– Como Supervisor, señor Higstooi, sin duda…
– Supervisor Superior, señora, si no le importa.
– Discúlpeme por no utilizar su título completo, pero dado que es usted eso…
– Mi título completo, señora -en ese momento, el hombre de rostro gris insertó los pulgares tras las solapas de su chaqueta y se incorporó en toda su estatura tras el imponente escritorio-, mi título completo, como le digo, es Supervisor Superior de Permisos de Cementerios.
La mujer juntó ambas manos, ásperas después de tantos años de trabajo como mujer de la limpieza y madre, y las alzó hacia él.
– Ya sé que es eso lo que usted es, por supuesto que sí. Y dado que lo es me dará permiso para ponerle una pequeña lápida a mi Amelia estas Navidades, ¿verdad?
– ¿Acaso no ha leído -el funcionario apuntó tanto con su afilada y estrecha nariz como con la uña larga y gris de uno de sus dedos a la parte delantera de su escritorio-, no ha examinado con atención ni digerido la nota que yo mismo escribí en la mejor de mis placas de cobre?
– Es realmente bonita, señor, pero la verdad es que no sé.
– ¡No sabe leer! -anunció Gustus Higstooi a un oficinista de nariz húmeda que en aquel momento pasaba junto a su celda-. Es cierto, no resulta provechoso enseñar a leer a los pobres, pero, sin instrucción, ¿qué utilidad puede tener una piedra para usted? -Estas palabras estaban dirigidas a la anciana de cabello cano, encorvada a causa de los años y la pena, cuya atención dirigió de nuevo hacia la placa de cobre-. «No se concederán permisos los viernes después de las tres de la tarde» -leyó en voz alta y con mucha lentitud.
– Lo comprendo, señor, pero si usted me perdona…
– El perdón es tarea de los sacerdotes, no mía.
– Iba a decir, señor, que una cosa que sí me enseñaron a leer es un reloj -en aquel momento la mujer se aventuró a señalar uno de tales aparatos, situado bajo la ventana, que estaba cubierta de estalactitas de hielo-. Y si no le importa mirar, señor, verá usted que todavía no son del todo las tres.
– ¿No del todo, dice usted? ¿No del todo? -El funcionario ajustó la pluma en el tintero antes de entregarse a la tarea de desabrocharse la chaqueta. Conseguido esto, extrajo trabajosamente del bolsillo de su chaleco una leontina, y estaba a punto de levantar la tapa cuando el reloj empezó a emitir sus metálicas campanadas-. Creo que está usted equivocada -dijo, cerrando la tapa bruscamente mientras repetía con aire triunfante-: No se concederán permisos los viernes después de las tres de la tarde.
¡Cuan gris discurre la vida en una celda! Algunos hacen de sus vidas una celda mientras otros hacen que se construyan a su alrededor. Algunos, de los cuales hemos inventado a Higstool como primer representante, se envuelven en el gris como si fuera una capa; mientras que otros, como la viuda que suplica frente a su escritorio, son descoloridos por las vidas que la sociedad les obliga a vivir. ¡Y qué factor de monotonía es un lugar como Nazarill! En el momento de nuestra primera visita está envuelto en una niebla que se arrastra por los corredores y que resuena con estornudos y toses; pues incluso en lo más cálido del verano, la luz del sol nunca penetra en muchas de las celdas donde los oficinistas se inclinan sobre su trabajo como arañas prestas a devorar sus presas.
Lo que la luz del sol no puede disipar, ¿podría destruirlo el fuego? Quizá un pensamiento de esta clase -algún eco del pasado- despertó en la lenta pero honorablemente del único hijo de la viuda, que caminaba lenta pero diligentemente y sin quejarse sobre las crueles piedras del camino, con unas botas cuyas suelas eran tan delgadas como el postrer sollozo de un niño depauperado mientras contemplaba cómo lloraba su madre sobre los escalones del sombrío edificio.
– Madre -sollozó-, no te lo tomes así. Levanta, no debes tomártelo así. -Y, para consolarla, sacó del menos andrajoso de los bolsillos de la chaqueta de su padre el tesoro que había pertenecido a su hermanita muerta, Amelia…
Rob ya había leído más que suficiente unas cuantas páginas atrás, pero era el lenguaje, por mucho que hubiera la remota posibilidad de que alguien hubiera hablado alguna vez de esa manera, lo que había resultado demasiado para él. El objeto que había en el andrajoso bolsillo era una caja de yescas que su padre sacudía para divertir a la pequeña. Lo vio en el mismo instante en que cerraba la tapa de color marrón y apagado sobre las páginas de color marrón y apagado. Emitieron un sonido sordo que fue ahogado un poco más por el polvo, motas del cual volaron hacia la gruesa repisa y las fotografías que descansaban en filas sobre ella. Se contempló a sí mismo tal como aparecía en todas ellas y se preguntó una vez más por qué habría comprado el libro.
Después de que Amy lo dejara para ser objeto de observación por parte de las clientas del Té para ti, algunas de las cuales habían empezado a remover con fuerza su té, como si estuviesen preparando un conjuro para expulsarlo de allí, se había quedado un rato para demostrarles que su opinión no podía afectarlo, hasta que la encargada le había pedido que se marchara. Para entonces Pickles había desaparecido. De no ser así, sin duda Rob hubiera volcado su furia sobre él. Se estaba dirigiendo a su casa, lanzando miradas furiosas a cualquiera que lo mirase, cuando el librero lo había llamado con gestos desde la furgoneta que estaba cargando.
– Antes he intentado llamar la atención de tu novia. Encontré su libro en la liquidación de una librería.
El instinto le había dicho a Rob que contestase que ella no era su novia, pero no había querido discutir el asunto. Solo había dicho:
– ¿Cuánto?
– No vale la pena regatear a esta hora del día. Es tuyo por lo mismo que me ha costado. Veinte peniques.
Aunque había encontrado cierta satisfacción en cambiar el peso de todas las monedas de cobre que llevaba en el bolsillo por el mohoso libro, Rob apenas había abandonado la librería cuando ya quería devolver el Nazarill. ¿Por qué no lo había dejado allí para que Amy lo comprara? Había pasado la mitad del fin de semana convenciéndose de que la única manera que ella tenía para enterarse de que lo tenía él era llamarlo. La pasada noche se había rendido y la había llamado él, y entonces se había enterado que la habían mandado fuera para recuperarse.
Eso había hecho que se sintiera como si su vida le hubiera sido arrancada violentamente y hubiera sido reemplazada con recuerdos cuya naturaleza subyacente lo consternaba. ¿En qué medida era él responsable de su condición? ¿Debería haber demostrado su escepticismo antes, o no haberlo hecho nunca? Al principio estuvo tentado de tomar la novela como una promesa de que regresaría intacta -tentado de sentir esto porque la estaba guardando para ella, y ella tendría que regresar para leerla tan ansiosa como siempre-, y entonces se dio cuenta de que eso podría hacer que empeorara o, si su marcha la curaba, podría hacer que recayera. Tras regresar de la escuela ese lunes había tratado de leerla para juzgar cómo podía esperarse que la afectase, pero la pedantería de su prosa había terminado por distraerlo. Estaba empezando a pensar en llevarla a la papelera de reciclaje que había en el aparcamiento del mercado cuando escuchó una llave en la puerta principal, y luego la voz de su madre en el salón.
– ¿Quién hay?
– Solo yo.
– Me vale para empezar. -En cuanto se hubo quitado la chaqueta acolchada que siempre llevaba en el coche durante el invierno, entró con paso cansino en el salón, irguiendo un hombro y luego el otro como si pudiese ponerlos más rectos, y alzando su cuadrada mandíbula. Rob tuvo la impresión de que estaba haciendo una entrada para dar un discurso que había ensayado previamente-. Algunas veces pienso que debemos de estar locos -declaró-. La gente que dejamos suelta en las carreteras.
– ¿Algo especial?
– No mucho. Demasiados de ellos. He perdido la cuenta de la gente con la que me he cruzado mientras conducía y que parecían haber olvidado todo lo que les enseñé, excepto coma funciona el coche. La semana pasada se me echó uno encima, saliendo de la niebla sin luces, y me dio las largas para indicarme que las mías estaban apagadas.
– Pero eso fue la semana pasada.
– Exacto, la semana pasada. -Parecía, y no resultaba en absoluto inusual, no estar del todo segura de si él se estaba divirtiendo a su costa, y respondió con su habitual y cómica mueca ceñuda-. Hoy ha pasado uno al que tu padre le vendió un coche y lo ha hecho adelantando a un autobús a setenta y cinco, o sea, tres veces su edad. Le he sonreído con dulzura y he señalado nuestro nombre en el techo, pero tenía demasiada prisa por llegar a dondequiera que fuese como para fijarse. Supongo que estás pensando que yo también estoy un poco loca.
– Nunca le diría eso a nadie.
Sintió que había sido injusto al hacer que eso pareciera un reproche, y estaba pensando cómo enmendarlo cuando ella apartó la mirada.
– ¿Y el colegio? -le preguntó.
– Lo habitual.
De ordinario, hubiera cambiado de tema ante esta contestación pero no en aquella ocasión.
– ¿Y ese libro? ¿Es del colegio?
– No.
– Leer un libro antiguo por diversión no es propio de ti.
– No he dicho que lo fuera -dijo Rob, que se dio cuenta de que quería continuar. Podría incluso hacerlo solo con un poco más de estímulo, aunque discutir sus sentimientos con cualquiera de sus padres era un hábito mucho más fácil de perder que de recuperar. Encerrarse en su cuarto para escuchar música no parecía que fuera a hacerle demasiado bien, no más de lo que lo había hecho el día anterior fumarse un porro en un paraje solitario del páramo. De hecho, solo había conseguido que el viento en su rostro se le antojase lo contrario al aliento de Amy. Apartó la mirada del libro y descubrió que la atención de su madre estaba prendida de él, pero ambos esperaban a que el otro empezase a hablar cuando un tintineo de llaves dio paso al crujido de una de ellas al ser insertada en la cerradura de la puerta principal.
– Aquí viene tu padre -dijo ella con cierta impaciencia, saliendo de la habitación.
En el menor tiempo posible, el rotundo y rosado rostro de su padre, erizado de cabello rojo sobre el cráneo y no mucho menos sobre el labio superior, se asomó por la puerta.
– Cenamos en cuanto baje -anunció a su esposa. Se le oyó subiendo las escaleras al trote y soltar un apagado «joder» al trastabillar, y poco después bramar una serie de frases al ritmo de la primera línea de «La donna é mobile», por encima del rumor de la lluvia, entre las cuales «Los mejores precios en Coches Hayward» resultó ser la favorita. Reapareció vestido con su bata, que era del mismo color que su cara después de habérsela frotado con la toalla, e indicó a su hijo que se dirigiera a la cocina mientras ladeaba la cabeza para comprobar el título del libro que Rob había dejado sobre la silla.
– ¿A quién se le habrá ocurrido? -murmuró, y al instante pareció olvidarse del asunto. Después de poner la mesa acomodó sus larguiruchas piernas debajo de ella y compartió con su familia las descripciones sobre los clientes del día, de forma tan entusiasta como atacaba la cena-. No quiso probar el Mini hasta que logré meterme yo en él -dijo al cabo de un rato, y entonces guiñó un ojo a Rob mientras señalaba la última tajada del pastel de carne y riñones-. Eso para la chef y para ti. Entonces, ¿qué significa ese libro?
– Algo positivo, diría yo -dijo la madre de Rob.
– ¿Por qué lo dices? -dijo su padre mientras dejaba los cubiertos sobre la mesa.
– Está leyendo algún viejo clásico cuando no tendría porqué hacerlo.
– Creo que no es uno de esos, ¿verdad, compañero?
– Oh, ya veo, creo -dijo su madre mientras escondía una sonrisa de complicidad tras la mano-. Nuestro niño está creciendo. ¿Qué es, Fanny Hill o Lady C?
– Te estás equivocando de palanca, Marge. Es…
– Es una historia sobre Nazarill -dijo Rob.
– Oh.
La sílaba podía haber expresado simpatía o decepción, ninguna de las cuales gustaba a Rob.
– No creo que vuelva a verla.
– Oh, querido -dijo su madre con, estaba bastante seguro, considerable alivio. Guardó unos pocos segundos de silencio por la muerte de su relación-. No nos lo cuentes hasta que no quieras hacerlo.
– Mira, Marge, él no necesita nuestro permiso para hacer eso y lo sabe, ¿no es verdad, compañero?
Quizá su padre era genuinamente inconsciente de que con su actitud redoblaba la presión sobre él, pero Rob se dio cuenta de que no podría escapar con un simple gesto de asentimiento.
– Tuvimos una bronca -dijo-. Puede que os enteraseis.
– ¿Cómo íbamos a haberlo hecho? -dijo su madre como si hubiese tenido derecho a hablar con un tono acusador mucho más marcado-. Te habías marchado con ella mientras yo trataba de no cruzarme con su padre.
– Puede que hayáis oído algo sobre ello.
– Yo no, Tom, ¿y tú? -Apenas esperó a recibir la respuesta antes de preguntarle a Rob con tono imperativo-. ¿Por qué? ¿Qué estabais haciendo?
– Gritarnos el uno al otro en donde nadie bebe nada más que té.
– Ese puñado de arpías embalsamadas. De todas las personas que podíais elegir, las doncellas de Partington, mujeres que logran ser abuelas sin haber tenido hijos. Si alguien necesita un buen repaso… -escondió otra sonrisa hasta que logró reprimirla con algún reproche-. ¿Qué se dijo?
– No tuvieron que decir nada, bastó con que miraran.
– Me imagino cómo lo hicieron -dijo, imitando su característica expresión con la suficiente exactitud como para sugerir que no pensaba que fuera por completo inapropiada-. Pero me refería a la discusión.
– Fue por algo que no me creí.
– Dime que cierre la boca con una pinza para la ropa si quieres, pero no puedo decir que me sorprenda. -Al ver que él solo se encogía de hombros, añadió-: ¿Tenía que ver con ese viejo caserón?
– Últimamente, para ella todo tiene que ver con eso.
– No te preocupes, cariño, estarás en la universidad antes de que te des cuenta.
Rob había empezado a imaginar el consuelo que según implicaban sus palabras le esperaban en el futuro, cuando su padre intervino.
– Puede que una de esas pinzas para la ropa se necesite por aquí, y puedes llamarme un viejo lento y estúpido si quieres, pero si no vas a verla más, ¿por qué estás leyendo ese libro?
– Eres un viejo lento y estúpido -lo complació al punto la madre de Rob-. ¿Es que nunca has tenido su edad? ¿No te das cuenta de que todavía está pensando en ella?
Era cierto, pero le resultaba tan poco doloroso que estaba sorprendido, e incluso bastante complacido consigo mismo. Los nueve meses pasados con Amy estaban retrocediendo hasta situarse a una distancia tolerable, y si no se empeñaba en recordar durante un rato cómo lo había hecho sentir y cómo lo había mirado, se quedarían allí. Si hubiera querido hablar con él, seguramente a estas alturas ya le habría telefoneado, puesto que debía de saber que su padre no iba a darle el número de dondequiera que estuviera. Esa mañana había despertado pensando que, de necesitarlo, telefonearía mientras quienquiera que la estuviese cuidando estuviera fuera. Pero la ausencia de cualquier mensaje en el contestador no parecía tan mala como inevitable.
– He empezado a no hacerlo -dijo.
Su padre hizo ademán de hablar, pero la madre de Rob pellizcó el aire frente a su boca para acallarlo.
– Creo que empiezas a parecerte a mí -le dijo a Rob-. Antes, cuando dos personas rompían lo normal era devolverse todos los regalos, pero yo siempre he creído que debías guardar algo para recordar los buenos tiempos.
En vez de complicar el momento con una explicación, Rob trató de ocuparse de la mirada poco convencida de su padre.
– Es solo una historia sobre cuando Nazarill era un edificio de oficinas. La verdad es que no sé por qué la estoy leyendo. Creo que ya lo he dejado.
Estas palabras le valieron sendas miradas de escepticismo afectuoso que podrían haber terminado por irritarlo si el teléfono no los hubiera interrumpido. Al oír una voz femenina en el contestador, su madre aceptó la llamada y accedió a encontrarse con su última pupila. Para entonces, Rob y su padre estaban limpiando la mesa, y con ella la conversación sobre Amy. Mientras sus padres se sentaban frente a la primera comedia de la tarde al sonido de una audiencia que se reía antes de que ellos tuvieran ocasión de hacerlo, Rob recogió la copia del Nazarill y la llevó al piso de arriba para que no le estorbara mientras hacía los deberes.
Al descorrer las cortinas de su dormitorio vio la mansión, cerniéndose amenazante sobre el pueblo. La luz procedente del mercado resplandecía tenue sobre el alargado y pálido edificio, y le drenaba el color a aquellas ventanas del primer piso que estaban iluminadas. Por un instante tuvo la impresión de que el edificio, en el que las ventanas parecían irrelevantes -rectángulos de cartón pegados a la fachada-, se había convertido en un fantasma de sí mismo, tan muerto como las chimeneas que lo coronaban. Ese era el último rastro de cualquier pensamiento sobre Amy, decidió mientras le daba la vuelta con un estremecimiento. El faro de su apartamento, al que a menudo había mirado antes de irse a dormir, ya no estaba iluminado para él. Apagó la luz y bajó a la mesa de la cocina para empezara trabajar, sabiendo que por lo menos sus padres no lo molestarían mientras estuviera estudiando. Más de una vez durante su conversación había sentido que su madre podría haber dicho más si hubiera querido, pero estaba agradecido por que se hubiera contenido. Fuera lo que fuese lo que no le había dicho, prefería no saberlo.