9. El secreto del árbol

Cuando el roble comenzó a ladearse en medio de una falta absoluta de su propio sonido, Amy abrió la ventana del salón. Observar a los hombres que aplicaban las motosierras a las ramas y al tronco era como ver una película sobre los hechos, pero ahora parecía que le hubiesen robado la voz al árbol. Soltó el pestillo que aseguraba las dobles hojas gemelas y levantó la más baja en el momento en que se desplomaba el tronco. Profirió un gruñido de protesta, como si le hubieran desencajado sus mandíbulas de madera, antes de que se produjera un silencio similar a la ausencia de una respiración, antes de que los restos del árbol se estrellaran contra el césped con un estrépito que sacudió a toda Nazarill. Una bocanada de aire gélido, cargado con los olores a putrefacción y madera vieja, entró por la ventana, desordenando las postales navideñas dispuestas en fila en la moldura sujeta con cintas. Cuando las tarjetas hubieron dejado de aletear, su padre salió a toda prisa del cuarto de baño, envolviéndose en una toalla.

– Por el amor de Dios, niña, ¿qué has hecho ahora?

– ¿A ti qué te parece?

– ¿Qué has roto? ¿Has tirado algo por la ventana?

– ¿Como qué?

– Como algo que no quieres que yo vea, por ejemplo. No sé ni la de cosas que habrá en tu cuarto que entran en esa categoría.

– Qué pena que nunca lo vayas a saber. Porque si empiezas a fisgar en mi habitación pienso irme de casa, y no podrás impedirlo.

– Vamos a dejarnos ya de idioteces -dijo Oswald, aunque Amy sabía perfectamente que en realidad se lo estaba pidiendo solo a ella. Las motosierras volvieron a entrar en acción, ya de forma audible, y ella vio que su padre caía en la cuenta de lo que había ocurrido. Oswald comenzó a secarse el pecho canoso con la mano que no sujetaba la toalla alrededor de su cintura-. Y cierra la ventana, hazme el favor, a ver si quieres que coja una infección.

– ¿No te da pena?

– ¿El qué tendría que darme pena?

Yo, fue el pensamiento fugaz de Amy, pero no quería que nadie sintiera eso por ella. -Cómo me tratas.

– Cielo santo, ¿y cómo se supone que te trato?

– A veces, como si ni siquiera fuera una persona.

– Eso es muy injusto, y lo sabes. Te trato como se merece la forma en que te comportas. -Señaló a la ventana con un dedo, y una gota de agua salpicó la frente de Amy-. Y tu comportamiento, ahora mismo…

Sonó el telefonillo al final del recibidor. Aleteó enfadado con la mano libre y sujetó la toalla con la otra mientras regresaba al cuarto de baño.

– Quieres cerrar la ventana y responder y, si es la señorita Griffin, dile que quiero hablar con ella. Estoy seguro de que las pastillas que te da son responsables en parte de tu mal genio.

Cuando Amy escuchó cómo se encerraba en el cuarto de baño, se sintió como si estuviera encerrándola a ella. El problema era que no podía evitar hacer lo que le había pedido. El rugido de las motosierras estaba comenzando a provocarle uno de esos dolores de cabeza que solía aliviar la medicina de Beth, y quería ver quién había llamado. Bajó la ventana. Fue como tapar una boca; era como si se hubiesen apagado las motosierras. Cruzó el silencio imperioso para espiar por la mirilla de la puerta al final del recibidor. Un hombre diminuto, vestido de negro, aguardaba en el pasillo deformado.

Dado que no se trataba de nadie que hubiese visto con anterioridad, su primera reacción fue preguntarse cómo habría entrado en Nazarill. Abrió la puerta para reemplazar su imagen reducida por el metro ochenta de su persona. Debía de tener unos treinta años, o estaba decidido a aparentarlos; era de constitución nervuda, tenía una mata aplastada de cabello rubio y un rostro inmaculado que, más que afeitado, parecía plisado, con pómulos marcados recalcados por el mentón. Su traje era de un azul tan oscuro que bien pudiera haber sido el negativo de su camisa blanca. Solo el azul pálido de su corbata aportaba una nota de color.

– Buenas tardes, señorita -saludó, con trazas de acento de Yorkshire-. ¿Están tus padres en casa?

– Mi padre. Ojala… -No quería admitir lo que estaba a punto de decir, y a él no le importaba-. Se está vistiendo.

– Volveré en otro momento. Dile que ha venido Rory Arkwright, de Houseall.

– Me ha dicho que le diga que espere. -Por lo menos, ella sí que quería que esperara. Tendría muchas preguntas que hacerle al visitante, cuando se le ocurrieran-. No creo que tarde. -Aquello era tanto una advertencia para ella misma como una invitación para el recién llegado.

Cuando ella se hubo apartado, él entró y cerró la puerta sujetando el pestillo con dos dedos, antes de dedicarle una serie de rápidos parpadeos a las ilustraciones que adornaban el recibidor.

– ¿Eres tú la artista?

– No. Entonces sería su abuela y estaría un poco loca.

– Ya veo que esa descripción no se ajusta a ti. -Tras haberla seguido hasta dejar atrás todos los ojos y entrar en el salón, descubrió algo más que decirle cuando se fijó en la balda para los libros-. Así pues, lectora.

– Todos esos los encuadernó mi madre.

– Conque eso era. Impresionante. ¿Puedo sentarme?

– Para eso están ahí las sillas.

Se sentó en una para demostrarlo. Ya se le había ocurrido una pregunta mientras él se posaba en el borde del sofá, pero el hombre no estaba dispuesto a dejar el tema sin presentar batalla.

– Deben de ser buenos -dijo, señalando a los libros con la cabeza.

– ¿Por qué?

– Porque tu madre se ha tomado mucho tiempo para conseguir que parezcan especiales.

Aquello y la expresión del hombre le habrían dado a Amy motivos para replicar, lo que habría implicado cierta deslealtad por su parte, si no hubiese tenido una respuesta más útil ya preparada.

– Igual que hicieron ustedes aquí, quiere decir.

– Pues sí, ya que lo mencionas.

– A veces, la gente procura que las cosas tengan buena pinta para encubrir cómo son en realidad.

– No creo que te refieras a tu madre.

– Ni se me ocurriría. -Amy había intentado leer algunos de los libros cuando llegaron a Nazarill, antes de que la desanimaran su romanticismo superficial y su caducidad, pero no tenía intención de admitir eso delante de él-. Yo estaba pensando en este sitio.

– ¿En tu casa? Yo diría que también deberías sentirte orgullosa de ella.

– El piso no, todo este sitio.

– Me temo que me sacas ventaja. ¿Tienes alguna queja acerca de nuestro edificio?

– ¿No quiere escucharla, si es así?

– Queremos que todos nuestros clientes se sientan tan satisfechos como esté en nuestro poder conseguirlo. Por eso estoy aquí. -Palmoteó sobre sus rodillas el principio de un paso marcial, que aprovechó para ponerse de pie en cuanto se abrió la puerta del baño, cuyo cerrojo emitió un sonido similar al de un cepo al cerrarse-. Hablando del rey de, bueno, supongo que sea usted. ¿El señor Priestley? Rory Arkwright, de Houseall.

El padre de Amy se había vestido de arriba abajo, hasta las zapatillas. Solo la etiqueta sin ocultar del jersey blanco de cuello de cisne traicionaba su premura. Le dedicó una rápida pasada con el peine a su cabello delante de la ilustración enmarcada más próxima, antes de estrechar la mano de Arkwright.


– ¿No bebe nada, señor Arkwright?

– No me lo han ofrecido, pero si usted va a tomar algo…

– Disculpe a mi hija. De pequeña le gustaba jugar a ser la perfecta anfitriona, pero ya debe pensar que es demasiado mayor para eso. Un café, Amy, por favor. ¿Señor Arkwright?

– El café solo es mi medicina. Le diré que Amy quería contarme algo acerca de Nazarill.

¿Era aquello una excusa para disculparla o estaba delatándola? No supo juzgarlo, a tenor del fervor con el que ambos hombres se turnaban para empeorarlo todo.

– Pues ya es más de lo que me ha dicho a mí -admitió su padre-. A ver, Amy, escuchemos si era tan importante como para justificar que olvidaras tus modales.

Amy se levantó, se apartó de él y se volvió hacia el delegado de Houseall.

– ¿Sabe lo que era antes este sitio?

– Oficinas. Te apuesto lo que quieras a que no lo habrías adivinado.

– Antes de las oficinas.

Arkwright levantó las cejas como si quisiera persuadirla de que no acababa de arrugar el ceño.

– No sé. Una casa de campo, a juzgar por su aspecto.

– ¿No sería primero un monasterio y luego un hospital?

– Yo no veo indicios de que así haya sido, ¿y tú?

– ¿De dónde sacas esas ideas, Amy? ¿Con quién has hablado?

Amy se volvió hacia su padre sin mirarlo.

– A lo mejor te extraña que tenga ideas propias.

– Preferiría que así fuese con tal de que no te comportaras como si te gustaría que no nos hubiésemos mudado aquí.

– Siento mucho que pienses eso, Amy. ¿Hay algo que pueda hacer yo? Con la aprobación de tu padre, desde luego.

– Sí, decirme la verdad.

– Te aseguro…

– Todavía no he preguntado nada. ¿No hay ninguna historia acerca de Nazarill?

– No, que yo sepa. ¿Qué clase de historias?

– Como lo que dijo el señor Roscommon después de encontrar al señor Metcalf. ¿No sabe lo que dijo que había visto?

– Bueno, Amy, ese trágico episodio es justo el motivo por el que estoy aquí ahora, para tranquilizar a todo el mundo en la medida de lo posible. No dejamos de preocuparnos por nuestros clientes después de venderles la casa. Nos entristece que el señor Roscommon y su hijo no se sientan con fuerzas de regresar, pero espero que no quieras echarle la culpa de lo ocurrido a la casa.

– Encontrar al señor Metcalf fue demasiado para su cabeza, eso es todo -declaró el padre de Amy.

– Permíteme que te diga una cosa, Amy. No es de extrañar que a ti también te haya afectado. No hay nada de lo que avergonzarse, pero sí hay que tenerlo en cuenta. Me imagino que te parecerá que lo que ha pasado te toca muy de cerca, ¿verdad? Pero estas cosas ocurren, lo mismo en la calle donde vivías antes que aquí. Si pusieras en fila todos los pisos de este edificio, tendrías una calle, ¿no? Míralo de ese modo, si te hace sentir mejor.

Arkwright se arrellanó en su asiento, a todas luces satisfecho de su respuesta, aunque la sonrisa de Amy se debía tan solo a la escasa persuasión de sus palabras.

– ¿Puedo ayudarte en alguna otra cosa?

O bien creía que ya había respondido a todas sus preguntas, o fingía que así era, o tenía la desfachatez de asumir que ella pensaba que así era.

– Un par de cosas.

– Amy, el café.

– Esto es más importante. ¿Qué le pasa a las ventanas?

– Nada, que yo sepa -espetó su padre.

– Escucha. ¿Qué oyes?

– No mucho.

– Nada, querrás decir. ¿Por qué no podemos escuchar las motosierras de ahí afuera?


– Probablemente, porque los trabajadores se están tomando un respiro -contestó Arkwright.

– No, eso no es. -Amy se dispuso a abrir la ventana. Cuando cogió el frío pestillo, vio que los tres obreros sí que habían dejado de trabajar. Estaban sentados encima del árbol caído, incluso sus sombras victoriosas se apoyaban en él mientras ellos rellenaban vasos de plástico con el humeante contenido de un frasco. Le cayeron incluso peor que por talar el roble-. Me da igual. -La voz le golpeó el rostro, rebotada en el cristal-. Antes tampoco se oían, con la ventana cerrada. Se daría cuenta.

– Yo no -dijo su padre-. Acuérdate de que estaba en el baño. Además, si el doble acristalamiento aísla tan bien, no veo por qué hay que quejarse. No a todo el mundo le gusta tanto el ruido como a ti. Y ahora, si eso era todo lo que…

– ¿Vas a hablar con él de la seguridad?

– Supongo que el señor Arkwright y yo hablaremos de eso, así que si no te…

– Pregúntale por el piso del señor Metcalf.

– Está cerrado, Amy -dijo el delegado de Houseall-. Que no te inquiete. No hay nada que temer, de verdad, y permanecerá cerrado hasta que lo ocupe alguien.

– ¿Cómo lo sabe?.

– Que cómo lo…

– ¿Por qué está tan seguro de que está cerrado? La gente siguió llamando al timbre cuando él ya estaba muerto, y ellos se habrían dado cuenta si no lo hubiese estado, pero el señor Roscommon entró.

– Los demás debieron de equivocarse, sin duda, pero te aseguro que lo he comprobado. Está cerrado a cal y canto igual que una… que una celda. No pareces muy convencida.

– Si dice que ahora está cerrado, le creo pero, ¿y antes?

– Ya has vuelto a dejarme atrás.

– Supongamos que alguien dejó que entrara el señor Roscommon.

– No hagas que el señor Arkwright pierda el tiempo con tonterías. -Su padre le cogió la mano para volverla hacia él; al tacto, sus dedos estaban calientes, sudorosos e hinchados-. Esto no puede ser bueno para su cabeza, ¿no cree, señor Arkwright?

Amy se sintió como si la estuvieran sujetando para juzgarla. Incluso hacer de camarera sería preferible. Se soltó de su padre y se frotó la mano en la pechera del jersey. Sonó el timbre.

– Ve a ver quién es, ¿quieres? -dijo Oswald.

Amy había recorrido medio recibidor cuando escuchó que murmuraba:

– Lo siento mucho. Ya se imaginaba cosas acerca de este sitio cuando estaba en ruinas, cuando su santa madre aún vivía, pero yo pensaba que ya se le habrían olvidado aquellas niñerías. Yo me encargaré, no se preocupe.

En medio del remolino de emociones, destacaba un pensamiento: por lo que a su padre respectaba, era el delegado de Houseall el que necesitaba que lo tranquilizaran. Al pasar por delante de los ojos de papel, los dedos le cosquilleaban de ganas de arrancarlos todos. En vez de eso, apuñaló el botón del telefonillo, con tanta fuerza que a punto estuvo de romperse una uña.

– ¿Quiénes?

– Soy yo.

– Llegas pronto, ¿no, Rob? A lo mejor no, no lo sé, pero quiero cambiarme.

La respuesta sonó ahogada por la estática dentro de la carcasa de metal.

– ¿Me estás diciendo que vuelva más tarde?

– No, te estoy diciendo que subas. -Apretó el botón que abría la puerta de abajo, antes de apresurarse a ir a la cocina, donde llenó el percolador-. Ya llevo el café cuando esté listo- anunció-. Abre a Rob.

– Dígame si molesto-escuchó que decía Arkwright mientras ella entraba en su cuarto.

– Es un amigo de mi hija, no sé si todavía se llamarán novios. Será la primera vez que lo tenga delante.

– ¿Hay algo sobre lo que quiera hablar mientras esté aquí?

– No se me ocurre nada. Por favor, no piense que no estamos contentos con el sitio. Es una pena que esta desgracia haya tenido que ocurrir ahora que mi hija atraviesa una de esas fases.

– Créame, no le quedan pocas. Yo tengo una que será algo mayor, y no nos lo pone nada fácil a su madre y a mí.

– Le parece que eso es todo lo que le ocurre a la mía, la edad. No le da la impresión de que parece…

Amy había dejado abierta la puerta una rendija, pero los contertulios debían de haber bajado la voz, porque cada vez los oía peor. O puede que fuese la rabia que sentía en aquellos momentos lo que la ensordecía, aunque no es que le importara lo que estuviesen diciendo. Se quitó el jersey y los vaqueros y los tiró en el suelo, al lado del plato y el vaso embadurnado de leche que había constituido su última cena a medianoche. Tras embutirse unas medias negras y su falda más corta, se sentó en la cama sin hacer para enfundarse otro jersey negro. Estaba atándose los cordones de sus botas altas cuando alguien llamó a la puerta.

– Ya no hace falta que te preocupes de mi café -dijo Arkwright-. Voy a seguir con mi ronda.

Su padre también estaba en el vestíbulo, aunque no los había oído salir del salón. Para cuando hubo terminado de atarse las botas, su padre ya había acompañado a Arkwright al final del recibidor. Abrió la puerta cuando ella salía de su habitación. Rob estaba fuera. Parpadeó en un acto reflejo y levantó su rostro alargado, como si quisiera colocar la barbilla a la misma altura que la de su padre. Los pendientes de su oreja y de la nariz relucieron.

– Buena forma de conseguir una personalidad magnética -dijo Arkwright, en clave de humor, mientras pasaba junto a Rob y pulsaba el timbre de Beth Griffin.

Rob parpadeó con fuerza en su dirección, antes de mirar al padre por debajo de aquellas pestañas envidiables.

– Aim me dijo que subiera.

– Pasa y cierra la puerta.

– Solo me falta el abrigo -dijo Amy.

– Tampoco hay prisa, ¿no? Ya que tu amigo está aquí, me gustaría conocerlo -dijo su padre. Se apartó de Rob tan deprisa que parecía que huyese de él-. Háblame de ti.

– No hay mucho que contar -musitó Rob. Parecía nervioso, lo cual no era de extrañar, pensó Amy. El nerviosismo del joven se había convertido en un parásito inquieto en el estómago de la muchacha. Lo acompañó al salón, donde se sentó en el sofá y palmeó el espacio libre junto a ella, pero él caminó hasta la ventana.

– ¿Siguen de descanso? -se le ocurrió preguntar a Amy.

– Sentados encima de su víctima, con cara de satisfacción tras robaros vuestro oxígeno.

– Había que talarlo -dijo el padre de Amy-. Era un peligro. La edad, ya sabes. Por favor, siéntate.

Rob se dejó caer junto a Amy. Los separaba un cojín. Ella dejó la mano allí, por si a él se le ocurría cogérsela, pero Rob permaneció con los puños apoyados en los muslos, apuntando a su padre con los nudillos.

– ¿Qué tal se han portado las Navidades contigo? -preguntó Oswald, mientras se sentaba enfrente de ellos.

– Bastante bien.

– ¿Algo que celebrar?

– Yo diría que sí. ¿Le ha contado Amy que mis padres me han regalado un coche?

– Yo me refería a que la Navidad es una ocasión que celebrar. El nacimiento de nuestro salvador y toda esa palabrería anticuada. No quisiera incomodarte. -Cuando los puños de Rob se libraron de su aparente parálisis e intentaron desechar aquella posibilidad, su padre continuó-: Conque un coche. Menudo regalo, y menuda responsabilidad.

– Mi padre los vende y mi madre es profesora de autoescuela.

– Estarán asegurados a todo riesgo.

– Estarán.

– Supongo que ya te habrás sacado el carné.

– El día de mi cumpleaños.

– ¿No eras muy joven para aprender a conducir?

– A ellos no se lo pareció.

– O sea, que los padres saben lo que les conviene a sus hijos y a la porra con la ley.

Amy clavó los dedos en el cojín.

– Lo que quiere decir es que confían en él.

– Que…

– ¿Puedo llamarte Robin? Por favor, Robin, continúa.

– A lo mejor usted debería intentar tratar a Aim…

– Te lo vas a cargar, Amy, ten cuidado.

Ella se obligó a abrir la mano y la acercó a la de Rob, pero este la levantó para frotarse la frente con los nudillos.

– A lo mejor debería tratarla más como me tratan a mí mis padres.

– Eso habría que verlo. Todavía falta más de un año para que pueda conducir, aunque no sé para qué iba a querer si sabe que yo la puedo llevar a cualquier parte.

– No hablaba de conducir, sino de confiar en ella.

El padre de Amy lo miró como si aquellas palabras fuesen el resto de un mensaje, insuficiente para que resultara comprensible.

– ¿En qué sentido tendría que confiar en ella, Robin? ¿Tiene algo que ver contigo?

El pendiente de Rob centelleó como una cerilla al encenderse cuando arrugó la nariz al escuchar el nombre por el que no le gustaba que lo llamaran.

– Eso depende de Aim -musitó, sin mirarla.

– A mí me parece que, a su edad, eso depende de mí, jovencito.

– Entonces, déjela ir a España con el colegio.

Amy se sintió como si los dos la hubieran encerrado en una caja para hablar de ella.

– Así que mi hija te habla de mí, ¿no? Menudo privilegio. No se da el caso contrario. Tú eres uno de sus múltiples secretos.

– A lo mejor, si a ella le pareciera que usted confía…

– Lo que conseguiría si le doy permiso para ir a España, ¿no?

– Ayudaría, ¿a que sí, Aim?

– A lo mejor…

Su padre estudiaba el rostro de Rob. Al cabo, continuó:

– Me pregunto por qué tienes tantas ganas de que visite un país como España.

Amy ya había escuchado bastante. Su padre estaba decidido a prohibirle que fuera, y cualquier cosa que dijera Rob solo conseguiría aumentar su desconfianza. Tenía que escapar de aquella caja en la que se estaba convirtiendo su cabeza.

– Porque quiere verme contenta, aunque eso a ti no te importe-espetó. Cogió la mano de Rob para ponerlo de pie de un tirón-. Vamos, Rob. Llévame a cualquier sitio.

Su padre se puso de pie, entre ellos y el recibidor. Su rostro había perdido toda su expresividad, y parecía que se hubiese vuelto más pesado, al igual que el resto de él.

– ¿Y adonde es eso?

– Adonde quiera Aim.

– ¿A dónde, Amy? A los dos nos gustaría saberlo. Amy se volvió hacia Rob, lo que consiguió que su padre quedara reducido a una mancha en la periferia de su visión. -Adonde tú quieras.

– ¿Damos una vuelta en coche y luego vamos a mi casa?

– Chachi. -Se encaminó hacia la puerta, preparada para esquivar a su padre si intentaba sujetarla, pero este se limitó a preguntar:

– ¿Estarán tus padres en casa con vosotros, Robin?

– No lo sé. Además, es Rob, a secas.

– Bonita forma de tratar al nombre que te pusieron.

Amy entró en su habitación para coger un abrigo de su armario y una gorra de las muchas que se alineaban a lo largo del vestíbulo, donde su padre había aparecido al lado de Rob.

– Procura volver antes de medianoche.

– ¿Por qué? ¿Te crees que voy a convertirme en un bicho raro si llego tarde?

– Lo que me preocupa es en lo que ya te estás convirtiendo.

Si su padre esperaba que eso propiciara alguna respuesta, tendría que inventársela. Amy abrió la puerta de golpe y se adentró en el pasillo, cuya tenuidad parecía estrecharlo, hasta llegar alas escaleras, que le parecieron más reticentes que de costumbre a admitir el paso de la luz. La claridad del exterior solo conseguía enfatizar la penumbra de la planta baja, donde los seis rectángulos que eran las puertas refulgían sombríos. Las manillas de metal le congelaron los dedos cuando salió a la luz, fría y pálida, del sol que bañaba el sendero de grava, donde la saludó el renovado coro de las motosierras. Podría haberle preguntado a los hombres si acababan de reanudar el trabajo, pero el estruendo era demasiado opresivo para formular pregunta alguna. Se apresuró a doblar la esquina del edificio en dirección al aparcamiento, donde Rob le dio alcance.

– ¿Cuál es el tuyo?

– Adivina.

– El Jaguar -dijo Amy, aunque intuía que aquella lustrosa bestia de color negro había llegado allí a la vez que el delegado de Houseall.

– No, el microbio.

– Qué microbio más bonito.

Una capa de pintura azul había conseguido que el Nissan Miera pareciera casi nuevo. En el interior persistían los olores a ambientador y a tapicería desgastada, una fragancia acogedora. Cuando hubo corrido el asiento del copiloto hasta atrás del todo, pudo estirar las piernas debajo del salpicadero. El cinturón de seguridad salió de su ranura con una serie de tirones. Para cuando hubo terminado de fijarlo, Rob, que acababa de dar un segundo y definitivo portazo, comenzaba a decir:

– ¿Adonde quieres…?

– Me da igual. Conduce y ya está.

Puede que cuando salieran de allí le apeteciera hablar pero, por el momento, todo lo que se veía por el parabrisas le recordaba la opresión que había procurado dejar en casa: las motosierras que mutilaban a su víctima tendida en medio de una lluvia de su propia substancia; la plaza del mercado, cerrada, cuya inactividad parecía que se hubiese propagado a las calles que desembocaban en ella; los tics de las luces navideñas, incluso Partington en sí, cuyos edificios le recordaban el color exacto de los dientes de los ancianos. Rob condujo hasta la carretera principal y metió la quinta marcha en cuanto el asfalto comentó a fluir por los cotos. Amy abrió la ventanilla, una rendija, para que el viento pudiera agitarle los cabellos y refrescarle el rostro. Cuando comenzó a dolerle la aleta de la nariz perforada, a causa del frío, volvió a cerrar la ventana, lo que Rob se tomó como una señal para detener el coche.

– Está bien, ¿a que sí? -dijo, esperanzado.

– Supongo. -El sol se había ocultado detrás de una cordillera, sobre la que el cielo atraía hacía sí todo el verde de las cuestas oscurecidas, enmarcando en cristal las siluetas de los árboles desnudos, ralentizado su lánguido baile. Eran tan negros como el dobladillo del cielo oriental, donde ya restallaba la primera estrella. Se acordó de lo mucho que le gustaba ver aquello cuando era pequeña, sobre todo en Navidad, pero no conseguía pasar por alto la imagen de Partington convertido en una hilera de dientes en la aserrada mandíbula inferior del horizonte. Se había embutido en el retrovisor, donde la pequeñez de su imagen intensificaba aún más su significado. Sintió como si se estuviera quedando sin palabras-. No sé por qué se comporta así -dijo, casi sin darse cuenta.

– Yo.

– No, tú no. -Se inclinó encima de Rob para apagar el motor, antes de cogerle la mano izquierda entre las suyas-. Yo sé lo que es. No era así antes de que nos mudáramos. Es ese sitio.


– ¿Qué le pasa?

– Todavía no lo sé. Algo, pero él no quiere admitirlo, y por eso se comporta de ese modo.

– ¿Cómo es cuando no estoy yo?

– Igual. No, peor.

– ¿Cómo? Dime cómo.

– Como si no me conociera. Como si quisiera tenerme encerrada.

– Ah, bueno. -La mano de Rob se relajó-. Los míos también son así, a veces.

– Como él, no. Ellos no intentan endilgarte a alguien que aborreces porque les parezca que así podrán mantenerte vigilado.

– ¿Quién, Aim?

– Lo peor de lo peor. Shaun el Plasta.

– Qué antagónico -bromeó Rob, aunque la preocupación asomó a su voz-. ¿Qué es lo que ha intentado?

– ¿Shaun? Lo de siempre, aunque ya sabe que lo lleva claro. ¿No te creerás que te ha salido un competidor? -Se inclinó y depositó un beso fugaz en la delgada mejilla de Rob-. En cambio a mi padre le parece que Shaun es una especie de ángel. Cree que él es lo que me hace falta para volver a ser alguien que no he sido nunca.

– Mientras sigas sin serlo.

– A veces no sé quién soy -confesó Amy. Sintió que la conversación estaba alejándose del tema que había querido discutir-. Lo que sí sé es que no pienso ser lo que él quiere que sea. Pero si incluso quería que dejara de trabajar, ya lo has visto.

– Es una pena, pero los padres son así. Por cierto, tengo un regalo para los dos, de Martie. Y gracias por los CD.

– Gracias por el sombrero y el collar. Mi padre me ha dado dinero para comprarme algo que vaya a juego, pero ya sabes lo que me gusta. ¿Qué nos ha dado Martie?

– ¿Me darás mi parte?

– También es mío, así que recuerda que solo es un préstamo.

Antes de que metiera la mano en el bolsillo de su chaqueta negra vaquera, sospechó lo que iba a sacar. Cuando escuchó el crujido de la bolsa de plástico, lo supo a ciencia cierta. A lo mejor aquello la ayudaba a desprenderse de aquellas sensaciones reticentes, dado que la conversación no había sido de gran ayuda.

– ¿Quieres fumártelo ahora?

– Aquí fuera estaría bien, pero no quiero tener que conducir luego. Martie dice que es genial. Vamos a mi casa y te enseñaré otra de las utilidades del coche.

Partington había comenzado a refulgir como si la mandíbula y todos sus dientes estuviesen en medio de un incendio. La oscuridad se acumulaba en las oquedades de los cotos, trayendo consigo un atisbo de niebla. Amy sabía que, si la probaba, sabría como las lágrimas.

– Entonces, vamos. ¿Funciona la radio?

– Dale un toque. -Rob encendió el motor y las luces del salpicadero. Amy apretó el botón cuando él giraba el coche, hasta detenerlo cerca de la cuneta sin vallar. Una voz meliflua con acento de Yorkshire manó de los altavoces. «Espero que hayan cenado un buen ganso en Navidad, igual que nosotros. Oscar me dio todo el relleno que pude comer. Repleto, estaba. Repleto».

– Cambia la emisora, si quieres -dijo Rob, azorado-. La había puesto para escuchar el parte meteorológico.

– Charlie Churchill está bien. Tiene gracia, a veces. Mi padre no lo soporta.

El locutor anunciaba a «Frosty el muñeco de nieve», un proceso que le llevó varios minutos antes de poner el disco. Para ese entonces, el coche había dejado atrás las erizadas tinieblas y volvía a entrar en Partington, cuyo fulgor anaranjado bañó a Amy sin calentarla, igual que la fotografía de una hoguera. Rob sacó el Miera de la carretera principal, frente a la entrada del aparcamiento del mercado, y condujo por la avenida menos modernizada de la ciudad, una callejuela sinuosa y llena de baches que se extendía durante varios cientos de metros, junto a seis casas que dominaban la pared reforzada de la carretera principal. El muro seco delante de la casa de Rob, la más alejada de la ciudad, se ruborizó cuando él dio marcha atrás hasta casi tocarlo.

– No hay nadie.

– Menuda sorpresa.

– No me dijeron que iban a irse.

– Aprovechémonos.

– Cuando acabemos -dijo Rob, mientras la canción se desvanecía hasta desaparecer. Le dio una pipa de hachís, fina y de cazoleta redonda, para que la sostuviera mientras deshacía el envoltorio y cogía un pellizco de resina húmeda, tan aromática que Amy pudo oler cómo se desmenuzaba. «A mí que no se me acerque con ese témpano», decía Charlie Churchill, mientras Rob encajaba el encendedor del salpicadero a su resistencia y metía el trozo de resina en la pipa. «Se me congela la sangre solo de imaginármelo». Cuando el encendedor hubo saltado una pizca, lo cogió y aplicó la cazoleta al disco al rojo, cuyas circunferencias encajaban a la perfección. Inhaló una larga bocanada y la sostuvo dentro durante varios segundos, antes de expulsarla por la nariz-. Guau.

– Vamos a comprobarlo. -Amy cogió la pipa y metió el encendedor en la resistencia. En cuanto hubo sobresalido, lo sacó y lo metió en la cazoleta. Caló la boquilla de bronce con todas sus fuerzas.

Cuando el humo acre, cálido y picante se sobrepuso al sabor del metal, el mundo que la rodeaba adquirió otra dimensión. Aunque la luz no se alteró, las calles al fondo ya no parecían meramente iluminadas, sino luminosas. Una estrella nueva apareció por encima de los cotos orientales, y le guiñó el ojo como si quisiera indicarle que era el fantasma de su propio yo, muerto tiempo ha. Se propuso no exhalar hasta que hubiese contado hasta diez, despacio. Mientras contaba, se percató de la presencia de Rob con más intensidad, a medida que sus sentidos sublimados se extendían hacia él: aquellas pestañas largas, como filamentos de noche, que relucían a cada parpadeo; el olor de la tela vaquera y, debajo, el aroma fresco y limpio de su piel; la nota de cada una de inhalaciones contenidas, algo más agudas que las de sus exhalaciones; aquellas pupilas azul pálido, dilatadas con la urgencia de renovar la percepción que tenía de ella… «La Navidad no se acaba nunca, ¿a que no? A mí me da igual comer coles de Bruselas de vez en cuando, pero es que parece que llevo semanas mordisqueando la rabadilla de un pollo», dijo Charlie Churchill. Amy tuvo que expulsar el aire para no atragantarse. Acababa de empezar a reírse cuando toda Nazarill se iluminó.

Por un momento, creyó que la luz estaba buscándola. No era solo el efecto de la pipa lo que le confería aquel brillo inusitado. La mole agazapada color hueso atravesaba la ciudad con la mirada para fijar los ojos en ella, recordándole que tenía que regresar. La vio al acecho, igual que una araña en lo alto de su tela de calles, donde tendría que meterse. Puede que tardara apenas algunos segundos en darse cuenta de que el fulgor parecía más fuerte porque el árbol ya no lo bloqueaba, pero aquello no explicaba por qué se habían encendido las luces de seguridad; no había visto a nadie en los jardines, y seguía sin, aparecer nadie. Le pareció que aquella torva mirada intentaba atisbar en lo más hondo de su mente.

– No puedes tocarme -susurró.

– ¿Quién?

– Tú no, Rob. Ni nadie. Calla. Estoy escuchando -dijo Amy. Escuchó la cháchara de Charlie Churchill. «Si Oscar y yo nos corriésemos otra juerga como la de Navidad, acabaríamos en la cárcel. Insistía en hacer de camarero, ya saben. Quería superar mi pollo al horno. ¿Qué es eso? Una voz dentro de mi cabeza. Ah, es el productor, que dice que ya va siendo hora de que los radioyentes utilicen la emisora. Si hay alguien que quiera probar mi frecuencia, no os cortéis. Llamadme si tenéis alguna anécdota navideña para compartir. Oscar dice que ya es hora de que ponga los pies encima de la mesa».

Cuando dio el número de teléfono, la luz de Nazarill pareció iluminar un rincón secreto de la cabeza de Amy.

– Una historia navideña de fantasmas.

– ¿Estás hablando conmigo?

– Con cualquiera que quiera escuchar. -Desabrochó el cinturón de seguridad, que se escurrió entre sus senos hasta estrellarse contra la ranura-. Voy a salir en la radio. -Abrió la puerta del coche y su cabeza desapareció en la oscuridad.

– Qué comunicativa.

A juzgar por el entusiasmo con el que había recibido su propuesta, Amy no se había imaginado que tardaría tanto en asegurarse de que el Miera quedaba bien cerrado, a no ser qué fuera la persistencia de la mirada de Nazarill lo que le hacía parecer lento. Caminó entre los trozos de césped llenos de caracoles y esperó a que Rob abriera la puerta de su casa, donde alguien había echado la cadena desde fuera antes de cerrar con llave. Cuando se hubo adentrado en la penumbra, ella lo siguió, mientras él desconectaba la alarma y encendía las luces. Una Nazarill sin empañar pareció acechar en el umbral hasta que Amy cerró la puerta y cruzó el vestíbulo, que olía a las mismas rosas que estampaban el papel de las paredes. Al pie de los quince ángulos enmoquetados de bermejo de las escaleras y sus quince opuestos, se levantaba una mesilla para el teléfono sobre sus patas de cría de jirafa, con el cajón sacándoles una lengua de folletos de supermercado. Amy descolgó el auricular mientras la voz de Charlie Churchill continuaba repitiendo los dígitos en un bucle cerrado dentro de su cabeza. Cuando Rob levantó las cejas y abrió la boca cada una de las varias veces que bebía de un vaso imaginario, Amy tuvo que esforzarse para no reír.

– Lo mismo que tú -dijo, y marcó el número. Ya se había preparado para esperar, incluso para escuchar el tono burlón que señalaría que la línea estaba ocupada, cuando una voz femenina anunció:

– Charlie Churchill.

– Creo que ha pedido historias.

– Si no es guaira, te paso.

– Es una historia de fantasmas.

– Qué apropiado para las fechas. ¿Es cierta? ¿Te ha pasado a ti?

Amy vio que Rob encendía una foto de una cocina al final del pasillo y se metía en ella. La pregunta, o su respuesta, de la que no había estado segura hasta ese momento, enfocó su mente igual que un telescopio que apuntara al pasado, despojándola de todas sus impresiones periféricas.

– Sí.

– Te ponemos después de esta canción. ¿Cómo te llamas? Amy pensó en dar un nombre falso, pero el único que se le pasaba por la cabeza era Hepzibah, que sonaba a recochineo.

– Amy -admitió.

– Te paso con el estudio. No hables hasta que te digan algo -le advirtió la mujer. Al mismo tiempo, una voz masculina comenzó a canturrearle a Amy desde dos direcciones, desde la cocina y junto a su oreja.

– Navidad, blanca Navidad-concluyó, sosteniendo el timbre de voz-. Es lo que cantan en las fiestas del Frente Nacional Navideño -dijo Charlie Churchill. Se censuró a sí mismo con una tos fingida-. Lo que pasa es que finjo que no me emociona. Si se me hace un nudo en la garganta cada vez que escucho esa canción. Me recuerda a cuando llevaba pantalones cortos, a cuando era pequeño, me refiero. Le prometí a Oscar que no iba a mencionar esa noche. Aquí hay alguien que sí que tiene algo divertido que contarnos. Amy, ¿eres tú la que está al otro lado?

– No es nada divertido -protestó. Se escuchó a sí misma intentarlo en la cocina antes de que su voz dislocada se convirtiera en un chirrido metálico.

– Ay, eso se me ha metido por todos los orificios. ¿Tienes la radio encendida?

– No soy yo.

– Dile a quien sea que cierre la puerta o que se vaya con la música a otra parte.

Antes de que pudiera decirle a Rob algo por el estilo, la cocina se había convertido en un rectángulo de madera de pino.

– Ya está.

– Así da gusto. Como linimento en mis rozaduras, sí señor. Bueno, ¿qué nos ibas diciendo, que no es un chiste?

– Es muy serio.

– Claro, así tendrá que ser, si vas a hablarnos de fantasmas. Venga, venga, Churchill, ponte serio. Cuéntanos, Amy. ¿De dónde eres?

– De Partington.

– Una ciudad entrañable. He reposado las posaderas un par de veces a la barra del Libras y Biblias, pero me parece que allí no se me apareció ningún diablillo. Nada de duendes cuando he estado de visita. Seguro que tú me cuentas qué es lo que me he perdido, ¿a que sí, Amy?

– Si me dejas.

– Aquí viene Oscar a taparme la boca. El escenario es todo tuyo. Dinos adonde tenemos que ir si estamos en Partington y queremos pasar miedo.

– A Nazarill.

– Eso es el sitio ese que parece un palacio, ¿no?, en lo alto de la colina.

– Yo vivo allí.

– Qué suerte. Esa sí que es vida. Entonces, ¿qué me dices, que a veces se ven cosas extrañas?

– Me parece que sí.

– Madre del amor hermoso, se me hiela la sangre en las venas. ¿Tú has visto algo?

A Amy le parecía que cada una de las preguntas tiraba un poco más del recuerdo hacia la luz.

– Sí.

– Me tiemblan hasta las membranas. ¿Qué es lo que has visto?

Inhaló una bocanada que sabía como si acabase de dar otra calada. La sequedad de sus respuestas no era la única responsable de la locuacidad del locutor; podía oír su propia voz enlatada, ahogada, detrás de la puerta de la cocina, anticipándose a ella con su eco.

– Fue por una ventana -dijeron ella y su voz.

– Así que estabas fuera, ¿eh? Ya pensaba que ibas a decir que algo se te acercó por la espalda.

– No, fue dentro. Yo miraba adentro. -Y seguía haciéndolo; su visión interior estaba ajustándose a la penumbra de aquel rincón de su mente. Sus palabras la obligaban a ver más de lo que quería. Habría intentado gritar más alto que su voz enlatada si no hubiese tenido que retransmitir lo que había visto-. Fue en uno de los cuartos de abajo, a oscuras.

– ¿Vive alguien ahí? Le dijiste…

– Ya no. -De repente, vio claro que la habitación de la que se acordaba había ocupado parte de la zona habitada por Dominic Metcalf-. Nadie debería -espetó.

– No te parece que eso es un poco…

– Todavía no he contado lo que vi. Ya me dirás si tú querrías vivir ahí. -Espero hasta que sus dos voces se hubieran apagado y pugnó por controlar al menos una de ellas-. Estaba muerto, pero se reía, solo que sin hacer ruido. Parecía que llevase mucho tiempo encerrado y se hubieran olvidado de él. No le quedaba mucha piel, pero intentó cogerme. A lo mejor quería decirme algo. Tampoco tenía ojos, pero me parece que había insectos.

– Para, para. Bichos. Insectos. Puaj. Como sigas por ahí, vas a conseguir que repita el postre. Acabo de acordarme de que estas son fechas de alegría y regocijo, así que ahí va…

– No he terminado. Eso no es todo. El gato de alguien murió ahorcado delante de Nazarill, y me parece…

– Me parece que vamos a escuchar una canción. -De inmediato, una charanga sustentada por un ritmo de discoteca atacó «Campana sobre campana». La voz de Churchill, abandonadas ya sus modulaciones dicharacheras, se pegó a su oído-. Y te diré lo que me parece también, si me permites la franqueza. Me parece que tus padres tendrían que llevarte a ver a alguien si se te siguen ocurriendo este tipo de ideas macabras. Los fantasmas son una cosa, los fantasmas y la Navidad se llevan bien, pero eso que estabas diciendo se pasaba de la raya. Crueldad con los animales, encima. Piensa un poco en los sentimientos de los demás.

– No me eches la culpa. No me lo he inventado. -Llegados a aquel punto, Amy se dio cuenta de que sonaba rara: ya no se oía detrás de la puerta. Se sentía como si le hubieran robado la mitad de la voz, sobre todo porque el tono de fin de llamada le había aplastado las últimas palabras contra la oreja. Colgó el auricular de un golpe y miró a la cocina. La puerta seguía cerrada, insensible al apaleamiento del villancico. Se preguntó si Rob se habría molestado al escucharla. Estar encerrada ahí fuera la hacía sentirse encerrada en su interior, lo que la aterrorizaba.

– ¿Rob?.

El tamborileo mecánico debía de haber aumentado de volumen, la puerta pareció transformarse, pero no estuvo segura de lo que veía o escuchaba hasta que la bañó la luz de la cocina. Rob entró en el salón y se detuvo para coger uno de dos vasos de Coca-Cola de una balda. Amy vio que el aire chispeaba encima de ellos. Se le ocurrió que Rob parecía un brujo que portara pociones con semblante solemne.

– ¿Tú qué piensas? -preguntó Rob.

– Que ya sabrá lo que se siente cuando la gente pretende que no te conoce.

– Acerca de él, no, de lo del gato ahorcado. Espera, voy a apagar esto.

– Todavía no. Quiero oír si dice algo acerca de mí.

Rob le dio un vaso cuando la canción tronaba un último acorde antes de que el tamborileo enmudeciera. «No hay nada como una buena charanga, sí señor. Me encanta ver cómo suben y bajan esos trombones», dijo Charlie Churchill. Bueno, aquí tenemos a una señorita que nos va a contar algo acerca de un budín de ciruelas que no dejaba de salirse del molde. Mira Flora, menos mal que a mí no me pasan esas cosas…

– Que se calle -dijo Amy. Se tocó la mejilla con el vaso helado-. Me siento como si no existiera.

– Vale, pero no es así. Existes, piensas, y vas a contarme qué es lo que piensas acerca del gato.

Amy engulló un trago. La bebida estalló en su cabeza como unos fuegos artificiales, antes de que su rastro helado llegase hasta su estómago.

– No creo que nadie lo colgara. Me parece que el lugar se ofrendó un sacrificio a sí mismo.

– Hasta tiene sentido.

– ¿Tú crees?

– Hombre, si las cosas no han hecho más que empeorar después de eso.

Al principio, Amy no estaba segura de que él hablara en serio. Luego pensó que tampoco quería que estuviese tan dispuesto a dejarse convencer. Rob cogió una hoja de papel que un imán verde con forma de cerdo había sujetado a la puerta del frigorífico.

– Tenemos un mensaje.

VAMOS A CASA DE TU TÍA, rezaban las diminutas mayúsculas escritas con prisa a rotulador. VOLVEMOS A LAS DOCE. LASAÑA DE VERDURAS PARA DOS EN EL FRIGO.

– ¿Te apetece? -preguntó Rob.

– Si tú quieres. -Amy se sentía furiosa de repente, además de impedida por el frío que se había apoderado de sus pies y manos. Se sentó en el borde de la repisa de la cocina mientras Rob calentaba la lasaña en el microondas y servía la mitad en el plato de Amy, antes de sentarse en la silla de enfrente-. En fin -dijo, tras probar un bocado. Estaba escarbando con el tenedor en busca de otro cuando él dijo:

– ¿Ya no quieres hablar más de ello?

– Ese sitio.

– Da igual. Voy a poner el CD de Nubes Como Sueños.

– No, no da igual. No me dejó acabar. Lo que dije que había visto, fue cuando yo era pequeña. Ya se me había olvidado. Supongo que creí que me lo había imaginado, pero ahora sé que lo vi.

– Te refieres al gato, te hizo recordar. El sacrificio.

Ella no había querido decir eso. Aquella idea se le antojó perturbadora, aunque no conseguía explicarse por qué. Se limitó a encogerse de hombros y a meterse un trozo de lasaña en la boca.

– Así que, ¿qué piensas hacer?

– Ya lo he hecho. -Cuando hubo tragado, intentó sonar más convincente-. Lo he contado.

– Que si vas a quedarte ahí, digo.

– ¿Adonde quieres que vaya?

Rob agachó la cabeza y le dio vueltas a la lasaña con el tenedor.

– A lo mejor, si se lo pido…

– Todavía no. No puedo evitarlo, me preocupa mi padre. No quiero dejarlo ahí solo.

– Pero no está solo, ¿o sí?

– Le falta mi madre. Supongo que eso formará parte del problema.

– Quieres decir que la echas de menos.

– Pues claro, pero eso no va a traerla de vuelta.

– Pero, si lo que viste no está vivo…

– Eso es distinto. Creo que nunca se ha ido del todo.

– ¿Desde cuándo?

– Esa es una de las cosas que tengo que descubrir. A lo mejor alguno de los radioyentes sabe algo. Ojala me hubieran dejado acabar. Quería contarle más cosas a la gente.

– Me las puedes contar a mí.

– Tú eres tú -dijo Amy. Le palmeó la mano libre para asegurarle que a veces bastaba con que fuera él. Dado que no parecía muy persuadido, le contó todo lo que conseguía recordar: cómo el anciano había insistido en que había alguien que no había salido de Nazarill para la foto; cómo algo lo había dejado entrar en el apartamento de Dominic Metcalf, y lo que había visto allí; cómo estaba segura de que allí era donde también lo había visto ella. Rob recibía cada nueva revelación con unos parpadeos tan lánguidos que Amy casi podía ver cómo se movían las pestañas. Cuando se encogió de hombros para indicar que había terminado, él dijo:

– Me parece que no me gustaría vivir ahí.

– Solo es en la planta baja, y ahora no hay nadie viviendo ahí.

Rob pareció animarse al escuchar aquello, más que Amy, pero esta no vio ningún motivo para expresarlo en voz alta. Terminaron la cena y se acercaron al fregadero, donde admiraron el arco iris de las burbujas mientras fregaban. Rob echó un vistazo al reloj de pared, plano y cuadrado.

– Vamos adentro, tengo que grabarle a mi madre Qué bello es vivir.

Amy recuperó los platos y los cubiertos de debajo de la espuma y, después de aclararlos, los dejó en el escurreplatos. Siguió a Rob hasta el salón, donde seis fotos suyas, donde cada vez se le veía mayor y con menos carrillos, adornaban la robusta repisa de la chimenea, hecha por su padre, a tiempo de ver el título de la película.

– Déjala puesta. Me gustaba cuando era pequeña.

Al principio no entendió cómo podía haberle gustado aquello. Se sentó en el sofá y se acercó a Rob, lo que recordó a la forma en la que se había acurrucado junto a su madre la última vez que vio la película. Ahora le parecía que estaba viendo a unos personajes tan muertos que ni siquiera conseguían aparecer en color, y el escenario de una ciudad donde todos se conocían ya no la atraía en absoluto. Pese a ser torpe y desgarbado, el héroe se casaba con su novia, a la que debían hacerle gracia esas cualidades. Amy se acordó del final: acababan teniendo tan mala suerte que él se tiraba por un puente y tenía que venir un ángel a enseñarle lo mucho que le necesitaba la ciudad. Aquella debía de ser la parte que le gustaba de pequeña, cuando él era capaz de ver el futuro y transformarlo. Ahora, el significado de aquella escena había cambiado para ella; se sentía como si la oscuridad de la película se cerniera sobre ella. Estaba viviendo en el futuro que su madre no había conseguido alterar. Se apretó contra Rob en busca de consuelo.

Cuando él le pasó un brazo por los hombros, ella se pegó aún más a él y lo miró. Sus ojos le decían cómo continuar y, antes y con menos torpeza de lo que hubiese podido el desgarbado protagonista de la película, Rob continuó: encontró con sus labios la boca abierta de ella, le apretó los senos con delicadeza antes de meter una mano por debajo de su jersey. Cuando ella se separó para quitarse la prenda y el collar de cuentas negras por encima de la cabeza, él recorrió su espalda con una mano. Al ver que Amy se inclinaba hacia delante, le desabrochó el sujetador. Ella le quitó su jersey y se abrazó a él.

Toda ella parecía concentrarse en aquellos puntos donde se rozaban sus cuerpos (en la danza de apareamiento de sus lenguas, que compartían sabores, el toque sedoso del vello de su pecho en sus pezones, su erección entre sus muslos cuando se sentó a horcajadas sobre su regazo), pero todo aquello parecía lejano, ya un recuerdo. Sin previo aviso, se asustó al imaginarse el futuro en el que aquello fuese un recuerdo de verdad; pero aún, se sintió como si ya lo hubiera olvidado. Apretó su lengua contra la de él, se apretó toda ella contra él, pero seguía sintiendo el futuro al acecho, esperándola. Cuando la película anunció la proximidad de su clímax con la entrada de la orquesta y Rob tanteó en busca del mando a distancia, Amy se levantó y cogió el sujetador de la alfombra.

– Será mejor que me vaya.

– Ah. -En un intento por paliar la decepción que había aflorado a su voz, Rob añadió-: Vale.

– Me siento un poco… Demasiado… -Aquello era lo bastante vago para parecer verdad, pero no lo bastante como excusa. Se acarició las sienes con las yemas de los dedos-. Será mejor que me acueste.

– Aquí hay una cama. -Debió de decidir que aquello era mucho presumir, porque se apresuró a añadir-: ¿Quieres que te lleve?

– No hace falta. Puedo caminar.

– Pues te acompaño.

– En otro momento, Rob, si no te importa. Necesito pensar.

– No sabía que te lo impidiera.

– No lo haces -Amy le palmeó el costado desnudo-. A lo mejor no es pensar, sino recordar. Todavía no quiero hablar más de ello, eso es lo único que sé.

– Si quieres hablar más tarde…

– Será mejor que te quedes aquí. -A medida que hablaba se daba cuenta de que su severidad solo obedecía al instinto que le decía que, fuese lo que fuese aquello que se esforzaba por recordar, no sería capaz de hablar con él de ello mientras su padre pudiera enterarse-. Si no te llamo a medianoche, llámame tú por la mañana.

– Quería ver si lograba darle la puntilla a Cromwell.

– Adelante. -Al ver su expresión de culpabilidad, le besó el magullado costado-. No quiero ser la culpable de tus malas noches. Llámame cuando puedas.

Aquello sonó como un ligero reproche, pero tantas explicaciones habían comenzado a embotarle el cerebro. Se caló la gorra y se dirigió a la puerta, donde se agarró a los hombros de Rob mientras le daba un beso con toda la lengua que pudo, tras el que se quedaron pasmados mirándose a los ojos, como si estuvieran haciendo una prueba para protagonizar la película que acababan de ver-. Bueno -dijo, para comenzar a moverse, y abrió la puerta.

– Hasta mañana.

– Llámame.

– Lo haré.

– Lo sé. -Ahí se le acabaron las palabras a Amy. Le dedicó una sonrisa con los labios pegados y se adentró en la adusta carretera. Cuando volvió la vista atrás en la curva donde el camino comenzaba a descender en empinada pendiente, él le dedicó el saludo con la mano que había estado guardando. La puerta se cerró y ella bajó hasta la carretera principal con paso firme. Descubrió que estar sola no iba a ayudarla a pensar.

Los árboles salpicaban las ventanas de la Vista del Coto, las casas murmuraban entre sí con voces de la televisión, y se preguntó cuántos de los vecinos invisibles estarían escuchando la radio. Sentía los pies y las manos maniatadas por el frío, por lo que tuvo que asumir que seguía bajo los efectos de la pipa. Con cada paso que daba, Nazarill colocaba otro pedazo de su tenebroso corpachón en el marco de lo alto de la calle, esperándola. Hundió las manos en los bolsillos de su abrigo y pisó con tanta fuerza como para estremecer las paredes de las casas, para advertir a la ciudad de su regreso.

Una ráfaga helada le azotó las muñecas, los tobillos y los labios cuando entró en Nazareth Row. Una verja traqueteó y, junto a los postes de la entrada, al fulgor adicional pero falible de las bombillas que rodeaban la plaza del mercado, hileras de sombras larguiruchas se tendían sobre la hierba. El paseo le ofreció su grava hasta que hubo llegado ante las puertas de cristal. A ambos lados de las mismas, las ventanas de la planta baja parecían vivas en la oscuridad. Recordó que le había dicho a Rob que ya no vivía nadie allí, lo que no parecía nada tranquilizador ahora que estaba a punto de aventurarse en el pasillo. Al llegar a la puerta del cercado había inhalado una bocanada de aire helado que no pensaba expulsar hasta que las luces de seguridad hubiesen intentado cogerla desprevenida. Al pisar la grava, exhaló cuando Nazarill la fulminó con la mirada.

Se suponía que no debería haber soltado el aire todavía. Se suponía que tenía que haber contenido la respiración hasta no sabía cuántos metros más. Se sintió como si la casa hubiese estado esperándola desde que saliera de la casa de Rob, tan ansiosa por cerrar su trampa que ya no se preocupaba por ocultarlo. No debía pensar esas cosas, o no sería capaz de seguir adelante. O bien el delegado de Houseall había cambiado la distribución de las luces o (eso era, claro) el roble ya no bloqueaba uno de sus sensores.

– Casi -se obligó a burlarse del edificio. Le arrojó grava de una patada y continuó sendero arriba.

Un viento como una exhalación procedente de una inmensa boca de piedra se le echó encima. El serrín comenzó a bailar alrededor de las raíces del roble, con un sonido parecido al más leve murmullo del follaje. Lo vio iluminado con el remolino de virutas que rodeaba las raíces. Estaba a punto de volver a fijarse en Nazarill cuando se plantó delante del césped. Se detuvo, observándolo… observando las huellas difuminadas en medio del serrín. Parecía que una criatura había caminado varias veces alrededor del tocón.

Pensó que habría sido algún perro; la forma y el tamaño de las huellas casi se correspondían. Se había acercado a los restos del roble y se había paseado a su alrededor en tres ocasiones, en el sentido contrario a las agujas del reloj, buscando un lugar donde orinar, sin duda. Las luces de Nazarill ponían de relieve todas las huellas que no quedaban ocultas por la negra sombra del tocón. Le enseñaron dónde se terminaban, entre dos raíces que parecían arrancadas de la tierra por una convulsión del árbol. A lo mejor no se había tratado de un perro; ahora podía ver cómo había mordisqueado el nicho que formaban las raíces, agrandándolo. Un objeto que no formaba parte del árbol sobresalía de la hornacina.

Creyó reconocerlo. Era negro como un escarabajo, y parecía relucir igual que uno cuando se adentró en el césped. Se dijo que solo tenía que mirarlo de cerca para reconocerlo… y entonces cayó en la cuenta. Era la esquina de un libro.

Caminó despacio por la hierba hasta llegar al manto de serrín. Su sombra estiró el brazo hacia el libro antes que ella, antes de que sus dedos asieran la cubierta, solo para descubrir que el libro estaba atrapado en su escondrijo. No consiguió moverlo, ni siquiera tirando de él con las dos manos. Lo meneó adelante y atrás, intentando dar con la forma de soltarlo. De repente, se le quedó en las manos. Debía de haberlo torcido en la dirección adecuada, porque se escurrió del tocón sin ofrecer mayor resistencia.

Era tan largo como su mano, e igual de ancho. Las tapas estaban inscritas con una cruz negra. Lo identificó antes de enderezarlo. Acuclillada entre las raíces, levantó la portada con cautela, esperando que las páginas estuviesen podridas. Mas la página del título seguía intacta y revelaba las palabras que ya leyera una vez: «Al principio…». Había anotaciones escritas a mano en los márgenes, una caligrafía tan antigua que, al igual que las letras impresas, estaba llena de eses como gusanos. Hojeó la Biblia, viendo que cada una de las páginas había sido garabateada. Una frase manuscrita le llamó la atención, ennegrecida su sinuosa caligrafía por la luz que emanaba de Nazarill.

No tenía nada que ver con la Biblia. Alguien había utilizado los márgenes para escribir su diario. Puede que fuese el viento además de la frase que había descifrado lo que le produjo un escalofrío; puede que fuese eso, y su propia predisposición, lo que hiciera que Amy escuchase el susurro de las hojas a su alrededor. Tuvo que echar un vistazo al cielo límpido sobre su cabeza antes de ponerse de pie. Trastabilló hasta incorporarse y a punto estuvo de que se le cayeran las llaves camino de la entrada de Nazarill.

Intentó cerrar las puertas de cristal sin hacer ruido detrás de ella, pero emitieron una nota semejante a una alarma silenciosa. Cuando se apresuró a recorrer el pasillo, el ojo hundido de cada una de las puertas relució en su dirección; la luz de los interiores giraba para seguirla. Seguro que no se había apretado nada contra la cara oculta de ninguna de las puertas para observarla, pero tropezó en la escalera por culpa de sus prisas por llegar a lo alto del edificio. ¿No se suponía que la Biblia le protegía a uno? La aplastó contra su estómago mientras aferraba la barandilla fría y húmeda para ayudarse a doblar el primer recodo. Llegó corriendo a la planta siguiente, donde la recibió el mismo pasillo.

No lo era, desde luego, pero no pudo comprobarlo hasta que se acercó lo suficiente para leer los números de cada apartamento. Le dio la impresión de que había demasiadas habitaciones menos desiertas de lo que pretendían dar a entender, y se apresuró a subir dos pisos más hasta llegar al pasillo del que huía. Solo que no era el mismo, como podría comprobar si sus manos sudorosas no dejaban caer las llaves que parecían tan cálidas al tacto como la carne, y no mucho más firmes. Corrió hasta el final del pasillo, cuyas paredes estucadas rezumaban luz, y encajó la llave en la cerradura de cilindro. La retorció con tanta fuerza que se temió que pudiera romperse. Giró, la puerta cedió, y allí estaba el salón lleno de ojos y, al fondo, la voz de su padre.

– ¿Eres tú?

¿Quién si no? Tuvo que sacudirse un escalofrío de encima. No conseguía adivinar en qué cuarto estaba su padre; parecía que estuviesen todos a oscuras.

– Me acuesto.

– Me parece muy bien. Dale un respiro a tu cabecita. Ya ves que obedecer de vez en cuando no hace daño.

Se encontraba en el salón, que no debía de estar tan oscuro como daba a entender la rendija que separaba la puerta del quicio. Amy se coló en su habitación y encendió la luz de un codazo al tiempo que cerraba la puerta con otro. Colgó la gorra cerca de las otras tres expuestas en la pared, dejó el collar encima de los otros dos que adornaban la mesa tocador, se sentó en el trozo de colchón que había quedado al descubierto aquella mañana cuando salió de la cama, y abrió la Biblia encima de su regazo.

Una vaharada de putrefacción le acarició la nariz. Se desvaneció cuando se acercó el libro a la cara. La caligrafía de las primeras páginas era mucho más pequeña que la de la frase que había logrado comprender; incluso cuando hubo conseguido volver a encontrarla y ayudarse así a descifrar la letra, le sirvió de poco. Lo mejor sería esperar a que se hiciera de día y copiar aparte todo lo que consiguiera desentrañar. Cerró la Biblia y le hizo sitio cerca de la cama. Cuando se propuso dormir, deseó no haberse acordado de la única frase legible: Tengo que sobrevivir hasta que me saquen de aquí.

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