La casa de Jonny Cohen estaba en Newton Mearns, más cerca que la de cualquiera de los otros Reyes, pero había otra razón para ir allí. Mi instinto me decía que en esa casa obtendría la ayuda que necesitaba.
Sin embargo, en este caso sí me pareció necesario advertirle a Jonny de que estaba muy maltrecho y sugerirle que tal vez deberíamos encontrarnos en algún otro sitio en lugar de su casa, pero él insistió, dijo que me recibiría en la puerta y se ocuparía de mí. Me señaló que tendría que aceptar que la pasma me viera llegar: Jonny estaba bajo vigilancia policial, igual que los otros dos Reyes y todos los miembros principales de sus bandas.
Me fue difícil, pero de alguna manera conseguí conducir hacia el sur, rumbo a Newton Mearns, y aparcar el Atlantic a tres manzanas de la casa de Jonny, lo bastante lejos de la vista de los policías que lo vigilaban. Esa caminata de tres manzanas fue lo que más esfuerzo me costó. Me encasqueté el sombrero bien abajo, justo por encima de los ojos, y subí el cuello de mi impermeable. Por dos razones: para ocultar mi rostro lo mejor posible, y para que no se viera que el cuello de la camisa se me había teñido de un color rojo fuerte. Caminé de la manera más recta y decidida que pude, pero empecé a tener calor y me di cuenta de que la transpiración que sentía dentro del sombrero y que me caía por la nuca en realidad era sangre.
Jonny abrió la puerta y me invitó a pasar con gesto casual. Al menos, así parecería desde la distancia a la que estaba el coche patrulla. No me benefició mucho ver la impresión en la cara de Jonny, en especial teniendo en cuenta que él mismo tenía el rostro todavía lleno de magulladuras y un ojo hinchado gracias a su encuentro con el superintendente McNab y sus muchachos.
– Mierda, Lennox… -dijo, después de cerrar la puerta. No respondí: estaba demasiado ocupado cayéndome contra las baldosas italianas de su pasillo.
Recobré el conocimiento al mediodía siguiente. Había una mujer gorda de mediana edad sentada al lado de la cama leyendo un periódico, y tan pronto oyó que me agitaba se puso de pie y se inclinó sobre mí, sujetándome cada hombro para que no me moviera.
– Ahora no, cariño -dije débilmente-. Me duele la cabeza.
– Sí, muy gracioso -respondió ella de una manera que me indicó que no lo consideraba así-. Quédese quieto y no mueva la cabeza. Iré a buscar al señor Cohen.
Me quedé quieto y miré el techo. Me sentía endemoniadamente enfermo y mi cabeza seguía resonando con un dolor constante y agudo. Jonny entró y se acercó.
– ¿En qué mierda te has metido, Lennox? Hice que el doctor Banks te revisara. Te cosió la cabeza pero insistió mucho en que fueras a un hospital lo antes posible. Me dijo que podías tener el cráneo fracturado.
– No hay tiempo, Jonny. ¿Sabe lo de la reunión de esta noche?
– ¿En Shawfields? Sí. Espero que sepas lo que haces, Lennox, joder. He pasado los últimos cinco años interponiéndome entre Sneddon y Murphy, tratando de mantener separados a esos cabrones. Cada vez que se encuentran, Murphy empieza a hacer chistes sobre la Reina y Sneddon sobre el Papa. Toda esta mierda sectaria me vuelve loco.
– Supongo que usted será neutral. Quiero decir, como es judío…
– No es necesariamente así -sonrió-. En Glasgow no puedes ser solamente judío. Hay que ser un judío protestante o un judío católico. Cuando era niño siempre me preguntaban si era fan de los Rangers o del Celtic.
– ¿Qué respondía?
– Que era simpatizante del Partick Thistle.
– Muy listo… Esquivaba la cuestión sectaria y al mismo tiempo se ganaba su compasión.
– Sí. Pero seguían metiéndose conmigo por ser judío. Recuerdo haber molido a palos a un chico en la escuela que dijo que nosotros teníamos todo el dinero. No fueron sus insultos lo que me afectó… Estaba terriblemente furioso de que mis adinerados padres me hicieran vivir en una casa de vecinos barriobajera de Newlands.
Me reí y en algún lugar de la zona más oscura de Haití un brujo vudú pinchó un muñeco de mi cabeza con un alfiler. La acogedora mujer de mediana edad se quejó ruidosamente y me indicó que me quedara quieto.
– Danos un momento, Lizzie -dijo Jonny-. Me ocuparé de que se porte bien.
– Creo que le gusto -dije cuando se marchó.
– Lizzie Sharp -explicó Jonny-. Fue enfermera jefe del Western General. Tenía un negocio extra que consistía en ayudar a jóvenes mujeres que tenían problemas. Le metieron tres años por ello. Es bastante útil cuando zarandean a uno de los míos. Escucha, Lennox, tienes que ir a un hospital. El doctor Banks está preocupado por ti.
– Si al doctor Banks le hubiera preocupado alguna vez alguna otra cosa salvo la procedencia de su próximo trago, no le hubieran prohibido el ejercicio de su profesión. Me pondré bien.
Me incorporé un poco para sentarme y para probar que tenía razón, pero otra punzada del brujo demostró que no. Jonny se encogió de hombros y me arrojó un frasco que hizo ruido de cascabel en mi mano cuando lo cogí.
– El doctor dice que estas pastillas te harán bajar bastante el dolor. Me ha dicho que son muy fuertes. Pero tienes que asegurarte de no combinarlas con alcohol o te volverán loco.
Me había atendido una enfermera corrupta, medicado un doctor corrupto que probablemente obtenía medicamentos como ése de un farmacéutico corrupto. Dejé caer un par de pastillas en la palma de la mano. Eran grandes como tabletas para caballos; tal vez el doctor Banks las había obtenido de un veterinario corrupto, en realidad.
– Qué demonios, Jonny -dije-. La última vez que alguien recetó tabletas de este tamaño, Moisés las tuvo que bajar del monte Sinaí. ¿Se supone que debo estar en la carrera de las cuatro en Troon después de tomarlas?
– El médico dijo que las partas en dos antes de tomarlas. No te preocupes… Banks sabe que no debe hacerme enfadar. -Me pasó un vaso de agua-. Duerme un par de horas, luego veremos cómo podemos perder a nuestros amigos policías antes de dirigirnos a Shawfields.
Las píldoras que había dejado el doctor Banks dieron resultado. El dolor disminuyó lo suficiente y, más que quedarme dormido, directamente me hundí en el sueño. Me zambullí en un vivido mundo onírico de colores tan luminosos que daban náuseas y bordes tan afilados que dolían. Lillian Andrews, siempre la chica de mis sueños, estaba allí, sentada en una silla baja, estilo Contemporary en el centro de una habitación infinita, sin paredes, y fumaba mientras a su alrededor varios hombres se mataban entre sí. El suelo bajo sus pies tenía una alfombra de un subido color rojo.
– Es muy práctica -dijo con voz serena-. La sangre no se ve para nada.
Su explicación quedó ejemplificada cuando Martillo Murphy le hundió su mazo a Bobby en un lado de la cabeza y una salpicadura de sangre, del mismo tono que la alfombra y los labios de Lillian, le manchó a ella la mejilla.
– Te mataré -le dije sin furia ni maldad mientras me sentaba frente a ella en una silla que apareció debajo de mí. Ronnie Smails y Arthur Parks se nos sumaron, cada uno sentado en las sillas en las que yo los había encontrado. Ninguno dijo nada. La mandíbula inferior de Parks seguía torcida en un ángulo antinatural. Cogí una copa de vino que ella me pasó y brindamos por la memoria de su marido.
– ¿Vas a Follarme antes? -preguntó Lillian con voz casual-. ¿O después?
– Aún no lo he decidido.
Ella respondió algo pero no alcancé a oírla por los gritos de los que luchaban y morían. Di un sorbo al vino tinto y era espeso y caliente y con gusto a cobre.
Me desperté.
Las cortinas estaban corridas y el dormitorio en el que me encontraba de pronto parecía diminuto y apretado en comparación con la arquitectura imposible de la habitación de mi sueño. Sentí náuseas. Me incorporé y salí corriendo del cuarto. Encontré el baño al final del pasillo justo a tiempo. Vomité todo lo que tenía en el estómago pero seguí teniendo arcadas durante un par de minutos interminables.
Me lavé la cara y me contemplé en el espejo del baño. El mundo parecía conservar la afilada y dura hiperrealidad de mi sueño. Tenía el pelo pegado a la frente como algas negras en una playa. Me veía viejo, me sentía viejo. Había un vendaje grande de gasa adherido con cinta a la parte de cabeza que Banks me había cosido. Jonny apareció en la puerta detrás de mí. Miré el reflejo de su cara amoratada.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó.
– Sobreviviré -dije sin mucha convicción-. Vamos.
Lizzie, la enfermera abortista, me vendó la cabeza con una gasa más discreta y me tomé otro par de las tabletas para caballos de Banks. De nuevo algo pareció encenderse dentro de mi cabeza y sentí que estaba viendo Lo que el viento se llevó en tecnicolor.
Al menos la cabeza había dejado de dolerme.
Uno de los guardaespaldas de Jonny tenía más o menos su mismo tamaño y tez. Esperamos a que se pusiera un traje de Jonny, el impermeable y el sombrero. Le dio las llaves del Riley y vimos cómo el coche de la policía seguía al falso Jonny.
– Me siento culpable, en cierto modo -dijo-. Es como engañar a niños por deporte.
Aguardamos un par de minutos antes de salir por la puerta trasera, saltar un par de cercas de los vecinos y pasar a la calle. Jonny venía acompañado de un par de gorilas; era lo habitual en esa clase de reuniones. Anduvimos las tres manzanas hasta donde yo había aparcado el Atlantic y luego avanzamos a través de Giffnock y Pollockshields antes de enfilar hacia Rutherglen. El estadio de Shawfields tenía una entrada de estilo art déco falso egipcio que habría enorgullecido a un faraón, si alguna vez hubiese existido un faraón que bautizara a sus perros de caza con nombres como Blue-Boy y Jack's-m'Lad y le gustara hacer apuestas de cinco libras.
El estadio estaba lleno. Dejamos el coche en un aparcamiento que era ambiciosamente enorme y bastante vacío de coches pero repleto a rebosar de clientes a pie que lo usaban como atajo para llegar a las gradas. Seguí a Jonny y a sus muchachos a una entrada con un cartel que decía «Suite gerencial» y subimos a una habitación grande con alfombra roja, una barra y ventanales que daban a las pistas.
Willie Sneddon ya estaba allí. Deditos McBride y Pequeñito Semple merodeaban con aire malévolo en una esquina. Alguien le había dado una buena tunda a Deditos, uno de cuyos ojos estaba casi cerrado. Policía o no, a quienquiera que fuera el responsable de aquella paliza le vendría bien dormir con sueño ligero en adelante.
A pesar de sus quejas por teléfono, en comparación la cara de Sneddon no tenía marcas; tal vez se las había arreglado para mantener las manos de McNab ocupadas con saludos masónicos. La paranoia de Martillo Murphy no estaba totalmente fuera de lugar. Sneddon se apoyó contra la barra, acunando un vaso de whisky entre los dedos. Nos saludó con un movimiento de la cabeza cuando llegamos.
– ¿Te encuentras bien, Willie? -preguntó Jonny Cohen con una sonrisa.
Sneddon gruñó.
– Me siento un poco maltrecho, podría decirse. ¿Tú también?
Jonny se sumó a él en la barra. Tras ella, un joven con una blanca chaqueta de camarero y demasiado Brylcreem le sirvió un escocés. Yo levanté una mano para rechazar la invitación de Sneddon. Quería mantener mi abollada cabeza lo más despejada posible y no me interesaba la fiesta que se produciría si mezclaba alcohol con las tabletas del doctor Banks.
Murphy llegaría tarde. Todos sabíamos que llegaría tarde sólo para dejar claro un mensaje y hacer una entrada espectacular. Un rugido se elevó hasta la suite desde las gradas que estaban más abajo cuando las puertas trampa se abrieron y dejaron salir a los galgos. Murphy llegó justo en ese momento, escoltado por los dos tíos de aspecto duro que me habían convencido de subir a un taxi. Sneddon se puso de pie y encaró a Murphy. Deditos y Pequeñito Semple se acercaron para ponerse a ambos lados de su jefe.
– Murphy… -El saludo de Sneddon, acompañado de un gesto con la cabeza, tenía toda la calidez de una casera de Corstorphine.
Murphy no respondió, pero algo que estaba a la altura del hombro de Sneddon le llamó la atención y le echó una mirada de desprecio. Todos miramos en esa dirección. Era un retrato de nuestra flamante monarca colgado en la pared. «Oh, bien -pensé-, hora de jugar.» En la febril atmósfera sectaria de Glasgow, la Reina simbolizaba todo lo protestante; era como lo opuesto del Papa. Dependiendo de en qué parte de Glasgow uno se encontraba, vería escrito en las paredes A LA mierda el Papa o bien A la mierda la Reina. Técnicamente, desde luego, la Reina era la cabeza de la Iglesia de Inglaterra y no de la Kirk [6] de Escocia. Pero «A la mierda la Reina» era más fácil de deletrear y hacía falta menos cal para cubrirla que «A la mierda el reverendo doctor James Pitt-Watson, moderador de la Asamblea General de la Iglesia de Escocia».
– ¿Llevas esas puñeteras fotos a todos lados contigo y las cuelgas donde quiera que estés, Sneddon? -Murphy intentó dibujar una sonrisa jocosa pero sólo consiguió mostrar los dientes.
– ¿Quieres beber algo, Murphy? -Sneddon no pensaba morder el anzuelo-. Podemos brindar en nombre de Su Majestad, si te parece bien.
– Sí, brindárnosla a ella. No es mala idea. Supongo que vosotros ya estáis todos preparados para la pula coronación, ¿verdad?
– La veré por televisión -dijo Sneddon, con un tono sereno y grave-. Supongo que has oído hablar de la televisión.
– Y apuesto a que ella se va a sentar en uno de esos grandes cojines de terciopelo, como siempre.
– ¿Y qué? -De pronto apareció una tensión especial en la voz de Sneddon.
– Ahora que estamos todos aquí -intervine en un tono de cambiemos-de-tema-rápido-, quería contarles lo que he averiguado sobre Tam McGahern…
– ¿Sabes por qué se sienta así? -continuó Murphy. Al parecer mi voz ya no tenía el poder de convicción de siempre.
– Tengo la extraña sensación de que tú vas a decírmelo -respondió Sneddon. Dejó el vaso sobre la barra y se volvió al joven vestido de camarero-. Tú… Largo de aquí. Pero deja la botella.
Una vez más, en mi cabeza apareció la imagen de un pianista de bar de mala muerte que dejaba de tocar en la mitad de la canción. El camarero se marchó, pero Murphy lo interceptó ostentosamente y le dio una propina de diez libras.
– No me malinterpretes -dijo-. No tengo nada contra ella. Una chica bastante agradable. Ojo, no es muy atractiva, pero de todas maneras creo que Phil se pasa la mayor parte del tiempo mirándole la nuca.
– ¿Qué coño quiere decir eso?
La complexión fuerte de Sneddon y su duro rostro parecieron volverse más fuertes y más duros. Jonny Cohen me miró con una expresión que, de manera muy elocuente, transmitía «¡Oh, mierda!».
– Prestad atención, muchachos -dijo-. Éste no es el momento…
– No quiero decir nada -prosiguió Murphy-, sólo que ella se sienta sobre esos grandes cojines. Me preguntaba si eso se debe a que está casada con un cabrón griego. Y tú sabes lo que eso significa.
– ¿Por qué no me lo dices tú? -replicó Sneddon. Su mano descansaba en la barra cerca de la botella de whisky.
– Ya sabes, Sneddon… Phil es griego. Y a los griegos les gusta entregar el reparto por la puerta trasera, ya sabes… -Murphy se volvió hacia sus matones-. ¿Qué pensáis, muchachos?
– Creo que es parte de su puta cultura -dijo uno de los narices rotas-. Tal vez esté escrito en sus leyes, o algo así.
– Sí -dijo Murphy-. O tal vez esté en los votos matrimoniales de los griegos… «prometo honrar y obedecer y dejar que me metan un puro por el tubo».
Al menos, pensé, Murphy intentaba conversar sobre algo que a Sneddon le interesaba. Y nada estaba más cerca del corazón de Willie Sneddon -ultrapatriótico, miembro de la orden de Orange, monárquico hasta el culo, unionista protestante- que la nueva Reina. Si yo hubiera tenido la lámpara de Aladino habría deseado volver al pasado, al O.K. Corral.
– Ese Papa vuestro también se sienta sobre una puta pila de cojines, ¿sabes? -dijo Sneddon. Su mano ya rodeaba la botella de whisky. No me pareció que estuviera a punto de ofrecerle un trago a Murphy-. Al menos a Su Majestad no hay que llevarla a todos lados sobre una puta silla. Supongo que el Papa siempre está sentado porque está demasiado cansado para caminar después de corretear detrás de todos esos jodidos monaguillos.
Existe la expresión «podía cortarse el aire con un cuchillo». Considerando que esa atmósfera la estaban creando Martillo Murphy y Willie Sneddon, no era el aire lo que terminaría cortado por un cuchillo, o hecho mierda a martillazos. Los dos sostuvieron sus miradas asesinas sin pestañear. Aunque, en el caso de Martillo Murphy, no recuerdo haberlo visto mirar nada o a nadie con una mirada que no fuera asesina. Tal vez, en los momentos de intimidad con su buena esposa, o en los intervalos de ternura con sus hijos, la reducía a una mirada de ataque calificado como «lesiones y amenazas».
– Vamos, amigos -dije-. Una broma es una broma. No ha ocurrido nada.
– Lennox tiene razón -dijo el Apuesto Jonny con una apuesta sonrisa-. ¿Dónde estaríamos todos si no tuviéramos sentido del humor?
– ¿En Edimburgo? -intervine. Sneddon y Murphy volvieron sus miradas asesinas hacia mí de una manera que sugería que mi intervención me valdría una tumba prematura. Al menos los había puesto de acuerdo en algo. Había llegado el momento de pasar a otro tema.
– Da igual -continué-, por mucho que deteste tener que interrumpir este diálogo de cerebritos, creo que deberíamos hablar de lo que he averiguado, en vez de seguir agrediéndonos.
Mientras yo hablaba, Jonny Cohen esquivó a Pequeñito Semple y se interpuso entre Sneddon y Murphy.
– Lennox tiene razón -repitió-. Si vamos a empezar a atacarnos entre nosotros nos iremos todos a la mierda. No nos engañemos pensando que sólo hay tres firmas en la ciudad. Hay una cuarta: la policía. A la pasma le vendría muy bien que nos debilitáramos. Mejor escuchemos lo que Lennox tiene que decirnos.
Una vez más sentí que la habitación estaba demasiado iluminada, los colores eran demasiado intensos, los bordes demasiado afilados.
– Tengo que sentarme -dije y me desplomé sobre un sillón de cuero. Jonny me trajo agua de una jarra que estaba sobre el mostrador.
– ¿Este cabrón se encuentra bien? -preguntó Sneddon. Su tono solícito me conmovió.
– Estoy bien -dije. Bebí un sorbo grande de agua-. ¿Saben lo que me gusta de ustedes, amigos? Son exactamente quienes dicen ser. Yo sé que cada uno de ustedes es quien es, un cabrón completamente corrupto.
– Lennox… -dijo Jonny en tono de advertencia.
– No -continué de la manera más alegre que pude-. Es algo bueno, lo he dicho como un cumplido. Miren, cada uno de los otros cabrones con los que he tenido que tratar era otra persona, no quienes decían que eran.
– Lennox, lo que dices no tiene sentido. -El tono de Jonny había pasado a ser de preocupación. No preocupación porque mi salud se hubiera deteriorado, sino porque estuviera a punto de hacerlo, de manera repentina e irrevocable, si no apaciguaba a Sneddon y a Murphy.
– Pero ésa es la cuestión -continué-. Nada tenía sentido. Que Frankie McGahern tratara de atacarme con McNab allí de testigo no tenía sentido. Que Frankie se quedara a esperar que le aplastaran la cabeza en su garaje no tenía sentido. Pero sí lo tiene si nadie es quién crees que es. Es bastante obvio si piensas en ello. Mellizos. Tam era el cerebro, un Rata del Desierto condecorado, ex miembro de la Fuerza Gideon… y para Frankie no había ninguna esperanza.
– ¿Esto tiene que ver con tu teoría de que fue a Frankie a quien le dieron por el culo en el apartamento de arriba del Highlander, y no Tam? -preguntó Sneddon. Me alivió ver que se servía un vaso de la botella de whisky en lugar de blandiría contra Murphy.
– Sí que era Frankie. Al principio creí que se trataba de un caso de identidad errada: que fue un simple accidente el que Frankie estuviera allí en lugar de Tam. Ellos lo hacían como un juego, ¿saben? Eso dice Wilma, la puta que estaba allí aquella noche. Tam convencía a Frankie de que se acostara con ella cada tanto para ver si ella notaba la diferencia. Muy gracioso. Pero no era eso. A Frankie le tendieron una trampa, igual que a John Andrews y a media docena de tipos. Frankie era el hermano mellizo de Tam, su carne y su sangre, pero para Tam lo único que representaba era una cara igual a la suya y por lo tanto su billete para salir de un aprieto. Tam había planeado un gran golpe: el robo de todas esas metralletas Sterling-Patchett, si bien debido a los compradores que había conseguido para esas armas estaba recibiendo la presión de una banda que no cejaría hasta encontrarlo y matarlo.
– No tardaron mucho -dijo Jonny-. Si Frankie era Tam, entonces se lo cargaron pocas semanas después.
– En este caso, nadie es quien ustedes creen que es. Tam McGahern sigue vivito y coleando.
– ¿Entonces quién coño era ese al que le aplastaron la cara…? -Sneddon se dio cuenta de lo que significaba lo que acababa de decir y no completó la oración.
– Exacto. La cara aplastada. Y Tam McGahern había hecho esfuerzos extraordinarios para asegurarse de que ni sus huellas digitales ni las de su hermano estuvieran registradas en ningún expediente. Mi suposición es que el cabrón con la cara destrozada era el ex comandante de Tam, un vago llamado Jimmy o Jamie Wallace. Wallace proporcionó gran parte de la información y el conocimiento necesario para este trato. También proporcionó un cadáver de un tamaño y una tez más o menos correctos.
– Pero esto no es como lo de los mellizos -dijo Murphy-. La primera vez era alguien que parecía idéntico al tipo verdadero; la segunda vez han de darse cuenta de que tienen al cliente equivocado. ¿O me estás diciendo que en realidad eran trillizos?
– No. Estoy diciendo que los tipos que cometieron el asesinato en el apartamento sobre el Highlander no fueron responsables del segundo homicidio. Fue el mismo Tam McGahern: le aplastó la cara a Wallace y lo vistió como Frankie.
– ¿Entonces McGahern está escondido en alguna parte? -preguntó Jonny-. ¿O habrá salido de la ciudad? Dios sabe que no puede aparecer por Glasgow.
– El otro día salí con una chica -dije-. Fuimos a ver una película con Jack Palance y ella dijo que yo le recordaba a él. Yo le expliqué que había una buena razón. Un piloto de bombardero ucraniano-estadounidense de apellido impronunciable se niega a eyectarse de su avión en llamas. Muy heroico, pero se quema toda la cara. Meses de cirugía plástica no consiguen corregírsela y la piel le queda muy tensa, pero le da un aspecto único. Adiós, Volodymyr Palahniuk, hola, Jack Palance. La razón por la que me parezco a él es que yo estaba cerca de una granada cuando estalló y me dio en la cara. Terminé con la cara tensa, pómulos prominentes, etcétera.
– ¿En serio? -dijo Murphy, con los ojos bien grandes de asombro-. Eso es absolutamente fascinante, mierda. Ahora, ¿vas a ir al puto grano? Porque si no, haré que los muchachos te bailen encima de la cara. Así podrás entretener a cualquier zorra con la historia de cómo terminaste igual que el condenado Lon Chaney.
– El grano es que Tam McGahern ya no enseña su cara en Glasgow, porque no la tiene. Tam y Sally Blane, o Lillian Andrews, como se hace llamar ahora, organizaron toda la operación con las chicas y atraparon a un montón de personas importantes, incluso, me parece, a un policía de alto rango. En cualquier caso, uno de sus objetivos era un cirujano plástico llamado Alexander Knox. Tam no quería su dinero, sólo una cara nueva. Ya le había arreglado la cara a Lillian después de un accidente de coche y lo habían obligado también a recomponer la de uno de los compañeros del ejército de Tam. Pero yo creo que Tam no lo hizo por lealtad hacia su camarada… Sólo quería evaluar cuán brillante era Knox. La cuestión es que Tam McGahern anda con una identidad nueva acompañada de una cara nueva.
– ¿Y tú cómo has deducido todo esto? -preguntó Sneddon.
– ¿Qué puedo decir? Soy un genio. A eso hay que añadirle que parte de la historia me la contó una puta con clase que se hace llamar Lizzie. Pero yo apuesto a que ella es otra persona, como todos los otros cabrones. Así como Tam se hizo pasar por Frankie y Sally se hizo pasar por Lillian, creo que Margot Taylor, la hermana de Sally, se hace pasar por Lizzie. Eso, a su vez, significa que al menos la mitad de lo que ella me contó es ficción. -Hice una pausa para beber otro sorbo de agua-. Sí, creo que el choque existió y que el resultado fue una cara un poco destrozada, pero no me parece que Margot haya muerto. Aunque podría estar equivocado. Lo importante es que Margot y Rally, haciéndose pasar por Lillian, ayudaron a Tam a montar esta trampa con las chicas. Pero no estaban solos. Arthur Parks participó. Les mandaba a algunos clientes y a un par de sus mejores chicas. En un momento pensé que una vez que Tam y Lillian obtuvieron lo que querían de la operación, Arthur Parks sería un excedente, de modo que lo mataron. Pero eso no encaja con la manera en que murió. A Parks lo mató alguien que quería sacarle información, no fue una muerte rápida. Ahora creo que o bien fueron los nuevos socios de Tam o esos tipos muy profesionales que creyeron que habían matado a Tam aquella noche en el piso de arriba del Highlander. A Ronnie Smails se lo cargó el mismo que asesinó a Arthur Parks.
– ¿A Smails lo torturaron? -preguntó Jonny.
– No. Y eso no encaja. Todavía.
– ¿Entonces quiénes son los de esta banda altamente profesionalizada de la que no dejas de hablar? -Sneddon encendió un cigarrillo y me miró fríamente. Escépticamente, pensé.
– Éste es el punto en que todo se vuelve muy político. Y la razón por la que a ustedes los arrestaron. -Tomé otro sorbo grande de agua. La cabeza comenzaba a dolerme de nuevo y todo seguía pareciendo irreal, como si estuviera separado de mí mismo y estuviera oyendo mis propias palabras como pronunciadas por otra persona-.Yo sé adónde se dirigen las armas robadas. No sé cuándo, pero sé cómo y puedo arriesgar una corazonada sobre en qué barco van a partir. Tengo una amiga que me dijo que estaba harta de Glasgow y de la forma en que nadie puede ver más allá de los límites de la ciudad. Bueno, Tam McGahern sí lo hizo. Luchó en Oriente Medio y vio décadas de combates en el futuro y las oportunidades que esos combates le ofrecían. Tam era ambicioso, pero cada vez que trataba de cumplir sus ambiciones terminaba en el camino de los Tres Reyes. Así que decidió esquivarlos, ir más allá de sus horizontes. Esas armas robadas pronto estarán camino de Aqaba, Jordania, y supongo que de allí irán a parar directamente a manos de insurgentes árabes.
Les concedí un momento para que comprendieran lo que acababa de contarles.
– Creo que Tam lleva más de un año con esto -continué-. Empezó con excedentes del ejército, armas viejas y fuera de servicio. Pero los árabes se enfrentan a uno de los ejércitos mejor equipados y más disciplinados del mundo, y Tam vio la oportunidad de hacerse de oro. De dar un solo golpe muy grande que le serviría para obtener una cara nueva y una vida en otro país, Estados Unidos. Así que planeó este robo con Jackie Gillespie y consiguió el talento y el dinero extra que necesitaba mediante el chantaje. Diría que hay por lo menos un miembro de alto rango del Ejército británico en su lista.
– Todo esto suena muy elaborado -dijo Sneddon-. Un poco demasiado ambicioso para un par de capullos taig. No te ofendas, Murphy.
Martillo Murphy no respondió sino que mantuvo su mirada de odio asesino hacia Sneddon. Sobre todos.
– Muy ambicioso -continué-. Las armas robadas no son un par de rifles viejos. Hablé con un amigo mío militar; él me contó que se encargaron el año pasado para que fueran las nuevas armas ligeras del ejército. La ametralladora Sterling-Patchett L2A1 es capaz de disparar quinientas cincuenta balas por minuto, y los árabes están desesperados por echarle el guante a esta clase de material. Tam encontró oro, pero la razón por la que necesitaba una cara nueva y un comienzo nuevo es que sabía que los israelíes ya lo tenían en la mira y no cejarían hasta encontrarlo. Ésa es la pandilla profesional, señor Sneddon. El Mossad, si no me equivoco. Y por eso ustedes tres están de mierda hasta las orejas. La Policía de la Ciudad de Glasgow va a recibir tremendas presiones para aclarar todo esto. No tengo la menor idea de cuánto sabrán sobre el destino de las armas o la participación de los israelíes, pero estoy bastante seguro de que habrán adivinado que las armas van a Oriente Medio.
Hice una pausa. La cabeza me dolía otra vez y sentía náuseas. Bebí más agua. Noté que todos miraban a Jonny Cohen.
– ¿Qué? -dijo, con el rostro nublado por la ira y la incredulidad-. ¿Creéis que porque soy judío tengo algo que ver con esto? El que Murphy sea un jodido «comedor de patatas» no significa que trafique con armas para el IRA.
– Tranquilo, Jonny -dije, y luego me volví a los otros-. Jonny tiene razón. El Mossad sólo trabaja con sus propios operativos.
– ¿Y uno de ellos es el tipo con el que te topaste en Perth? -preguntó Sneddon.
– Sí. Se hacía llamar Powell y se parecía a Fred MacMurray. Él y sus camaradas han estado metidos en esto desde el principio. Ellos fueron los que mataron a Frankie McGahern pensando que se trataba de Tam. Pero no es fácil engañarlos, así que secuestraron a Wilma y se enteraron por ella de que habían asesinado al McGahern equivocado.
– ¿Entonces dices que ellos torturaron y mataron a Parky? -preguntó Sneddon.
– Es posible. Pero me parece que hay algo más en eso. Hay un holandés en todo este embrollo, un tipo grandote y rico. Creo que él fue el intermediario en la venta de las armas.
– ¿De ahí los viajes de McGahern a Ámsterdam? -volvió a preguntar Sneddon.
– Ésa es mi suposición.
– Bueno -dijo Murphy-. Esos condenados judíos nos han metido en un montón de problemas. Digo que nos venguemos.
Me reí de Murphy y él me recordó con una mirada amenazadora que no estaba acostumbrado a esa experiencia.
– No lo entiende, ¿verdad? -dije-. Hace apenas ocho años murieron seis millones de judíos en Europa, tal vez más. Algunos millones más quedaron sin hogar o totalmente hechos mierda. Hoy en día lo único que los judíos saben es que se produjo un intento muy serio y casi logrado de borrarlos de la faz de la tierra. Podrán llamarlos susceptibles, pero al parecer se enfadaron mucho por todo aquello. Ha de metérselo en la cabeza, señor Murphy… Todos ustedes… Las personas de las que sugiere vengarse son los cabrones más duros, más pesados, más letales, más implacables que han pisado la tierra. No sé cuál es el lema del Mossad, pero puedo suponerlo: «Nadie jode a los judíos nunca más».
– ¿Entonces qué hacemos?
– Hay tres barcos que McGahern ha utilizado para mandar armas a Jordania. Todo a través de la empresa de transportes de John Andrews. Lo único que tengo que averiguar es cuándo planean trasladar las armas.
– ¿Y luego qué? -preguntó Jonny Cohen.
– Una de dos. Podemos poner sobre aviso a la policía para que capture a McGahern y compañía en el acto, o ustedes pueden combinar todas sus fuerzas y atacarle juntos. Luego nos deshacemos de las armas y le decimos a la policía dónde encontrarlas. La solución ideal sería ponernos en contacto con los muchachos del Mossad. Ellos son más que capaces de ocuparse de todo. Por desgracia al parecer olvidaron poner su número en la guía telefónica.
– Una decisión jodidamente fácil -dijo Murphy-. Se lo contamos a la policía y que ellos corran con todos los riesgos. Y tal vez así empiecen a dejarnos en paz a nosotros.
– Eso sería ideal… Pero, como he dicho, tengo la extraña sensación de que McGahern tiene a un policía en su nómina. Es posible que ese policía los ponga sobre aviso y en ese caso estaríamos como al principio.
– Entonces la forma de solucionarlo sería un puto baño de sangre en los muelles… ¿Eso es lo que sugieres? -preguntó Murphy
– Escuche, la alternativa es que ustedes pierdan sus coronas. Hasta ahora esto ha sido un juego de cuatro partes: sus tres organizaciones y la policía. Y seamos honestos, amigos, todos ustedes tienen al menos a un par de policías en el bolsillo. Pero Tam McGahern ha elevado las apuestas, y la temperatura. Como estas armas han desaparecido, Glasgow estará a reventar de tíos del Ministerio de Defensa, Divisiones Especiales e Inteligencia Militar. Añadámosle a eso que aquí hay una división de asesinos profesionales del Mossad y, podría suponer, unos cuantos árabes para vigilar de cerca el trato.
Me recosté en la silla. La cabeza seguía dándome vueltas. Cerré los ojos y bebí otro largo trago de agua.
– Lo primero que tenemos que hacer es encontrar a Jackie Gillespie. Se supone que uno de los ladrones está herido y yo creo que es Gillespie.
– ¿Por qué? -preguntó Jonny.
– Porque apuesto a que a él no lo hirió un arma del ejército. He visto cómo trabajan Tam y Lillian; no quieren socios. Dejar a Gillespie muerto en la escena les habría venido bien. Nadie relaciona a Gillespie con los McGahern, pero todos saben que ha trabajado para cada uno de ustedes en algún que otro momento.
– Hijo de puta… -murmuró Sneddon.
– Jackie Gillespie no puede mantenerse oculto si todos sus hombres lo buscan. Puede esconderse de la policía, pero no de los Tres Reyes. -Bebí otro sorbo de agua. Realmente me encontraba mal y quería dejar de hablar-. Necesito que ustedes tres trabajen juntos. Tenemos que usar a los hombres más duros y más experimentados de que dispongan. Cuando sepamos cuál es el barco y cuándo partirá, les caeremos encima a esos cabrones. Una cosa más. No creo que ninguno de ustedes sea un sentimental, pero tengo que dejar esto bien claro. Lillian
Andrews puede ser una mujer, pero ella ha planeado esto tanto como Tam. Tienen que verla, y enfrentarse a ella, de la misma manera. Eso es todo.
La habitación pareció zumbar con las voces cuando Sneddon, Murphy y Jonny iniciaron una acalorada discusión. Me quedé sentado y sentí que mi cabeza palpitaba con cada pulsación. Cogí otra de las tabletas para caballos del doctor Banks y la partí en dos; fui tragándola poco a poco con el agua que me quedaba. Cerré los ojos. Hubo otra avalancha de sonido proveniente del exterior cuando se abrió un segundo grupo de trampillas y la muchedumbre rugió. De nuevo, incluso con los ojos cerrados, todo parecía más grande y más duro y afilado de lo que debería. Imaginaba que podía sentir la pisada de cada una de las patas de cada galgo. Algo subía como una marea en mi estómago. Abrí los ojos y me puse de pie. Alcancé la puerta con el cartel de Servicios sin que los otros se dieran cuenta, puesto que seguían debatiendo quién habría de hacer qué, quién estaría a cargo de quiénes. Había un pasillo corto, luego otra puerta, con las letras WC.
Llegué justo a tiempo. De nuevo seguí con arcadas, incluso después de haber vaciado mi estómago. Cuando terminé junté las manos para recoger un poco de agua del lavabo y me enjuagué la boca. Supuse que habría vomitado toda la píldora, de modo que tomé otra, la partí por el medio y la tragué con más agua del grifo. Me incorporé y apoyé la frente en la fría porcelana de los azulejos. Me di cuenta de que podía oír las voces que venían de la suite. Demasiado fuerte. No estaban hablando, gritaban.
Volví por el pasillo y oí ruido de cristales destrozados, de muebles que se rompían. Mierda, pensaba que podía confiar en que trabajarían juntos y ya estaban moliéndose a palos. Abrí la puerta para regresar a la suite pero volví a cerrarla lo más rápida y silenciosamente que pude. Nadie me había visto, pensé, pero yo había visto bastante. Abrí la puerta de nuevo, al mínimo, y espié. Sneddon, Murphy, Jonny y sus respectivos guardaespaldas estaban todos tumbados en el suelo, mientras unos robustos highlanders les mantenían las caras hundidas en la alfombra roja. Unos bastones formaban arcos en el aire y se estrellaban en costillas, brazos y cabezas. Vi al superintendente McNab caminar serenamente en medio de la carnicería. Supuse que habría al menos veinte policías apiñados en la sala. La mitad con ropa de civil, la otra mitad de uniforme.
Me aparté de la puerta. Si hubiera entrado en la suite habría recibido el mismo tratamiento que los demás, y supuse que otro fuerte golpe en la cabeza bastaría para acabar conmigo. Era sólo cuestión de minutos que la policía hubiera reducido y esposado a todos. Entonces revisarían el cuarto de baño en busca de algún rezagado.
Volví a través de la puerta con las letras WC y la cerré, pero el cerrojo no se trabó. Había una ventana alta y estrecha de cristal esmerilado al lado del tanque, pero bien arriba. «Esto está convirtiéndose en una costumbre», pensé mientras ponía un pie sobre el inodoro, el otro sobre la pared y me deslizaba hacia arriba. Corrí el pestillo y abrí la ventana. Necesité toda la fuerza que me quedaba para izarme y asomar la cabeza y el hombro derecho por la ventana. Me encontré mirando directamente hacia el aparcamiento, dos pisos más abajo. Seguí tratando de pasar todo el cuerpo por la ventana, aferrándome al marco de madera. Conseguí liberar una pierna y puse un pie encima del saliente. Oí voces en el pasillo al otro lado del cuarto de baño. Pasé del todo y cerré la ventana.
Ya estaba fuera, pero de todas maneras podrían verme contra el cristal esmerilado. El saliente se extendía unos treinta centímetros a cada lado de la ventana, así que avancé hasta llegar a su extremo. Esta vez no había ningún caño por el que pudiera deslizarme, ninguna protuberancia en la arquitectura del estadio sobre la que pudiera sostenerme. Me puse de espaldas a la ventana, me quedé inmóvil y esperé que nadie prestara demasiada atención. Oí voces en el baño. Luego nada.
Miré hacia abajo, al aparcamiento. Estaba oscureciendo, pero alcancé a divisar los coches de la policía y una furgoneta. Todavía había algunos clientes merodeando por allí. Sentí otro tirón en el estómago, esta vez provocado por la presencia de una silueta apoyada contra la furgoneta, fumando, que tenía una puntiaguda gorra de conductor con una banda a cuadros en la que se leía Policía de la Ciudad de Glasgow. «No mires para arriba -pensé-. Hagas lo que hagas, no mires para arriba.»
Sabía que los policías saldrían con sus detenidos pronto y que la probabilidad de que me vieran se incrementaría al punto de que sería casi segura. Como estaba demasiado bien vestido para ser un limpiador de ventanas, decidí que lo mejor era volver a entrar al baño. Me moví lo más silenciosamente que pude y entré deslizándome por la ventana. Todavía alcanzaba a oír voces desde la suite, pero como ya habían revisado el baño, supuse que no regresarían.
No tan astuto, Lennox. Lo único que no había tenido en cuenta, desde luego, era que si bien era cierto que ya habían revisado mi escondite, éste era, después de todo, un baño. Alcancé justo a agacharme detrás de la puerta cuando ésta se abrió y una inmensa silueta uniformada atravesó el cuarto y entró en el retrete. Me dio la espalda y empezó claramente a desabrocharse la bragueta. Un hombre nunca es tan vulnerable como cuando tiene la polla en la mano y yo sabía lo que tenía que hacer. No podía permitir que él me viera ni dejar que me capturaran. Maldije para mis adentros, saqué la porra de mi bolsillo y la lancé contra la cabeza del policía. El hombre cayó hacia delante pero se sostuvo apoyando la mano contra la pared. No se había desmayado. Volví a pegarle, con más fuerza, tratando de no pensar en lo que le ocurriría a mi cuello si mataba a un poli. El hombre cayó, golpeándose la cara contra la porcelana del inodoro y salpicándola de sangre.
Había sido silencioso. Sucio, pero silencioso. Pero ¿habría sido lo bastante sigiloso? Me quedé completamente inmóvil y presté atención por si se acercaba alguien. Nada. Regresé al pasillo. La puerta al otro extremo estaba abierta y me reveló que la suite estaba vacía. Era evidente que el poli al que había golpeado había regresado a orinar. Pero lo echarían de menos.
Atravesé rápido la suite y salí al hueco de la escalera. Después de asegurarme de que el último de los policías ya había salido por la puerta de la planta baja, descendí corriendo en silencio por la escalera y observé a través de una rendija cómo la policía hacía subir a los Tres Reyes y sus guardaespaldas al furgón. La tableta que había tomado antes realmente me había hecho efecto y ya había regresado al mundo en tecnicolor. Vi varias caras surcadas de sangre, resplandecientes a la luz de los postes del estadio, que parecían echar chispas en el crepúsculo.
Una pequeña multitud se había reunido en el aparcamiento y observaba el procedimiento. Cuando un grupo de curiosos pasó junto a la entrada de la suite, me oculté entre ellos y avancé hacia la pista principal de carreras.
Vi tres carreras antes de arriesgarme a volver al aparcamiento. Cuando lo hice, los coches de la policía ya se habían marchado y supuse que aún no habían notado la ausencia de su colega. Encontré un teléfono público, llamé a George el Grasiento y le expliqué sucintamente que era mejor que pusiera en marcha su Bentley y su culo. Llegué hasta el Atlantic y me marché. Sabía que cuando el policía con la cara metida en el inodoro recuperara el conocimiento, o cuando lo descubrieran, entonces a cada uno de los Tres Reyes les aplicarían un tratamiento especial para que revelaran a quién habían dejado atrás. Pero también sabía que ellos no me delatarían. No por camaradería o lealtad; sólo porque yo era la única esperanza que tenían de salir de este lío.
Qué esperanza, pensé mientras me miraba la cara en el espejo retrovisor del Atlantic.