26. El silencio

– ¡Venga a sacarme o hará algo peor! -gritó Amy, reprimiendo un jadeo. Al cabo de un instante escuchó que el intercomunicador estaba respondiendo a su padre o a ella, aunque no pudo reconocer la voz que lo hacía. Quienquiera que se encontrase allí no podría escuchar su voz salvó cuando su padre hablaba, así que se forzó a esperar hasta que lo hiciera.

– ¡Socorro, me ha encerrado! -gritó, pero algo iba mal: su voz sonaba amortiguada. Lo había escuchado hablar varias veces, separadas por estallidos de ruido procedentes del intercomunicador, antes de darse cuenta de que había ahuecado las manos alrededor del intercomunicador y estaba hablando entre ellas para impedir que lo alcanzasen sus gritos.

– ¡Socorro!-casi chilló-. ¡Puede oírme! ¡Debe oírme! -Le dolía la magullada mandíbula a causa del esfuerzo por mantenerla tan abierta. La piel que rodeaba las comisuras de los labios parecía a punto de desgarrarse. Ya no sabía qué habitación iba a encontrarse si miraba detrás de sí, solo sabía que no podía soportar que le arrebatasen la única esperanza que le quedaba. Se aferró al pomo y empezó a dar sacudidas a la puerta, después de recordar que ahora solo estaba asegurada por un candado y un simple tornillo. ¿Podría arrancarla del marco mientras su padre estaba distraído? Pero, a pesar de que lanzó todo su peso hacia atrás mientras sujetaba el pomo con ambas manos, la puerta apenas se agitó. La soltó y rodeó su boca con ambas manos para tratar de concentrar sus gritos, a fin de que lograsen superar cualquier barrera. Ahora parecía tener menos sentido el restringir sus gritos a los momentos en los que su padre hablaba; ¿cuántas oportunidades de ser escuchada estaba desaprovechando al pararse a escuchar? Se detuvo tan solo para respirar, tan poco como era practicable, así que no supo cuándo paró él de hablar. La súbita aparición de su voz justo al otro lado de la puerta le pareció el desencadenamiento de una trampa.

– Pon coto a tus divagaciones. Tu amigo ha partido.

Las manos ahuecadas de Amy tocaron sus mejillas y clavaron las uñas en la piel.

– ¿Qué amigo?

– Ese al que echaste de manera tan vulgar, creo.

– ¿Estás diciendo que Rob estaba aquí?

– Alguien ha venido, ciertamente. Creo que el pajarillo tenía un nombre semejante, y estoy seguro de que ha levantado el vuelo.

Ella soltó su rostro antes de herírselo.

– ¿Qué le has dicho?

– Vaya, pues que estás en un lugar en el que te harán mucho bien. Tú misma te has encargado de que ese lugar no sea otro que este. -Su voz se estaba alejando de la habitación-. Y ahora ceja en tus inútiles parloteos y deja descansar un rato a mi cerebro.

Ella no necesitaba que le dijeran que no atrajera más su atención. El pensamiento de que Rob había estado tan próximo (quizá estaba todavía fuera, no del todo libre de las sospechas que lo habían llevado hasta allí) había renovado su desesperación por esperar. Se inclinó para recoger su peine y trató de fijar la mirada en el tornillo al que tenía que atacar, pero no pudo evitar fijarse en el espejo por el rabillo del ojo. Sujetó el peine a través del pañuelo, como si la apagada mordedura del metal pudiese ayudarle a reinstalar la realidad, y confrontó la imagen del espejo. La práctica totalidad de su póster estaba allí, junto con una muestra del papel de pared y apenas una insinuación de ladrillos desnudos.

Por un prolongado momento se preguntó cómo podía estar segura de que la escena que vislumbraba tras el cristal estaba más presente o era más genuina que la visión de la celda que había tenido, y entonces logró desterrar la inseguridad de su mente.

– Quédate ahí. Tú solo quédate ahí -susurró al reflejo, y se agachó rápidamente sobre el tornillo. Alojó la púa de metal en la ranura y se inclinó en una postura difícil sobre el peine, apretando las manos sobre él y luego tirando hacia abajo con todas sus fuerzas.

El sudor le hormigueaba en la frente como una bocanada de cenizas calientes, mientras las púas se le clavaban en la palma de la mano y sus muñecas empezaban a temblar. Justo cuando estaba a punto de cejar hasta que su palma dejase de escocerle, sintió movimiento. El metal se había movido, había girado. Arrojó todo su peso contra la torpe herramienta. Con un chasquido que pareció recorrer los huesos de su brazo hasta llegar al cráneo, la púa del extremo del peine se rompió.

Las rodillas de Amy golpearon las tablas del suelo a través de la alfombra y sus ojos se llenaron de lágrimas. Se limpió la humedad con el revés de la mano antes de que la desesperación se apoderara de ella. Al peine le quedaban todavía muchas púas y la siguiente debía de ser casi tan fuerte como la que acababa de perder. Sacó el fragmento roto de la ranura del tornillo y trató de introducir su vecina en el lugar, trató de permanecer en calma mientras la manipulaba con torpeza, trató de creer que iba a funcionar. Una vez comprobó que el extremo superior del peine estaría en medio por mucho que lo girase, trató de romperlo, primero colocándolo bajo su talón y luego en cada uno de los agujeros dejados por los tornillos que ya había sacado. Ninguno de ellos tuvo el menor efecto en aquel centímetro de metal idiota. Cuando el peine rasgó el pañuelo y se clavó en su mano ya delicada, lo arrojó al otro lado de la habitación.

Chocó contra el espejo y cayó entre la masa de tarros, atomizadores y botellas de la mesa del vestidor, donde chocó contra un objeto que, a juzgar por cómo había sonado, tenía más metal que cristal. ¿Qué había encontrado? Amy se dirigió hasta allí, se vio en el espejo cruzando una habitación que todavía era la suya y descubrió sus tijeras de manicura. ¡Ojala hubieran sido las que había utilizado el pasado verano para cortar las perneras de un par de vaqueros viejos! Pero quizá aquellas hubieran sido demasiado grandes para ocuparse del tornillo y, en todo caso, ahora se hallaban en un cajón de la cocina. Las que acababa de encontrar en la mesa parecían miserablemente frágiles, pero tenía que intentarlo. Apenas había empezado a hacer palanca con la más gruesa de las hojas cuando esta se partió, y la otra no tardó siquiera un segundo.

– Piensa -suplicó en su fuero interno-. No es más que un tornillo. Piensa-su mirada recorrió la habitación en busca de otra herramienta improvisada, pero el lugar era como la vacía celda que tanto temía ver, no le ofrecía nada. Corrió hasta el armario y registró todas las prendas que tenían bolsillos, pero el único secreto que guardaban era una caja de cerillas medio vacía que utilizaba para encender las barritas de incienso. Se imaginó a sí misma tratando de sacar el tornillo con una uña. Aunque la idea hizo que se encogiera, ya no podía pensar en nada con lo que urdir una fuga, salvo ella misma.

Y quizá su padre le había dicho cómo, si es que de verdad le estaba crispando los nervios más de lo que había reconocido. Caminó hasta la puerta y empezó a propinarle patadas, al mismo tiempo que exclamaba:

– ¡Puedes oírme! ¡Puedes oírme!

No pasó mucho tiempo antes de que él respondiera desde el otro lado del salón, con una fatiga que todavía dejaba lugar a alguna esperanza.

– Silencio ahí dentro.

– Me callare cuando me dejes salir de aquí, y hasta entonces no pienso parar.

– Haz lo que desees, como es tu costumbre. Tú te cansaras antes que yo -dijo, y empezó a rezar, en voz más alta, mientras ella redoblaba sus patadas y sus gritos. Él titubeó al llegar al «líbranos» y tuvo que volver a comenzar. Cuando sus palabras fallaron de nuevo al llegar a la frase, gritó-. Contén tu lengua y te…

– ¿Me qué? No puedes hacerme nada a menos que entres aquí.

Esta vez estaría preparada para cualquier cosa que él pudiera intentar. Que tratase de golpearla de nuevo; eso lo atraería hasta el umbral, donde ella podría esquivarlo y salir. Arrojarle la puerta encima le daría todo el tiempo que necesitaba para escapar. Estaba aguzando el oído, tratando de detectar cualquier sonido que pudiera indicar que intentaba cogerla desprevenida, cuando escuchó su voz, todavía desde el otro lado del salón.:

– Tu subterfugio es un patético esfuerzo. ¿Es que no puedes ofrecerme mejor diversión?

Todo lo que le quedaba era la verdad.

– Tendrás que dejarme salir más tarde o más temprano.

– ¿De veras? Te ruego que te expliques.

– Tengo que ir aquí al lado.

– No lo creo. Me temo que has conseguido no ser bienvenida.

– Me refiero al cuarto de al lado. Al baño.

– No veo por qué va a ser eso necesario teniendo en cuanta lo poco que has comido últimamente.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Amy, la voz temblorosa con algo que sonaba como una risa-. ¿Matarme de hambre?

– Rezaré para que el ayuno te devuelva el sentido y al camino de Dios.

– No será así, de modo que, ¿qué va a pasar? ¿Se supone que voy a morir aquí o qué?

– Si tal cosa llegara a ocurrir, rezaré para que te arrepientas en el último momento y que tu alma pueda ir al Cielo.

– Estás loco -susurró Amy, y cuando las palabras se hicieron audibles supo que ya no se trataba de un insulto o una exageración. La abrumó un estremecimiento que hizo que se sintiera emparedada por los húmedos y desnudos ladrillos. Quizá la celda que había visto en el espejo era el lugar en el que moriría, pensó, el lugar en el que quedaría atrapada después de muerta. Volvió a dar patadas a la puerta, una acción que le sugirió lo que podía decir.

«Es tu cabeza lo que estoy golpeando. ¿Lo sientes? Pronto lo harás si no es así. Seguiré golpeándola hasta que abras mi puerta.

Confiaba en que cuando él tuviera bastante se precipitaría hacia la puerta, pero cuando habló no estaba más cerca de ella.

– No lograrás herir a nadie más que a ti misma, y cualquier daño que te hagas solo podrá ser sanado por Dios. -Pero no parecía del todo impasible, y cuando se puso a rezar en voz aún más alta que antes, ella supo que lo había alcanzado. Esta vez ni siquiera había llegado a la mitad de la plegaria cuando se detuvo-. Demonio, no lograrás vencerme. -Pero no se había movido un ápice y a ella empezaba a dolerle el pie.

– No podrás rezar hasta que me dejes salir -exclamó-. No podrás pensar -dijo, mientras registraba su mente en busca de un monólogo que pudiese utilizar para arrebatarle su autocontrol como alternativa a las patadas contra la puerta. Había mucho material en la habitación: todos los libros que su madre había encuadernado para ella. El mayor de ellos, una colección de cuentos de hadas y canciones de cuna, descansaba sobre los demás, pero ahora se dio cuenta de que no necesitaba consultarlo; podía recitarlo de memoria. Antes incluso de ser consciente de haber decidido cuál de los antiguos versos que le recitaba su madre antes de acostarse utilizar, estaba proyectando su voz a través de la puerta:


«Vengan a bailar conmigo, tanto viejos como niños, lejos del árbol y de su abrigo.

Hay canciones que cantar, hay prodigios que observar, os digo.

Vengan a bailar conmigo, a la luz de la luna, tanto niños como ancianos.

Tendrán alas en los hombros y rocío en los zapatos».

«Bailemos hasta la luna, madre Hepzibah, huyamos.

Vendrán por la mañana para clavarte sus agujas».

«Deja que vengan a mi casucha, quienes quiera que sean.

Ya sé a lo que puedo jugar con ellos», responde Hepzibah.


Amy tenía la impresión de que solo había leído estos versos una vez, y quizá ni siquiera hasta el final. Su padre estaba alzando la voz en un intento por ahogar la suya con la plegaria, y seguramente perdería los estribos muy pronto. Apoyó las yemas de los dedos contra ambos lados de su nariz y, con mucha precaución, los bordes de los pulgares contra la mandíbula.


«Ya han venido, madre Hepzibah, el alba los ha acercado.

Tu gato se ha ahogado, como que tus amigos han volado».

«Buenos días, maese Matthew, pues ya veo que sois vos»,

dice Hepzibah, «¿no querrás bailar conmigo un paso a dos?»

«Que venga con nosotros, camaradas, acérquenla al roble.

Hasta que se le rompa el cuello, va a dedicarnos un baile».

«No se baila sin pareja, y quiero a Matthew de compañero.

Deja que pase un año y volveremos a vernos.

Volveré para buscarte, dondequiera que habites»,

dice la vieja Hepzibah la Loca, «y bailaremos por los aires».

La pincharon y la voltearon y la ahogaron

Hasta que la dejaron colgada de una soga en la colina.

«¿Qué te aflige, Mathew, y te hace palidecer?».

«Cada noche veo cómo se vuelven sus ojos hacia mí».

Ven y ábreme la puerta, Mathew, cerdo.

Un año ha pasado desde que prometí que me volverías a ver»


¿Había leído Amy esto alguna vez? Se sentía como si las últimas líneas estuvieran brotado de su interior. Si en alguna medida las estaba inventando sobre la marcha, ¿no podría acaso controlarlas? Apartó las manos del rostro y las juntó. Por el momento se estaba dirigiendo solo a sí misma.


«Eres un desgraciado, Mathew, así que muere en tu cama.

Yo tengo hijas y amigas y bailaré sin fin.

Bailaremos sobre el fuego, bailaremos hacia el cielo.

El poder de la colina no nos dejará morir».


Estaba tratando de comprender sus propias palabras y descubrir de dónde estaban saliendo, pero entonces su padre rompió el silencio que, sin que ella se diera cuenta, se había adueñado de él.

– Quizá esto ponga fin a tu blasfemar-dijo, e irrumpió con tal ímpetu en el salón que ella sintió que la puerta temblaba. Sin embargo, en vez de abrir la puerta se dirigió hacia la salida. ¿Había logrado expulsarlo, después de todo? ¿Qué había querido decir con su amenaza? En el mismo momento en que se daba cuenta, sonó un clic y su habitación desapareció.

Había desconectado el plomo que controlaba las luces. Mientras sus ojos daban vueltas en las órbitas, tratando de escapar de la oscuridad, él se acercó a la puerta.

– Supuse que esto te tranquilizaría -dijo.

Amy empezó a propinarle patadas a la puerta, alrededor de la cual empezaba a distinguir un tenue resplandor.

– Enciende la luz. Enciéndela ahora mismo.

– No.

– Enciéndela-o-te-aplastaré-la-cabeza. -Amy subrayó cada palabra con una vigorosa patada.

– Tus representaciones ya no me afectan. Creo más bien que la oscuridad te acallará a no tardar demasiado -dijo, mientras su voz se alejaba y se metía en otra habitación. Se escuchó un portazo y la poca luz que se había colado por la rendija de la puerta se apagó. La oscuridad se enredó más aún alrededor de los ojos de Amy, que sintió que se aposentaba en su cerebro y le robaba la voz. Mientras continuaba dando patada a la puerta la asaltó la desesperante sensación de que, a pesar del dolor que empezaba a sentir en el pie, solo estaba golpeando la diamantina oscuridad. Pero esta no era tan irremediable como a su padre le hubiera gustado. Solo tenía que cruzar la habitación y encontrar la caja de cerillas en el armario.

Le costó algún esfuerzo apartar la mirada de la puerta, de la escasísima luz con que contaba. En la oscuridad circundante no podía distinguir ni tan siquiera el tenue contorno de una forma, pero tenía la sensación de que había algo agazapado a corta distancia del suelo, precisamente donde debería estar su cama. Por supuesto, se trataba de la cama, así que arrastró los pies hasta que su cuerpo estuvo encarado con ella y avanzó.

¡Si se le hubiera ocurrido coger las cerillas mientras estaba registrando el armario! Sus espinillas chocaron con fuerza contra la esquina de la cama y agitó los brazos en el aire para no perder el equilibrio. Durante un momento de pánico tuvo la impresión de que iba a tocar unas paredes más cercanas de lo que deberían estar. Podía sentir su cama, se encontraba en la habitación en la que había crecido y no en la celda que había visto en el espejo. Se deslizó hacia la derecha, siguiendo el rodapié en dirección al armario.

En cuanto se interrumpió su contacto con la cama se sintió perdida en la oscuridad. Sus pies empezaban a encontrarse con objetos en el suelo. Algunos eran blandos como la carne sin huesos para mantenerla firme, mientras que otros eran duros como huesos pelados. Eran sus cosas, no dejaba de repetirse a pesar de que algunos de ellos parecían apartarse en cuanto ella los tocaba. Alargó una mano en la dirección en la que debía de encontrarse el armario, aunque no pudo evitar cerrar el puño y dio otro vacilante paso lateral. Al instante su puño chocó, más ruidosamente de lo que hubiera deseado, con la puerta del armario.

Pasó la mano sobre su plana superficie para localizar el frío picaporte, luego encontró el gemelo con la otra y tiró de los dos. Sintió que las puertas se abrían a ambos lados de ella, como una inhalación, mientras se agachaba hacia una oscuridad que apretó contra ella los olores de la ropa y la madera. Agitó las manos frente a sí y una tocó un brazo inerte y blando. No pertenecía al abrigo que estaba tratando de localizar, pero sí a uno cercano. Sus dedos se deslizaron sobre una serie de mangas que se agitaron ante su contacto, y tuvo tiempo de preguntarse qué haría si se encontraba con algo parecido a un brazo dentro de una de ellas. En ese preciso instante, un objeto sólido y más grande que un botón entró en contacto con las yemas de sus dedos. Era de hecho la caja de cerillas, que apretó entre las uñas con todas las fuerzas (para asegurarse de que no la dejaría caer, no por miedo a que se la arrebatasen), y, tras haberla extraído del bolsillo, la cogió con la otra mano. Cerró la puerta con el codo y estaba volviendo a poner la tapa de la caja de cerillas en la palma de su mano cuando titubeó. ¿Estaba segura de que quería ver la habitación en la que estaba encerrada… la habitación que de pronto parecía haberse vuelto húmeda y fría.

No ver sería todavía peor. Cogió una cerilla, la sacó de la caja y la apretó contra la banda rugosa. Al notar que empezaba a doblarse se dio cuenta de que, a menos que la frotara con fuerza; podría estropearla, así que la pasó por la banda. Chisporroteó, pero no llegó a encenderse.

– No me hagas esto -susurró ella-, eres todo lo que me queda -y volvió a frotar el extremo de la cabeza sobre la tira. Esta vez la cerilla se encendió.

La triste llama era tan inestable que por fuerza tenía que estar acusando la humedad que Amy podía oler en el aire. Su luz no se extendía demasiado; la mayor parte del brillo se concentraba en un manchón de la puerta del armario. Se volvió tan rápidamente como le permitía la cerilla y la levantó sobre su cabeza.

El atestado suelo empezó a balancearse como un mar de tinieblas. Formas sombrías se asomaron tras los muebles, retrocedieron y volvieron a aparecer para ocultar las parpadeantes paredes. La luz era tan inestable que solo el motivo del papel de la pared la persuadió de que los muros no estaban desnudos y cubiertos de humedad, y ese mismo motivo podría haber sido una mancha de humedad repetida de no ser porque era demasiado regular. Por fin pudo ver lo bastante como para encontrar el camino hasta la cama, guardado por cuatro rostros sombríos que parecían estar flotando sobre el neblinoso aire, pero la luz le mostraba también que su caja de cerillas estaba mucho menos que medio llena y que solo le quedaban siete cerillas. No se sentiría a salvo tendida sobre la cama; iba a sentarse en el borde con la presencia de los rostros en la pared, para asegurarse de que la habitación no había cambiado. Tenía las cerillas restantes en la mano si le era absolutamente necesario ver para creer. Caminó alrededor de la cama, pasando sobre objetos amontonados que le lanzaron dentelladas a los pies con sus sombras. Había llegado a la esquina del colchón cuando la llama le quemó el pulgar y el índice. Sacudió la cerilla y esta se apagó, y en ese preciso instante vislumbró un rostro que se alzaba para contemplarla entre las sombras de la habitación.

Estuvo a punto de dejar caer las cerillas. Por un instante no supo en qué dirección estaba mirando o dónde podía estar el intruso: ¿Caminaba sigilosamente a su espalda o se erguía frente a ella, esperando a que encendiera una cerilla e iluminara su cara? Entonces distinguió la difusa silueta de la puerta a su izquierda y se obligó a volverse hacia las profundidades de la habitación mientras trataba de encender una cerilla, que estuvo a punto de romper e inutilizar. Después de clavar una uña en su raíz, la sacó de la caja y arrastró la cabeza a lo largo de la tira rugosa.

Las sombras se alzaron para saludarla. Algunas de ellas reptaron por el suelo mientras otras más grandes asentían desde detrás de los muebles. Aparte de ellas, el único movimiento parecía ser el de la oscuridad agolpándose en las paredes. Amy estaba tratando de persuadirse de que debía de haberse imaginado lo que había vislumbrado, de que si no controlaba su imaginación estaba perdida, cuando su mirada se vio atraída hacia el lugar que menos deseaba contemplar: el espejo.

Su póster no se encontraba en él. Ladrillos desnudos, menos iluminados si cabe que las paredes que la rodeaban pero cubiertos visiblemente de humedad. ¿No había también un objeto en la base del espejo, la parte alta de un bulto marrón y redondeado, coronado por algunas hebras de telaraña o cabello? Se lo quedó mirando presa del pánico, deseando que desapareciera de su vista o que por lo menos no se moviera. La cerilla se consumió hasta llegar a sus dedos y la dejó caer con un grito. Mientras la caída la apagaba, vio que el bulto descolorido se erguía para mirarla desde el borde del espejo, o más bien para mostrarle la ausencia de sus ojos.


Se dio cuenta de que estaba aplastando las cerillas en su puño hasta volverlas inútiles. Tuvo que abrirlo con la otra mano antes de poder localizar otra cerilla, la cogió entre su índice y su pulgar temblorosos, la levantó y la frotó contra la cada vez más gastada tira. La habitación y sus sombras oscilaron mientras la llama se encendía, pero todo lo que Amy podía ver era la cabeza de la figura que se acurrucaba bajo el espejo.

Esta vez, una mayor parte de la marchita y desconchada cabeza resultaba visible. Amy se dio cuenta de que estaba esperando a que la luz se extinguiera para erguirse un poco más, como si estuviera llevando a cabo una versión demente de algún juego infantil. ¿Qué podría hacer una vez que se hubiese quedado sin cerillas? No debía arriesgarse a averiguarlo, no debía arriesgarse a utilizar la última. La llama titubeó frente al pensamiento del mismo modo que lo hacía su mano, y, aunque ni siquiera se había consumido hasta la mitad del tallo, se apagó. Su extinción fue la señal para que su acompañante levantara la cabeza y le mostrara los agujeros que hacían las veces de ojos, así como gran parte de lo que había debajo de ellos, a lo que no merecía la pena llamar cara.

Amy dejó caer la humeante cerilla y se precipitó sobre la puerta. Su mano libre se aferró al picaporte y empezó a sacudir la hoja en su marco. Ahora no quería enfurecer a su padre, sino convencerlo.

– Por favor, enciende la luz -exclamó-. Seré buena. Por favor, déjame salir o enciende la luz.

Su piel había empezado a hormiguear de manera desagradable, y un repulsivo hedor a alfombra chamuscada se había sumado al cada vez más intenso olor a humedad que reinaba en la habitación. Los oídos habían empezado a dolerle junto con la mandíbula y la frente, mientras trataba de oír lo que hada su padre y rezaba para que nada se escuchara dentro de la habitación.

– ¿No vas a responderme? -lo llamó mientras sacudía la puerta con más fuerza y trataba de controlar su voz-. Me has curado. ¿No ves que estoy curada? Solo quiero que enciendas la luz para poder ver.

Estaba esforzándose en pensar algo más que decir cuando escuchó un sonido muy grato: el de la puerta del salón al abrirse. El contorno de la suya se iluminó ligeramente y, mientras trataba de tomárselo como una buena señal, su padre habló con un tono de voz que revelaba resentimiento por haber sido molestado.

– Si estás curada como dices, debes de saber que no hay nada que temer.

– No he dicho que estuviera asustada -logró decir Amy, aunque tuvo dificultades con la última palabra-. No veo y así no puedo hacer nada, eso es todo.

– No es necesario que hagas nada. Confórtate con la oscuridad y encuentra en ella la paz. Deberías darte cuenta de que no estás sola.

De algún modo Amy logró mantener la voz tranquila, recordándose que el único modo de sobreponerse a la presencia que había invadido su habitación era persuadir a su padre, pero su cuerpo estaba haciendo cuanto podía por alejarse de forma convulsa de la amenaza de que algo lo tocase en la oscuridad.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Que a qué me refiero? Te traicionas a ti misma al preguntarlo. ¿Es que no está Dios contigo?

– Oh, ya. Creí que te referías a… -no había ningún tema al que Amy hubiera estado menos deseosa de referirse-. Tienes razón. No hace falta que te lo diga, ¿verdad? Ahora sé que es verdad -dijo, mientras apretaba los dientes. Eso no logró disipar su tensión, y no pudo evitar dar un golpe a la pared con el envés del puño que sostenía las cerillas-. Oh, no -susurró, y antes de que supiera lo que estaba haciendo, había soltado el pomo y se había apartado un paso de la puerta.

Alargó una mano y volvió a encontrar el picaporte. Se aferró a él mientras trataba de convencerse de que el tacto de la pared solo le había parecido lo que le había parecido a causa de su pánico. Acercó muy lentamente el puño a ella, sujetando las cerillas con fuerza, pero no demasiada, tratando de creer en ella como en un talismán de la luz que le mostraría que su habitación no había cambiado. Ninguno de sus preparativos sirvió de nada. Sus nudillos tocaron la pared y se apretaron contra ella como si eso pudiese aplastar las sensaciones, pero no había manera de malinterpretarlas. Su piel estaba rozando unos ladrillos desnudos, ásperos y húmedos.

Apartó la mano, se la frotó convulsa contra la manga y estuvo a punto de abandonar el pomo de la puerta para encender una cerilla. La había asaltado la repentina idea de que, mientras mantuviese el contacto con él, estaría impidiendo que la transformación se operase por completo en la habitación. Además, las cerillas eran una última esperanza que no quería consumir hasta que no tuviera más remedio, no mientras existiese la menor posibilidad de obtener de su padre la reacción que necesitaba.

– Te digo que estoy mejor -exclamó, tratando de concentrar en su voz todo cuanto estaba desesperada por conseguir. -Tienes que entrar y verlo. ¿Cómo si no vas a saber si es así?

Su padre no respondió durante algunos instantes… los suficientes para que ella se preguntara si algún otro de los contenidos del espejo, aparte de los ladrillos, se encontraría en la habitación. Entonces él dijo:

– Eres tan astuta como el diablo, pero yo puedo ver a través de tu ardid.

– ¿Qué ardid? -Solo su jaqueca le impidió arremeter a cabezazos contra la puerta-. Te estoy diciendo la verdad. ¿Por qué no me crees?

– Porque me dices que has encontrado la paz y, sin embargo, al oírte, yo me percato de que estás tan enferma como cuando tuve que encerrarte.

Estaba más allá de toda posibilidad de persuasión, ahora podía oírlo. Lo único que le quedaba eran las cerillas, y al instante supo que lo mejor que podrían mostrarle sería demasiado similar a la pesadilla que había tenido después de que él la llevara a Nazarill: los tres collares colgando del espejo, los cuatro sombreros en la pared, sus sombras agitadas por el fuego. La había arrastrado hasta allí porque tenía miedo. Había superado sus propios miedos a expensas de ella, y eso la había llevado a donde se encontraba ahora.

¿O no los había superado del todo? La idea contraria pareció cristalizar sus pensamientos en una punta endurecida dirigida directamente hacia él. Sujetó el pomo con más fuerza y apoyó la cabeza sobre la madera que todavía pertenecía a su dormitorio.

– No estoy tan nerviosa como tú -dijo, mientras sus labios casi besaban la puerta.

– ¿Qué idioteces estás farfullando? No oigo una palabra.

– Ahora la oirás -dijo Amy, endureciendo la voz-. Este lugar te asustaba antes de que viniéramos a vivir en él, y todavía…

– Guarda silencio, demonio. No puedo oírte. Tus divagaciones no encontrarán asiento en mis oídos.

– Me estás oyendo aunque intentes no hacerlo. Estás en el lugar que querías olvidar que temías. Estás en la casa araña.

– Padre Nuestro. Padre…

– No podrás acallarme porque sabes que tengo razón. Estás solo en la casa araña y seguirás estándolo a menos que me saques de aquí.

– Guarda silencio, miserable, veneno, traición de mi carne. Inclínate ante la Palabra de Dios. Padre Nuestro que… que…

– Las plegarias no harán que se vaya. Está por todas partes, ¿es que no puedes sentirla? Es la casa araña la que te impide rezar, no yo.

– Contén tu lengua, excremento de tu madre. No oiré nada más de ti. Desvaría hasta que la voz te falle. Mis oídos están sellados.

– Entonces no podrás oír cómo se acercan las arañas.

– Engendro del Infierno -gritó su padre, cerrando de un portazo la puerta del salón. Amy escuchó un ruido sordo que atribuyó al impacto de sus rodillas contra el suelo, porque él empezó a repetir desesperado-. Padre Nuestro, Padre Nuestro, Padre Nuestro…

– Todavía puedes oírme. No hay lugar aquí en el que puedas esconderte. Estoy en tu cabeza. No puedes librarte de mí-ya no sabía de dónde estaban viniendo sus palabras, pero sentía que estaban ejerciendo su efecto-. Será mejor que no te quedes solo mucho más tiempo -dijo.

– Protégeme contra las artimañas del demonio. Padre Nuestro, amado Dios, Padre Nuestro…

La sensación de que gran parte de su pánico se había transferido a su padre le permitió soltar el pomo y, con bastante menos urgencia que antes, encender una cerilla. La luz se extendió sobre la puerta e iluminó la pared. No había ningún ladrillo a la vista, solo papel pintado. Se atrevió a tocarlo y, después de haber confirmado que su tacto correspondía a su aspecto, se volvió hacia su habitación. Los Nubes como Sueños se encontraban en el espejo y no veía la menor señal de figura alguna agazapada en el fondo de la hoja de cristal.

Entonces, unos bultos imprecisos salieron con andares tambaleantes de detrás de los cuatro sombreros, mientras hebras de sombra se enredaban con los collares de la falsa habitación que había al otro lado del espejo; recordó el sueño del incendio de Nazarill. La cerilla parpadeó aunque ella no la había apagado, y vio que la oscuridad saltaba hacia el espejo… solo la oscuridad, por el momento.

– Será mejor que me dejes salir antes de que las veas -dijo en voz alta-. Están a tu alrededor, por todas partes, las arañas de la casa araña.

En un primer momento pensó que estaba hablando demasiado bajo, pero entonces escuchó a su padre.

– Buen Dios, hazla callar. Aleja de mí su diabólica voz.

– Si no me dejas salir, ellas saldrán. Están esperando para ver si tú…

La puerta del otro lado del salón se abrió con estrépito y Amy inhaló una bocanada de aire para que la ayudara a prepararse. Se separó un paso de la puerta (no estaba preparada para soltar el pomo hasta que él hubiera abierto el candado), cuando los apresurados pasos de su padre entraron en la cocina y se detuvieron. Ella sintió que estaba al borde de sus fuerzas, dispuesto a abrir la puerta si no se le ocurría otro curso de acción, y no debía darle la oportunidad de pensar.

– Se están acercando. Están en todos los lugares a los que miras. Quieren que estés bien solo para que nadie pueda ayudarte. No te dejarán salir a menos que yo esté contigo. Abre la puerta mientras todavía puedes, antes de que lleguen al salón.

Su padre había dejado de rezar. Hubo un chirrido de madera contra madera, como si él hubiese apartado un banco en el que hubiera estado sentado. No debía tener miedo de seguir provocándolo.

– Se están acercando, millones de ellas, todas las arañas de la casa araña. Puedo sentirlas, esperando. Te están dando solo una oportunidad para dejarme salir, y si no lo haces, te…

No sabía qué más podía decir, qué pesadillas podía invocar para él, pero no parecía haber necesidad. Mientras estaba hablando escuchó como irrumpía él en el salón y, mientras se quedaba sin palabras, sintió cómo abría el cerrojo tan violentamente que la fuerza del movimiento se trasladó hasta su mano por el pomo de la puerta.

Mientras la puerta se tambaleaba frente a ella, sostenida a duras penas por una sola bisagra, Amy soltó el pomo y se preparó para esquivar a su padre. Al instante se dio cuenta de que debería haber dado un tirón a la puerta para desequilibrarla y asegurarse de que él no podía volver a cerrarla, pero ya era tarde para eso. Su padre se abalanzó sobre ella y le dio una rápida bofetada en pleno rostro.

Se hubiera hecho a un lado de no haber estado paralizada momentáneamente por la visión del objeto que había en su mano: las grandes tijeras que había sacado del cajón cuyo chirrido de madera había escuchado.

– Perdóname -dijo, pero no le estaba hablando a ella; sus ojos estaban tan vacíos como la muerte. Quizá su última plegaria había sido un intento por contenerse. Amy abrió la boca para gritar socorro, olvidando que nadie podría oírla, y retrocedió, pero él fue más rápido. Las tijeras se hundieron en su boca.

Sintió que las hojas se cerraban sobre su lengua, encontrándose al fin con un esfuerzo considerable. Vio cómo su padre arrancaba un objeto rojizo de su boca y lo arrojaba al salón. Oswald se volvió de inmediato, como si ya no albergase el menor interés por ella, y cerró la puerta con fuerza tras de sí. Debió de haber observado que algo fallaba en la hoja, porque después de haber echado el cerrojo, la sacudió violentamente. Al parecer satisfecho, se apartó y Amy escuchó cómo arrojaba las tijeras en el cajón.

No podía haberlas usado de verdad, trató de decirse a sí misma. Su padre no podía haberle hecho eso a ella, su padre no. Pero de pronto sintió la boca invadida por una herida demasiado grande para ella, y que al mismo tiempo le robaba parte de sí misma. El sabor metálico de las tijeras se estaba intensificando, llenando su boca hasta que fue incapaz de fingir que no era el sabor de la sangre. La hizo marearse, lo mismo que la conmoción, tras la cual el dolor empezó a manifestarse. Cuando trató de aullarle su cólera y su incredulidad, nada salió de su boca salvo una gárgara inarticulada y ahogada, un salivazo sanguinolento que golpeó la puerta con un chapoteo audible.

Tenía que ver lo peor. Se revolvió inmediatamente sobre sí misma, a pesar de que el mareo amenazaba con aflojarle las piernas, hasta que estuvo frente al espejo. Sus manos eran herramientas torpes a las que no estaba acostumbrada, y que estaba utilizando en la oscuridad para tratar de encontrar una cerilla y sacarla de la caja. Su capacidad de sentir el resto de su cuerpo le había sido arrebatada por la violación de su boca. Logró enfocar en las manos la poca consciencia que todavía le quedaba y encontró la tira de la caja de cerillas con un dedo distante. La cerilla la rasgó y se prendió, y entonces se vio a sí misma.

Su barbilla y su garganta estaban manchadas de un líquido que, bajo la incierta luz, parecía negro. No podía ver nada más que eso desde el otro lado del cuarto, ni siquiera cuando obligó a su boca a abrirse. Sostuvo la cerilla frente a sí y la siguió en dirección al espejo, mientras sus piernas se tambaleaban contra la cama y solo a duras penas lograban sostenerla. A esas alturas, la luz en la pared situada a su espalda era demasiado escasa como para saber si la superficie había vuelto a ser de ladrillos desnudos, pero no lograba divisar el póster. Parecía estar observándose a sí misma mientras era conducida hacia un lugar estrecho y oscuro por su propio reflejo, la boca presa de un temblor que anticipaba el horror que todavía le quedaba por experimentar. Se detuvo tambaleante frente al espejo y acercó la cerilla a su rostro, mientras trataba de asomar la lengua por el agujero enmarcado por sus clientes sanguinolentos. Cualquier músculo que pudiera quedarle se encogía a causa de la agonía que suponía una respuesta, y lo único que pudo ver en su boca fue sangre. La visión le provocó una nueva oleada de mareo y la sangre se derramó de su boca. Apagó la luz y la oscuridad la abrumó.

Supuso que era en parte por su estado que se sintió caer. La mayoría de su cuerpo se desplomó sobre la cama. Su incapacidad para moverse dejó más espacio para el dolor, y su cuerpo trató de encogerse a su alrededor en un esfuerzo por reducirlo. Entonces sus miembros y sus puños y sus agarrotados pies se relajaron, mientras otra oleada estallaba en su boca y la falta de sangre le hacía desvanecerse. En su último momento de consciencia recordó que todavía tenía una voz, aunque no pudiese oírla con sus oídos.

– Déjame salir -dijo con ella, y supo al instante que no se estaba dirigiendo a su padre-. No me importa lo que tengas que hacer para liberarme -prometió mientras era aceptada por la oscuridad.

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