12. Primeras palabras

– Voy a salir, Amy. Vas a seguir con tus deberes, ¿verdad?

– Eso parece.

– Me parece bien. Poniéndote al día para volver a clase el lunes, ¿eh? Voy a pasar un par de horas con unos clientes. No creo que tarde.

– Vale.

– Entonces, ¿seguro que estarás bien? ¿No necesitas alguna cosa?

– ¿Cómo qué?

– Pues, no sé. Algo que quieras que te traiga.

Amy se acordó de la tarde anterior al domingo en que él la había levantado como una ofrenda a Nazarill. Había jugado a las escaleras y serpientes con sus padres hasta que las escaleras habían comenzado a serpentear y ya no había podido distinguir unas de otras. Cuando comenzó a dar cabezadas encima del tablero, su padre la había llevado a la cama, donde su madre se había sentado junto a ella y le había contado un cuento que ahora no lograba recordar. Sintió cómo separaba los labios y movía la lengua.

– No.

– Está bien, será mejor que me vaya. No puedo volver si no me voy, ¿no? Cuando volvamos a vernos, seremos un poco más viejos. A ver si también somos un poco más sabios. Por lo menos tú seguro que sí, con tanto leer.

A esas alturas, Amy había comenzado a preguntarse de qué manera aquel monólogo y el diálogo que lo había precedido obedecían a sus ganas de quedarse allí. También se preguntaba qué estaría pensando de verdad, dado que parecía que estuviese diciendo todo lo que se le ocurría. Lo miró por encima de su cuaderno, rodeado de obras de Shakespeare, y vio a un hombre mayor, furtivo y ansioso, vestido con un traje gris anticuado y una bufanda negra. Parecía que, en los últimos años, su rostro se hubiese dedicado a producir más de sí mismo: las mejillas abultadas por encima de la mandíbula, tirando de las comisuras de los labios; la barbilla, que la papada había terminado por unir al resto de la garganta. Sus cejas siempre habían sido prominentes, pero las canas les conferían un aspecto más pesado, y se cernían sobre sus ojos. En ese momento, le recordó demasiado al anciano que no había querido volver a Nazarill, y no quiso agravar su condición.

– Venga, vete, antes de que se haga de noche -dijo, lo que sonó más como una súplica encubierta de lo que había pretendido-. No te preocupes por mí.

Su padre soltó una carcajada que sonó más bien como todo lo contrario.

– Me temo que eso son gajes del oficio.

– ¿El qué, lo de los seguros?

– El oficio al cargo del que me dejó tu madre.

Aunque no fuese aquella su intención, Amy se sintió acusada.

– Da igual, tampoco tendrás que desempeñarlo mucho más.

– Solo hasta que me muera. -Se frotó la frente, con fuerza, aplastándose las cejas, y frunció el ceño, aunque no en dirección a ella-. No quiero que nos enzarcemos en otra discusión. Tú sigue portándote bien, como hasta ahora, y yo no tendré motivos para preocuparme. Adelante, como una adolescente aplicada. -Agitó una mano con la palma hacia arriba para indicarle que continuara con sus deberes, se abrochó el cuello del abrigo por encima de la bufanda y salió al recibidor.

No había mencionado sus deberes, para empezar. Cuando la puerta del final del recibidor se hubo cerrado de golpe, sacudiendo su cadena, Amy escuchó para asegurarse de que su padre no se había quedado remoloneando en el piso por la razón que fuese. Sacó la Biblia de su bolso de lona. A eso era a lo que se había referido su padre, aunque no se alegraría tanto si supiese por qué estaba en su poder aquel libro. Lo abrió por el Génesis y le dio la vuelta a su cuaderno. Puede que, en esta ocasión, sus intentos por transcribir lo escrito en los márgenes del libro no le supusieran tantos quebraderos de cabeza.

Agachó la cabeza hasta que se le llenó la nariz con el olor a papel viejo y no pudo ver más que la agolpada caligrafía. Hizo visera sobre sus ojos con la mano izquierda, se pellizcó el entrecejo, y pasó la punta de un lápiz bajo las líneas, a la distancia justa para no marcar la página. El texto comenzaba con un «tengo» que se repetía varias palabras más adelante, donde volvía a preceder a un «que», legible pese a los estilizados trazos. Fue como si aquello le proporcionara la clave para descifrar la caligrafía y, de repente, su lápiz comenzó a saltar de la Biblia a su bloc como si estuviese utilizando una pala para cambiar las palabras de sitio.

«Tengo que plasmar los pensamientos que aún tenga claros. No tengo que sentirme abandonada por Dios, ni por mi familia en» (eso ponía en el margen de arriba. Amy tuvo que agacharse aún más mientras levantaba el margen derecho) «este lugar. Ya sabía que existían lugares como este; que fuesen así, no lo hubiese soñado ni en mis peores noches. Por fuero, los demonios de mis apresadores no podían permitir que estuviese en mi posesión ningún otro libro» (Amy le dio la vuelta a la Biblia) «pero utilizar las palabras de Dios para ocultar las mías hasta que llegue el día en que alguien las lea…».

Amy se enderezó para pasar la página. Deseó no haberse movido. Su dolor de cabeza había estado aguardando una oportunidad para saltar a la palestra, y ella se la había proporcionado al salir de su trance de concentración. Sentía la frente como si la hubieran aprisionado con una banda metálica, sentía el cuero cabelludo en carne viva y el cuello, no solo envarado, sino estirado. Cerró los ojos hasta que los dolores cedieron un poco, antes de leer lo que había escrito. No pudo evitar vanagloriarse de su logro, sobre todo después de haber descifrado «por fuero», una expresión que no había entendido hasta que la hubo plasmado sobre el papel. Ciñéndose a los hechos, aquel párrafo evidenciaba que en Nazarill había ocurrido alguna tragedia en el pasado. Tenía que seguir leyendo para descubrir de qué se trataba.

Sin embargo, hoy no. Cuando intentó leer las primeras palabras del margen siguiente, su dolor de cabeza le nubló la razón. Se apoyó en el respaldo, movió los hombros con intención de relajarlos y hojeó la Biblia para ver cuánto le quedaba por transcribir… todas las páginas. Además de escribir en los bordes, el propietario del libro había subrayado partes del texto. «Saúl había expulsado a aquellos que tuvieren espíritus familiares, y a los brujos…». Aquellas palabras habían sido subrayadas tres veces con mano temblorosa, así como fragmentos de otra frase: «No habrán de alojarse entre vosotros… una bruja… ni quien consulte a los espíritus familiares, ni un nigromante». El subrayado había omitido una referencia en medio de esas palabras, «cualquiera que obligare a su hijo o a su hija a caminar sobre las llamas», pero a Amy le pareció que aquellas palabras poseían algún significado para ella, si bien se le escapaba. Un tercer párrafo subrayado apareció con un susurro de papel mohoso. «No permitirás que vivan las brujas».

Copió eso, y el resto de las palabras subrayadas, y las miró. ¿Qué sentido tenían? Todo lo que sabía acerca de las brujas derivaba de Shakespeare y de las rimas que había leído hace media vida. Cuando su jaqueca comenzó a renovarse de forma proporcional a sus esfuerzos por pensar, devolvió el bloc al montón de cuadernos del colegio, por si su padre decidía volver pronto a casa, y enterró la Biblia en su bolso de lona al tiempo que se ponía de pie. Por diversos motivos, le pareció que salir de Nazarill sería una buena idea.

Se embutió en una chaqueta de ante de color negro que le llegaba a las caderas, y salió al pasillo. No estaba dispuesta a permitir que su insinuante fulgor la amedrentara, ni la tenuidad, ni el resto de la casa. Bajó deprisa las escaleras, dedicándole un ceño fruncido a las puertas de la planta baja, retando a las habitaciones a no estar varías. Antes de que empezara a preguntarse qué efecto podría surtir aquello, salió de Nazarill.

Las nubes habían cubierto el cielo con un sucio velo blanco. Bajo él, al final del Camino de la Poca Esperanza, las luces de Navidad restallaban incansables, esforzándose por festejar su último día. Los niños de la edad aproximada que había tenido ella cuando su padre la levantara para que mirase dentro de Nazarill estrenaban bicicletas alrededor del perímetro del mercado. Uno de ellos le dedicó un timbrazo cuando ella se coló por un hueco en la desordenada hilera de puestos. Se apresuró, cada vez que le era posible, a llegar a la librería ambulante.

A lo lejos, el rostro del tendero, calvo y con barba, le recordaba a una de esas ilustraciones con truco a las que se les podías dar la vuelta y seguir teniendo una cara. Vio que aquello no era posible cuando el hombre se enderezó para dedicarle a una clienta una sonrisa que incluía una lengua asomada entre sus dientes.

– El romanticismo, qué cosa. Ojala pudiera poner un poco de eso en mi vida. -Se percató de la presencia de Amy-. No me he olvidado de ti, jovencita. Todavía no he encontrado nada.

La clienta incluyó a Amy en el rictus que le había estado dedicando a él, antes de meter en su carro de la compra los libros envueltos, con papel de regalo de segunda mano y alejarse a buen paso.

– La tenía en el bote -se quejó el librero. Amy atisbo una sonrisa que podía pasar por una disculpa-. ¿Muchos libros por Navidad?

– Cuando era pequeña. Estoy buscando algunos ahora.

– Estás invitada a comprar todos los que puedas cargar. ¿Qué tal estos regordetes de aquí? ¿La historia de los colchones? ¿Secretos de la planificación urbana? ¿Pierda peso con la edad? Este no creo que tenga éxito entre los jóvenes flacuchos de hoy en día. ¿Insectos, nuestros animales de compañía?¿El análisis de la personalidad según el atuendo?

Llegados a ese punto, Amy estaba segura de que el librero se estaban inventando por lo menos algunos de los títulos mientras acumulaba polvo en la yema del dedo que recorría los lomos.

– Algo de brujas.

– Ah, así que ya has oído hablar de ellas.

– De…

– Las brujas de Partington.

– ¿Qué pasa con ellas? Quiero decir, quién, qué…

– ¿No se supone que les daba por bailar en lo alto de Nazareth Hill?

Parecía convencido de que ella sabía más de lo que daba a entender.

– No sé nada -insistió Amy-. ¿Cuándo?

– Debió de ser antes de que tu casa fuese un hospital. Sería solo un montón de escombros.

– ¿Por qué no me habló de ellas el otro día?

– No me preguntaste.

La miraba como si uno de los dos estuviese bromeando. Amy le devolvió la mirada aún con más intensidad.

– Se lo pregunto ahora. ¿Qué más sabe?

– Lo que ya te dije. Solían subir allí a bailar y a hacer todo lo que les diera por hacer de noche. Ya que se acercaban tanto a las casas, te supondrás que creían que la colina debía de ser un lugar especial. Es decir, siempre que se crea en ellas.

– No tendrá ningún libro donde aparezcan.

– No hay ninguno, que yo sepa. Si es que tus brujas existieron, fue hace mucho. A lo mejor se las inventó alguien para volver a los niños almas temerosas de Dios, cuando tal cosa todavía era posible.

– ¿Cualquier otro libro sobre brujas?

– Tampoco. Es decir, ahora no me queda ninguno. Hay mucha demanda. Espera un poco, jovencita -dijo, aunque Amy no había hecho ademán de moverse-, a lo mejor aquí.

Sacó uno de una pila de libros que hacía de sujetalibros y, tras abrir las descoloridas tapas rojas, lo hojeó hasta dar con un grabado.

– Échale un vistazo a este -dijo, mientras le enseñaba el volumen-. Esto sí que es capaz de volverte temeroso de Dios, lo que les hacían. Las mareaban hasta que ya no podían ponerse de pie, les clavaban agujas, las ahogaban. ¿Será agua eso que le meten a esa por el gaznate con un tubo? Cuando se cansaban, las colgaban de un árbol.

El grabado reproducía varias de aquellas actividades. Los rostros de los torturadores y los de sus víctimas exhibían la misma expresión de sombría determinación. Amy vio que el título del libro era Los placeres de la tortura. Alguien había agrandado los pechos de todas las víctimas masculinas con la ayuda de un bolígrafo de tinta azul. El librero estaba atento a su reacción; por un momento, se sintió atrapada entre él y el libro. Se enderezó, y el ruido del mercado explotó a su alrededor.

– Este libro no será suyo, ¿verdad?

– Yo no lo tendría en casa. Solo en el chiringuito. -Con su característico tono humorístico, añadió-: ¿Te lo llevas? Oferta de Navidad. Te sale barato para tratarse de un libro tan raro.

Estaba a punto de cerrarlo de golpe y devolverlo cuando el librero miró por encima de ella.

– Hazte a un lado para que este buen hombre pueda echarle un vistazo a las novelas de vaqueros -dijo el tendero, antes de que su voz se atiplara-. Ah, viene con ella.

La posibilidad de que la hubieran pillado hizo que Amy se pusiera tan a la defensiva como el librero. Cuando se dio la vuelta para ver al recién llegado, su dolor de cabeza sacó fuerzas de flaqueza y se abalanzó sobre su nuca.

– Ah, es usted -dijo, pero no a quien ella esperaba, porque no se trataba de su padre.

– Todavía te interesan los libros, ya veo -dijo Leonard Stoddard.

Amy consideró devolverle la pelota con una frase del estilo de «espero que a usted también», cuando el hombre inclinó su enorme rostro oblicuo para examinar el libro que el tendero había dejado abierto como un desafío.

– ¿Qué es esto? ¿En qué andas metida ahora?

– Me estaba enseñando cómo trataban antes a las brujas. -Amy apartó el libro y esperó a que el rostro del tendero compusiera una expresión más o menos parecida a la suya-. No sabe si tiene…

– Lo que está claro es que nosotros no pondríamos un libro como ese en ninguna de nuestras bibliotecas. Esas cosas pasarían antes, pero ya va siendo hora de que nos olvidemos de ellas si queremos progresar. Sacarlo a la luz no acarrea nada bueno, y menos a tu edad.

– Algún libro sobre brujas, iba a decir, si es que me deja terminar.

– Solo en la sección de libros infantiles. Me parece que ya eres un poco mayorcita para los cuentos de hadas. Pamelle ya lo es.

Amy pensó que a lo mejor su hija pasaba demasiado tiempo inventándose nombres para ella misma y demasiado poco leyendo. ¿Serían las bibliotecas tan inútiles como él pretendía hacerle creer? El librero cerró el libro para recordarle a sus potenciales clientes que seguía allí. Amy concentró su atención en él.

– ¿Quieres que ponga las brujas en tu lista de preferencias?

– Lista de preferencias.

– Además del libro acerca del lugar donde vives.

– Yo también vivo ahí-dijo Leonard Stoddard-, y supongo que sabría si se ha escrito algo acerca de la casa.

– Menos mal que hay alguien que sí lo sabe. Pídale que se lo preste cuando yo lo haya encontrado.

– Me parece que deberías contarle lo que dijiste, Amy.

Estuvo tentada de pasar por alto su petición, pero terminó por dirigirse al librero.

– Usted no sabe que yo haya dicho nada, ¿verdad?

El hombre meneó la cabeza despacio y, tras una pausa, respondió:

– Me parece que será mejor que lo dejemos así. ¿Ya te vas a casa?

– No.

– Pues yo sí, para esconder esto -dijo Leonard. Le enseñó un paquete pequeño envuelto en papel dorado y atado con un lazo de plata-. La semana que viene es el cumpleaños de Pamelle.

Amy no sabía si le estaba sugiriendo que ella también debería comprarle un regalo, o diciéndole que no estaba invitada a la fiesta, pero le daba igual. Se le había ocurrido quién podría ayudarla en su búsqueda de información: Martie siempre tenía un surtido de libros sobre ocultismo. Seguro que allí encontraría algo de lo que quería saber.

Había una furgoneta aparcada delante de Hedz no Fedz. Varias mujeres estaban sacando cajas de la parte posterior del vehículo. Sus permanentes y sus abrigos las descalificaban como clientas de Martie y, en un momento, Amy vio que estaban transportando los bultos a la puerta de al lado, a Caridad Mundial. Esperó a que dos de las mujeres pasaran antes de pasar junto a la furgoneta, cuyo reflejo conseguía que el escaparate de Hedz no Fedz pareciese que estuviera tapado. Había llegado al umbral cuando se dio cuenta de que, en efecto, la ventana estaba obscurecida, habían cubierto el interior con cartones. El cristal aparecía roto por dos sitios. En la esquina inferior más próxima había una nota escrita a mano donde un montón de estrellas rodeaban unas pocas palabras. DISCULPEN LAS MOLESTIAS. NOS MUDAMOS A MANCHESTER.

Intentó abrir la puerta, por si acaso, antes de dedicarle una mirada cargada con todo el reproche que sentía hacia Martie. Las mujeres habían dejado de descargar la furgoneta para observarla. Aunque ninguna de ellas daba la impresión de ser especialmente simpática, por lo menos una se apiadó de ella.

– ¿Por qué te sorprendes, cariño? ¿No sabías que se había ido?

– No -admitió Amy. Al instante deseó no haberlo hecho, porque Shaun Pickles se había apartado de la plaza para escuchar tanto la pregunta como la respuesta. Su rostro huesudo parecía menos sobrado de pelo que nunca. Su jaspeado se intensificó cuando un chasquido de su transmisor delató su presencia. Se encogió de hombros, o los enderezó, y sacó barbilla por encima del severo cuello de su uniforme.

– Tampoco se pierde nada, si quieren mi opinión.

– Nadie te la ha pedido -espetó Amy. Se encaminó hacia él con tanto ímpetu que una de las mujeres contuvo la respiración. Tras salir del espacio atestado por la furgoneta y la tienda abandonada, se giró al llegar a él-. Apuesto a que tú has tenido algo que ver, ¿no es así?

– No me hizo falta. ¿Cómo quieres que impida que la gente le rompa las ventanas y le meta cosas por la rendija para las cartas? No puedo estar siempre aquí. Le dije adiós de corazón cuando se fue conduciendo ese autobús suyo, pintado de arriba abajo con sabe Dios qué cantidad de porquerías.

Amy se acordó del microbús, cubierto de flores procedentes de un mundo distinto y, presumiblemente, mejor.

– No la echarás de menos, ¿verdad? Tampoco creo que fuese tan buena amiga si se ha ido sin decirte nada. No era de fiar, o eso tengo entendido. Nunca pagaba a tiempo el alquiler, ni las demás facturas.

– ¿Eso es lo que te dijeron para que no vigilaras su tienda?

Vio cómo el muchacho vacilaba antes de responder, y se preguntó si sería tan estúpido para responder que sí o para afirmar que la idea había sido de él. De repente, dejó de importarle. Estaba pensando en ir a casa de Rob cuando Pickles dijo:

– Te oí la otra noche.

– Menudo honor.

– No me hagas caso si no quieres. A mí me pareció interesante.

Amy se detuvo junto al puesto de un carnicero. ¿Podía permitirse el lujo de rechazar a alguien dispuesto a escucharla, por muy desagradable que pudiera resultar en cualquier otro aspecto?

– ¿Cómo de interesante?

– Verás, te cuento. -Anduvo hasta ella y se colocó las manos a la espalda-. Mi madre me llamó cuando supo que eras tú, así que lo escuché casi todo. ¿Qué crees tú que dijiste?

– No lo sé. No estoy segura.

– Yo sí.

– Seguro que entiendes de esas cosas, ¿no?

– Demasiado.

– ¿Quieres decir que tú también crees en ellas? ¿Que te ha ocurrido algo parecido?

– ¿A mí? ¿A mí?-Levantó los puños antes de utilizar todos los dedos para señalarse-. Espera un poco -dijo, con un esfuerzo destinado a que ella lo notara-. ¿De qué te piensas que estamos hablando?

Amy se dio cuenta de su error y no pudo contener una risita.

– Creía que estábamos hablando de lo que dije que había visto.

– No me fastidies. Espero que no pienses que me tragué nada de eso. Me parece que tu padre estará preguntándose qué te habías metido cuando lo viste. Apuesto a que dará saltos de alegría cuando se entere de que han cerrado esa tienda.

A Amy le pareció que ya lo había soportado bastante. Había reanudado el paso junto al puesto del carnicero cuando el guardia dijo:

– ¿No quieres saber lo que iba a decir?

Tenía las manos separadas enfrente del pecho, como si quisiera medir algo con ellas.

– Lo que te pareció interesante, dices. -Amy esperó.

– Pues fue lo bien que te llevas con, ya sabes, con esas personas que no son como Dios las hizo. La que llevaba la tienda, y el tío de la radio. -Con cada frase, bajaba la voz y avanzaba un paso-. Estuvimos hablando de ello en casa después de tu discurso. Mi madre dijo que es una fase que atraviesan algunos a tu edad. Pero el pringado ese con el que vas, el de la melena y el pendiente en la nariz, ese tendría que haberla superado ya, ¿no te parece? Deja que te diga una cosa, yo nunca he pasado por eso. Así que, si quieres probar con un hombre de verdad para variar, ya sabes dónde me tienes. Me da rabia ver cómo te echas a perder cuando podías llegar a ser alguien.

El carnicero cogió un conejo destripado que colgaba cabeza abajo de un gancho. El olor a carne cruda invadió la nariz de Amy. Podría haberlo tomado por el olor que emanaba de los parches inflamados en la cara de Shaun Pickles. Se sintió asqueada, luego furiosa y, por último, al borde de la risa histérica.

– Habla más alto -dijo, a voz en grito-. No te oigo.

– Claro que me oyes. -En cualquier caso, levantó un poco la voz, al coste de que aparecieran unas cuantas pecas más en sus carrillos-. ¿Qué es lo que te has perdido?

– Dímelo otra vez y yo te aviso, pero procura hablar un poco más alto.

– Baja la voz. Estás molestando a la gente.

– Bueno, pues así. No es tan alto, hay mucho ruido.

– Estás montando una escena. Voy a tener que pedirte que te vayas si no te tranquilizas.

– Así, como hablas ahora. Venga, repíteme lo de antes, a no ser que te dé vergüenza decirlo en público.

Varios tenderos y otros tantos clientes estaban mirándolos. Los dependientes de una tienda de vídeos se asomaron al escaparate. Pickles observó al público, descolgó el transmisor de su cinturón y la apuntó con la antena.

– Haz el favor de marcharte. Estás molestando.

– ¿Qué te crees que me haces tú a mí? -Amy se recordó que ya hacía varios minutos que se había hartado de él y empezó a alejarse, deseando que la tensión no le envarara las piernas. Cuando vio que él la seguía, gritó-: Quédate ahí o le digo a todo el mundo lo que acabas de contarme. No te muevas.

Tuvo que volver a gritarle en más de una ocasión antes de llegar al Camino de la Poca Esperanza. Mientras se tomaba su tiempo para recorrer la corta calle, él se quedó al principio de la misma, con los pulgares encajados en el cinto. No se merecía otra voz, aunque conseguía que se sintiera como si la obligaran a regresar a Nazarill. Cruzó la verja de entrada y meneó la cabeza cuando las luces de seguridad aplastaron la fachada contra el crepúsculo que coronaba los cotos.

Su enfado con Shaun Pickles y Martie la acompañó por toda la planta baja y las escaleras. Cuando hubo cerrado su puerta de golpe, consiguió apartar de su cabeza al resto del edificio. Al otro lado de la ventana del salón, los puestos del mercado repicaban con un ruido lejano, como diminutas agujas. Amy puso un vídeo de Abnormal Smears para distraerse del silencio y se sentó a la mesa con un chispeante vaso de Zingo, mientras intentaba meter o sacar algunas ideas de su cabeza a fuerza de frotarse la frente. Todavía no había conseguido conjurar ni una sola palabra que escribir en su cuaderno cuando la cinta se calló durante el tiempo suficiente para darle una oportunidad al timbre del recibidor.

Echó un vistazo a la mirilla y abrió la puerta. Reconocía el rostro anguloso y amigable de la mujer, así como el cabello rubio que le caía sobre la blusa de seda blanca tanto como se extendía su minifalda sobre las medias de nailon negro. Le ofreció una sonrisa sin despegar los anchos labios, y la saludó con la mano sin separar el codo de su costillar.

– Amy, ¿verdad?

– Hola, señorita…

– Nada de señorita. Con Donna basta. Las dos somos jóvenes, ¿no?-Abrió mucho los ojos cuando los miembros de Abnormal Smears que cantaban dejaron de hacerlo para concentrarse en extraer más volumen de sus instrumentos-. ¿Vengo en mal momento? Solo quería hablar un rato.

– Solo estoy escuchando música antes de que vuelva mi padre.

– ¿Cuánto crees tú que tardará?

– Todavía un rato, conociéndolo. Le gusta charlar con sus clientes.

– Es un poco solitario, ¿verdad?

A Amy no se le había ocurrido; había asumido que la locuacidad formaba parte del trabajo.

– A lo mejor -repuso. No le apetecía planteárselo en esos momentos.

– Ya es mayorcito para conocerse y saber qué es lo que le conviene -quiso Donna que creyera. Amy supuso que así sería, si se paraba a pensarlo-. Te parece si hablamos un rato y dejas la música para luego. Conque la bajes un pelín basta.

– Claro.

Donna cerró la puerta y se quedó en el recibidor.

– Ya me había olvidado de todos estos ojos. Me parece que no me gustaría encontrármelos si me levanto en mitad de la noche para ir al baño. -Debió de darse cuenta de que a lo mejor Amy pensaba lo mismo, si no se le había ocurrido antes, porque se apresuró a cambiar de tema-. Supongo que desde que tu madre… Quiero decir, que no habrá habido otra.

– Me parece que no le importa.

– A mí sí que me importaría.

Podría haber añadido sin problemas que Amy pensaría de otro modo cuando fuese mayor. Amy apagó el televisor como recompensa por no haberlo dicho.

– No hace falta que quites… -protestó Donna-. Bueno, como quieras.

Amy sabía que la cortesía obligaba a aquellos disimulos cuando uno se hacía mayor, así que lo dejó correr. -¿Algo de beber?

– Si tú vas a tomar algo. Ah, que ya tienes un vaso. Entonces no, gracias. Aprovechemos para darle al pico ahora que podemos.

Amy se hizo un ovillo en un sillón y Donna se sentó en el de enfrente, exponiendo aún más muslo con un susurro de minifalda contra nailon. Sentada, parecía menos segura de cómo proceder.

– En fin -comenzó, solo para continuar con una sonrisa por la que podría escurrirse ninguna palabra. Al cabo de algunos segundos, continuó-: No sé si habrás oído que algunos de nosotros hemos hablado con tu padre.

– ¿Cuándo? ¿De qué? -inquirió Amy, antes de suspirar, resignada-. Ah.

– Ese ha sido tu minuto de gloria, desde luego.

– ¿Quién ha dicho eso?

– Al señor Shrift se le ocurrió que podría atraer un tipo de turismo indeseable. Verás, a mí cualquier turista me parece indeseable, si viene a curiosear en nuestros asuntos. El señor Greenberg, yo diría que estaba enfadado porque, según él, tú no deberías hablar de ese tipo de cosas que mencionaste por la radio, porque lo único que consiguen es que la gente se olvide de las desgracias reales del mundo. Los fantasmas, según sus propias palabras, son una forma de idealizar la historia. El señor Sheen, no lo dijo, pero creo que lo que más le irritaba era que no hubieses acudido a él en primer lugar si creías que había algo que contar.

– A lo mejor lo hago cuando averigüe más. Aquella noche me dio el impulso de salir por la radio.

– Oí cómo le prometía a tu padre que no tocaría el tema ahora. Dijo que la noticia era agua pasada, si es que era noticia en absoluto.

– ¿Y qué dijiste tú?

– ¿A él? A tu padre, no tanto como me hubiese gustado. Dave, ya conoces a mi marido, le dijo que tienes mucha imaginación porque solo eres una chiquilla y, es cierto, ¿no?, bastante solitaria.

– Casi todos mis amigos viven en Sheffield. No me gusta la gente del colegio que vive por aquí.

– Seguro que estás deseando cumplir los años necesarios para sacarte el carné de conducir. En cualquier caso, hablando de… no te importará hablar de ello, ¿no? Como ya lo has hecho… Tu padre dijo que eras muy pequeña.

– Para él, lo sigo siendo.

– Tendrías que oír a mi madre, algunas veces. Tenías la mitad de años que ahora, ¿verdad? ¿Por qué no lo has sacado antes a relucir?

– Se me había olvidado, pero eso no significa que no ocurriera. Incluso él se acuerda de aquel día.

– Si pudiste olvidar una cosa así, quiere decir que debió de ser traumático. Te… bueno, da igual.

– No te calles ahora.

– Solo me estaba preguntando si estás segura de que te acuerdas de todo.

– Supongo. Me parece que sí -dijo Amy. Sus dudas aumentaban en proporción a lo segura que afirmaba estar-. ¿Por qué te interesas tanto? Sabes que hay algo, ¿verdad? ¿Tú también lo has visto?

– No, no. Nada. Estoy convencida de que no hay nada sólido aquí, nada que se pudiera fotografiar, por decirlo así. En ocasiones, creo que algunos lugares te hacen ver lo que ocurrió en ellos, o sentir las sensaciones de aquel momento. Es solo que la gente debería ser capaz de eliminar esas sensaciones al vivir en un sitio y ser felices en él, ¿no te parece?

– Depende de lo que ocurriera. -Ahora que Donna le pedía confirmación, Amy era incapaz de proporcionársela-. ¿Qué es lo que has sentido?

– Cuando medimos… He estado intentando pensar en la impresión que me dio. Como si fuera más viejo de lo que parecía, pero más antiguo que eso habría sido antes de que levantaran este sitio como es ahora, añadiría. No sé si…

– Lo que no se sabe también es importante.

– No sé si a veces me ha dado la impresión de que algo así de antiguo, no sé si decir que habita aquí es la frase adecuada.

– ¿Dónde?

– Abajo, abajo del todo. Aquí no sientes nada, ¿verdad?

– Todavía no -respondió Amy, antes de arrepentirse de haberlo dicho. A Donna le había costado comunicar sus impresiones, estaba claro, pero no pudo evitar preguntarse si esa sería toda la verdad. Bastaban por el momento, dado que eran mucho menos reconfortantes de lo que le hubiese gustado a Amy. Se apresuró a añadir-: ¿Sabes lo que era antes este sitio?

– No lo he preguntado.

– ¿No te extraña que no te lo dijeran cuando te contrataron? Me parece que no quieren decirlo, o puede que sea cierto que no lo saben. Tampoco les preocupa. Estoy intentando descubrirlo todo acerca de la casa. -Se dio cuenta de que aquello había sonado como si su investigación fuese mucho más sistemática de lo que en realidad era.

– Eso es loable por tu parte, Amy. Quiero que sepas…

Apretó los labios, esta vez sin esbozar ninguna sonrisa, y miró al recibidor. También Amy había oído la puerta de entrada… cerrándose.

– ¿Hola? -llamó su padre, al cabo.

– Hola, señor Priestley. Soy Donna Goudge.

– Me lo había figurado. -Casi sin hacer ruido, llegó a la puerta del salón, donde abrió el puño para dejar caer las llaves en un bolsillo-. Continúe, por favor. Iba a decirle a mi hija algo que quería que supiera.

Donna abrió la boca, pensó que sería mejor no hablar, hasta que debió de decidir que no hacerlo empeoraría la situación.

– Solo quería decirle que no todos piensan que ha estado diciendo mentirijillas. Por lo menos uno de nosotros opina que puede haber dado con algo.

– Dudo que a nuestros vecinos les gustase oírle decir eso. Vengo de hablar con ellos, y ahora me gustaría tener unas palabras con mi hija, si no le importa.

– Cielos, espero que no sea nada…

– Buenos días, señora Goudge.

Cuando Amy hubo escuchado el sonido de la puerta de entrada al cerrarse, dijo:

– ¿Sabes lo bruto que te pones a veces?

– Las mujeres de su calaña están acostumbradas a cosas peores.

– Ya has oído que ella me cree, y te apuesto a que sé quién más… Beth.

– Eso cuadraría con el resto de los pájaros que tiene en la cabeza. Menuda pareja de partidarias te has echado, una charlatana y una fresca. Gracias a Dios que tienes a gente mejor que se preocupa por ti.

– ¿Como quién?

– Como el señor Stoddard, por ejemplo. Me ha informado de que estás escarbando en busca de más bobadas macabras acerca de nuestra casa. Te lo advierto, en nombre de todas las buenas personas que viven aquí, acaba con esto. Déjalo de una vez.

– ¿Y si no?

– Si no te paras tú, te pararé yo. -Mientras hablaba, se agarró al quicio de la puerta con ambas manos. La madera crujió, y él ensanchó los hombros para ocupar más espacio. En ese momento, su rostro adquirió una expresión de comprensión, una expresión tan pesada que se diría que era la responsable de que estuviera agachando la cabeza-. Ya sé cómo -musitó, casi para sí-. Te voy a enseñar a qué hay que tenerle miedo.

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