27. La casa araña

Había un problema con la puerta. Al cerrarla Oswald, empezó a inclinarse hacia dentro. Tuvo que sujetar el pomo con las dos manos al mismo tiempo que las tijeras bailaban colgadas de uno de sus pulgares. Mientras colocaba la puerta en su lugar, no pudo evitar echar una mirada a la habitante del cuarto. Entonces la puerta encajó en su marco, a despecho de lo que quisiera que ella hubiese tratado de hacerle, y echó el cerrojo. La probó y estaba firme. Era tan segura como el resto de Nazarill, y el mal que había tras ella había sido silenciado al fin. Entró en la cocina y devolvió las tijeras al cajón.

A pesar de que entornó la mirada mientras la herramienta desaparecía de su vista, no consiguió quitársela por completo de la imaginación. No habían quedado tan mal como podía haber esperado, apenas un poco enrojecidas. No había hecho nada más que lo que había de hacerse, y ahora desterraría el desagradable pero necesario incidente de sus pensamientos, antes de que pudiera volverlo tan loco como ella había hecho consigo misma. Darle vueltas solo serviría para corromperlo, debilitarlo allí donde sus artimañas habían fracasado. Seguramente, su coraje al levantar el arma le había proporcionado la paz. Juntó las manos y cerró los ojos.

– Deja ahora que mi mente descanse en Ti, oh, Señor. Que todos mis pensamientos sean bondadosos.

Pudo reanudar sus plegarias. Ella ya no era capaz de destruir su capacidad de hablar con su señor. Rezaría hasta que el recuerdo del incidente estuviera guardado muy tejos, como una cosa inútil. Después de todo, pensó, ella no tenía demasiadas razones para quejarse; ¿no se había complacido mutilando el cuerpo que Dios le había entregado? Abrió la boca para alzar la voz y creyó sentir el más tenue hormigueo en el rostro.


Mientras sus ojos se abrían bruscamente, la sensación se apagó y se aferró las manos hasta haber recuperado el control de sus pensamientos. Por supuesto, no había terminado de limpiar el apartamento, y los nervios de su cara se lo habían estado recordando. Vaya, había un asqueroso ejemplo de negligencia en el salón: un pedazo de carne rojiza tirada en la alfombra que había frente a la puerta cerrada. Arrancó un pedazo de papel del rollo de cocina que había sobre el fregadero y, después de haber envuelto el trozo de carne en él, no sin un estremecimiento, lo tiró al cubo de basura. La tapa de plástico se cerró con un sonido metálico, permitiéndole olvidar su repugnante contenido mientras se ponía a registrar la habitación en busca de cualquier otra cosa tirada que pudiese perturbar su descanso.

Él mismo era responsable de parte de ello, recordó. Había dejado el material escolar de Amy sobre la mesa. Había sido un emblema de su esperanza de que volviera en sí (quizá incluso había esperado que, de alguna manera, le ayudara a hacerlo), pero ya no tenía sentido seguir engañándose. Recogió los libros y papeles y los arrojó al cubo de basura, que apenas tenía espacio para ellos. Dejó tranquila la Biblia, porque sin duda su santidad debía de poder compensar cualquier daño que pudiera haber sufrido.

– Tú eres mi fuerza -le dijo en un murmullo mientras examinaba la habitación.

No encontró nada fuera de lo normal. Aparte de la puerta atrancada, había pasado la aspiradora sobre cualquier parte del apartamento que pudiera concebiblemente haberlo requerido, después de todo. Estuvo tentado de repetir la operación, pero era demasiado pronto; hubiese sugerido un debilitamiento de su fe. En cambio, se dirigió a la ventana y contempló un mundo que había olvidado que se encontraba allí fuera.

El pueblo parecía amodorrado por la caída de la tarde. Bajo una lápida de nubes del color del paseo de gravilla y tan extensa como el cielo, el único movimiento que vislumbraba era el de los sombreros de varias mujeres, que agitaban las cabezas sin descanso mientras se dirigían cruzando el mercado, locuaces como cotorras, en dirección al salón de té. Las líneas segmentadas y rojas de los tejados serpenteaban hacia el páramo, y recordó que decenas de aquellos tejados protegían a familias que estaban también bajo su protección. Necesitaba volver al trabajo, y ahora que se había ocupado de su problema doméstico lo haría en cuanto hubiese recuperado el sueño atrasado.

Mientras pasaba junto a la puerta atrancada, no escuchó más que el bendito silencio. Ella ya no era tan estúpida como para dedicarse a dar patadas; le había enseñado a no hacer más trucos. No obstante, dejó su puerta abierta un par de centímetros antes de meterse en la cama, donde cerró los ojos y cruzó las manos sobre el pecho. Seguramente había hecho lo bastante como para entregarse al lujo de rezar antes de dormir.

– Ahora que me voy a la cama, rezo para que el Señor proteja mi alma… -Debía de haber sido muy joven la última vez que había dicho aquello, porque las palabras restantes se le resistían… y entonces recordó que las había suprimido por ella. No le habían gustado cuando era una niña pequeña, cuando le habían enseñado a rezar; quizá aquella aversión había sido el primer signo de su impiedad. ¡Si él se hubiera dado cuenta de lo que revelaba aquella falta de inclinación hacia Dios! Pero darle vueltas al recuerdo sería arriesgarse a incurrir en el pecado de la desesperación-. Si muero antes de despertar -dijo- ruego a Dios que se lleve mi alma y entonces descubrió que estaba demasiado cansado para formular más plegarias. Eso era completamente diferente a la imposibilidad de recordarlas, así que dejó que sus manos se relajaran.

Los párpados le pesaban por lo menos tanto como las manos, y eran bastante más difíciles de levantar. A pesar de ello los forzó a subir y, al borde del sueño, tuvo la impresión de estar escuchando un sonido, apenas un susurro, en modo alguno articulado y quizá ni siquiera audible. Mientras su mirada era detenida por lo que parecía ser una pequeña grieta en la parte baja del cristal inferior, se preguntó si sería una corriente de aire lo que había sentido. Si era así ya no la oía, y la gravidez de su cuerpo aumentaba tenaz por momentos. Su mente se sumergió en sí misma y bajó los párpados justo en

el mismo momento en que el sueño lo envolvía, llevándose flotando sus pensamientos, imaginó que el más delicado de los besos tocaba sus labios.

¿Quién le hubiera gustado que se lo hubiera dado? No la maléfica criatura: no podría haber soportado el contacto de la sucia boca que estaba encerrada a cal y canto en aquella madriguera a la que llamaba su habitación. Así que deseó que hubieran sido los labios de Heather. Aquel fue su último pensamiento mientras se rendía al sueño y experimentaba el despertar de una esperanza, la de que su deseo se convirtiese en un sueño. Pero cuando uno se le presentó, no vino de la mano de Heather.

Se encontraba en la misma posición, en la cama. A juzgar por el cielo, no había pasado demasiado tiempo. Estaba tendido allí, incapaz de todo movimiento consciente, como cualquier persona dormida, cuando oyó que una pequeña presencia se acercaba sobre la alfombra que había al pie de la cama. Su primera idea fue que se trataba del gato de la juez, que de alguna manera había logrado sobrevivir, y de pronto tuvo la sensación de que ese encuentro escondía algo crucial para él si lograba capturarlo. Por muy impracticable que fuera la idea, se permitió mover la mano y extenderla en dirección al borde de la cama para tratar de acariciar la cabeza del gato. Entonces su sueño hizo sitio para el pensamiento de que era poco probable que el animal se encontrase en buen estado, y logró retirar la mano antes de que tocara al visitante o fuera tocada por él. La había devuelto junto a la otra mano cuando una serie de pisadas suaves e irregulares arribó al otro extremo de la cama, y una pequeña cabeza se apareció lentamente bajo la luz gris que entraba por la ventana.

No era la cabeza de un gato. Oswald no era capaz de determinar a qué clase de criatura podía haber pertenecido, dado que quedaba muy poco de su cara para ver. Le asaltó el confuso pensamiento de que el intruso estaba relacionado de alguna manera con los cuadros del salón; al menos parecía tener los ojos tan saltones como aquellos. Pero los globos que emergían de su cabeza carecían de pupilas, no obstante, y eran tan pálidos como el exterior de Nazarill. En su sueño se preguntó si aquella podía ser la idea que alguien tuviera de una mascota, porque vio que se sentaba sobre los cuartos traseros y levantaba las patas traseras frente a su descarnado torso, como si fuera a pedir algo. Entonces se frotó con una pata aquellos ojos que no eran tales y, en el mismo momento en que él los identificaba, los capullos fueron desalojados de las cuencas.

El contenido de innumerables patas de los desgarrados globos se desparramó sobre lo que quedaba de un rostro. Escuchó cómo una llovizna de cosas caía sobre la alfombra mientras la cabeza se agachaba y desparecía de su vista, arrastrando jirones blancuzcos que pendían de sus cuencas vacías. Estaba debatiéndose por recuperar el control de su cuerpo inmóvil, incapaz incluso de elevar una plegaria por la devolución del don del movimiento, cuando la brillante masa hormigueó sobre sus incontables patas alrededor del extremo de la cama, tan rápida como el fuego sobre el aceite.

Todos los cuerpos bulbosos, que avanzaban tambaleándose sobre sus zanquivanas y espasmódicas patas, eran verdes como el moho. Podía escuchar la tenue premura con la que se abalanzaban sobre él, un susurro triunfante; creyó poder oler su venenosa humedad. Cualquiera de estas cosas hubiera bastado para hacerlo gritar, y con que solo pudiese proferir un grito, podría despertar. Ahora el peso del enjambre se estaba reuniendo sobre sus zapatos, y al cabo de un instante se agolpaban en sus rodillas y en sus piernas bajo la ropa. Obligó a su boca a abrirse mientras todo su cuerpo se tensaba tratando de exhalar un grito. Sintió que algo se estiraba sobre sus labios… la sustancia cuya invisible presencia había estado goteando sobre sus mejillas y cuya acumulación había tomado por un beso. La comprensión no llegó lo bastante pronto como para impedir que tomara aliento.

No inhaló solo aire. Al instante, su lengua y el interior de su boca estaban inundados con la sustancia, y muchas cosas empezaron a reptar las unas encima de las otras. Estas sensaciones le arrancaron un sonido, y no solo un sonido. Con el gorgoteante chillido proferido por una voz que apenas pudo reconocer, salió también el contenido de su boca o la mayoría de él. Mientras sus dientes se cerraban con fuerza para mantener a raya cualquier nueva intrusión, sintió que tocaban un objeto que se retorció y estalló inmediatamente. Un aullido de desesperación abrió de par en par sus mandíbulas y sus ojos, y entonces despertó.

Sentía la lengua y la bóveda de la boca más gruesas de lo normal, y parecía incapaz de librarse de un regusto venenoso. Seguramente eran los efectos de haber despertado sin haber dormido lo suficiente. Si la luz que entraba por la ventana era la misma del sueño, eso solo significaba que había pasado poco tiempo desde que se echara a dormir. Debía rezar de nuevo, rezar tanto tiempo y con tanta intensidad como fuera necesario para quitarse de encima el persistente recuerdo de la pesadilla.

– Ahora que me… -empezó con un vigor que confiaba en que lo ayudase a limpiar su boca, pero descubrió que prefería no evocar la idea de que algo podía ocurrirle mientras estuviera durmiendo indefenso. Necesitaba una plegaria más poderosa y más positiva, una que lo persuadiera de que estaba solo en la habitación y de que el vacío edredón iba a seguir así, que no existía razón alguna para que se asomase por el borde de la cama. Juntó las manos con tanta fuerza que le temblaron, y estaba a punto de rezar para pedir tanto la fe necesaria para cerrar los ojos como ayuda para recordar todas las plegarias que conocía, cuando algo correteó por el techo y se paró, colgado de las patas, directamente sobre su cara.

Oswald se arrojó ciegamente hacia delante y cayó de la cama. El impulso lo llevó hasta la ventana y las palmas de sus manos chocaron con el cristal. Si no había habido una grieta en él antes, ahora la había… pero quizá había visto previamente la silueta de una hebra de telaraña. Mientras su rostro estaba a punto de colisionar con el cristal, vio que toda la parte superior de la doble ventana estaba llena de capullos blancos. El impacto de sus manos debía de haberlos hecho vibrar porque los millares de cuerpos que escondían emergieron furiosamente, una masa frenética que se encabritó a la altura de su rostro.

Estaban atrapadas dentro del cristal agrietado pero, ¿por cuánto tiempo? Reculó un par de pasos antes de poder volverse para huir al salón. Mientras giraba, vio por el rabillo del ojo que una sombra se ocultaba bajo la cama, y escuchó el sonido de sus apresuradas pisadas sobre la alfombra. Se apartó alocadamente de la cama y entonces se dio cuenta de que lo estaban siguiendo, un cuerpo que se balanceaba sobre él como una gota de veneno negro a punto de caer. Profirió un gemido y huyó hacia la puerta, pero su perseguidor lo siguió con facilidad. Caería sobre él mientras trataba de salir de la habitación, pensó con desesperación. Pero la puerta seguía entreabierta, y al cabo de un instante la había cruzado y la había cerrado de un portazo, atrapando a todos los horrores en la habitación. Después de darle una sacudida para convencerse de que no se abriría en cuanto él se hubiese alejado, recorrió corriendo el salón mientras alargaba una mano para coger el picaporte de la puerta que daba al pasillo. La sensación de liberación era tan vívida que vio lo que quería ver, y estaba casi al final del salón cuando se dio cuenta de que ya no había picaporte alguno a la vista.

Estaba allí, sí, pero escondido tras un grueso velo gris de casi un metro de longitud. Donde la superficie gris se unía al marco de la puerta, una forma de color marrón que recordaba a la mano de un bebé parecía estar sujeta al velo. Por un momento, Oswald fue capaz de imaginarse que la forma era la mano que un niño había arrancado a su muñeca, pero entonces esta mostró el resto de sus miembros mientras se deslizaba pesadamente tela abajo y se posaba sobre el picaporte.

Oswald se tapó la boca con una mano, haciéndose daño en los labios mientras retrocedía. El miedo a tropezar con algún inesperado intruso lo hizo girar sobre sí mismo, y golpeó con el codo el marco de uno de los cuadros. La pintura empezó a balancearse como si su habitante de ojos saltones estuviese interpretando una especie de danza demente, y los habitantes del nido que había estado escondiendo se escabulleron desde detrás de ella y se desperdigaron en todas direcciones. Todos los ojos apretados semejaban capullos a punto de eclosionar.

Mientras caminaba encogido entre los cuadros, abrazándose por miedo a tocarlos, no sabía dónde se dirigía o por qué, y tampoco cuando entró en la habitación principal. Entonces se dio cuenta de dónde lo estaba llevando su instinto: corrió hacia la ventana y se atrevió a alargar los dedos hacia la manija. Nada parecía estar acechando en ella, y logró calmar su tembloroso brazo mientras con dos dedos sacaba de su nicho el segmento de metal. Ahora que había soltado el bastidor de la ventana, pudo levantarlo y se asomó sobre el alféizar de piedra.

El césped resplandecía. Un frío que persistía en la sombra del edificio había dotado a la hierba de la misma palidez de Nazarill, y supo que el suelo sería tan duro como la piedra. Aunque apenas lo separaban trece metros de allí, no podía saltar; a su edad, solo conseguiría aplastarse.

– ¡Ayuda! -gritó-. ¡Por favor, que alguien me ayude!

No hubo respuesta. Había poca gente a la vista, y todos ellos estaban rodeados por los escaparates de las tiendas del distante mercado. Un segundo grito, más alto y más estridente, no logró más que quebrarle la voz. En una furia de desesperanza, bajó el bastidor y contempló a través de él las calles indiferentes y sumidas en silencio. Entonces se percató de que había movimiento a ambos lados de sí.

Una ráfaga de viento había agitado las cortinas mientras él bajaba el bastidor y ahora estaban inmóviles. Sacudió las manos abiertas en dirección a ellas en un intento por conseguir que permanecieran así. Durante unos poco segundos pendieron inertes; entonces, cuando estaba a punto de bajar la mano, el pesado terciopelo se agitó, rizado por la vida que hervía entre los pliegues del material. Ambas cortinas, se balancearon hacia él, como si ellas o sus habitantes estuvieran a punto de abrumarlo. Había extendido las manos para obligarlas a retroceder, cuando se dio cuenta de que no tocaría solo el terciopelo, sino también aquello que contenía, dándole la oportunidad de trepar por su cuerpo. Retrocedió agitando las manos y se dirigió a trancas y barrancas en dirección al salón, sin la menor idea de hacia dónde lo conduciría su pánico.


La visión de la Biblia, tendida sobre su vago reflejo, lo detuvo. Era el único objeto de todo el apartamento que parecía capaz de ayudarlo, y él, en su terror, había estado a punto de pasarla por alto. La recogió de la mesa y la apretó con fuerza, haciendo caso omiso de lo suave que parecía la cubierta.

– Que Dios sea conmigo. Ayúdame a vencer a todas las cosas que se arrastran -rezó, avanzando hacia el salón.

Vio el efecto de la Biblia al punto. Los ojos de papel volvían a ser ojos y parecían acobardados por el libro. Lo que quiera que se escondiese detrás de los cuadros se cuidaba mucho de permanecer lejos de su vista, de modo que marchó junto a ellos, sosteniendo la cruz de la cubierta en dirección a la cosa hinchada que se había aposentado sobre el picaporte. Creía que la Biblia había funcionado… pero mientras su sombra caía sobre la superficie gris, el creador de la tela se limitó a retorcer las enmarañadas hebras y levantó lenta y deliberadamente las patas delanteras, como si lo hubiera reconocido.

Oswald blandió la Biblia por encima de su cabeza y trató de obligarse a avanzar. Seguramente el peso del libro fuera suficiente para aplastar el hinchado cuerpo contra la puerta o, de no ser así, al menos para arrojarlo sobre la alfombra, donde quedaría atontado el tiempo suficiente como para que pudiera pisarlo… solo que no podía soportar la posibilidad de no lograr herirlo o ser incapaz de acabar con él. Mientras sus manos agitaban la Biblia, remedando su incapacidad de golpear, vio que las húmedas mandíbulas de la araña se movían; sintió la inhumana atención de la criatura concentrada en él, una mirada enfocada con toda minuciosidad. ¿Estaba la criatura preparándose para arrojarse sobre él desde su tela? Se encogió y retrocedió varios pasos, atrapándose un poco más, mientras un pensamiento lograba articularse en su cabeza. Debía dirigirse hacia la cocina. Todas las arañas le temían al fuego, y con más razón le temerían al que él iba a empuñar.

– Un fuego sagrado -declaró, tanto una disculpa por la acción que se preparaba a acometer como una plegaria para que lo salvara. Corrió hasta la cocina y abrió el primero de los fuegos.

No logró nada: ni el menor siseo de gas. Acercó la cara al quemador que debía haber respondido y entonces apartó la cabeza, con una sacudida tan violenta que sintió que la garganta se le estiraba. La salida del quemador estaba tapada por una mancha blanquecina; cada quemador estaba ocupado por un capullo.

– ¡Que Dios os destruya a todas! -gritó. Abrió por completo todos los quemadores y escuchó un solitario y apagado siseo. Una de las espitas no estaba por completo bloqueada, pero no podía ver de cuál de ellas se trataba. Antes de que tuviera tiempo de pensar, había pulsado el botón de encendido. El quemador delantero izquierdo se encendió y prendió fuego al capullo. Dentro de la llama rojiza se retorcieron pequeños cuerpos que al instante se convirtieron en montoncillos de ceniza.

El espectáculo llenó a Oswald de un gozo imposible de distinguir de la cólera. Introdujo una de las esquinas superiores de la Biblia en el anillo de fuego. La cubierta solo humeó un poco, pero al cabo de pocos segundos las páginas prendieron, lo bastante despacio como para que no tuviera que correr por el salón. Levantó la llameante Biblia y se vio a sí mismo reflejado en la ventana, un héroe con un arma sagrada mientras alargaba la mano libre para apagar el quemador encendido.

Quizá fue el calor lo que hizo que cinco patas emergieran tras el control y otras tantas del de al lado. Oswald logró no gritar ni retroceder. Agitó las ardientes páginas hacia ellas y, al ver que se encogían, se sintió alentado. Se había quedado allí un momento para prolongar su disfrute de la visión, cuando se le ocurrió que el fuego que tenía entre las manos podría provocar que el gas se incendiara. Cubriendo la llama para frenar su progreso en el libro, se dirigió hacia el salón, más allá de las intimidadas pinturas.

– Aquí viene el fuego -anunció-. Aquí viene la muerte.

El guardián del picaporte se sujetó a la tela y el venenoso globo que era su cuerpo se retorció hacia Oswald. Parecía como si se estuviera ofreciendo a las llamas, y este no vaciló. Apretó las flamígeras páginas contra el racimo de patas y estuvo casi seguro de ver cómo brillaban las llamas en un alarde de comprensión de aquellos ojos globulares. Entonces se produjo un siseo burbujeante, terroríficamente alto, y las patas se abrieron y se convulsionaron. La tela se hizo jirones y se apartó del picaporte, y un llameante bulto cayó de ella, retorciéndose y marchitándose. Cuando por fin llegó al suelo no era más que un resto chamuscado que yacía, humeante pero inmóvil.

Oswald apartó del picaporte los jirones de tela que quedaban, utilizando para ello la Biblia, y miró en derredor en busca de algún lugar para dejar el libro, que a esas alturas estaba casi medio consumido y amenazaba con chamuscarle las yemas de los dedos. No podía soportar la idea de rehacer sus pasos solo para desprenderse de su protección. Arrojó la Biblia contra el rodapié mientras los dedos empezaban a escocerle y tomó el picaporte. Con la otra mano deslizó la llave dentro de la cerradura de muesca y la abrió, utilizando entonces las dos manos para abrirla de par en par y salir al pasillo.

Los paneles ya no resultaban visibles y apenas había luz. Hasta donde alcanzaba su visión en la intensa penumbra, las paredes, el suelo y el techo eran una masa enérgica de negrura. Su paso sobre el umbral hizo que el inquilino que había en el suelo se escabullera alejándose, solo para recular y abalanzarse contra él, sacudiendo sus incontables patas y convulsionando su multitud de cuerpos. Oswald escuchó el rumor acompasado y suave de unas pisadas en el pasillo mientras retrocedía al salón y recogía la Biblia. Mientras sus dedos se cerraban sobre la cubierta, la cocina explotó.

El impacto lo arrojó contra la puerta y chocó con ella. Vio cómo una enorme llamarada cruzaba el umbral de la cocina y engullía la mesa y los bancos, todos los cuales estallaron en llamas. Todavía sostenía la Biblia, que había dejado una pequeña muestra de fuego en el rodapié. Inmediatamente después de la explosión escuchó cómo se hacia añicos un cristal y caía deslizándose el bastidor de la ventana, que en su negligencia había olvidado cerrar. Una ráfaga de viento penetró en el salón, trocando casi por blanco el rojo de las llamas de la Biblia. Antes de que pudiera soltar el libro, las llamas se inclinaron sobre él y se derramaron sobre toda la longitud de su brazo.

La manga de su chaqueta y la camisa que llevaba debajo hicieron las veces de combustible. Al tratar de arrojar el libro lejos de sí, la cubierta se adhirió a sus dedos, y sintió como si estuviera haciendo lo posible por arrancarse la humeante piel de las manos a tiras. Con la otra mano sujetó el libro por el único sitio que todavía no estaba ardiendo, pero una ráfaga de viento tan intencionada que podría haber sido un hálito arrojó llamas sobre ese otro brazo. Tuvo que arrastrar la Biblia por todo un panel de la pared para apartarla de la mano que estaba destruyendo. El bloque de llamas chocó contra el rodapié, pero Oswald no tuvo tiempo de apagarlo. Recorrió de un lado a otro la habitación con paso tambaleante mientras trataba de desabrocharse los botones de la chaqueta con la mano menos herida, y llegó hasta la puerta. Ni siquiera podía soportar mirar los dedos que habían sostenido la Biblia, así que mucho menos coger el picaporte. Tras dejar por imposibles los botones, obligó a los chamuscados dedos a cerrarse alrededor del pomo metálico.

Sintió que la piel que cubría los nudillos se tensaba y cuarteaba, pero el picaporte giró y su peso arrastró la puerta hacia él. El fuego fue más rápido. Mientras la rendija entre la puerta y el marco le mostraba que el pasillo estaba desierto, sintió que las llamas se encontraban a lo largo de sus hombros. Su nuca se incendió y él se inclinó en un movimiento convulso, como si pudiese agacharse para escapar de la cegadora agonía. Un último pensamiento instintivo le recordó que no podría escapar del fuego, así que debía telefonear para pedir ayuda.

Se revolvió vertiginosamente en medio del humo que despedía su propio cuerpo y abrió los brazos del todo con la enloquecida idea de que, al hacerlo, mantendría al fuego alejado de sí, y entonces vio que ya no había teléfono en el salón. El lo había destrozado para impedir que Amy llamara para pedir ayuda. Había hecho cosas mucho peores, y la repentina oleada de recuerdos lo convulsionó con mucho mayor salvajismo de lo que lo había hecho la agonía física. Como si las llamas no estuviesen dejando a su mente lugar alguno para esconderse, lo recordó todo a la vez. Recordó haberla salvado de caer al vacío en Nazarill, cómo se habían abierto sus pequeños brazos hacia él en busca de protección, recordó el esfuerzo que había tenido que ejercer sobre las tijeras mientras mordían el interior de la boca de su hija.

Las llamas habían alcanzado su cabellera, pero fue el recuerdo lo que casi lo hizo caer de rodillas. Golpeó la espalda y el cráneo contra la pared para apagar tanto fuego como le fuera posible; no sirvió de nada. De hecho, sintió cómo las llamas se extendían hasta sus piernas. No obstante, se tambaleó hasta la habitación de su hija, más allá de la cual el fuego empezaba a abandonar la cocina para inundar el salón.

– Ya voy, Amy -hizo lo que pudo por exclamar mientras trataba de mantener una voz calmada-. No temas. No voy a tocarte. Solo te dejaré salir y luego me quedaré aquí.

No hubo respuesta desde detrás de la puerta atrancada. Por supuesto, pensó, jamás volvería a escuchar aquella voz. La oleada de espantosa vergüenza que experimentó entonces estuvo a punto de incapacitarlo hasta para acercarse a la puerta, pero obligó a los llameantes bultos en que se habían convertido sus pies a avanzar un paso más, y luego otro. Fue una ráfaga de viento lo que lo detuvo.

Vino desde su espalda, de donde menos la hubiese esperado. Atizó las llamas a su alrededor para abrazar hasta el último centímetro de su cuerpo que todavía no estuviese ardiendo. Sus piernas dieron un último paso tambaleante y dejaron de ser capaces de sostenerlo. Cayó a pocos metros de distancia de la puerta de Amy. Escuchó el ruido de su cuerpo al chocar contra la alfombra, pero no sintió el impacto; quizá no le quedaba nada con lo que sentir… aunque eso no era cierto, porque sintió un dolor impotente al ver cómo avanzaban las llamas desde la cocina en dirección a la puerta de Amy. Entonces el fuego recorrió crepitando los paneles de la pared que había sobre él, y supo que el combustible de ese fuego era su propio cuerpo.

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