Fui en coche hasta Edimburgo en lugar de volver a tomar el tren. De esa manera podía evitar encontrarme con los asesinos profesionales que viajan en hora punta. Antes de salir llamé para avisar que iría. Aparqué el Atlantic en St. Bernard's Crescent y me hicieron pasar a la misma oficina de la vez anterior.
Helena entró en la habitación y tuve la misma sensación de una patada en las entrañas de la otra vez.
– No te veo durante años y ahora dos veces en el transcurso de un par de semanas. -Sonrió y me ofreció un cigarrillo de una pitillera de plata lisa-. ¿Debo llegar a alguna conclusión respecto a eso?
Sonreí.
– No he venido por negocios, Helena -mentí, y volví a sonreír-, si es a eso a lo que te refieres. Quería volver a verte. ¿Crees que podríamos cenar juntos?
Ella inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás, enarcó una perfecta ceja oscura y me miró de una manera vagamente autoritaria, como si me estuviera evaluando. En ocasiones Helena podía parecer arrogante, y ésos, verdaderamente, eran los momentos en que yo más deseaba follármela.
– De acuerdo -dijo-. Cenaremos aquí. Tengo un apartamento en la planta superior. ¿Por qué no regresas a las siete? Hay una puerta en la parte trasera que te lleva directamente a la cocina. Si tocas el timbre saldré a buscarte. No quiero que entres por la parte delantera…
Dejó la idea sin concluir pero entendí lo que significaba: ella no deseaba recordarme cuál era su oficio.
Me incorporé y recogí el sombrero.
– Tenemos una cita. Podremos hablar de los viejos tiempos. Su sonrisa vaciló.
– No… De los viejos tiempos no. En lo único que quiero pensar es en el futuro.
Llevé el Atlantic de regreso al centro de la ciudad y me detuve en una vinatería esnob de la calle George. El tipo del mostrador tendría como mucho treinta años pero se esforzaba por parecer de mediana edad. Llevaba un par de esos ridículos pantalones de tartán, que en Escocia se conocen como trews, y me miró como si yo no pudiera permitirme pagar un vino. La verdad es que era caro. Los escoceses no eran grandes consumidores de vino; en cambio preferían que sus tragos también sirvieran como desatascadores de cloacas. En Edimburgo, cualquier cosa potencialmente exclusiva venía cubierta de una telaraña de esnobismo, y el tipo del mostrador se ocupó de enfatizar lentamente los nombres de los vinos, como si así me ayudara a entender. Como yo me eduqué en New Brunswick hablaba bien francés, así que me divertí humillándolo con una exhibición de mi talento francófono, pidiéndole vinos que no existían y luego poniendo cara de enfado cuando él me contestaba que no los tenía.
Guardé la botella de Fronsac en el maletero y caminé hasta una librería de la calle Princes. Un viento frío agitaba el polvo de la calle y tironeaba de los impermeables de los hoscos viandantes. Me paré y miré el castillo, que se cernía sobre Princes. Sentí que algo se agitaba en mi pecho, la misma vaga inquietud de antes. La había sentido desde que salí de Glasgow y en alguna que otra ocasión antes de eso. Giré rápidamente y alarmé a una joven ama de casa que estaba caminando detrás de mí, agarrando la mano de un niño pequeño. Ella pasó de largo, como muchos otros. Pero no vi lo que mi instinto me decía que tenía que estar allí. Seguí caminando y entré en la librería, tratando de convencerme de que estaba imaginándome cosas. Pero esa sensación permaneció. La de que me seguían muy profesionalmente.
Después de aparcar el Atlantic en la calle Dean, caminé hasta la parte de atrás de St. Bernard's Crescent. Helena debía de estar esperándome en la cocina, puesto que abrió la puerta apenas la golpeé. Llevaba un atuendo menos formal, un vestido rojo oscuro que dejaba al descubierto sus delgados brazos y su largo cuello, y su pelo suelto le llegaba hasta los hombros.
– Sube -dijo. La seguí fuera de la cocina y por una estrecha escalera que evidentemente había sido diseñada en un primer momento para la servidumbre. Estaba claro que Helena intentaba evitar que viera la actividad principal de la casa. Como si pudiera olvidarlo.
Había supuesto que ella llevaría la comida desde la cocina, pero cuando llegamos al ático se hizo claro que se trataba de una residencia autosuficiente. Su espacio, separado de los negocios. Las habitaciones que ella ocupaba habrían sido originalmente de los criados pero, dada la escala georgiana de la casa, seguían siendo bastante impresionantes. Había un pequeño sector abovedado, dividido por una cortina de cuentas detrás de la cual algo burbujeaba en una hornilla y llenaba la habitación de un aroma profundo y apetitoso.
– Lo único que echo de menos aquí es un piano. Hay uno en la sala, pero pocas veces tengo la oportunidad de tocarlo.
Le di el libro que había elegido para ella por la tarde en la calle Princes, La fuente del deseo, de John Secondari. Ella cogió el vino de mis manos y sirvió una copa para cada uno.
Mientras cocinaba miré por la ventana. Había una columnata de pilares de piedra en el borde del techo, y alcancé a ver más allá de los árboles en la calle de abajo. Edimburgo estaba muda y gris bajo un cielo veteado de seda roja, crepuscular. Pensé en que había estado antes allí, en otro apartamento, mirando otra ciudad, mientras Helena cocinaba, y habíamos charlado y reído y nos habíamos engañado mutuamente con palabras sobre el futuro. Según mi experiencia, el futuro era como un día de paseo junto al mar en Largs; en principio sonaba maravilloso, pero cuando llegabas allí resultaba ser la misma mierda de siempre.
De pronto me sentí cansado y deseé no estar allí. Pero sonreí lo más alegremente que pude cuando ella apareció con dos platos de goulash.
– Es casi imposible encontrar ingredientes más o menos decentes en esta ciudad -dijo ella-. No sé qué tienen los británicos contra la comida que sabe a algo, la que te gustaría saborear.
Se echó a reír y reveló una insinuación de la muchacha que probablemente había sido antes de la guerra. Parecía relajada, y me di cuenta de que su acento se notaba más. Había dejado en la planta baja de la casa a la Helena con la que yo había hablado dos semanas antes, como un abrigo formal que sólo usaba para los negocios.
El goulash estaba delicioso, como siempre. Bebimos el vino que yo había traído y luego una segunda botella que ella tenía. Hablamos y reímos un poco más, luego nos abalanzamos el uno sobre el otro con fiereza casi atemorizadora. Ella me arañó y me mordió salvajemente con algo parecido al odio en los ojos. Después nos quedamos tumbados desnudos sobre la alfombra, bebiendo lo que había quedado del vino y fumando.
– ¿Por qué no me dices a qué has venido exactamente? -preguntó ella, con la voz repentinamente fría y dura otra vez.
– He venido a verte, Helena -dije y casi me lo creí yo mismo-. Después de la semana pasada no podía dejar de pensar en ti. En nosotros.
Al menos eso era cierto.
– No hay ningún «nosotros» -respondió ella, pero el frío se había derretido un poco. Se colocó de lado y nos miramos a los ojos-. Nunca existió un «nosotros». Así que, ¿por qué no nos ahorras un montón de tiempo y vas a lo que quieres? A menos que ya lo hayas conseguido.
– No seas así, Helena. No te queda bien.
– ¿Qué? ¿Ser amarga y cínica? -Se rio y volvió a ponerse boca arriba. Contempló el techo y fumó mientras yo miraba su perfil finamente cincelado-. Los dos estamos hechos de la misma madera podrida, tú y yo, Lennox. Así que basta de embustes y dime a qué has venido.
– De acuerdo, sí, quería preguntarte algo, pero también es cierto que he venido para verte. Para estar contigo. -Me senté y le di una larga calada a mi cigarrillo-. Escucha, Helena, alguien… una amiga mía… me comentaba el otro día que quería escaparse. Empezar de nuevo. ¿Por qué nosotros no podríamos hacerlo?
Helena se volvió hacia mí. La única luz era el resplandor del fuego y sus tonos dorados y rojizos recortaron los contornos de su cuerpo. Cuando ella habló, fue en susurros.
– Basta. Ya hemos pasado por eso.
– ¿Estábamos equivocados? ¿Por qué no resultó? -Me di cuenta de que, en ese momento, yo estaba hablando en serio-. Mis padres tienen dinero, yo tengo un poco de pasta ahorrada y Dios sabe que tú también debes de tener una buena suma guardada en alguna parte. La última vez que estuve aquí tú misma dijiste que soñabas con venderlo todo y empezar una vida nueva. Podríamos marcharnos a Canadá, lejos de todos y de todo lo que ha salido mal en nuestra vida.
Helena se incorporó y volvió a ponerse el vestido sobre el cuerpo. El hielo había regresado a su voz.
– Lo principal que está mal en nuestra vida somos nosotros mismos. Como he dicho, Lennox, tú y yo estamos podridos. Echamos la culpa a todo lo que nos ha ocurrido, pero la verdad es que siempre ha estado en nosotros. Sólo hizo falta un poco de historia para sacarlo a la superficie. Olvídate de lo que he dicho antes… A veces digo tonterías para mantenerme cuerda. ¿Por qué no me dices a qué has venido?
Algunas veces te sientes más desnudo que otras. Me incorporé y me puse la ropa, sintiéndome incómodo bajo su mirada.
– Arthur Parks ha muerto.
– Lo sé.
– Tengo que averiguar quién lo mató.
– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
La oscuridad afuera era completa y el fuego, a punto de extinguirse, era la única luz que tenía para verle la cara. Pero percibí que se había endurecido.
– Muy bien, Helena, te contaré todo lo que sé y lo que aún no le he contado a mi cliente. Y te diré exactamente qué creo que tiene que ver contigo. Arthur Parks fue asesinado por alguien que está relacionado con lo que fuera que le ocurrió a Tam McGahern, ese tío duro y listillo que viste con Sally Blane.
»Así es como yo lo veo, o como lo imagino… Tam McGahern se da cuenta de que no puede expandir su pequeño imperio más allá de Glasgow; los Tres Reyes lo tienen en la mira si da un paso en falso. Es cierto que tal vez Tam sea un psicópata, pero también es más astuto que los Tres Reyes juntos, y ha visto que hay oportunidades en el ancho mundo fuera de Glasgow. Así que se le ocurre un plan… y en este punto las cosas se ponen un poco imprecisas, porque no estoy cien por cien seguro de cuál era ese plan, pero tiene que ver con Oriente Medio. Tam decide pescar a algunos peces gordos. ¿Me sigues?
– Continúa.
La cara de Helena se iluminó de repente cuando encendió otro cigarrillo.
– De modo que Tam concibe una operación para cazar incautos y para ello reúne a un puñado de prostitutas de verdadero nivel. No de las comunes, sino chicas con clase y muy atractivas. Las instala en una casa del West End, pero lo que yo creo es que algunos de los tíos que acuden allí ni siquiera saben que son prostitutas o que la casa es un burdel. Tam estuvo en las Ratas del Desierto y en Gideon, de modo que tiene una interesante red de amigos, incluyendo, creo, a Arthur Parks. Así que Tam le entrega a Arthur una parte de las ganancias a cambio de que le ayude a organizado todo, pasándole sus mejores clientes y mandándolos a la casa del West End. Como he dicho, me parece que las chicas además ligaban a algunos «no clientes». Al principio creí que esto era una típica operación de atraparlos follando y chantajearlos, pero son demasiado selectos con los objetivos. Es una lista de nombres, Helena. Una lista de nombres que McGahern necesita para que su plan funcione. Uno de ellos es Alexander Knox, el cirujano plástico. No sé para qué lo necesitan. Pero el objetivo principal es John Andrews, el pobre imbécil que se casa con Lillian sin saber que en realidad ella es una prostituta y una actriz de películas pornográficas que se llama Sally Blane. Al parecer Andrews es el objetivo principal, porque necesitan usar su empresa de importaciones.
– ¿ Para qué?
– No estoy del todo seguro de saber la respuesta. Pero si lo estoy de que tiene que ver con meter o sacar cosas de Oriente Medio. En cualquier caso, algo sale mal. A Tam lo busca alguien que no está muy contento con su espíritu empresarial, así que finge su propia muerte matando a su hermano. Pero los perseguidores no quedan convencidos y se cargan a los dos hermanos. Tam sale de escena bajo el nombre de su hermano mellizo. Pero Sally Blane, o Lillian Andrews, como se la conoce ahora, sigue con el plan. Parte de éste consiste en desviar las sospechas de la muerte del segundo McGahern sobre mí, y luego incriminarme del todo por el homicidio de Parks.
– Pero eso no tiene sentido -dijo Helena. Mantuvo las luces apagadas.
– Tal vez se pelearon. O tal vez librarse de Parks, al igual que librarse de Frankie, era parte del plan desde el principio.
– Sigo sin entender qué tiene que ver todo esto conmigo, Lennox.
– Parks no fue el único en suministrar nombres y en ayudar a montar la operación del West End; no tenía el estilo que hacía falta para ello. Hablé con uno de los ex lacayos de McGahern, un don nadie llamado Bobby, quien me dijo que McGahern estaba colado por la mujer que dirigía la organización, Molly. Al principio supuse que sería Lillian, pero luego se habló de una mujer extranjera.
– ¿Yo?
– Eso es lo que no sé. Espero por Dios que no, Helena. Porque si eres tú, te has metido en problemas graves. Los que mataron a Tam son una banda muy dura. Y no creo que estemos hablando de gánsteres.
– Me parece que no sabes de qué hablas, Lennox. Hay cosas que no entiendes. Que jamás entenderás.
– ¿Estás diciéndome que no has sido tú?
– Lo que estoy diciendo es que no sabes tanto como querrías creer que sabes. Sobre mí. Sobre nada.
– Entonces explícamelo.
– Creo que será mejor que te marches.
Se incorporó y encendió la lámpara de la mesa. Parpadeé a causa de la repentina luz y le vi la cara. Y vi en ella algo que jamás había visto antes. Estaba pálida, triste y encogida. Pero había algo en su expresión que era, además de triste, duro y resuelto. Me pasó el sombrero.
– Por lo que pueda servirte, Lennox, no soy yo. Te dije la última vez que estuviste aquí que había visto sólo una vez al novio de Sally, el matón de Glasgow. No te engañes por lo que ha ocurrido aquí: por lo general elijo bien con quién follo.
Cuando desperté al día siguiente me sentía bastante destrozado. Fui a Pherson's a que me cortaran el pelo y me afeitaran y le indiqué a Deditos que me buscara allí. Antes telefoneé a Martillo Murphy. Necesitaba su aprobación para lo que tenía en mente.
– ¿Qué hay que hacer? -preguntó Deditos alegremente mientras ponía a prueba la suspensión de mi Atlantic subiéndose al asiento del copiloto. Le devolví la sonrisa, tratando de no pensar lo fácil que sería para él usar con la misma alegría su cortador de pernos para reducir un número la talla de mis zapatos.
– Danny Dumfries. Eso es lo que hay que hacer.
– ¿Qué coño quieres con él? Es uno de los gorilas de Murphy.
– Quiero hablar con él. Más precisamente, quiero que él hable conmigo. Necesito que facilites la conversación. Y no te preocupes, ya lo he aclarado con Murphy.
– De acuerdo. Deme un momento.
Deditos salió del coche, se dirigió a su Sunbeam y sacó un par de cosas del maletero. Volvió a entrar en mi coche de una manera todavía más incómoda. Había algo largo y duro escondido en los pliegues de su impermeable.
El incongruente resplandor dorado de un Jowett Javelin que valdría no menos de seiscientas libras aparcado delante de la lóbrega fachada del club nos indicó que encontraríamos a Dumfries dentro. Oficialmente era un club sindical dirigido por un comité, lo que significaba que la policía sólo podía entrar con invitación, lo que a su vez quería decir que el hecho de que hubiera un horario legal para servir alcohol les era tan extraño como la idea de que hubiera seres humanos en Marte.
En realidad el club de Dumfries era una mezcla entre un local de bebidas que funcionaba las veinticuatro horas del día y un burdel. Había un par de cuartos en la parte trasera que las chicas trabajadoras podían alquilar por horas. La resistencia sexual de los hombres escoceses significaba que las chicas podían hacer muchos negocios en ese lapso de tiempo.
Tan pronto entramos en el club nos sumergimos en una semipenumbra apenas iluminada. La habitación no disponía de ventilación y estaba inundada de humo de cigarrillos, los vapores del whisky barato y el sudor de hombres dedicados a la seria tarea física de beber sin parar.
Estaba tan silencioso como oscuro. Cuando mis ojos se ajustaron a la penumbra, alcancé a ver a Dumfries junto a la barra acompañado de un par de matones que supuse serían sus empleados. Había una mesa de billar abandonada en la parte trasera y cinco o seis bebedores expertos dispersos en todo el local, sin prestar atención a nada salvo a los tragos que tenían delante.
Danny Dumfries era un hombre pequeño y cetrino pero de buen aspecto, de casi cuarenta años, que vestía con un gusto impecable. Dumfries y sus clubes caían más o menos en la órbita del imperio de Martillo Murphy, pero éste le permitía un poco más de independencia que a sus otros «contratistas». Si Dumfries hubiera sido un miembro pleno de la operación de Murphy, no podría haber traído a Deditos a su club. Incluso en este caso, yo había tenido que pedirle autorización a Murphy antes de intentar una jugada como ésta.
Dumfries me dedicó una sonrisa cuando entré, tanto de sorna como de bienvenida; esa sonrisa era el típico gesto arrogante de quien se siente protegido. Pero por supuesto no estaba enterado de la conversación que yo acababa de tener por teléfono con Murphy.
– Lennox -dijo en tono de soberbia-, ¿estás sacando a pasear a tu animalito?
– ¿Podemos hablar? -dije, haciendo caso omiso del hecho de que sus dos matones habían aparecido a nuestro lado.
– Es un país libre.
– Quiero decir en privado.
– Estoy más cómodo aquí.
– Esto es un asunto serio, Danny. Y es tan importante para el señor Murphy como para el señor Sneddon. Sólo busco información, pero tenemos que hablar en privado.
– Enséñales la salida a estos caballeros -indicó Dumfries con tono de hastío a uno de sus matones.
Deditos me apartó de un empujón con la misma facilidad que si estuviera abriendo unas cortinas. Acercó su cara a la de Dumfries, sacó el cortador de pernos del interior de su impermeable y los dejó caer con fuerza sobre la barra. Varias copas se quebraron. De pronto los dos matones ya no parecían estar muy seguros de lo que tenían que hacer.
– Dile a tus putos monos que se larguen, Dumfries, pequeño cabrón de mierda. Si no lo haces, voy a matar a uno de ellos, coño, sólo para dejar las cosas en claro. Luego voy a meter tus jodidos dedos de los pies en el ojete del otro y después me dedicaré a tus putos dedos de las manos.
Me puse a pensar que si el recientemente nombrado secretario general Dag Hammerskjöld desplegara unas habilidades diplomáticas similares cuando asumiera su cargo, la ONU resolvería el conflicto coreano de la noche a la mañana.
Uno de los matones se acercó a Deditos, quien balanceó el cortador de pernos hacia atrás y le acertó en la sien. El hombre de Dumfries se desplomó como una piedra mientras el otro hacía un torpe movimiento hacia delante. Deditos se volvió hacia él y le clavó la frente en la cara. Cuando cayó, Deditos le pisó la cabeza y le hizo perder el conocimiento.
– Cálmate, coño -dijo Dumfries, retrocediendo. Deditos lo agarró de la pechera de su cara camisa y lo abofeteó con fuerza, primero con el dorso de la mano y luego con la palma.
– Cállate, mierda -dijo.
– Deditos… -intervine- no queremos que se calle. Queremos que nos cuente lo que sabe.
– Oh -dijo Deditos en tono de disculpa-. Lo siento. -Volvió a abofetear a Dumfries dos veces más-. Dinos todo lo que sabes, carajo.
– ¿Sobre qué? -chilló Dumfries. Un chorro de sangre le caía de una de las ventanas de la nariz.
– Deditos, dale una oportunidad a este tipo. No sabe qué queremos -dije. Me volví hacia Dumfries-. Pero te daré una pista, o tres. Chantaje. McGahern. Atrapar a los grandes y a los buenos con trampas hechas de coños.
– ¡No sé de qué hablas!
Deditos volvió a echar la mano hacia atrás. Lo detuve con un gesto.
– Permíteme intentarlo nuevamente. Arthur Parks y Tam McGahern. ¿Cuál es la conexión?
– ¿Cómo coño podría saberlo?
Dumfries estaba asustado en serio. Comprendí su temor. Yo me había sentido asustado durante mi última charla con Sneddon, en la que Deditos se había limitado a merodear al fondo. La diferencia era que de ninguna manera iba a permitir a Deditos que se complaciera en su pequeño pasatiempo. La amenaza debería bastar.
Me sentía incómodo por la forma en que se habían dado las cosas. Después de que todo esto terminara, yo tendría que seguir trabajando en esta ciudad, y por ahora estaba actuando como si fuera uno de los matones de Sneddon.
– Realmente espero que no estés meando en mi patio trasero y diciéndome que está lloviendo, Danny. Esto es algo importante. Como ya habrás deducido, no estás bajo la protección de Murphy en este asunto. Y si me ocultas algo tendrás a los Tres Reyes en tu contra. -Me volví hacia Deditos-. Tómate un respiro; vigila a estos dos. Danny y yo vamos a charlar un poco. ¿Dónde está tu oficina?
Dumfries señaló con un movimiento de cabeza la parte trasera del club. Me hizo pasar a una oficina deprimente y encendió la luz. El escritorio estaba cubierto de papeles y el cenicero rebosaba de colillas. Parecía asustado.
– Tranquilízate, coño, Danny. Siéntate. Sólo necesito información. Lamento el entusiasmo de Deditos, pero me han ordenado que viniera con él. ¿Te encuentras bien?
– Como si te importara, joder.
Se desplomó sobre su silla de jefe. Yo me senté sobre una esquina del escritorio.
– Esto es sencillo, Danny, como ya he dicho. A Tam McGahern se lo cargaron porque estaba pisando los pies equivocados. De quién eran esos pies, todavía no lo sé. Pero es algo relacionado con chantaje.
– Eso no tiene nada que ver conmigo.
Dumfries inhaló y se limpió la sangre de la nariz con un pañuelo. Le di un cigarrillo y él lo encendió con un pesado encendedor de bolsillo de oro. Le temblaban las manos.
– Escucha, Danny. He visto lo que le sucedió a Arthur Parks y lo que le sucedió a Frankie McGahern. Estos tipos son muy hábiles con un desmontador de neumáticos y les gusta que sus víctimas sufran antes, que sufran de verdad. Si tú estás metido en esto, tu única salida es conseguir la protección de los Tres Reyes. Por otra parte, si no le doy a Sneddon la información que él quiere, Deditos nos va a hacer la pedicura a los dos. De modo que dime la verdad y no me ocultes nada.
– Te juro que te he dicho la verdad, mierda -dijo. Le creí.
– De acuerdo. Pero me será difícil convencer a mi camarada el leñador de ahí fuera. Mejor que empieces a pensar rápido y me des algunos nombres de tipos a los que pueda presionar. Si quisieras chantajear a clientes de prostitutas, ¿a quién usarías?
Dumfries contempló la pared un momento, fumando con brío.
– ¿Qué supones que hacían? -preguntó por fin-. ¿Chantajeaban a los clientes con fotografías de ellos en plena faena?
– Supongo.
– Hay un par de oportunistas que son hábiles con una Box Brownie. Pero si yo quisiera hacer algo así, el tipo al que llamaría es Ronnie Smails. Su negocio principal consiste en hacer fotografías pornográficas, pero según el rumor, si quieres incriminar a alguien tienes que hablar con él.
– ¿Trabaja para alguno de los Reyes?
– No. Está demasiado metido en las alcantarillas como para que ellos se molesten con él. Créeme, Lennox, si hablas cinco minutos con Ronnie Smails después querrás darte una ducha. Es un pornógrafo de baja estofa y un tipo completamente asqueroso.
Asentí, pero me resultaba difícil imaginar a Danny Dumfries despreciando a alguien, teniendo en cuenta la atmósfera enrarecida del nido de pulgas que él dirigía.
– ¿Dónde puedo encontrar a Smails? -pregunté.
– Tiene un estudio en Cowcaddens. Lo usa como fachada; se supone que hace fotos de bebés, retratos, cosas así. No sé si es él a quien buscas, pero seguro que yo acudiría a Smails para algo así.
Dumfries escribió una dirección y me la entregó.
– Le haré una visita. ¿Te encuentras bien?
Dumfries asintió, pero una chispa de odio refulgió brevemente en sus ojos.
– Escucha, Danny. Lamento los malos tratos, pero no deberías haber hecho actuar a tus matones. No puedo controlar a Deditos. Hablaré con Sneddon y con Murphy, y tal vez recibas alguna pequeña compensación. ¿De acuerdo?
Dumfries asintió con un gesto.
– Sólo asegúrate de no volver a pisar este lugar, Lennox.