Hace cuatro semanas y un día yo no conocía a Frankie McGahern. Tampoco sabía que ésa era una situación muy deseable. He de admitir que mi vida no carecía de altibajos -aunque los momentos bajos superaban en número a los altos- y conocía a un montón de gente que otros hubieran cruzado la calle con tal de evitar, pero Frankie McGahern era una estrella brillante que aún no había cruzado mi cielo.
Sí conocía el apellido McGahern, por supuesto. Frankie formaba parte de un dúo: los Mellizos McGahern. Yo había oído hablar de Tam McGahern, el hermano mayor de Frankie por tres minutos, un conocido gánster de peso medio de Glasgow, de aquellos a quienes los tíos grandes dejaban en paz principalmente porque no valía la pena buscarse problemas por su causa.
Lo gracioso sobre los Mellizos McGahern -dependiendo de cómo definamos «gracioso»- es que, aunque aparentemente eran idénticos, el parecido terminaba allí. A diferencia de su hermano, Tam McGahern era listo, duro y peligroso de verdad. Y había segado vidas. La brutalidad que había aprendido en las calles apartadas de Clydebank la había puesto a punto profesionalmente durante las guerras en África del Norte y Oriente Próximo. Tam, la rata de los callejones, se había convertido en una condecorada Rata del Desierto.
Frankie McGahern, por el contrario, había evadido el servicio militar gracias a un pulmón deficiente. Mientras Tam estaba en el servicio activo, su hermano, menos capaz, se quedó a cargo de los negocios de los McGahern. A Frankie ya le habían dislocado la nariz para cuando Tam retomó el control pleno a su regreso de Oriente Próximo. Con el cerebro de Tam otra vez al frente, el pequeño imperio McGahern volvió a crecer.
Pero si bien las operaciones de los Mellizos no eran desdeñables, no afectaban demasiado a los Tres Reyes, la tríada de jefes criminales de Glasgow que controlaban prácticamente todo lo que ocurría en la ciudad. Y que me proporcionaban, entre los tres, una buena parte de mi trabajo. Los Tres Reyes marcaban los límites a Tam McGahern, pero aparte de eso dejaban a él y a su hermano en paz. Tam no era un simple perro al que habían decidido no buscarle las pulgas: era un perro malvado, rabioso, brutal y psicópata al que habían decidido no buscarle las pulgas, si bien lo mantenían sujeto con una cadena corta.
Hasta hace ocho semanas y dos días.
Hace ocho semanas y dos días, Tam McGahern estaba pasando la velada en un piso mugriento en la planta superior de un bar de Maryhill beneficiándose a una muchacha de diecinueve años, sin duda con esa directa y firme falta de interés en los refinamientos que ha convertido a los escoceses en la envidia de todos los amantes latinos. McGahern era el dueño del bar de abajo y, a todos los efectos, también de la chica de arriba.
Cerca de las dos y media de la mañana, el coito quedó interrumpido por alguien que golpeaba con fuerza la puerta de la planta baja del piso. Al parecer, el visitante también profirió obscenidades a través de la ranura del buzón que básicamente ponían en duda que las dimensiones de Tam McGahern fueran suficientes para satisfacer a su acompañante. Éste bajó corriendo las escaleras vestido sólo con una camisa Tootal, calcetines marcados con un monograma y blandiendo un cuchillo de cocina. Apenas abrió la puerta se encontró con dos caballeros imponentes y bien vestidos que llevaban una escopeta de cañones recortados cada uno. Después de cerrarla de un golpe, McGahern se dio la vuelta para subir las escaleras a toda velocidad, pero los visitantes habían impedido que se cerrara la puerta con el hombro y ambos dispararon.
Un enema de plomo, como dicen en Glasgow.
Me enteré de todo esto por Jock Ferguson, un amigo que tengo en el Departamento de Investigaciones Criminales de Glasgow. Bueno, más un conocido que un amigo, y probable mente más un contacto que un conocido. Ferguson también me contó que Tam McGahern todavía estaba vivo cuando llegó el primer coche patrulla Wolseley 6/90 de la policía. Al parecer los dos agentes se encontraron con que a McGahern le habían disparado más o menos en la parte inferior de la espalda, y sus nalgas e ingle habían quedado reducidas a una sanguinolenta masa de carne cruda. Pura sangre y moco, como les gusta comentar a mis compinches de la policía.
En un clásico e inspirado ejemplo policial de búsqueda de información, uno de los agentes en la escena le preguntó al gánster herido si había reconocido a los hombres que le habían disparado. Cuando Tam McGahern preguntó «¿Me voy a salvar?», el agente de la policía, a pesar de que en ese momento los huevos de McGahern compartían alojamiento con su nuez de Adán, respondió: «Sí… Por supuesto». Llegados a ese punto el gánster dijo: «Entonces atraparé a esos bastardos yo mismo». Y se murió.
De una manera muy similar a como se contaba en los bares de todo Glasgow, mi contacto en la policía me relató ese episodio ante un whisky y un pastel en el Horsehead. Había muchas habladurías en la ciudad sobre el deceso de Tam McGahern; la única diferencia importante era que cuando se trataba de esa clase de asesinatos era habitual que se mencionara entre susurros una lista de nombres de posibles responsables. Pero en este caso nadie parecía tener ningún nombre; aunque McGahern se había ganado una buena cantidad de enemigos, a la mayoría de ellos los había echado de Glasgow y a muchos de esta vida. Si Tam había reconocido a los pistoleros de la puerta, se había llevado sus identidades a la tumba.
Todos sabían que ninguno de los Tres Reyes estaba implicado. Se hablaba de un trabajo externo, de una conexión inglesa; incluso se mencionó el nombre del señor Morrison. Éste -aunque señor Morrison no era su verdadero nombre, naturalmente- tenía la misma clase de arreglo con los Tres Reyes que yo: trabajaba para los tres con total confidencialidad y ellos valoraban su imparcialidad e independencia. Pero, a diferencia de mí, el señor Morrison no hacía investigaciones para los Tres Reyes; él estaba en el negocio de las mudanzas: específicamente, de mudar a gente de este valle de lágrimas. Nadie sabía qué aspecto tenía el señor Morrison, ni ninguna otra cosa sobre él. Algunos dudaban incluso de que realmente existiera, o pensaban que era un coco inventado por los Tres Reyes para mantener en cintura a la tropa. Según los rumores, si alguna vez te encontrabas cara a cara con el señor Morrison, el siguiente rostro que veías era el de san Pedro. Pero en esta ocasión incluso el señor Morrison estaba fuera de la lista de sospechosos. El asesinato había sido profesional, si bien demasiado público y turbio. En cualquier caso, los Tres Reyes habían dejado claro que Morrison no había participado, y eso lo convertía en oficial. De todas maneras, las conjeturas y los rumores no cesaron, pero no eran más que las especulaciones excitadas y morbosas de jugadores menores en un juego que no entendían.
A mí no me importaba un cuerno. Casi no pensaba en el asesinato de McGahern hasta hace cuatro semanas y un día, cuando conocí a su hermano, Frankie.
No fue un encuentro accidental: en Glasgow, todos los que desean localizarme pueden hacerlo. Oficialmente había alquilado una oficina de una sola habitación en la calle Gordon, pero mi horario principal de consulta -entre las siete y media de la tarde y las nueve de la noche- tenía lugar en el bar Horsehead. Y allí fue donde Frankie McGahern me encontró. Mi primera impresión de Frankie fue la de ver un traje de Savile Row en una percha equivocada; a pesar del corte caro y de las voluminosas joyas de oro, tenía el aspecto típico de los glasgowianos: era pequeño, moreno, de piel picada y los hombros hundidos por el resentimiento.
– ¿Eres Lennox? -Frankie formuló la pregunta como si fuera una invitación a una pelea.
– Soy Lennox.
– Me llamo Frankie McGahern. Quiero hablar contigo.
– Siempre estoy abierto al diálogo -dije, con mi habitual sonrisa encantadora. En una ciudad donde la mayoría de los potenciales clientes con los que uno se cruza tienen desde una navaja de afeitar a una 45 ocultas en un práctico bolsillo, es conveniente tener una sonrisa encantadora.
– Aquí no.
– ¿Por qué no?
– No me fastidies. Sabes por qué no.
Y era cierto. Una buena cantidad de los que pastoreaban en la barra se esforzaban demasiado en aparentar que no estaban aguzando el oído para captar cada una de las palabras intercambiadas en la bruma gris azulada de humo de cigarrillos. Era probable que muchos de ellos no creyeran que estaban viendo a Frankie, sino al fantasma de Tam McGahern. Los McGahern eran el cotilleo más popular, y que Frankie se acercara a mí me convertía en parte de ese cotilleo. Eso no me gustaba. De hecho, era un gesto sorprendentemente torpe y visible por parte de Frankie. Corría el chiste de que después del asesinato de Tam, ahora Frankie atendía cada llamada a la puerta diciendo: «¿Quién es, un amigo o un enema?». [1]
– Entonces, ¿dónde?
Me dio una tarjeta impresa con la dirección de un garaje de Rutherglen.
– Ven a verme al garaje mañana a las nueve y media.
– ¿De qué va esto?
– Tengo un trabajo para ti. De los tuyos, de los de averiguar cosas.
– Hay cosas que trato de no averiguar -dije-. Creo que lo que tú quieres que investigue es una de ellas.
Los pequeños hombros se cuadraron dentro del traje de Savile Row. La piel picada de viruela de su rostro se puso tensa, como un gato que echa las orejas hacia atrás antes de saltar sobre un ratón. Pero yo era un ratón grande, y se inclinó hacia delante.
– Puedes decidir si te presentas o no. Pero si no vienes a buscarme, yo vendré a buscarte a ti. Capice?
Hay algo en el italiano o en cualquier otro idioma latino pronunciado con acento escocés que me parece graciosísimo.
Frankie captó mi sonrisa disimulada y dio un paso más hacia mí y hacia la violencia.
– Entonces tenemos un problema, amigo -dije, separándome de la barra para enfrentarme a él de lleno.
Por lo general era en este punto cuando Audie Murphy o Jack Palance llevaban la mano a la funda del revólver. Si hubiera habido un piano de bar de mala muerte en la esquina, habría dejado de sonar. En la realidad, nuestra pequeña coreografía hizo enmudecer todas las conversaciones a nuestro alrededor. Los pequeños ojos de McGahern parecieron volverse todavía más pequeños, como los de una rata, duros y relucientes de odio. De pronto pareció darse cuenta de que teníamos público y se le vio menos seguro de sí mismo.
– No hemos acabado con esto, Lennox.
– Oh, yo creo que sí.
– Mi dinero vale tanto como el de cualquiera de los Tres jodidos Reyes… Como el de cualquiera. Harás este trabajo para mí. No te lo estoy pidiendo, te lo digo. Preséntate allí mañana a la noche. -Se volvió abruptamente y salió del local.
Pedí otro whisky y lo diluí con agua del grifo de bronce del mostrador. Me di cuenta de que todavía tenía la tarjeta de McGahern en la mano y la deslicé en el bolsillo de la chaqueta. Big Bob, el camarero, apoyó sus antebrazos de Popeye con tatuajes grises azulados sobre la barra.
– Ése es un capullo mal nacido. -Señaló con la cabeza en dirección de la estela que McGahern había dejado en el aire enrarecido por el humo-. Tal vez te habría convenido aceptar lo que él quería que hicieras. Menos líos.
Me reí.
– Quiere que averigüe quién se cargó a su hermano. Si cruzo esa línea tendré más problemas que los que él podría causarme. Todo Glasgow sabe que Frankie no vale nada sin Tam. Y no me interesa meterme con el proceso de selección natural de las pandillas.
– Sólo cuídate las espaldas, Lennox. McGahern es una rata traicionera -dijo Big Bob encogiéndose de hombros.
Las cosas tendían a ponerse un poco desquiciadas cuando llegaba el momento de echar a la gente del local. Las presbiterianas leyes escocesas que regulan la venta de bebidas alcohólicas alientan que se beba contrarreloj, aunque a los glasgowianos tampoco hace falta alentarlos mucho. Y cuando a los hombres que han bebido demasiado y demasiado rápido se los arroja al aire nocturno llenos de una jovialidad asesina, se produce algo similar a una explosiva reacción química. De modo que, después de otro par de whiskys, salí a la calle cerca de las nueve y media para llegar a casa antes de que se desatara la furia.
Glasgow estaba reluciente como la tinta por la lluvia que había dejado de caer. La Segunda Ciudad del Imperio era una urbe negra; sus impresionantes edificios se habían convertido en sombras llenas de la oscura suciedad de sus actividades; había niños que pensaban que el color natural de la piedra era el negro. La lluvia, fuerte y frecuente, nunca lavaba la ciudad, sino que le pasaba un trapo con aceite.
Vi el Humber negro aparcado al otro lado de la calle unos doscientos metros hacia atrás. «Oh, Frankie -pensé-, ¿por qué tenemos que bailar?» Simulé que no me había percatado del vehículo y comencé a caminar hacia mi Austin Atlantic. Cuando lo alcancé, volví a mirar al otro lado de la acera. El Humber no se había movido.
Hay cosas que se aprenden en la guerra y que luego permanecen con uno. Ser consciente de que los ataques no siempre vienen de la dirección que uno espera es una de ellas. Frankie, quien a diferencia de su hermano no había combatido en la guerra, cometió el error de dar un paso a un lado para atacarme desde un ángulo mejor mientras seguía cubierto por las sombras del umbral que estaba a mis espaldas. Su movimiento fue tan previsible como torpe, y yo pude reconocer una navaja en el arco brillante como un relámpago que reflejó la luz de la calle. Uno no pierde el tiempo cuando lo atacan con una navaja, de modo que me volví y le di una patada en el centro del pecho, con fuerza. Oí cómo el aire salía de él y blandí la porra corta de cuero que siempre guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Le di de lleno en un lado de la cabeza. Volví a empicar la maza, le insensibilicé la muñeca y la navaja cayó al suelo con un estrépito.
Yo sabía que ya había acabado, pero estaba enfadado con Frankie por no haber desistido cuando le dije que su propuesta no me interesaba. Guardé la maza, agarré unos mechones de su pelo lustroso y lleno de Brylcreem y le propiné unos puñetazos secos, fuertes y directos a la cara. Tres, en rápida sucesión. Los golpes me lastimaron la mano, pero sentí que el cartílago de su nariz se quebraba con el impacto del segundo puñetazo y su elegante camisa se tiñó de rojo oscuro a la luz de la farola. Volví a golpearlo, esta vez en la boca, para partirle los labios. Ya había terminado. Lo empujé contra la pared, me limpié las manos en su traje de Savile Row y lo dejé deslizarse por la pared y caer en un estado de inconsciencia.
– ¿Hay algún problema, caballeros?
Me volví y vi que el Humber negro se había acercado por la calle. Su pasajero era un hombre inmenso y corpulento de unos cincuenta años, vestido con un traje gris y un sombrero de ala ancha encasquetado con fuerza sobre un cabello blanco, corto y de punta. McNab.
– Ningún problema, superintendente.
Tomé un largo aliento y le dediqué una sonrisa encantadora. Pero no lo bastante como para impedir que McNab y su chófer uniformado salieran del Humber camuflado. McNab contempló desde una altura de casi dos metros la arrugada silueta de Frankie.
– Vaya, vaya, el hermano del recientemente fallecido señor McGahern. Veamos, Lennox, ¿qué demonios tienes tú que ver con un capullo como éste?
– ¿Lo conoce? Me temo que yo no… Justo pasaba por aquí y noté que necesitaba ayuda. Creo que ha bebido unas cuantas copas de más… Debe de haberse caído.
– Si… Parece que ha interrumpido la caída con su nariz.
McNab se inclinó y giró la cara de Frankie hacia la luz. La nariz estaba rota y tenía muy mal aspecto, era cierto. También presentaba un verdugón de sangre negra y rojiza como una arruga en sus labios hinchados, pero tampoco es que Frankie fuera un galán de cine de antes.
– A veces pasa, superintendente. Estoy seguro de que en su carrera en la policía de Glasgow usted se ha topado con muchos desafortunados incidentes similares a éste en las celdas.
McNab dio un paso hacia mí y eclipsó Glasgow. Se quedó callado un par de segundos, lo que evidentemente era una estudiada técnica de intimidación. Yo traté de no mostrarle que estaba dando resultado. Por fortuna, Frankie volvió a atraer su atención al empezar a gemir y a hacer ruidos como de gárgaras. El agente uniformado le hizo ponerse de pie.
– ¿Qué ha pasado, McGahern? ¿Quieres presentar una denuncia?
Frankie me miró con un odio sordo y desenfocado, luego negó con la cabeza.
– Lárgate, Lennox -dijo McNab-. Pero asegúrate de estar localizable.
– Es bueno saber que un oficial de su experiencia y rango patrulla las calles de Glasgow, superintendente.
McNab me fulminó con la mirada.
– Buenas noches, señor McNab.
Volví a mi apartamento cerca de las diez y media, me serví un whisky Canadian Club y me dediqué a contemplar los tranvías, los escasos coches y las multitudes de peatones en Great Western Road. No estaba contento. Le había dado a Frankie McGahern más bofetadas de la cuenta; tal vez él no era tan gánster como su hermano Tam, pero tenía bastantes contactos y era lo bastante peligroso como para preocuparme.
Y había otra cosa que me molestaba: el superintendente de detectives Willie McNab. Veinticinco años de servicio en la policía de Glasgow, dos hijos en el cuerpo, figura prominente en las órdenes masónica y de Orange. Y un cabrón al cien por cien. McNab había empezado su carrera policial como uno de los cosacos de Sillitoe, la patrulla montada creada en la década de 1930 por el jefe de la policía de Glasgow, Percy Sillitoe, para acabar con las bandas. Sillitoe, según los rumores, ahora estaba a cargo del MI5. En el mundo de sospecha y desconfianza de la posguerra, Sillitoe había pasado a perseguir a comunistas y extranjeros en lugar de a los navajeros de Glasgow. Pero allá por los años treinta, los cosacos de Sillitoe tenían fama de ser tan violentos como las pandillas de delincuentes a las que combatían.
De modo que Willie McNab había empezado su carrera fracturando cráneos de los miembros de los Bridgeton Billyboys, los Norman Conks y la pandilla de la colmena de los Gorbals. Desde entonces había ascendido hasta convertirse en el segundo al mando de la fuerza de detectives de Glasgow.
No era alguien a quien uno se encontrara por casualidad patrullando las calles.
McNab había ido allí por una razón y la única que a mí se me ocurría era Frankie McGahern. Mierda; lo único que me había pasado la noche tratando de evitar era implicarme en cualquiera que fuera la lucha de pandillas que estaba detrás de la muerte de Tam McGahern, y ahora me habían atrapado vapuleando a su hermano mellizo.
Bebí dos whiskys más y me quedé tumbado en la cama fumando con las luces apagadas y las cortinas abiertas, observando las sombras proyectadas sobre el techo por las luces de la calle y los faros de los coches que pasaban. Me sentía mal por la paliza que le había dado a McGahern. No mal por él: mal por mí. Y no por los problemas que pudiera causarme: me sentía mal porque lo había disfrutado. Porque esto era en lo que me había convertido.
Mi propia posguerra.
Al principio pensé que lo que me había despertado era un trueno. Encendí la lámpara de la mesilla de noche, miré mi reloj y vi que era poco antes de las tres de la mañana; entonces me di cuenta de que los truenos eran los golpes que le daban a la puerta los puños abiertos de un policía. Tuve un ataque de la tos reumática que siempre me sobrevenía cuando me despertaba, gruñí algo obsceno y abrí la puerta. No tuve tiempo de contar cuántos había en el rellano antes de que el puño que había estado golpeando la puerta se abalanzara sobre mi cara, me empujara hacia e1 interior de mi apartamento y me hiciera caer al suelo.
La policía de la ciudad de Glasgow era famosa por reclutar a su personal en las Highlands, las tierras altas de Escocia. Sus habitantes, los highlanders, tienden a ser altos y fornidos, con una altura superior al promedio de los glasgowianos, aunque esa imponente estatura física no suele extenderse a su intelecto; cualificaciones ideales para un policía. Los highlanders también poseen un acento agradable y cantarín, y yo sentí que los groseros juramentos proferidos por el oso pelirrojo que me alzó del suelo eran como una serenata. Otro policía me torció las manos detrás de la espalda y las rodeó con un par de esposas. Sentí náuseas por haberme despertado abruptamente y por el sabor a sangre en la boca. La corpulenta complexión de McNab llenó el umbral de mi apartamento.
– ¿Qué mierda pasa aquí, McNab?
McNab le hizo una señal a un policía de civil, quien golpeó una porra de veinte centímetros de largo contra mi cabeza, y mi abrupto despertar dejó de ser un problema.