Estoy de pie, mirando una tumba. El clima es justo el adecuado para estar de pie mirando una tumba: un cielo escocés gris acero arriba y un haar -como los líricos escoceses llaman a una bruma espesa- abajo en el valle. Aquí arriba la lluvia es fina y miserable y empapa maliciosamente cada centímetro cuadrado de ropa que puede encontrar.
El verano de 1953 resultó ser un récord en cuanto a días de sol en Escocia, pero ni siquiera eso explica el profundo bronceado que he adquirido. Tres meses atrás estuve bajo un sol que jamás había brillado en Glasgow. Había tardado un par de meses en quedar razonablemente recuperado y había pasado todo ese tiempo sentado, primero en una silla de ruedas, después en una tumbona del hospital, a la sombra de las palmeras. Esa sombra no evitó que adquiriera este bronceado oscuro que hace que destaque todavía más ahora que he regresado.
Fue Jonny quien lo organizó todo, pero mi suposición es que fueron sus amigos del Mossad los que me llevaron sigilosamente hacia allí e hicieron que se me atendiera. Tuve una visita durante mi estancia en aquel sitio. De hecho, tuve unas cuantas, incluyendo, para mi sorpresa, a Jonny, quien había ido a ver a sus padres y «a arreglar ciertos asuntos», según sus palabras. Pero la mayor sorpresa fue la visita de Wilma Marshall. Estaba bronceada y curada de la tuberculosis. También habían sido ellos quienes la cuidaron, principalmente porque ella les había proporcionado una gran cantidad de información sobre los McGahern y la operación que dirigía Lillian Andrews. Lo extraño era que Wilma no tenía ninguna intención de regresar. Se había echado un novio allí y un buen trabajo, y les mandaba dinero a sus padres en Glasgow. Por una vez me alegró ver que alguien cambiaba y se convertía en otra persona.
Pero mi recuperación no había consistido sólo en tomar el sol y en encuentros felices. Cada vez que pensaba en aquella carnicería de Glasgow mis ojos se humedecían de nostalgia por las playas de Anzio. ¿Qué pasó con todos ellos?
La policía recuperó las armas y el dinero y decidieron que todo apuntaba a una disputa entre los miembros de una pandilla. «Cuando los ladrones se pelean…», les gusta decir elípticamente a los policías de Glasgow, como si ello lo explicara todo.
Como es obvio, se interesaron por mí apenas salí a la superficie, al darse cuenta de que me habían perdido de vista precisamente en el mismo momento en que había tenido lugar el tiroteo en el almacén. Sin embargo, mi bronceado respaldaba mi versión de que había estado seis meses en el extranjero. Incluso tenía documentos oficiales que explicaban mi ausencia. Todo era una coincidencia, dije. Pero incluso yo mismo tenía que admitir que la coincidencia tenía sus límites cuando todos los implicados parecían tener algún tipo de conexión conmigo.
La policía, por raro que suene, no me presionó demasiado. Mi conversación con McNab fue como el té de las cinco en comparación con nuestro doloroso encuentro previo. Me dio la sensación de que él sabía más de lo que dejaba entrever, y que le había llegado la orden desde arriba de que no husmeara demasiado sobre mi participación en el asunto. Fuera cual fuese la razón, me encontré haciendo lo mismo que antes. Incluso he hecho algún esfuerzo para aumentar el número de clientes legítimos para los que trabajo.
Nunca logré averiguar con toda seguridad quién era el policía que Lillian tenía en el bolsillo. Tal vez fuera McNab, tal vez no. Había cosas, o personas, en las que trataba de no pensar demasiado. Particularmente en Jock Ferguson, el único policía honesto con quien sentía que podía hablar. Yo le había contado a Ferguson bastante de lo que ocurría, mientras iba haciendo mis torpes progresos. O lo máximo que le podía contar a cualquier policía. Y, como he dicho, siempre había tenido la sensación de que Lillian iba constantemente un paso por delante de mí. Son algo raro, las coincidencias. Hice algunas preguntas casuales sobre Ferguson; yo siempre había tenido la idea de que él había sufrido una experiencia bélica muy dura: resultó que había sido una Rata del Desierto.
En el frente romántico, jamás he vuelto a ver a mi pequeña enfermera, ni tampoco me he cruzado con Jeannie, la camarera, aunque estoy seguro que fue a ella a quien vi aterrorizando al dueño de un hotel en Cayo Largo. Deditos dejó de ser un matón profesional y estudió podología; ahora tiene una peripatética consulta en la isla de Lewis. Pequeñito Semple obtuvo su gran oportunidad cuando Howard Hawks le dio el papel de la «Cosa» en la secuela de El enigma de otro mundo. Martillo Murphy encontró a Dios, cedió el control de su organización y lo último que supe de él era que se había recluido en un seminario a estudiar para sacerdote.
Todo lo cual, por supuesto, es pura mierda: Deditos sigue torturando, Pequeñito Semple sigue exhibiendo su amenazadora presencia como forma de ganarse la vida y Martillo Murphy sigue siendo un núcleo concentrado de odio en el corazón de su pequeño imperio de violencia.
Un día nuevo, la misma mierda, como dicen en Glasgow.
Pero yo jamás pude liberarme de la imagen de Helena Gersons yaciendo con la cara destrozada. Nadie me dijo si estaba trabajando para los israelíes o no. Y nadie, por supuesto, me confirmó tampoco que Jonny sí lo hiciera. No es que yo piense, por otra parte, que ellos fueran espías o agentes o esa clase de rollos. Sólo creo que, después de lo que había ocurrido durante la guerra, pasaron a ser parte de algo grande que yo jamás terminaría de entender. Pero más allá del grado de su participación, no podía olvidarme de Helena. Mientras me recuperaba en Israel, el dolor de lo que le había sucedido se convirtió en furia y esa furia en odio. La necesidad de vengarme me quemaba.
Cuando regresé no se lo dije a nadie durante más o menos un par de meses, excepto a mi casera, la señora White, y a Jonny, desde luego. La señora White me había guardado mi apartamento e incluso parecía mejor predispuesta hacia mí a pesar de mi ausencia prolongada y sin aviso. Resultó que Jonny la había visitado y le había explicado que él me había convocado con poca anticipación para que investigara un problema urgente de seguridad en una de sus lejanas operaciones en el extranjero. Le había pagado seis meses de renta por adelantado más un extra por las molestias. Cuando regresé con un bronceado imposible de obtener en Inglaterra, quedó claro que la señora White abandonaba cualquier duda que pudiera haber tenido. Creo que el atractivo de Jonny y su aspecto respetable, así como la idea de un encargo en el extranjero, la convencieron de que mi trabajo era, al menos en parte, decente. Y el dinero debe de haber ayudado.
Cuando volví a mi apartamento comprobé que todo estuviera donde debería: mi tesoro oculto Niebelungsgold y la pila de libras esterlinas y dólares que había sacado del escondite de la bañera de Tam McGahern. Lo que tenía que hacer luego era caro, pero había más que suficiente para costearlo. Y, en cualquier caso, por una vez no me importaba un carajo salir de esto con los bolsillos llenos.
Me aseguré de que Jonny y la señora White siguieran siendo las únicas personas que sabían que yo había regresado. Me mantuve lejos del Horsehead y dejé el Atlantic aparcado en la puerta de mi apartamento, el mismo lugar donde había permanecido durante mi ausencia. Le pedí a Jonny que me prestara un coche menos sospechoso. Él lo hizo sin preguntas y creo que supo en todo momento lo que me proponía hacer.
Tardé seis semanas en encontrar a Lillian Andrews. Claro que ya no usaba ese nombre. Como había supuesto, me fue difícil retomar el rastro, pero lo hice. La habría encontrado antes si no hubiera tenido que mantener un perfil tan bajo. Pero, como había señalado el señor Morrison, soy oteador por naturaleza. Lillian se había mudado al sur, a Inglaterra. Había cambiado tanto el acento como su aspecto, esta vez sin el beneficio de la cirugía plástica, pero es sorprendente lo que se consigue tiñéndose el pelo y cambiando de vestuario. Establecí sus movimientos y mantuve un registro detallado. Después de una semana volví conduciendo todo el trayecto hasta Escocia sin detenerme.
De modo que ahora estoy bajo la lluvia en el cementerio de una iglesia mirando una tumba. ¿La tumba de quién? Eso no lo sé porque el corrosivo clima de Escocia ha erosionado el nombre. Y, en cualquier caso, no importa: no es el ocupante de la tumba quien me interesa, ¿sabéis? En cambio, extiendo la mano hacia abajo, separo una esquina rota de la piedra y saco la lata de tabaco escondida allí. Pongo un pedazo de papel en la lata y vuelvo a dejarla debajo de la piedra. Doy la espalda a Kirk O' Shotts y me dirijo de regreso al valle.
¿Qué hay en el pedacito de papel que he dejado allí? Sólo el número del bar Horsehead y el día y la hora en que se me puede encontrar. El señor Morrison sabrá por quién preguntar. Y todavía conservo el dinero que encontré bajo la bañera de Tam McGahern.
Lo extraño es que siempre me había considerado demasiado cínico como para que me interesara llevar a cabo una venganza.