Eché el cierre con el menor ruido pero a la vez lo más rápidamente posible. Avancé a través de la casa a oscuras hacia la cocina, donde encendí la linterna para encontrar la puerta trasera. Había una pesada llave metida en la cerradura embutida. Mi plan era salir al patio trasero, llevarme la llave y cerrar la puerta desde el exterior, con la esperanza de que quienquiera que fuera el visitante no sintiera la necesidad de salir a tomar un poco de aire.
Al tiempo que guardaba la linterna en el bolsillo lleno de billetes giré la llave. La puerta no se abrió; la llave giró por la mitad y luego, al parecer, se trabó. Supuse que a esas alturas el o los visitantes ya habían atravesado el sendero y estaban en la puerta principal de la casa. Volví a probar la cerradura, girando la llave hacia un lado y hacia el otro, y haciendo más ruido del que hubiera debido. Nada. Oí el sonido de la cerradura de la puerta delantera y luego la puerta que se abría. Apoyé todo mi peso contra la puerta, para encajarla más en el marco, y volví a intentarlo con la llave, que giró en la cerradura con un fuerte golpe metálico. Pasé al patio trasero y cerré la puerta. No con llave, como había sido mi intención original; habría hecho demasiado ruido y era bastante probable que quien estaba allí me hubiera oído antes al abrirla. Me aparté de la puerta. No había luna y el patio estaba cercado por atrás; por lo que podía ver, me encontraba agazapado en un pequeño patio de losas de hormigón. Me moví como un ciego, temiendo golpearme contra algo y delatar mi presencia. La luz de la cocina se encendió, permitiéndome ver un poco de lo que me rodeaba, aunque también significaba que quien estuviera en la cocina probablemente podría verme. Revisé el patio desesperadamente en busca de algún escondite, pero era pequeño y estaba rodeado de un césped llano rodeado de arbustos bajos, lo que no me dejaba ningún lugar para ocultarme.
Había tres hombres en la cocina, iluminados por la luz blanquecina y amarillenta que venía del techo. A uno lo reconocí de inmediato. Corrí hacia delante y me agaché bajo el antepecho de la ventana, apretándome contra la pared. Saqué la maza del bolsillo, listo para utilizarla si la puerta trasera se abría. Había una especie de brecha entre el borde de la pared que estaba más lejos de mí y el seto, lo que me hizo pensar que tal vez podría rodear la casa por ese lado. Empecé a deslizarme en esa dirección, manteniéndome agachado y haciendo el menor ruido posible.
Estaba cruzando delante de la puerta de la cocina cuando oí el movimiento del pomo.
Me lancé de frente hacia una esquina de la casa. La puerta de la cocina se abrió y una franja de luz amarilla atravesó la pequeña extensión de césped, enmarcando la sombra proyectada de un hombre enorme. Me oculté al otro lado de la esquina, esperando que mi movimiento sobre las losas de hormigón no hubiera atraído la atención de la silueta del umbral.
Me encontré en un estrecho espacio entre el seto y la pared de la casa. Apreté los pies con fuerza, como si estuvieran pegados al suelo; habían llenado ese espacio con piedrecillas y el mínimo movimiento generaría crujidos que llamarían la atención del matón de la puerta. Las sombras eran suficientes para ocultarme y me permitían echar un vistazo al otro lado de la esquina. Apareció un segundo hombre en el umbral con una linterna con la que iluminó el patio. Aparté la cabeza. Los dos hombres cruzaron algunas palabras en un idioma que no reconocí y luego volvieron a cerrar la puerta. La luz de la cocina se apagó y la oscuridad cayó nuevamente sobre el patio.
Avancé a tientas por ese lado de la casa, que no tenía ventanas, tratando de reducir al mínimo el crujido de las piedrecillas que surgían a cada paso, y examiné la parte delantera. Las cortinas seguían corridas pero vi que la luz interior se filtraba por los bordes. Hice un rápido cálculo de lo disminuí desde la esquina de la casa donde yo me encontraba agazapado en las sombras hasta la verja. Había un Wolseley aparcado delante que no estaba allí cuando yo llegué. Supuse que podría moverme en silencio sobre el césped, pero sería más rápido coger el toro por los cuernos y usar la verja que chirriaba, en lugar de arriesgarme a quedarme enredado mientras trepaba por el ligustro, que me llegaba a la altura del pecho. Estaba a punto de lanzarme a la carrera cuando vi un resplandor rojizo y ambarino que de pronto crecía y luego disminuía de tamaño en el cavernoso interior del Wolseley aparcado. Alguien que daba una calada a un cigarrillo. Era evidente que habían dejado un centinela ahí fuera.
Me eché hacia atrás y murmuré unas palabras que mi madre no creería que yo supiera. Me apoyé contra la pared y analicé la situación en la que me encontraba. Era típica de Lennox: estaba agachado en la oscuridad con casi dos mil dólares americanos y seiscientas libras inglesas en los bolsillos, había cuatro matones a los que tenía que enfrentarme, uno justo en el medio de mi vía de escape y otro en el interior, del cual sabía que era un verdadero profesional. Al principio había creído que sería lo bastante afortunado como para salir de allí con el dinero. Ahora pensaba que tendría suerte si lograba salir entero.
No había nada más que hacer que quedarme quietecito y esperar hasta que los tipos que estaban en la casa terminaran de hacer lo que fuera que tenían que hacer o encontraran lo que fuese que tenían que encontrar. Ese último pensamiento me intranquilizó: ¿y si habían venido a recoger el dinero? Tal vez atarían cabos y deducirían que los billetes habían salido por la puerta trasera que no estaba cerrada con llave. Entonces empezarían a buscar. Tanteé el seto que tenía delante de mí. Con un poco de esfuerzo podría atravesarlo y pasar al jardín de la casa contigua. Pero haría mucho ruido.
No podía ver mi reloj pero suponía que llevaba en la casa alrededor de un par de horas y otros veinte minutos fuera. Eso significaba que serían más o menos las doce y media de la noche. No pasaban muchas cosas en Milngavie a las doce y media de la noche y ni siquiera se oían coches a lo lejos. Decidí esperar.
No tuve que aguardar mucho tiempo. Oí que se abría la puerta delantera y que los tres matones salían. Ninguno de ellos daba la impresión de estar buscando a un intruso. Caminaron en silencio hacia al Wolseley y montaron en el vehículo. El último de ellos se volvió al cerrar la verja, tratando de reducir los chirridos. El ala del sombrero le cubrió el rostro con una sombra bajo la luz de la farola pero me dio la impresión de que estaba mirándome directamente y sentí una fuerte opresión en el pecho. Se dio la vuelta y entró en el coche. El vehículo se deslizó con el motor apagado por la cuesta unos cien metros, antes de arrancar.
En la estéril calma de Milngavie pude oír el coche hasta que su sonido se desvaneció a lo lejos. De todas maneras esperé unos diez minutos más para asegurarme de que no hubieran dejado a un quinto matón dentro de la casa de McGahern y entonces avancé con el menor ruido posible por el césped. Atravesé la verja y regresé al sitio donde había aparcado mi vehículo.
Antes, durante la espera, había pensado en la silueta que había visto recortada contra la luz de la cocina de Tam McGahern y el extraño idioma con que se había dirigido a los otros dos. Tenían aspecto de extranjeros, de piel oscura. Pero, fuera cual fuese la lengua en la que hablaban, no había servido para modificar la impresión que había tenido la primera vez que lo había visto: seguía recordándome al actor Fred MacMurray.