Oswald estaba observando cómo el tejado abovedado de la iglesia remedaba una sacra osamenta apretada y alzada, y por eso no advirtió que la familia Pickles lo estaba siguiendo hasta que se reunió con él en el pequeño porche de piedra.
– ¿Hoy viene solo? -preguntó Jack Pickles.
– Usted lo ha dicho.
– ¿Dónde está su hija? -preguntó Hattie bajo el ala de un sombrero que recordaba a un cuadro alpino.
– Estoy pensando en enviarla lejos de aquí por su propio bien.
La idea se le había ocurrido en mitad de sus plegarias, pero Jack parecía pensar que demostraba debilidad. Mientras emergían del porche al frío viento del patio, se pasó una mano sobre su pecoso cráneo, imperfectamente cubierto de un proyecto fallido de pelo, y miró a Oswald a través de sus gafas cuadradas de caparazón de tortuga.
– Hemos oído que ayer tuvieron un pequeño lío.
– Solo un comportamiento que nunca debiera haberse visto en público.
Hattie empujó a su hijo hacia delante para referirse a él.
– Podría haber sido mucho peor si uno de los nuestros no hubiera estado allí para echar una mano, ¿no le parece?
– Le estoy muy agradecido.
– ¿Y qué es lo que pasó, de todos modos? -preguntó Jack-. Algo relacionado con una Biblia, ¿no, hijo?
– Ella había estado escribiendo cosas en sus páginas y no debería haberlo hecho.
– No hace falta dar tantos detalles-dijo Hattie al instante.
– No lo iba a hacer, mamá -protestó Shaun mientras sus mejillas desarrollaban nuevas tonalidades de rojo.
– También estaba asustando a la gente en la calle, ¿no es así?
– Y a las viejas del Té para ti -dijo su madre-. Una de ellas me lo estuvo contando justo antes de la misa.
– Espero que no se moleste, señor Priestley, pero la verdad es que su hija empieza a tener una cierta reputación. Estoy seguro de que eso no le gusta.
– Al principio no creía que la señora Clay pudiese estar hablando de ella -dijo la señora Pickles, que miró a su alrededor antes de bajar la voz, aunque no había más que piedras cerca de ellos-. ¿Por qué se está comportando así? ¿Es cosa de drogas?
Un pensamiento aguijoneó la vergüenza de Oswald.
– Déjeme que le asegure que nunca volveré a permitir que se acerque a ningún veneno.
– Es una lástima que no haya un colegio aquí mismo en el pueblo, para poder tenerla vigilada. Cuanto más grande es el lugar, peores son las influencias. Es cosa de lógica.
– No lo olvidaré. -Oswald la siguió mientras cruzaba la cancela, que Shaun cerró detrás de su padre. -Les estoy muy agradecido a los tres -dijo Oswald.
Solo Shaun aparentó creer que merecía un agradecimiento y Oswald tuvo que resistir el impulso de explicarse. Le habían ayudado a decidir el curso de acción que debía tomar, pero no había necesidad de darle publicidad a sus métodos. Los observó mientras bajaban la ladera con su hijo entre ambos. Ellos habían mantenido a Shaun bajo control y ahora era hora de que él hiciera lo mismo antes de que fuera tarde. Se persignó mientras miraba la tumba de Heather y luego regresó a Nazarill.
¿Había estado su hija de verdad demasiado enferma como para que la llevara a la iglesia, o había tenido miedo de que su comportamiento la traicionase? Recordó la última vez que había entrado en el patio de la iglesia, recordó haberla visto musitando en el camposanto, como si pretendiese resucitar a su madre. Gracias a Dios que su madre ya no estaba allí para ver cómo se había extraviado su hija, ni para contener su mano.
Nada de puertas, pensó mientras pasaba entre los postes de la entrada, no había necesidad de ellas mientras hubiera un guarda. Mientras la luz lo saludaba, Nazarill pareció expandirse para abrazarlo mejor. Cuando entró en el edificio, la apacible y tenue luz le recordó a una iglesia. Aunque no vio a nadie en las escaleras o en el pasillo, se sintió como si le hubieran dado la bienvenida a casa. Recorrió el pasillo hasta su puerta y entró.
Amy se estaba poniendo en pie al otro lado de la mesa de la cocina. Al verlo, pareció encogerse y soltó el teléfono que tenía en la mano. Aunque vio cómo chocaba contra la mesa, no pudo oírlo por el estrépito que reinaba en el apartamento. Mientras se tapaba los oídos, se arañó la mejilla con la llave que tenía en la mano. Abrió la puerta de un empujón y se guardó las llaves en el bolsillo mientras le hacía frente al sonido, que inmediatamente empezó a remitir.
– De modo que así es como te comportas cuando deberías estar rezando -dijo, viendo, mientras sus sentidos se recuperaban, que había arañado un panel junto a la puerta por vandalismo o algo peor-. Buen Dios, ¿qué le has hecho a esta pared?
No era lo único que había hecho; todas las luces estaban encendidas. ¿Qué había estado haciendo en aquella habitación? Mientras la cinta contenía el aliento, tratando de cogerlos desprevenidos con el siguiente estallido, recorrió el salón, apagando bruscamente todos los interruptores. Tuvo que agitar los brazos frente a su rostro mientras entraba, primero en su habitación, donde no parecía haber tocado nada, y luego en la de Amy; creyó haber sentido un hormigueo en la piel. Antes de que pudiera identificar su causa, el estéreo volvió a dar rienda suelta a su pandemonio, en medio del cual pudo reconocer la frase «Bailemos mientras morimos». Entró en la habitación para apagarlo y vio que Amy lo estaba utilizando para ahogar el sonido de un himno en la televisión.
– Que el Buen Dios nos proteja, ¿es que le tienes miedo a un himno? Gracias a Dios que tu madre… -frunció los labios mientras apagaba la cacofonía y luego, para poder pensar con claridad, la televisión. Creyó que volvía a sentir el hormigueo, como si sus nervios estuvieran a punto de escapar a su control. No le permitiría que le hiciera eso. Se llevó una mano al rostro y se apretó los ojos con el pulgar y el índice antes de entrar en el salón-. Vamos a ponerle fin a tus maldades -dijo, y se dirigió hacia ella.
Por lo menos podría haber tenido la delicadeza de encogerse, pensó él. Cuando se volvió después de colgar el teléfono, la encontró mirándolo como si fuera él quien hubiera cambiado, y no ella.
– Soy lo que tú has hecho de mí -le dijo.
– Nunca te atrevas a sugerir eso, ni siquiera a mí. Lo que tú eres no es culpa mía ni de tu… -la referencia a su madre se enquistó en su garganta mientras se dejaba caer en el banco que había entre Amy y el salón-. Quizá tampoco sea culpa tuya del todo. Quiero saber con quién has estado hablando.
– Conmigo misma.
– No digas eso, ni siquiera como un chiste.
– Es lo que tú piensas, ¿no es así? Piensas que yo me inventé todo lo que hay escrito en la Biblia.
– Resulta que no pienso nada parecido. Quizá ahora tengas la amabilidad de decirme de dónde lo has sacado.
– ¿De dónde he sacado el qué?
– No te hagas la inocente conmigo, niña. Te olvidas de que tu amigo me hizo un informe completo mientras tú estabas entreteniendo a las ancianas en el salón de té. ¿Cómo te enteraste de que hubo un manicomio aquí y un incendio?
La mirada de Amy lo paralizó. No apartaría la vista de su propia hija, pero no pudo evitar frotarse el rostro con una mano. Ella parecía tener más de una pregunta para hacer, y la que emergió fue:
– ¿Y tú?
– Me encargué de averiguarlo por si podía ayudarme a curarte de tus fantasías.
Ella miró más allá de él. Podría haber sido un alivio, de no ser porque daba la impresión de estar viendo o esperar ver algo más que el pasillo vacío. Oswald volvió a sentir el hormigueo en la piel y cerró el puño en vez de tocarse la cara.
– No puedes negarlo -dijo, y posó al fin la mirada sobre él-. Estás diciendo que es cierto. Eso es lo que era este lugar y eso es lo que ocurrió.
– Amy, por favor, no trates de hacer como si yo hubiera alimentado tus locuras. Sabes que es cierto e insisto en que me digas quién es el responsable de haber dado tal información a una chica impresionable de tu edad.
– ¿Es que no te oyes? ¿No sabes lo que pareces?
– Tu padre. Te guste o no -dijo él mientras su rostro se volvía hacia la ventana de la cocina, como si lo estuviese incitando-, eso es lo que sigo siendo. Sigues con tus juegos, pero no vas a ganar. Eres tú el objeto de la discusión, no yo.
– Discute entonces.
– Creo que has estado utilizando ese cuento del manicomio como una excusa para comportarte como si… -no podía decirlo. Tener que pensarlo ya era suficientemente malo. Otras palabras acudieron a su boca-. Contando historias absurdas en la radio para que la gente las escuchara, farfullando blasfemias en el mercado, atacando también a la gente en la calle, según he oído. Y mancillando la Biblia, que Dios te perdone, y ahora dañando nuestra casa. ¿Te das cuenta de que todo Partington lo sabe? En el pasado te hubieran encerrado y quizá…
– Sigue. Eso es lo que quiere.
– No tengo la menor idea de lo que quieres decir y no quiero saberlo. ¿Es que no es posible que escuches por una sola vez en vez de decir lo primero que se te viene a la cabeza? Estoy tratando de conseguir que te enfrentes a la verdad que necesitamos ver.
– Tú lo necesitas.
– No me vas a callar mirándome así, así que te sugiero que dejes de hacerlo. Respóndeme a esto, una respuesta directa si es que te es posible. Tiene que haber algún remedio para tu estado. ¿Cuál crees que podría ser?
Vio que ella pensaba en vez de soltar una respuesta y pensó que por fin empezaba a tomarlo en serio. Entonces ella dijo:
– ¿Cuándo crees tú que empecé?
– ¿A volverte como eres ahora? Desde que nos trasladamos aquí. Creo que decidiste desde el principio que no te gustaba. Sé que sentiste dejar nuestra antigua casa, que guardaba muchos recuerdos para ti, pero debes darte cuenta de que era demasiado grande para nosotros dos. Nos hubiéramos trasladado antes si hubiera podido encontrar algo más pequeño que resultara apropiado.
Le estaba ofreciendo una excusa para ella, pero su concentración pareció estarse concentrando en sus últimas palabras. Su rostro empezó a picarle antes incluso de que ella respondiera.
– ¿Sabes lo que estás diciendo? -le dijo.
– Al pie de la letra.
– Has dicho que empecé cuando nos mudamos aquí, pero entonces no sabía que había sido un manicomio.
– Lo que solo significa que una vez que te lo contaron lo utilizaste como excusa para empeorar tu comportamiento.
– No me lo contaron. Lo leí en la Biblia.
– Amy, si persistes…
– Yo no lo escribí. Ni siquiera estaba segura de que fuera cierto hasta que tú lo dijiste.
– Basta. Es suficiente. No te vas a burlar de mí. Puedes quedarte en tu cuarto hasta que estés preparada para mostrar más sentido común, y eso significa que me cuentes quién te suministró esa información dañina que tanto me he esforzado en mantener lejos de tu alcance.
Amy se puso en pie de inmediato, con el rostro sombrío.
– Tendrás que esperar mucho.
– Tómate todo el tiempo que puedas aguantar. Me encontrarás esperando.
Ella pasó alrededor de la mesa, con el rostro brillante de furia. A él le dio la impresión de ser su ángel de la guarda, hasta que se dio cuenta de que permanecía alejada de él todo cuanto el espacio disponible le permitía.
– Deja de comportarte como si yo fuera un monstruo – dijo-. Quizá deberías apreciar el hecho de que me estoy conteniendo. En cuanto decidas comportarte racionalmente… -estaba observando cómo su delgada forma abría una puerta aún más delgada, que se cerró con tanta fuerza que hubiera hecho temblar la pared que la contenía de haber sido un poco menos firme. Mientras se sentía como si parte de su discurso hubiera sido una excusa para castigarla a su cuarto, apagó las luces de la cocina y se dirigió a su habitación.
Al llegar frente a la puerta de su hija, sintió de nuevo el hormigueo en las mejillas. Entró rápidamente en su dormitorio y cayó de rodillas, magullándoselas, pero no fue lo suficientemente rápido. Aun con las uñas clavadas en los nudillos de sus entrecruzadas manos, no fue capaz de rezar… no podía sacarse de la mente el pensamiento de la habitación de Amy atestada de cosas que se arrastraban, alejándose de su cabeza y reptando sobre el edredón, arrastrándose sobre el desorden del suelo. Se apretó las mejillas con los nudillos para apagar el hormigueo, la sensación de que el aire estaba cubierto de telarañas, pero no pudo espantar los pensamientos. En el pasado, las cabezas de los enfermos eran rapadas cuando caían presa del mal, y acaso esa era la razón secreta de que Amy se hubiera cortado el pelo. Mientras la sensación que había invadido la atmósfera de su casa lo hacía tiritar, se le hizo evidente que ella no había logrado desinfectarse con su acto.
Si eso no había tenido éxito, ¿Qué podría tenerlo? Esa era una pregunta con la que no se sentía preparado para lidiar por sí solo. Estaba juntando de nuevo las manos, acariciándose los nudillos con las yemas de los dedos en un esfuerzo por distraerse del hormigueo anticipatorio de su cara, cuando el teléfono lo convocó.
En un movimiento estaba de pie, había abierto la puerta y descolgado el aparato antes de que hubiera completado el segundo par de llamadas. Una voz conocida dijo:
– ¿Hola?
Dejó que repitiera el saludo dos veces mientras cerraba la puerta de su dormitorio detrás de sí, sentándose al borde de la cama. Entonces dijo:
– ¿Sí?
– ¿Podría hablar con Amy, por favor?
– Me temo que no -una sensación de calma, de gratitud por recibir la respuesta, al menos en parte, a la plegaria que no había llegado a poner en palabras, le dejó utilizar el nombre del que había llamado-. Robin.
– ¿No quiere hablar conmigo?
– Imagino que es así. No me ha dado la impresión contraria. Además, esa no es la cuestión -dijo Oswald, que se permitió una sonrisa al observar su inminente mentira-. No está aquí.
– ¿Dónde está?
– Se ha ido.
– ¿Adonde?
Aunque la voz del muchacho empezaba a provocarle un hormigueo de disgusto, al menos se obligó a elaborar los detalles que le diría a cualquier otro que preguntase.
– A casa de una tía.
– No sabía que tuviera tías.
– Apenas sabías que tenía padre, ¿verdad? No me extraña que no te mencionara a la tía Alice -continuó Oswald con suavidad mientras el nombre se aparecía en su cabeza-. Confío en que te des cuenta de que un cambio de aires es precisamente lo que necesita. Debe de haberte dicho que se encontraba tan mal que ni siquiera podía seguir con el colegio.
– ¿Cuánto tiempo va a pasar fuera?
– Todo el que sea necesario. Yo me encargaré de explicarlo en la escuela.
– ¿Tiene usted su dirección?
Por un instante, esto pareció una demostración de astucia por parte de su mal elegido amigo; entonces Oswald recuperó el control por completo.
– Ni siquiera yo me pondré en contacto con ella hasta que no mejore.
Había asumido que esto silenciaría a su interlocutor, pero no había tenido en cuenta la testarudez de la juventud.
– Si se pone en contacto con usted -dijo el muchacho-, ¿podría decirle…?
– Creí que había dejado claro que eso era imposible. Por favor, no llames más aquí -dijo Oswald, cortándolo en seco.
Escuchó el zumbido casi monástico de la línea durante unos segundos antes de volver a colgar el receptor en el aparato, junto al cual la puerta de Amy permanecía cerrada. ¿Estaba dormida o había escuchado el teléfono y lo había ignorado? Confiaba en lo segundo. Su tozudez podría tener algunas ventajas, después de todo… de hecho, ya las había tenido. Recordaba haber llegado por el pasillo en medio de un apacible silencio solo para verse recibido por su enloquecido estrépito. Con ello le había mostrado mucho más de lo que había pretendido. Ocurriera lo que ocurriese dentro de su apartamento, nadie se enteraría fuera de sus paredes.