Salimos del centro de la ciudad y nos dirigimos hacia el este. Yo estaba sentado delante, en el asiento del copiloto, pero cuando subí al Riley noté la presencia de dos matones de gran tamaño en el asiento trasero. Como uno de los Tres Reyes, era natural que Jonny Cohen viajara con protección. También era cierto que a mí Jonny me caía sinceramente bien y que yo confiaba en él hasta donde se podía confiar en alguien de su posición, pero que un jefe criminal y dos de sus matones me recogieran en la calle tendía a hacer relucir el lado más cauteloso de mi naturaleza.
– No te preocupes por los muchachos. -Jonny me leyó el pensamiento-. No están aquí por ti.
– ¿De qué va todo esto, Jonny? -pregunté. En ese momento cogimos la autopista A8. A pesar de las tranquilizadoras palabras de Jonny, sentía la necesidad de estar pendiente del recorrido. Él se volvió y me dedicó una de sus atractivas sonrisas.
– Vamos a ver una película porno -contestó.
Justo después de Shotts salimos de la carretera principal y pasamos a la entrada de una fábrica pequeña. El vigilante nocturno, que llevaba uniforme, se llevó un dedo a la gorra cuando vio a Jonny y abrió la puerta para dejar pasar el Riley.
Yo sabía de la existencia de ese sitio, pero no conocía su ubicación. Jonny Cohen, como los otros dos Reyes, necesitaba un negocio semilegítimo para lavar dinero y otras cosas. Yo sospechaba que ese lugar tenía otros usos: Jonny Cohen era bien conocido como uno de los principales importadores y distribuidores de porno duro que venía del continente europeo. Se rumoreaba que él suministraba gran parte del material que se vendía al sur de la frontera, enviándolo quincenalmente en camiones al Solio londinense. Gracias a su actividad empresarial las revistas y películas pornográficas se habían hecho un lugar en la lista de las principales exportaciones escocesas porque nadie se hacía una paja con whisky y dulces shortbread.
Aparcamos delante de uno de los almacenes de la fábrica y Jonny fue el primero en entrar. Había dos hombres más dentro del almacén. Uno era de mediana edad y corta estatura, pero tenía el aspecto malvado y musculoso de un ex boxeador. El otro era todavía mayor, parecía nervioso e iba vestido como si trabajara en un banco. Ambos estaban junto a un proyector de películas de ocho milímetros. Habían clavado una sábana blanca en la pared de enfrente.
– Estos dos caballeros son socios míos -explicó Jonny-. Si no te molesta, no daremos nombres. Lo único que te hace falta saber es que no sólo importamos pornografía, también la hacemos aquí; en Edimburgo, casualmente. Estos amigos míos son, cómo decirlo, el equivalente de Sam Goldwyn y J. Arthur Rank para la industria de las películas para pajilleros.
– El señor Cohen nos dio una descripción aproximada de la mujer a la que usted busca. -Quien habló era el que parecía un gerente de banco-. También nos explicó la manera en que usted le describió su excepcional… «magnetismo», podríamos llamarlo. Pero hasta que no nos enseñó la fotografía… ¿Puedo volver a verla?
Jonny asintió y le entregó la foto de Lillian Andrews. El otro la examinó un momento y sonrió. Luego la inclinó para que el ex boxeador la viera. Éste hizo un leve movimiento con la cabeza.
– No, no hay ninguna duda -dijo-. Es Sally Blane, desde luego.
– ¿Sally Blane? -pregunté.
A modo de respuesta el gerente de banco me dio la fotografía mientras el boxeador encendía el proyector y apagaba las luces fluorescentes. En la pantalla apareció un título: El favorito del ama de casa. La película era en blanco y negro y sin sonido, así que no pude oír su voz, pero reconocí de inmediato a una Lillian Andrews más joven que le abría la puerta a un vendedor ambulante.
– Sí que os ella -dije-. Pero está distinta.
– Más joven. Esto se rodó hace unos cinco o seis años -explicó el gerente de banco. En ese momento Lillian/Sally estaba practicándole una felación al vendedor con una profesionalidad impresionante-. Sally trabajó unos seis meses para nosotros. Tenía un talento natural, podría decirse que estaba hecha para esto. Le ofrecimos más dinero del que jamás habíamos ofrecido a ninguno de nuestros artistas para que siguiera con nosotros, pero renunció y no hemos vuelto a saber de ella. Aunque desde luego era la clase de chica que no se olvida.
– ¿Dónde la encontraron?
– Hicimos correr la voz de que buscábamos nuevos talentos y uno de nuestros contactos nos habló de ella. Vino a una audición junto a su hermana. -Traté de no pensar cómo sería la audición para una película pornográfica-. No estoy seguro, pero creo que trabajaba en un burdel de Edimburgo.
Volví a mirar la pantalla. Lillian y el «vendedor» ya estaban practicando un coito completo en el que parecía un ángulo muy difícil y sin duda incómodo contra un lavabo estilo Belfast. Recordé la primera vez que vi a John Andrews: pomposo, descortés, avergonzado, pero desesperadamente preocupado por la mujer que amaba. Esto era más que un matrimonio por dinero: era una trampa.
– De acuerdo -dije-. He visto suficiente. ¿Así que su verdadero nombre es Sally Blane?
El gerente de banco apagó el proyector y las luces se encendieron.
– No podría decírselo. Todos nuestros pagos se hacían en metálico; sin impuestos, sin nombres, sin otras obligaciones. Yo creo que era un nombre profesional; su hermana también trabajó para nosotros y usaba un apellido completamente distinto.
El boxeador volvió a guardar el carrete de película en la lata y la apiló junto a otras. Me pasó un sobre grande.
– Aquí hay instantáneas tomadas de algunas de las películas que hizo Sally para nosotros. -La voz del boxeador estaba llena de vocales largas y neutras, con un típico acento de Edimburgo-. Hemos pensado que podrían venirle bien estas copias. Por si necesita alguna prueba.
– Gracias -dije. Sentí un poco de náuseas cuando pensé en que, en un futuro no demasiado lejano, tendría que enseñarle a John Andrews las fotografías de su mujer practicando sexo por dinero. Debería haberme apartado de todo este asunto cuando tuve la oportunidad. Todavía podía hacerlo. Pero sabía que no lo haría.
Jonny Cohen dejó a sus dos matones en uno de sus clubes antes de llevarme hasta mi coche, que seguía aparcado delante del restaurante italiano.
– Ha sido muy amable por su parte, Jonny -le dije cuando aparcó-. Quiero decir, haber hecho todo ese esfuerzo por algo que no tenía ningún interés para usted. Se lo agradezco.
Cuando empecé a salir del coche él puso su mano, cubierta por un guante de conducir, sobre mi antebrazo.
– No voy a decir que no es nada, Lennox. Me debes una. Tal vez algún día te pida que me devuelvas el favor.
Pensé durante un momento en lo que acababa de decirme y luego asentí con un gesto.
– Es justo, Jonny.
Me quedé observando el Riley verde oscuro que se alejaba con un ronroneo y sentí una inquietud vaga, imprecisa y profunda. Yo estaba trabajando para Sneddon, y en deuda con Jonny Cohen. Sentía que estaba hundiéndome cada vez más profundamente en un caso por el que ya no me pagaban. Supuse que no podría estar en una situación mucho peor.
Pero me equivocaba. Sí que podía.