6. En el cuarto oscuro

– ¿Algo más, señor Metcalf? Lo que sea.

– Gracias un montón, Nico, un montón de gracias. No puedo más, de verdad. Se ha superado. -Dominic se propinó una delicada palmada en el abultado estómago, antes de que sus ojos se posaran en el plato que estaban colocando delante del comensal más cercano-. Madre mía, eso sí que es una tentación.

– Una porción de Garides Skordates para el señor Metcalf, Melina, y un poco de pan para la salsa.

Dominic estiró el brazo con la intención de vaciar la botella de Ótelo en su copa, pero el propietario del restaurante se le adelantó.

– ¿Más tinto, señor Metcalf? Todo por cuenta de la casa.

– Verá, no debería. Bueno, solo una. La comida sin vino es igual que comer solo, solo se disfruta la mitad. Nico apartó la silla y se incorporó.

– Siempre es un placer dar de comer a alguien que sabe disfrutarlo.

– Yo no me refería a otra botella entera -murmuró Dominic detrás de él. Ya había cumplido con la protesta de rigor, aunque nadie la hubiese oído. Para cuando la esposa de Nico hubo traído el plato de langostinos con salsa de ajo y vino y otra cesta de pan, Dominic había apurado su copa y la había rellenado con parte de la segunda botella de Ótelo. Varios platos postreros, todos ellos de suculenta factura, habían llegado a las mesas vecinas. Parecía que no tuviese más que mirar a alguno de soslayo para que sus anfitriones se sintiesen impelidos a ofrecerle una muestra: kebab, pimientos rellenos, cordero asado, cerdo con comino… Todo aquello le ayudó a dar cuenta de la botella, precediendo así al postre de baclava y al café hervido en un lecho de arena caliente, con el punto y final de un chupito de Metaxa. Cuando hubo terminado de inhalar el penetrante aroma de las uvas, se llevó a los labios la escancia de brandy-. Por su hospitalidad-brindó, al menos por segunda vez aquella noche.

Melina y Nico recogieron sus vasos de ouzo, de pie encima de la barra.

– Sin usted, no estaríamos aquí -dijo Melina.

Dominic supuso que aquello era tan cierto como pintoresca era su gramática. Cuando hubo terminado, muy a la larga, y tras estrecharle la mano a Nico en dos ocasiones e intercambiar varios abrazos con Melina, tuvo que partir en pos de una fiesta en honor del trabajo realizado en nombre de sus anfitriones. Casi toda la ventana estaba ocupada por fotografías suyas, de tres mesas abarrotadas con el menú completo (ni siquiera él había sido capaz de comérselo todo) y de la plantilla del banco que llevaba las cuentas del restaurante, celebrando la promoción de alguien. Los cajeros bailaban encima de la mesa más larga y exhibían muslo como si estuvieran en la playa, un subdirector bailaba la giga con tanto vigor que tenía que sujetarse los anteojos con la mano que no estaba agarrada al hombro de su pareja, los ojos de la directora relucían mientras destrozaba otro plato. Desde que se exhibieran las fotografías, el número de clientes del restaurante se había doblado, y a Dominic no le importaba aceptar parte de la responsabilidad, pese a sospechar que solo se había limitado a corregir la falsa presunción de que un local llamado Nico's tenía que ser italiano. Su popularidad era tal que, esa noche, ambas aceras de la carretera de las afueras de Sheffield estaban abarrotadas de coches aparcados, parachoques con parachoques, y Dominic tardó varios minutos en maniobrar su Toyota para salir de la ratonera que se había construido a su alrededor. No dejaba de decirse que tenía que llegar a casa, mientras la frustración propagaba el desagradable martilleo de su corazón a las sudorosas palmas de sus manos, para revelar las fotografías que había sacado delante de Nazarill. Si no lo conseguía esa noche, no le daría tiempo a hacerlo antes de Navidades, debido al aumento de la demanda, propio de las fechas, que experimentaba su trabajo.

El parachoques delantero del Toyota se separó por fin de un presuntuoso e impertérrito Jaguar, Dominic pisó el acelerador a fondo, y volvió a aminorar cuando las ventanas tras las que parpadeaban los árboles de Navidad le recordaron que conducía por una calle residencial. Aceleró cuando las casas se tornaron más dispersas y de mayor tamaño, hasta que pronto no hubo más que árboles a ambos lados de la carretera, con las ramas decoradas por bombillas apagadas dejadas allí por la niebla. Aquí y allá se caía alguna para explotar contra el asfalto, y Dominic ya se había puesto en guardia para esquivar la siguiente cuando varios juerguistas salieron a trompicones de un pub inesperado. Se abalanzaron sobre el coche al grito de «Ande, ande, ande, la maricastaña», y solo se salvaron gracias a un violento volantazo que metió al Toyota en la cuneta de una carretera sin vallar. Dominic tuvo que detenerse y apoyar la frente en el parabrisas, donde el sudor empañó el cristal, antes de reunir el valor necesario para seguir conduciendo.

– Qué locos. No sé cómo los dejan salir de casa -masculló. Encendió la radio y buscó con el dial hasta encontrar un programa de villancicos que lo tranquilizara. Por fin, enfiló hacia la autopista, reduciendo en todas las curvas de la carretera desierta.

Aparte de algún que otro camión de largo recorrido, tenía toda la autovía para él. Cuando se adentró en una recta que sabía que duraba varios kilómetros, dejó que el velocímetro fuese sumando. Zangoloteó la cabeza ante la estampa de un turismo blanco que iba a darle alcance enseguida (él estaba sobrepasando el límite, pero ese conductor iba como loco), hasta que su techo comenzó a destellar como una luz navideña multicolor y se dio cuenta de que se trataba de un coche de policía. Frenó con brusquedad, el coche lo adelantó y se adentró en un desvío. El aullido de la sirena se desvaneció en la oscuridad. Una cuña radiofónica anunció que iba a ser una noche silenciosa, lo que a Dominic le pareció una broma de muy mal gusto, ya que él se sentía cualquier cosa menos tranquilo y sosegado. Tuvo que obligarse a volver a acelerar, a fin de no parecer tan sospechoso como se sentía, hasta llegar a la salida de Partington.

A cinco minutos de la autovía se hizo visible un fulgor anaranjado al otro lado de las pendientes rocosas, como si hubiese un incendio encima de la ciudad. Cuando el Toyota llegó al final de una curva larga, vio las cadenetas de luz que eran las farolas que partían de Nazarill. La luz lo atraía igual que el fuego, como si pudiera sentirla. Al girar colina arriba en Libras y Biblias, todas las ventanas de la planta baja de su edificio parecieron encenderse tenuemente para darle la bienvenida. No consiguió desembarazarse de aquella impresión hasta que hubo llegado a Nazareth Row y vio que toda la planta baja estaba apagada; como el resto de Nazarill, de hecho.

Algún animal, un gato, sin duda, escapó de un salto del roce de sus faros cuando estos iluminaron entre los postes del portal. La radio comenzó a cantar «Llegó en una noche clara», pero acababa de pronunciar esas palabras cuando la aguja del dial se alejó de aquella sintonía y sustituyó el resto del villancico por un murmullo estridente. Lo que fuera que estuviesen cantando aquellas voces era en un idioma que no conocía. Apagó la radio cuando los postes de la verja aparecieron en su espejo. El animal se convirtió en parte de la oscuridad debajo del árbol cuando Nazarill iluminó su fachada, y Dominic condujo en medio del fulgor hasta llegar al aparcamiento.

El portazo que dio al cerrar el coche sonó ahogado, amortiguado. La violenta iluminación desproveía de color a la fachada y empañaba las ventanas, dejándolas en blanco y sin vida. Sus ruidosos pasos en medio de tanta tranquilidad le hacían sentir como si estuviese llamando la atención, como si estuvieran observándolo a través de las ventanas opacas.

– Qué va -musitó, e intentó canturrear «Llegó en una noche clara», pero no se acordaba del resto de la letra. Sacó las llaves con un tintineo más agudo que el crujido de la grava y entró en Nazarill.

El resplandor del exterior cesaba a poco de adentrarse en el pasillo. Cuando las puertas de cristal redoblaron a su espalda, el fulgor del interior se extendió y se volvió visible. El calor estancado reavivó su transpiración, por lo que se desabotonó el abrigo mientras giraba la llave en su cerradura. Casi se le escapó la puerta de las manos; entró de un tirón en su recibidor y descargó un manotazo sobre el interruptor de la luz.

– ¿Qué hacéis todos ahí a oscuras? -preguntó.

Ninguno de los interpelados se dio por aludido. Estaban acostumbrados a que los pillara por sorpresa. Ahí estaba el novio, tropezando con la cola de su esposa mientras intentaba coger el sombrero de copa que escapaba a lomos del viento; junto a ellos, una madre, dispuesta a estrangular a su hijo de cinco años, incapaz de estarse quieto para posar delante de la cámara. Enfrente de estas fotografías enmarcadas había un flautista cuyo talento musical se resumía en la mueca del pianista que estaba detrás de él, y un hotelero que insistía en volver a colocar a sus grandes daneses y a él mismo, tan a menudo, que uno de los perros había terminado por levantar la pata junto a su silla del siglo XVII. Por lo general, hablar con ellas y con las demás repartidas por las varias habitaciones relajaba a Dominic en proporción al nerviosismo infligido por los modelos, pero esta noche no daba resultado, quizá porque, incluso después de tirar de las cadenas de los fluorescentes que coronaban los marcos, el salón parecía resistirse a desprenderse de su oscuridad.

– Demasiadas copas de más, eso es todo. ¿Alguien me va a echar un rapapolvo? Me lo figuraba -dijo, camino del cuarto de baño.

Lo aguardaba una joven que se había revuelto tanto durante la sesión fotográfica de su mayoría de edad que a punto había estado de salirse de su traje sin tirantes.

– Yo que tú, miraría a otra parte -le recomendó Dominic-. Aunque tampoco es que haya mucho que ver. -Sacó lo poco que tenía y evacuó todo aquello para lo que era la única salida, antes de encaminarse a la cocina y prepararse el café más negro que pudo conseguir. Mientras el filtro acumulaba gorgoteos, escrutó por encima de una nube de vaho, creciente y menguante, adherida a la ventana en dirección al árbol, del que tuvo que persuadirse que colgaban ramas rotas, no cuerdas. Cuando el percolador hubo emitido su perentorio chasquido, vació media taza de café antes de rellenarla y llevársela al cuarto oscuro. Supo que tenía que vivir en Nazarill cuando vio que disfrutaría de una habitación sin ventanas.

El fulgor ambarino de la luz de seguridad no iluminaba el cuarto, sino que parecía que se pegase igual que la miel a sus contenidos: la ciclópea ampliadora, cuyo único ojo parecía absorto en el estudio de la plancha base, la bandeja de plástico que alineaba frascos opacos de productos químicos junto a la bandeja que aislaba al tanque de revelado. Depositó la taza entre los tanques del banco y se asomó al salón para apagar la luz.

– No aprovechéis ahora que no os veo para montar alguna -murmuró a las fotografías. El chiste flotó en la penumbra de la habitación, por lo que tuvo que recordarse que lo mejor de vivir solo era que no tenía que preocuparse de que nadie encendiera la luz en el momento más inoportuno-. Deshágase la luz -exclamó, le dio un puñetazo al interruptor y cerró la puerta con fuerza. Los sobres largos que protegían los negativos se estremecieron con un frufrú-Manos a la obra.

Su voz le sonaba demasiado próxima, como si tuviese muy poco espacio para moverse. Engulló un trago de la medicina anaranjada en la que la luz de seguridad había transformado al café (incluso sabía a las trazas de productos químicos que empapaban el aire) y se dirigió a la mesa de trabajo más pequeña para coger los negativos de la sesión de Nazarill. Los había sacado del sobre, los había colocado en el portanegativos, y los estaba sosteniendo bajo la lámpara de la ampliadora para examinarlos en busca de motas de polvo, cuando se dio cuenta de que tenía entre manos una foto de colegio.

Nadie podía haber movido los negativos. Había seleccionado el sobre equivocado, eso era todo. Enfundó la tira, puso la de Nazarill en el portaobjetos y la sostuvo bajo la lámpara de la ampliadora. La línea de diminutas figuras de rostro negro se extendió delante de la fachada del edificio, con los ojos y el pelo blancos como los de un albino. Tras ellas, las ventanas y las puertas de cristal eran tan negras como trozos de granito incrustados en la fachada de marfil. Una de las ventanas no era negra del todo; contenía una marca pálida. Era la ventana de su dormitorio.

Hubiese creído que la marca era el reflejo de la cabeza de alguien, de no ser porque ninguna de las otras ventanas presentaba nada parecido. Debía de tratarse de un defecto del negativo, tan simple como enojoso. No sabría lo mal que quedaría hasta que no hiciera una copia.

– Vamos a echarte un vistazo-murmuró. Apagó la lámpara de la ampliadora mientras colocaba el caballete sobre la plancha y estiraba en él una hoja de papel de revelado. Tras ajustar las lentes con minuciosidad, encendió la lámpara.

Por lo general, exponía el primer revelado por secciones para calcular el tiempo que iba a necesitar, pero esta vez empleó los veinticinco segundos de rigor antes de apagar la lámpara y preparar las bandejas: líquido de revelado en una, baño de fijador en la otra.

– Ahora, veamos quién eres -dijo, al tiempo que trasegaba un trago de café para combatir el frío que había invadido el apartamento. Levantó el marco del caballete y cogió la lámina expuesta por una esquina del borde para que flotara en el líquido de revelado.

Siempre disfrutaba de aquellos segundos previos al descubrimiento de la foto pero, cuando se inclinó sobre la bandeja, se sintió como si la espesa penumbra pesara sobre sus hombros, ayudando a la imagen ahogada a tirar hacia abajo de su cabeza. Sostuvo la esquina de la imagen con las pinzas y agitó la hoja en el fluido, con delicadeza. Nunca había sido tan consciente de estar realizando un ritual. Los rostros alineados palidecieron contra la fachada de Nazarill, los hilachos de nube sobresalían del techo igual que una mata enmarañada de pelo. Por un momento, la ventana que no perdía de vista pareció que se tragara la presencia que enmarcaba, antes de que el marco cristalizara alrededor de la silueta.

– Dios bendito, fíjate -espetó. Se inclinó aún más, como si un escrutinio más próximo pudiera refutar la evidencia que tenía ante sus ojos.

Era un rostro lo que había en su dormitorio, no el reflejo de la cabeza de nadie. No se trataba de nadie que conociera ni con quien quisiera encontrarse. Aunque la cabeza era calva, no sabía distinguir si pertenecía a un hombre o a una mujer, ni su edad. El rostro componía una mueca que no podía calificarse de expresión, con la mandíbula más abierta de lo que podría esperarse de cualquier boca. El cuello era tan delgado como la muñeca de un niño, y la cabeza estaba echada hacia atrás encima de él. Dominic se aferró al borde de la mesa con la mano libre, con tanta fuerza que le temblaron los dedos. Cuando la impresión comenzó a desvanecerse, tras haber pasado demasiado tiempo sumergida en el líquido de revelado, vio que la posición de la cabeza y el cuello indicaban que su propietario estaba siendo arrastrado al interior de su dormitorio. Se apresuró a coger las pinzas para el baño de fijación para transferir la impresión a esa bandeja antes de que la imagen pudiera oscurecerse aún más. En ese momento, escuchó cómo se abría la puerta detrás de él.

Había comenzado a girar la cabeza y el torso cuando se le quedó paralizada la columna. La puerta se había abierto casi treinta centímetros, era como si toda la oscuridad de su apartamento se hubiese acumulado al otro lado, pero no era aquello lo que lo había dejado inmóvil; estaba escuchando las últimas palabras que había pronunciado. Cuando había dicho «fíjate», era la sorpresa la que había sacado las palabras de su boca. No había pretendido invitar a nadie y, desde luego, no esperaba recibir respuesta.

No se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que comenzó a latirle el pecho. Pensó que, si no se movía, se desmayaría, pero le aterrorizaba la idea de que al moverse pudiera llamar la atención sobre él. La oscuridad del otro lado del cuarto, o algo en su interior, abrió la puerta un poco más. En la abertura, vio un tenue objeto redondo que flotaba a algunos centímetros del suelo.

Las pinzas de plástico se le escaparon de las manos y golpetearon contra la mesa de trabajo. Hundió las uñas en la madera. Los pinchazos de dolor lo liberaron. Se enderezó con tal violencia que, al principio, se temió que pudiera lesionarse la espalda. Se dio cuenta de lo indefenso que estaba. El interruptor más cercano estaba al lado de las tinieblas, ni siquiera la puerta los separaba.

Inhaló una bocanada que pareció llenarle la cabeza de gases. Se agarró a la ampliadora. Tras sacar de un tirón el carrete de negativos, tiró de la trabilla de la lámpara hasta que su cabeza tropezó con la columna del aparato. Sus dedos toquetearon la lámpara en busca del interruptor y sostuvo la columna con ambas manos para ladear la pesada ampliadora y proyectar el rayo al otro lado de la estancia.

De repente pensó que no iba a dar resultado. Para cuando hubo llegado al umbral, la luz era tan difusa que su fulgor apenas resultaba visible. Sin embargo, sí que dio resultado, demasiado. Como si el contenido latiente de la oscuridad hubiese recibido permiso para crecer, el objeto redondo ascendió y vio su rostro… el rostro de la fotografía. Las mandíbulas se abrieron cuando el cuerpo entró en el cuarto a cuatro patas.

Se detuvo al cruzar el umbral y se incorporó con la ayuda de unos brazos iguales a ramas muertas, retorcidos, escuálidos y descascarillados, como si tantease en su busca. Ladeó su boca bostezante, casi desprovista de nariz, y la giró hacia delante y atrás. Creyó que lo que quiera que hubiese en aquellas arrugadas cuencas oculares era incapaz de ver. El espectáculo lo habría dejado paralizado, de no ser porque la perspectiva de que lo encontrara era aún peor. La figura reptante no estaba allí, en realidad, consiguió razonar; era como una fotografía que hubiese tomado el edificio de algún modo, una imagen proyectada por la esencia del lugar. Aquella idea le permitió depositar la ampliadora encima de la mesa, aunque su pulso le hacía sentir los dedos hinchados e inestables. La base tocó la madera con un golpecito, apenas audible por encima del martilleo de su corazón, pero lo bastante alto como para que lo recorriera una oleada de pánico. Se abalanzó en dirección al salón, soltando un brazo que le pareció envuelto en melaza para asir la puerta y abrirla de par en par.

La cabeza bostezante se apartó de él y golpeó el filo de la puerta con el borde de la mano. Ya se había agarrado a la madera y se había dado cuenta de cómo podía ayudarlo a girar hacia el salón, desde donde podría apresurarse a cruzar el pasillo y a salir de Nazareth, antes de acordarse de su precaria forma física. Algo le agarró el pie. El tacto sugería que acababa de pisar un montón de telarañas, pero un vistazo le reveló que eran dos manos lo que le aferraban los tobillos. Cuando comenzó a patalear desenfrenado e intentó reunir el aliento necesario para proferir un alarido, la figura se agolpó ante él, adquiriendo substancia a medida que aparecía, aunque seguía siendo más delgado al tacto de lo que parecía a simple vista. Aquella cara muerta se puso a la par de la suya, un andrajoso trozo de lengua se agitó en lo hondo del agujero que eran aquellas fauces y los ojos apergaminados se clavaron en los suyos.

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