído, no faltaba nada en el apartamento, ¿verdad?
– Nada. Pero eso no tiene importancia. Si hubieras visto el estado de Parks entenderías que no estaban interesados en robarle. Lo que querían era lo que él sabía. Ahora, eso me suscita mucha curiosidad. Yo ni por un momento me trago que Sneddon no sepa de qué va todo esto.
– No lo sabe. Créeme, Jock -dije sin ironía-. Esto suena cada vez más a que Parks tenía su propio negocio en algún lugar y que algo se torció.
– Como su mandíbula -comentó Ferguson. Mantuve una expresión impasible, como si no supiera de qué hablaba.
– En cuanto a Lillian Andrews -dije, encogiéndome de hombros-, no tengo la más mínima idea de dónde se ha ido o qué está haciendo. Pero siento que me ha superado en capacidad de maniobra. La verdad es que no he hecho ningún progreso desde la última vez que hablamos.
Ferguson se quedó a tomar otra copa, luego se marchó. Después yo pedí uno doble y me lo bajé de un trago. Me sentía aliviado; mucho. Pero algo me molestaba: ¿por qué me había parecido que Ferguson no me había presionado todo lo que habría podido?
Me marché del Horsehead poco después de Ferguson y fui en busca de una prostituta. Exclusivamente por mi investigación.
Lena, la chica que Parks me había ofrecido semanas antes, no era de la clase de mujeres que trabajan la calle. Demasiado bonita y con demasiada «clase». Hasta que abría la boca para hablar, al parecer. Estaba gravemente afectada, según me había dicho Sneddon, del «síndrome de la bocazas de los Gorbals». Oficialmente, Lena estaba tomándose un tiempo sabático hasta que las cosas se enfriaran; seguía bajo la protección de Sneddon, aunque Parks ya no estuviera cerca. Pero una semana es mucho tiempo sin trabajar y Sneddon sospechaba que Lena y algunas de las otras chicas atendían a algunos de sus clientes habituales en sus propias casas.
La dirección que me había dado Sneddon para que ubicara a Lena se encontraba en la planta superior de un pub de Partick. Aparqué el Atlantic frente al bar. Estaba en una manzana lóbrega, llena de casas de vecinos con ventanas manchadas de hollín, pero había una copa de cóctel hecha de tubos de neón, inclinada en un ángulo alegre, que parpadeaba lánguidamente a través de la lluvia de Glasgow. «Podría estar en Manhattan», pensé.
Crucé la calle y subí por el estrecho callejón lateral que lo separaba del edificio colindante. El callejón apestaba a orina y me recordó la disposición del bar Highlander, cuyos dueños habían sido los McGahern. Ascendí la escalera de la parte trasera hasta la puerta del piso de la planta superior. Las cortinas rojas corridas sobre el cristal sucio de la única ventana hacían que ésta resplandeciera como una brasa malévola. No golpeé la puerta, sino que giré el pomo. No estaba cerrada. Pasé a una cocina pequeña y limpia. Había un cuarto de baño a un lado y supuse que la puerta que estaba delante de mí daría a la única habitación restante del piso. Abrí la puerta de golpe y entré justo cuando Lena y un empresario gordo y de mediana edad estaban reclinados juntos en el sofá. Lena iba vestida de enfermera. O, más precisamente, semivestida de enfermera. Podría equivocarme, pero por lo que pude ver no me pareció que tuviera ninguna capacitación en el ámbito de la medicina, a menos que la reanimación boca a polla fuera una forma legítima de salvarle la vida a alguien.
– ¡Querida! -grité, escandalizado-. ¡Me dijiste que ese dinero extra lo ganabas remendando!
Los dos se pusieron rápidamente de pie y el gordito entró en pánico. Se subió los pantalones, cogió su chaqueta, me esquivó velozmente y salió del apartamento, pasando lo más lejos posible de mí que pudo.
Esta vez Lena no me dedicó su mirada de Rita Hayworth.
– ¿Quién coño eres? -exclamó. Su voz era delgada y rasposa. Como Sneddon me había advertido, a pesar de que parecía una chica con clase, Lena poseía la dicción de una verdadera muchacha de los Gorbal. Luego sus ojos se entornaron con gesto de sospecha-. Te conozco… Te vi en el Circus. Tú eras el tipo con el que hablaba Arthur.
– Así es -respondí, mientras me sentaba en el sillón que estaba delante de ella. Lena cogió una bata y cubrió sus mejores atributos.
– Largo de aquí. ¿Quién coño crees que eres para entrar de esta manera?
– Me alegro de que me recuerdes, Lena -sonreí-. Aquella noche en la que me viste hablando con Parks yo estaba trabajando para el señor Sneddon. Esta noche he venido porque sigo trabajando para el señor Sneddon.
Su cara cambió. Verdadero miedo.
– Escuche… eso… lo que usted ha visto… No trato de quitarle el negocio al señor Sneddon. Es sólo que tengo que comer…
– Me he dado cuenta de eso al entrar -dije.
– Mire, por favor, no le cuente nada al señor Sneddon. Haré cualquier cosa… -Lena se acercó un paso y se abrió la bata, separándola de los pechos. Era una invitación a jugar a los médicos y a las enfermeras.
– Guarda tus herramientas en la caja, Lena -dije-. Estoy aquí por negocios. Los míos, no los tuyos. Siéntate.
Ella se cubrió y se sentó. Le pasé la fotografía de Lillian Andrews.
– ¿La conoces?
– Oh, sí. Claro que conozco a esa putita de mierda. Es Sally Blane.
– ¿Parks la conocía?
– No lo creo, pero sí conocía a su hermana. Trabajó para él un tiempo.
– Déjame adivinar -dije, mientras encendía un cigarrillo. No le ofrecí uno a Lena; el Colegio Real de Enfermeras habría estado en desacuerdo-. La hermana de Sally Blane es Margot Taylor.
– Sí -respondió Lena-. Pero Arthur no conocía a Sally. Margot se teñía el pelo de rubio; salvo por eso, eran muy parecidas entre sí. Yo a Sally la conocí a través de Margot, que quería que yo trabajara con ellas. Tenía su propio negocio. Pero me dio la impresión de que Sally pensaba que yo era demasiado ordinaria para lo que ellas planeaban.
– No puede ser -dije, y le di una calada a mi cigarrillo.
– O eso, o si no pensaba que era demasiado vieja – continuó Lena, sin inmutarse-. Sally era una putita muy engreída. De todas maneras, a mí no me interesaba. Al señor Sneddon no le habría gustado. Arthur hizo que le dieran una paliza a Margot por eso.
Examiné a Lena. Tendría unos treinta años, probablemente. De todas formas, poseía un aspecto vaga y desconcertantemente aristocrático; no era una belleza, pero sí muy atractiva. Habría encajado en una operación de prostitutas de alto nivel hasta que abriera la boca.
– ¿Dónde trabajaba Sally?
– En Edimburgo. En un folladero pijo. ¿Por qué quiere saberlo?
– ¿Alguna vez has oído el nombre de Lillian Andrews? En concreto, ¿recuerdas que Sally Blane se llamara a sí misma con ese nombre?
– No. Sólo la vi en esa ocasión, y una vez fue suficiente. ¿Seguro que no le dirá a Sneddon que tengo clientes aquí?
– No es eso lo que me interesa. ¿Alguna vez viste a Arthur Parks hablar con alguno de los mellizos McGahern?
– No me parece algo muy probable. Sneddon le habría arrancado los huevos a Parks si éste hubiera tenido algo que ver con los putos McGahern.
– Esta operación de Sally y Margot… ¿Te contaron algo más al respecto?
– No, sólo que ganaría tres veces más que en el Circus. Pero Sally hizo callar a Margot; me dio la impresión de que pensó que me había contado demasiado. Especialmente cuando se hizo obvio que la putita de Sally no quería que yo participara.
– Me han dicho que la jefa era una mujer llamada Molly. ¿Sabes si Sally o Margot alguna vez usaron ese nombre?
– Sally llamaba así a Margot, como si fuera un diminutivo del nombre. Sí, la oí llamarla Molly. Pero es imposible que Margot fuera la jefa. -Lena adoptó una actitud reflexiva durante un momento. Una vez más, alcanzó una ilusión de refinamiento que se volvió a perder cuando siguió hablando-. Hubo algo que se dijeron entre sí… sobre que había alguien más metido. Mierda, no puedo recordarlo, algo sobre una extranjera… otra fulana. Ya sabes, otra puta.
– ¿Y esa extranjera dirigía la operación?
– No lo sé, es posible. O tal vez fuera Sally. Siempre mandaba a todo el mundo. Pero esa puta extranjera era bastante importante. Escuche, en realidad yo no sé nada. Como he dicho, Margot pensó que yo encajaría y Sally dijo que no. Después de eso no supe nada más hasta que Margot quedó con el culo al aire y Arthur le dio una paliza.
– ¿Alguien le vio darle la paliza?
– No. Bueno, sí… uno de los chicos de la puerta lo acompañó, pero esperó en el coche. Arthur entró con una de esas correas de cuero que usan los peluqueros para suavizar las navajas. Algunas semanas más tarde me enteré de que estaba muerta, en un accidente de coche.
Fumé durante unos momentos. Me estaba haciendo una idea, pero sonaba a una escena prefabricada y estaba bastante convencido de que la habían pintado Parks, Lillian y McGahern. De todas maneras, yo estaba mirándolo todo desde el ángulo incorrecto.
– ¿Tienes alguna idea de quién podría haber querido hacerle eso a Parks? ¿Pasó algo en particular los días antes de que lo mataran?
– No. Lo de siempre. Nada especial, que yo recuerde.
– Tengo la sensación de que tú eras una de las chicas estrella de Parks, Lena. Después de todo, él me ofreció que te usara gratis. ¿Hacía eso con algún otro invitado especial?
– A veces.
– ¿Alguno que puedas recordar de las últimas semanas?
– No. Nadie en especial. -Hizo una pausa y frunció el ceño-. Un momento, sí hubo un tipo, un cabrón gordo y desagradable. Me pareció que sería importante. Arthur me dijo que no me contuviera en nada, ¿me entiende?
– Puedo imaginármelo. ¿Recuerdas su nombre?
Lena se rio como un camionero.
– ¿Está de coña? Nadie deja sus nombres o sus direcciones. Era un cliente en busca de un revolcón, no un amigo por correspondencia. Pero sí había algo especial en él.
– ¿Qué?
– Era extranjero. Tenía acento alemán, o algo parecido.
– ¿Podría haber sido holandés?
– No lo sé. ¿Los holandeses de dónde son?
– De Holanda, los Países Bajos -respondí-. Ese país con molinos de viento.
Lena no pareció reconocer de qué le hablaba. Me incorporé y me puse el sombrero.
– ¿Seguro que no va a contarle nada a Sneddon sobre mí? Quiero decir, sobre mi cliente.
– Como he dicho, no es asunto mío. -Me dirigí a la puerta.
Lena dejó caer la bata.
– Te mereces un agradecimiento -dijo-. ¿Qué tal una folladita gratis?
Miré su cuerpo, desnudo salvo por la cofia de enfermera, el batín pequeñito, las ligas y las medias. No había duda de que la habían fabricado bien. Pero, a pesar del atractivo encanto de su invitación, no me gustaba la idea de tener que lavarme la polla con peróxido más tarde. Y las orejas, si llegaba a hablar.
– No, gracias -dije, y me fui.
Cuando me lo propongo me arreglo muy bien. Tenía que representar un papel, de modo que a la mañana siguiente me levanté temprano, me bañé, me afeité y me puse mi mejor traje azul de ejecutivo. Lo combiné con una camisa azul claro, de seda y puños finos, una corbata de seda tejida del mismo tono de azul que el traje, coloqué un almidonado pañuelo de lino blanco en el bolsillo delantero y lo coroné todo con un alfiler de corbata y gemelos de oro liso. También fui un poco generoso con mi colonia más cara, que había comprado en Pherson's. Tenía un caro impermeable de gabardina que pocas veces veía la luz del día y me lo puse sobre el brazo al salir. La señora White apareció en la puerta de su habitación justo cuando yo llegaba a los pies de la escalera, de modo que intercambiamos los habituales y superficiales saludos de todas las mañanas.
Sonreí mientras caminaba hacia el coche; la señora White a pesar de sí misma, me había echado una mirada aprobatoria. Conduje hasta la oficina y recogí unas cuantas tarjetas de visita del cajón de mi escritorio. Pero esas tarjetas no tenían mi nombre ni mi ocupación.
Después de llegar al centro de la ciudad, aparqué delante de las oficinas de Mason y Brodie, en la calle St. Vincent. Una placa de bronce me informó de que eran abogados y agentes inmobiliarios y que tenían sedes en Ayr además de Glasgow. Tener una sede en Ayr significaba que uno ya estaba ahí en el siglo XIX.
En las oficinas de Mason y Brodie todo era una referencia a la clase dominante de Escocia: los paneles de roble macizo, los robustos escritorios, los antiguos archiveros de documentos y el olor de tabaco para pipa y cera de abejas que flotaba en el aire, como si preservara la atmósfera del pasado. Lo único que no encajaba era la secretaria sentada tras el escritorio más próximo a la puerta. Tenía unos veinte años, cabello oscuro y bonitos ojos azules. Sonrió cuando entré y pregunté si podría ver al señor Brodie, quien yo entendía que estaba a cargo de la venta de un par de propiedades que me interesaba adquirir.
Me hizo pasar a una sala de reuniones tapizada de paneles de madera y traté de resistir el impulso de mirarle el culo; una resistencia que resultó inútil. Me ofreció té, que rechacé, y me pidió que aguardara unos minutos mientras ella averiguaba si el señor Brodie estaba disponible.
Pasaron unos momentos hasta que un hombre fornido con traje de ejecutivo apareció en la puerta.
– ¿Señor Scobie? -exclamó a voz en cuello-. Soy Fraser Brodie.
Me di cuenta de que era de Ayrshire por su acento dieciochesco y por el alto volumen de su voz al saludarme al tiempo que me extendía una mano regordeta. Los oriundos de Ayrshire hablan naturalmente a cien decibelios; esto tiene su origen en siglos de gritarse entre sí a través de los prados o por los pozos de las minas. Tenía el pelo oscuro, grueso y rizado y cejas tupidas, además de la tez rojiza de un pastor lujurioso. Por alguna razón me lo imaginé cabalgando resueltamente por las campiñas de Ayrshire mientras las ovejas más virtuosas de su rebaño corrían para ocultarse.
– Entiendo que está interesado en un par de las propiedades que vendemos a través de nuestro departamento de bienes raíces.
– Así es -dije, reduciendo al mínimo mi acento canadiense al tiempo que le entregaba una de las falsas tarjetas de visita que apuntalaban la ficción de Walter Scobie, de Scobie, Black y MacGregor, Contables, Edimburgo-. Pero debo señalar que la adquisición no es para mí, sino para uno de mis clientes, que está a punto de trasladar su empresa hacia el oeste. No puedo dar muchos detalles en este momento, pero tal vez esta persona necesite terrenos industriales en el área de Glasgow.
– Entiendo. -Brodie sonrió ampliamente-. ¿Y cuáles son las propiedades que le interesan?
– Una vivienda que usted tiene en Bearsden. Creo que se llama Ardbruach House.
– Oh, sí. Sí, desde luego. Un momento, por favor… -Revisó unos archivos y me pasó una página mecanografiada con una fotografía adosada. Era la casa de los Andrews, sin duda-. En realidad -añadió en actitud reflexiva, pero a alto volumen- es un poco una coincidencia que su cliente también esté interesado en la adquisición de terrenos industriales; el vendedor de Ardbruach House también está a punto de poner en el mercado una importante propiedad comercial: oficinas en la ciudad y almacenes en los muelles. ¿Podría ser algo así lo que busca su cliente? ¿O tal vez tiene más que ver con fabricaciones…? En ese caso, tenemos…
Levanté la mano.
– Me temo que por ahora no estoy autorizado a decírselo, señor Brodie. Tal vez sea suficiente si le comento que usted reconocería el nombre de mi cliente, si se lo dijera…
Brodie me dedicó una sonrisa radiante, imaginando que yo representaría a algún magnate financiero de Edimburgo. No lo habría hecho si hubiera sabido quién era mi verdadero cliente. Incluso en este sitio, en lo profundo de los cómodos pero inflexibles pliegues de la clase dominante escocesa, el nombre de Willie Sneddon tendría una resonancia suficiente para manchar permanentemente algunos trajes elegantes.
– Lo entiendo perfectamente -dijo en tono de conocedor. Y a alto volumen.
– Dígame, señor Brodie. Como podrá imaginarse, estoy bastante al corriente de los precios de las propiedades a lo largo del cinturón central del país, no sólo los de Edimburgo. Me sorprende el hecho de que Ardbruach House se ofrezca a un precio tan razonable. De hecho, esta cifra de «ofertas por encima de» me parece bastante subestimada… Al menos mil menos de lo que esperaba. Haremos una inspección completa de la propiedad, de modo que no le sería de ninguna utilidad que me ocultara algún problema potencial… -La boca comenzaba a dolerme por tener que decir todas esas gilipolleces multisilábicas.
– Por Dios, no -dijo Brodie, repentinamente preocupado. Me sorprendió que no dijera «Dios no lo permita»-. Le aseguro que no hay ningún problema con la propiedad. El precio se fijó en un punto inicial más bajo porque mi cliente desea atraer la menor atención posible.
Sonreí.
– ¿Le molesta? -le pregunté, mientras sacaba mi pitillera de plata y le ofrecía un cigarrillo a Brodie. Encendí los de ambos-. He de ser honesto, señor Brodie. Sospecho que su cliente, por la razón que sea, busca vender rápido. Nosotros podríamos adaptarnos a esa exigencia si el precio no se aleja de la suma inicial, sujeto a un escrutinio de nuestra parte. Pero necesito saber si es ése el caso.
Mi actuación era hábil. Proyectaba tan poca personalidad que empezaba a convencerme a mí mismo de que era un honesto contable de Edimburgo. Brodie me miró un momento con el ceño fruncido. Estaba reflexionando sobre algo. O contando ovejas en su cabeza. Por fin, dijo:
– Mi cliente está organizando el patrimonio de su cónyuge, recientemente fallecido. Es un momento duro para ella y quiere cerrar todo el asunto lo antes posible.
– Entiendo -dije, echando la cabeza para atrás y lanzando una voluta de humo hacia el techo-. Entonces supongo que podremos hacer negocios. ¿Sería posible hablar con su cliente?
– Me temo que no -dijo Brodie en tono de disculpa-. Me temo que la señora Andrews ha salido del país.
– Entiendo -repetí, en un tono que daba a entender que aquello podía traer dificultades. Él no respondió: estaba claro que le preocupaba que yo me marchara, así que supuse que era cierto que no sabía dónde estaba ella. Dejé que el silencio creciera en el aire y luego dije-: Mi cliente también busca una vivienda para su gerente general. Él, es decir, el gerente general, le había echado el ojo a una propiedad que ustedes tenían en venta en la calle Dowanside. Me pregunto si aún está en venta.
Saqué una hoja de papel de mi bolsillo y le pasé a Brodie la dirección del antiguo prostíbulo.
– Oh, sí… -respondió Brodie arqueando una ceja, lo que, considerando que era tan densa y lanuda como un vellón de oveja, no era un logro desdeñable-. Me temo que en este caso no podré ayudarlo; por desgracia, ya se ha vendido.
– ¿Quién era el propietario anterior? -pregunté-. Ése es el motivo por el que el gerente general había elegido esa casa en particular; pensaba que conocía a los dueños.
– La señora McGahern -contestó Brodie.
El escudo Neanderthal de sus pesadas cejas de Ayrshire se deslizó un poco sobre los ojos en una expresión de sospecha. Supuse el motivo: estaría pensando, suponía, que era demasiada coincidencia el hecho de que yo nombrara justo aquellas dos propiedades: una de Lillian Andrews y la otra de una viuda de guerra, la señora McGahern, quien casualmente era la hermana de la señora Andrews. Brodie examinó mi tarjeta de visita desde el alero de sus cejas. Me incorporé.
– Bien, gracias, señor Brodie -dije, y nos estrechamos las manos-. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo respecto de Ardbruach House.
Las densas cejas se levantaron un poco y él sonrió. Le prometí que permanecería en contacto y me marché.
Telefoneé a Sneddon desde una cabina en Great Western Road y lo puse al día. No parecía muy complacido de que todavía estuviera siguiendo el rastro de los McGahern, a pesar de lo que le había contado sobre Arthur Parks, Margot, la hermana de Lillian Andrews y el holandés grandote.
– Tú limítate a averiguar quién mató a Parky -dijo-. No me importa cómo lo hagas.
– Escuche, señor Sneddon. Realmente creo que nos enfrentamos a algo mucho más grande. Y me parece que podría representar una amenaza para usted y los otros dos Reyes.
– ¿Estás diciendo que alguien intenta quedarse con todo el negocio?
– No. De hecho, no creo que sea eso. Me parece que ni siquiera están interesados en Glasgow. Pero operan desde aquí y me temo que todo esto va a levantar una enorme tormenta de mierda sobre ustedes tres sólo porque la policía va a empezar a alterarse.
– ¿Y esto qué tiene que ver con Parky?
– Aún no lo sé. Pero él estaba metido, de alguna manera. Y tengo la desagradable sensación de que los uniformes policiales robados también tienen algo que ver con todo esto. Aquí ocurre algo más grande que lo que percibimos. Tengo una especie de teoría a medias, pero necesito elaborarla un poco más. Si usted quisiera organizar una operación de chantaje, me refiero a incriminar a personas que pueden pagar mucho dinero, ¿a quién utilizaría?
– Yo no me meto en esa mierda -dijo Sneddon-. Implica a civiles.
– Pero si lo hiciera, ¿a quién utilizaría?
– Ése es el problema. Hablaría con Parky. También está ese capullo de Danny Dumfries, supongo, pero yo no confiaría en él. Está metido con Murphy.
– Oh, sí… No creo que esto fuera del estilo de Dumfries.
– Tal vez, pero él sí se mete en un montón de mierdas muy sórdidas que nosotros no tocaríamos.
«Desde luego -pensé-, la vida debe de ser un gran dilema moral para usted.»
– Seguramente son unos cabrones muy duros -dijo Sneddon, cambiando de tema-. Quiero decir, por hacerle eso a Parky.
– ¿A qué se refiere? -pregunté-. No es por faltarle al respeto a Parks, pero imagino que un par de sarcasmos hirientes habrían bastado para ponerlo de rodillas.
– En eso te equivocas. He meditado sobre esto, ¿sabes?, sobre el asunto de los McGahern. Es posible que hubiera alguna conexión entre Parky y McGahern. Parky era un tipo duro; no te dejes engañar por el hecho de que fuera mariquita. Era más duro que cualquiera de mi equipo, mucho más. Yo sé qué clase de persona era; eso nunca me importó. Pero en el ejército no aceptaban a los de su clase porque pensaban que corromperían a los otros soldados, esas gilipolleces. De modo que Parky lo disimuló. Fingió ser lo que no era para poder combatir por el Rey y la patria.
– ¿Parks combatió en la guerra?
– Más que eso. No lo había pensado antes, pero él estuvo en la séptima división acorazada. Parky era una Rata del Desierto, igual que Tam McGahern.