8. Nada de juegos

Cuando las familias de los Goudge comenzaron a reunirse el día de Navidad, se hizo evidente que se sentían obligados a mencionar las alfombras.

– Marrón, muy oscuro -dijo la madre de Donna.

– Negro -repuso el padre de Donna, desde la cocina, donde estaba colocando latas de cerveza en el frigorífico.

– Ya no se puede decir esa palabra. -La tía Ethel se detuvo en el salón, apoyada en sus dos bastones, para amonestarlo.

– No bloquees el tráfico, hermana. Esa es otra palabra que ahora tampoco se puede decir -terció la tía Pen, aleteando con sus dedos rechonchos para obligarla a continuar.

Ethel se bamboleó en el umbral del salón, lo que obligó a todo el mundo a acudir en su ayuda hasta que pudo enderezarse con sendos golpeteos triunfales de sus bastones.

– Yo creía que lo que no se podía decir ahora era negro, no marrón muy oscuro.

– Da igual negro que marrón. -Pen volvió las palmas hacia arriba y comenzó a agitar los dedos como si quisiera conjurar la respuesta de la nada-. Lo que no se puede decir es «negro», con ese tono.

– Dejar de hablar no cambia nada -terció el padre de Donna-. Lo único que se consigue es que la gente crea que sí supone alguna diferencia.

Aquello propició el bufido de desdén general con el que la familia solía celebrar sus reflexiones. La madre de Donna aprovechó para cambiar de tema.

– Pareces cansada -le dijo a Donna.

Le ocurría a menudo, pero en esta ocasión, la causa de su cansancio no había sido una noche de fiesta. Dave cruzó la cocina tras haber trinchado el pavo y devolvió el plato al interior del horno. Apretó la muñeca de Donna.

– Nos acostamos tarde y nos hemos levantado temprano.

Donna se aferró a su mano a modo de respuesta, para evitar que siguiera por ese camino. Si bien resultaba evidente que no estaba a punto de describir en qué habían empleado la mañana, aparte de en preparar la cena, y en asegurarse de que todos los recuerdos de la familia (fotografías y cojines y adornos tan espectaculares como inapropiados y horrendos, lo que los había relegado al trastero hasta ese momento) resultaran bien visibles sin ocupar una posición de honor con respecto a los demás; esperaba que tampoco fuese a mencionar lo acaecido la noche anterior. Como si hubiese pronunciado sus pensamientos en voz alta, sonó el timbre del telefonillo.

– ¿Voy yo? -preguntó Pen, que era la que estaba más cerca.

– Supongo que serán los míos -dijo Dave-. Espera… Pen ya había pulsado el botón bajo el altavoz con un dedo intrépido.

– En fin, da igual -se resignó Dave. -¿Lo he hecho mal?

– No, qué va, lo que ocurre es que antes de abrir solemos preguntar quién es.

– Haberlo dicho -le regañó Pen. Apoyó un nudillo en el otro botón-. ¿Quién es?

– Me parece que ya han… -comenzó Dave, pero ella lo acalló con un chistido que rivalizaba con el ruido que emitía el altavoz. Sin soltar el botón, acercó la cabeza a la caja-. No distingo nada -dijo, al cabo. Se enderezó-. Estaban cantando.

– Alguna murga -sugirió Ethel, aunque solo Pen había escuchado algo que no fuera el sonido de la estática.

– Era más como si entonaran algo. Demasiado lejos y demasiado cerca, no sé si me explico.

Lo cierto era que no, pero el padre de Donna dijo:

– Le pasará algo al cacharro.

– A lo mejor suena aunque no llamen aquí -convino su esposa.

– Una de las chicas del club conocía a alguien que le pasó algo parecido -comentó Ethel-. Pensó que se estaba volviendo loca porque no dejaba de oír voces, hasta que el dentista descubrió que sintonizaba la radio con los empastes.

– Qué pena que no puedan sacarle todas las chaladuras de la cabeza a la gente así de fácil -dijo el padre de Donna.

Dave pareció decepcionado cuando aquella reflexión no fue recibida por el acostumbrado bufido.

– Antes creían que sí.

Donna le abrazó la cintura a modo de promesa de postrer recompensa si conseguía aguantar el tipo como hasta ese momento, pero el timbre de la puerta intervino a su favor. En cuanto Pen hubo respondido, los padres de Dave y su tío Rodney profirieron el «A Belén, pastores», coincidiendo en casi la mitad de las notas.

– Sería eso lo que habías oído, Pen -dijo Ethel.

– No -repuso Pen, mientras dejaba pasar a los recién llegados-. Hazme el favor de sentarte, Eth. Pareces un torniquete ahí plantada delante de la puerta.

– Qué alfombras más mullidas -había esperado a ensalzar la madre de Dave, lo que bastó, no ya solo para reavivar el tema, sino para enfrascar a los invitados en una competición por ver quién alababa mejor el gusto y el talento profesional de Dave y Donna. Para cuando se hubo aplacado el vocerío, Donna había conseguido sentar a las dos familias en el salón mientras Dave servía las bebidas. Rodney se limpió el poblado bigote con el dorso de la mano como preámbulo antes de quitarle la espuma a su cerveza de un sorbo, y posar la jarra para que las luces intermitentes del árbol de Navidad transformaran la bebida en distintas pociones.

– Tengo entendido que se montó una buena aquí mientras la gente decente estaba soñando con los angelitos.

– Supuse que estarías por aquí. He visto tu carraca -le estaba diciendo el padre de Dave al de Donna. Le dio la espalda antes de recibir la réplica-. ¿Que se montó una buena?

– Era gente de aquí, ¿no, Dave? Unos muertos y otros chiflados, según me ha contado el amigo que tengo en Nazareth Row mientras nos tomábamos unas pintas en Libras a la salud de las fiestas.

– No creo que te puedas volver loco si ya estás muerto – dijo Ethel.

– ¿Por qué no? A lo mejor el Día del Juicio es así, una casa de locos.

– No seas morbosa, Pen -regañó Ethel. Cogió el vaso de ginebra por el que había soltado el bastón-. Venga, por los difuntos, quienes quiera que fuesen.

Se levantaron los vasos y se murmuró el brindis, antes de que Pen añadiera:

– Menudo día para irse al otro barrio.

– No murió en Navidad, el que murió -aclaró Dave-. Los médicos dijeron que debía de haber sufrido un ataque al corazón hacía días. Hacía una semana que nadie lo veía por aquí, desde que nos hiciera una foto de grupo.

Hasta ese momento, Donna había procurado no pensar que el fotógrafo había pasado varios días muerto tan cerca de ella como el árbol al otro lado de la ventana, pero ahora sentía aquella idea igual que una presencia que hubiese permanecido agazapada en el edificio, a la espera de que se hiciera de noche. Cuando las familias hubieron terminado de expresar su pesar según la efusividad de cada uno, su padre dijo:

– ¿Saldrá?

Donna se estremeció.

– ¿Qué va a salir de dónde?

– Que si sale. Que si está bien. Que si la reveló.

– Ah, las fotos -dijo Donna, con un amago de risa-. Supongo que los negativos andarán por ahí, estaría trabajando en ellos.

Aquello fue recibido con algunos murmullos de comprensión. Rodney debió de sentirse como si le correspondiera preguntar:

– ¿Quién se volvió loco?

– Esos que estaban jugando a lo que fuese mientras veníamos en coche hasta aquí tenían una pinta extraña -apuntó Pen.

– ¿Quiénes eran esos? -quiso saber el padre de Dave.

– Estaban venga a darle vueltas a una señora mayor ahí abajo, y ella no tenía pinta de estar pasándoselo nada bien.

– Ahora no había nadie abajo -dijo Dave-. El vejete que vive ahí con su hijo encontró el, ya sabéis, al fotógrafo, lo que te imaginarás que es suficiente para alterar a cualquiera, tío Rod. Su hijo ha tenido que llevárselo a Manchester, a casa de unos parientes.

– Te quedaste dormida en la autovía, Pen -terció Ethel-. Demasiado jerez con el pastel de carne en mi casa.

– ¿Estás diciendo que no vive nadie justo debajo de vosotros? -preguntó Pen.

– Ahora mismo, no. Por el momento -respondió Donna, aunque el cambio de palabras no supuso una gran diferencia.

– Estoy segura de que tendréis a alguien ahí abajo antes de que os deis cuenta-dijo su madre-. Pen ha estado pensando en las partidas que vamos a echar después de cenar. Voy a echarle un vistazo a tu pájaro, Donna, no vaya a ser que empiece a chillar para salir y no ahogarse con el humo.

– Vamos juntas. -Cuando llegaron a la cocina, Donna murmuró-: Os lo iba a contar, a papá y a ti. Lo que pasa es que no quería estropear la velada.

– Ya procuraremos nosotros que eso no ocurra -repuso su madre, tan presta que Donna a punto estuvo de creerse que no se había enfadado porque la familia de Dave se hubiese enterado primero. Sacó el pavo para atravesarlo con el tenedor-. Con siete horas tendría que bastar, incluso para uno tan regordete.

– Cada año se quedan más arrugadas y resecas -dijo Donna, a propósito de las verduras que componían la guarnición.

– No hables así de tus tías.

El entrechocar de los platos despertó las ansias de ayudar de las dos familias, y solo el abastecimiento de más bebidas consiguió persuadir a todos los parientes para que retomaran sus asientos. Menos a Ethel, que se repantigó en una butaca y dirigió a las sirvientas como una anfitriona sedentaria. Media hora después de que Donna y su madre hubieran recalado en la cocina, todo el mundo se encontraba sentado por fin alrededor de la abarrotada mesa ovalada. Cuando Dave esgrimió el trinchete y el cuchillo, Pen despertó de una de sus cabezadas.

– ¿Es que nadie piensa bendecir la mesa?

– Señor, bendice… -comenzó Rodney.

Dave practicó la primera incisión y ya fue demasiado tarde, aunque Donna habría seguido las indicaciones de Pen si hubiese sido capaz de acordarse de las palabras.

– Yo no habría podido hacerlo mejor -celebró la madre de Donna después de dar el primer bocado. Aquellas palabras eran bendición suficiente-. Por la cocinera.

– Por la cocinera -corearon los invitados, con mayor o menor énfasis, con los vasos en alto, y Donna se dispuso a disfrutar de la cena tanto como la que más. Solo el baile de las llamas encima del postre cuando Dave prendió fuego al brandy la desconcertaron, o puede que fuese la mueca de Pen tras ellas lo que lo hiciera, con el rostro parpadeando y ondulando como si el fuego estuviese tan cerca de su rostro como pareció por un instante. Pen se refugió en otra cabezada cuando hubo terminado la cena, después de que varios de los comensales hubieran declarado que no podían más antes de demostrar lo contrario, y las familias comenzaron a discutir sobre quién tenía que recoger la mesa y fregar los platos. En el último momento se llegó a un acuerdo según el cual todos los hombres tendrían que ocuparse de esas tareas, lo que dejó a las mujeres hablando por encima de Pen y especulando acerca de cuánto tardaría en caérsele de la cabeza el gorro de papel. Cuando Donna cerró las cortinas, el entrechocar de las anillas de madera consiguió que Pen farfullara en sueños. Ethel golpeteó el suelo con sus bastones, lo que solo consiguió que los hombres acudieran a ver si había ocurrido algún accidente.

– ¿Qué dice la rara de tu hermana? -quiso saber Rodney o, en cualquier caso, lo preguntó.

– Las tonterías de siempre.

Pen levantó la cabeza a ciegas. El gorro de papel crepitó como si su cabello fuese una hoguera. -Se acerca a la casa -anunció.

– Menos mal que la conocemos, o tendríamos que encerrarla -dijo Rodney, dirigiéndose a ella. Puede que, de algún modo, aquello propiciara su protesta.

– No me gusta esa bañera. -Nada más de lo que musitara parecía merecerse el esfuerzo de dilucidarlo, hasta que los hombres regresaron de la cocina, con aires de suficiencia.

– ¿Vamos a dejarla en trance? -preguntó el padre de Donna.

Ethel golpeteó el suelo con tanta fuerza que se estremeció, y Donna se imaginó que las vibraciones invadían la habitación vacía y oscura de abajo. Estaba a punto de pedirle a su tía que se estuviese quieta cuando la durmiente parpadeó y miró alrededor.

– Estamos en casa de Donna-dijo la madre de esta-. ¿Qué estabas soñando?

– Nada. Si solo me he quedado traspuesta un segundo. ¿Vamos a jugar ahora? Vamos a jugar a eso en lo que hay que juntar las partes de un cuerpo.

– Ese está bien -se prometió Donna a sí misma en voz alta. Fue a buscar unos folios y un puñado de bolígrafos del trastero, que olía a los vistosos catálogos que Dave y ella se habían llevado a casa para consultar. La ausencia de ventanas encarcelaba el olor, igual que la puerta cuando se cerró despacio; aislándola de las voces de sus parientes. Se puso una pila de folletos debajo de un brazo y abrió la puerta de un tirón, sintiéndose como si estuviese escapando de una celda que no hubiese sabido que contenía el apartamento-. Aquí hay para todos -dijo, mientras se apresuraba a regresar junto al grupo. Repartió una hoja para cada uno y, cuando los bolígrafos y los folletos se hubieron distribuido a su vez, se sentó en el brazo de la silla de Dave-. Empieza tú, Pen.

Pen se tomó su tiempo con la cara. Se encorvó sobre la hoja extendida encima del folleto hasta que pareció que, en vez de asegurarse de que nadie viera lo que estaba dibujando, era incapaz de enderezarse. De repente, dobló la hoja donde había dibujado y se la pasó a su hermana.

– Hombros.

Era ella la que había dirigido el juego desde que Donna era pequeña.

– Pecho, un poquito de los brazos… tripa, codos… caderas y muñecas…

Donna estaba a cargo de los pies en esa ronda, y les puso unas botas claveteadas cuyas punteras miraban en direcciones opuestas. Le entregó el montoncito a Pen, que lo desdobló y lo sostuvo en alto.

– Oh. -Aquel no era el grito de sorpresa con el que acostumbraba a recibir el resultado del juego, por lo que no todos los jugadores se rieron.

Las diversas secciones de la figura nunca casaban pero, no se sabía cómo, algo había salido mal. El rostro, sonriente y desgreñado, parecía decidido a ignorar su cuerpo largo y flacucho, que parecía entregado a una especie de baile grotesco, o pender de la cabeza ladeada encima del cuello estirado. Incluso los tobillos peludos que sobresalían de las botas, demasiado largas, habían dejado de hacerle gracia a Donna.

– Salí con ella una vez-dijo Rodney, lo que consiguió que Donna encontrara una carcajada en su interior y que Pen propusiera otra ronda.

Esta vez fue casi un éxito. La cabeza que dibujó Ethel, con un gorro con borla coronando su calva coronilla, estaba sacando la lengua, lo que provocó el regodeo de casi todos los

jugadores, si bien a Donna le sobraba el hilo de saliva que se escapaba por una de sus comisuras, donde se le había escapado el bolígrafo a su tía. Rodney empezó la siguiente, pero la cabeza que dibujó tenía los ojos tan desorbitados que no le

hizo gracia a nadie.

– Me está mirando -se quejó Pen-. Tápala. -Después de eso, siempre encontró algún aspecto de cada figura que no era de su gusto. Cuando se metió con un par de manos huesudas que parecían estar hundiendo las uñas en la página para menear el cuerpo que habían ensamblado (manos que la madre de Dave no recordaba haber dibujado así, aunque no podía ser de otro modo), Donna creyó que había llegado el momento de hacer una pausa.

– Vamos a jugar ahora a las consecuencias.

– Eso sí que es inofensivo -dijo Pen. Escribió la primera línea. «El hombre con el que se encontró», le recordó a su hermana que escribiera, y acompañó cada cambio de manos de la hoja con alguna dirección-: La hora… El lugar… Dijo él… Dijo ella… Luego ella… Y él… Y la consecuencia fue… -Dona escribió la consecuencia más optimista que se le ocurrió y le entregó el puñado de hojas, ya poco menos que un montón, a su tía-. La reina se encontró con… -comenzó Pen, antes de inquirir-: ¿Qué es este garabato?

– Napoleón -interpretó su hermana, no sin cierto resquemor ante la crítica a su caligrafía.

– La reina se encontró con Napoleón, a las trece horas, en el brezal agostado. «Puedo enseñarte a volar», dijo ella, seguro, Rodney. «¿Bailamos?», dijo él, no creo. Luego ella dio tres vueltas corriendo alrededor del roble, supongo que será ese de ahí fuera, y él, ¿esto es algo que quieras hacerle a alguien, Dave?, se encerró en el cuarto más pequeño, el mejor lugar para él. Y la consecuencia fue que, esto tampoco lo entiendo. Que los dos vivieron nosequé para siempre.

– Juntos -dijo Donna.

– Yo pensé que ponía puercos. Los dos vivieron como cochinos y comieron perdices.

– Bueno, pues no pone eso -objetó Donna. Le pareció que estaba armando demasiado jaleo-. Tía Ethel, esta vez empiezas tú.

– ¿No podemos jugar a otra cosa? Tanto escribir me está moliendo las articulaciones.

– Vamos a jugar a ese con el que siempre me forro.

– Se llama Monopoly, Pen.

– Ya sé cómo se llama. A mí todavía me rige la cabeza, no como a ese fulano que vivía aquí.

– Nosotros miramos -le dijo la madre de Dave a su hijo-. Vamos a tener que irnos a casa antes de que termine la partida, si queremos estar en condiciones de ver mañana a la familia.

– Voy a preparar café -dijo Rodney, como si le hubiesen facilitado la excusa en el momento oportuno.

Dave cogió el juego del trastero, pero no tuvo el éxito de costumbre. Donna, quizá por sentirse cansada, descubrió que los comentarios de Pen le atacaban los nervios.

– Asegúrate de que no vive nadie ahí dentro -dijo Pen, cuando los edificios de plástico comenzaron a aparecer encima del tablero. Cada vez que conseguía comprar alguna casa, la sacudía con energía y escrutaba la oquedad de su interior. Una mala racha con los dados la mandó a la cárcel tres veces seguidas-. Hala, otra vez a la jaula. Podíais coger la llave y tirarla dentro de un pozo -se quejó. Mientras los demás jugadores movían sus fichas por el tablero, comentaba-: Venga, a pasar todos, como si no estuviera. -Antes de que hubiera tenido ocasión de liberar su ficha de la cárcel, había dado otra cabezada y volvía a murmurar en sueños-. Gira, gira, parad ya, me estoy mareando – musitó, y-: Apartadlo, ya me callo, de verdad. -Cuando comenzó a emitir un lamento quejumbroso, Ethel la zarandeó para que se despertara, por lo que se mostró inusitadamente agradecida.

– Me parece que nos tenemos que ir moviendo -dijo la madre de Donna-. Ha sido un día muy largo para nuestros anfitriones. Hagamos como que lo han comprado todo.

Pen empujó su ficha con una uña y derribó varias casas de color rojo chillón.

– Se pueden quedar con todos esos solares abandonados.

Al cabo, todos los invitados se habían puesto los abrigos; Ethel se negó a que le ayudaran a ponerse el suyo y Pen no quiso ser menos. La madre de Donna le dio un sonoro beso de despedida a Dave, y luego a su hija.

– Gracias a los dos por hacer de este un día especial.

Tras acompañar a sus huéspedes al exterior y ver cómo se alejaban los coches por el paseo, donde los dos pares de luces de freno destellaron antes de girar y salir de los jardines, Donna soltó la cintura de Dave y cerró la mano alrededor de la manilla congelada de una de las puertas de cristal.

– Menudas Navidades, ¿no te parece?

– Todavía no se han terminado. -Dave le cogió la mano libre con las dos suyas, casi lo bastante calientes como para contrarrestar el frío del metal-. Te diré lo que pienso. Creo que no tendríamos que permitir que lo que le haya ocurrido a esa pobre gente nos estropee las fiestas.

– Ya.

– No te habrán entrado las dudas ahora, ¿verdad? No te las guardes. No me gustaría vivir en un sitio donde tú no estés a gusto.

– Me sentiré mejor cuando vuelva a haber más gente. -Si el calor de la planta baja parecía ilusorio, se debía tan solo a que el frío de la noche había calado hondo en ella. Pensó que habría que reemplazar la alfombra estropeada del salón del fotógrafo, lo que desencadenó un recuerdo mientras se apresuraba a llegar a las escaleras, por delante de Dave-. ¿Te acuerdas de cuando vinimos a medir?

– ¿Cómo iba a olvidarlo? Parecía el día más frío del año. -Exagerado, para estar en mayo.

– Pero solo hacía frío ahí dentro, ¿verdad? No sé…

– Yo tampoco, si no me lo cuentas.

– ¿Tú crees que sería eso lo que hizo que nos equivocáramos, el frío? Nunca habíamos sido tan descuidados.

– Nos estaremos convirtiendo en un matrimonio viejo. Tendremos que cuidar el uno del otro.

– Eso siempre lo hemos hecho, ¿verdad? Sigo sin comprender cómo pudimos creer que había tantas habitaciones en este sitio.

– Nos pasamos de listos. Recuerda que, dado que todos los apartamentos tenían la misma planta, nos figuramos que bastaba con tomar uno como modelo. Me parece que alguien no dejaba de decir «Dios, qué frío» y «Venga, démonos prisa». ¿Qué más da? Al final nos pusimos de acuerdo. Estar juntos trata de eso.

– No solo de eso. -Donna estaba intentando identificar el momento en el que habían decidido que les gustaría mudarse a Nazarill; sin duda no fue aquel primer día, frío y confuso. Empero, según creía recordar, había sido entonces cuando se le ocurrió la idea-. Vamos arriba.

– Eso, vamos.

– No me refería a eso.

– Yo pensaba que a lo mejor te animaba, después de todo. Si no quieres, nada.

– Sí que quiero -decidió, cuando hubieron llegado a su puerta. En cuanto esta se hubo cerrado, le demostró cuánto quería, atrayéndolo hacia sí, buscando su lengua con la de ella y encajando un muslo entre sus piernas. Cuando Dave y ella se separaron para recuperar el aliento, dijo-: Deja que me deshaga de todo lo que he bebido.

– Estaré esperando.

En el dormitorio, cerró las pesadas cortinas, tras las que el roble manoteaba en dirección a la luz de la habitación, y se tumbó encima del edredón. Escuchó cómo Dave apagaba la luz del cuarto de baño, y la de la cocina, y la del salón, y la del recibidor. Aquella era su oscuridad privada, se adueñarían de ella los dos juntos; no debía sentirse como si estuviese invitando a subir a la oscuridad de abajo. Cuando Dave entró en la habitación, ella no habló hasta que él se hubo acercado a la cómoda.

– Dave…

– ¿No te apetece?

– Me toca, ¿no?

– Solo si quieres. No es obligatorio, ya lo sabes.

– Sí que quiero. -Ponerse a merced del otro conseguía que se sintieran más unidos-. Sí quiero -dijo, como si repitiera los votos matrimoniales. Extendió los brazos y las piernas mientras él sacaba los cuatro pañuelos de seda del cajón superior-. Más fuerte -dijo, cuando él le ató la muñeca izquierda con un nudo del que podría liberarse con un tirón-. Que parezca de verdad -insistió, y utilizó la mano libre para atar un segundo nudo encima del primero, todo lo fuerte que pudo.

– No te cortes la circulación.

– Espero que tú me la avives -dijo Donna, agitando la muñeca maniatada en dirección al poste para que Dave la asegurara. Tiró de todas las ligaduras cuando él hubo terminado de atarlas-. Ahora puedes hacer conmigo lo que quieras.

Un cosquilleo delicioso le recorrió el torso y los muslos cuando él comenzó a desabotonarle la pechera del vestido, largo casi hasta los tobillos. Dave besó cada parte de su cuerpo que encontró, y cada beso le hizo sentirse un poco más joven y algo más ansiosa de él. Cuando le hubo abierto el vestido, desabrochó el sujetador de cierre delantero y se entretuvo besándole los senos. Arrodillado en el suelo, con los codos encima del edredón, se apoyó en la cama para lamerle el estómago. Le quitó el botón de las bragas, ella se sintió abierta, anticipando su boca. En ese momento, sonó el teléfono en el salón.

– Vete -musitó Dave, con los labios y la barba que había tenido tiempo de crecer ese día cosquilleando sobre la cadera de su esposa. Se quedó acuclillado junto a su vientre. El teléfono profirió seis pares de timbrazos antes de enmudecer, a medio camino del séptimo-. Vuelve a llamar -farfulló Dave. Trazó el perfil de aquella cadera con la lengua. Comenzaba a incorporarse sobre los codos cuando el teléfono volvió a sonar con

estridencia. Levantó la cabeza-. ¿Lo cojo?

– Déjalo. No puede ser nadie de nuestras familias, acabamos de decirles adiós.

– Aunque podría tratarse de una emergencia, ¿no? -Palmeó la colcha con ambas manos y se incorporó-. Si no me entero voy a preocuparme. No tardo nada.

– Cuanto más tardes, más vieja seré cuando vuelvas -dijo Donna, con la cabeza levantada para ver cómo salía de la habitación a toda prisa. Solo podía distinguir un parpadeo en el recibidor a oscuras, la intermitencia de las luces del árbol de Navidad. La puerta comenzó a cerrarse detrás de él-. Deja la… -comenzó a decir, pero lo más importante era que llegase a tiempo de contestar al teléfono, así que dejó caer la cabeza en la almohada, que se acolchó alrededor de sus orejas. Oyó cómo encendía Dave la luz del salón, sin que aquello afectara a la visibilidad de lo poco del recibidor que podía ver. Se escuchó un golpeteo mezclado con timbrazo interrumpido.

– ¿Diga? Casa de Dave y Donna Goudge -dijo Dave, de forma atropellada.

A entender de Donna, aquello no obtuvo más respuesta que el crujido del colchón cuando ella flexionó las manos y los pies, que se le estaban quedando fríos y entumidos.

– No entiendo lo que me dice -respondió Dave, por fin-. ¿Quién es?

– No es nadie. Deséale una feliz Navidad y que se vaya a dar la tabarra a otra parte. -Donna miró por encima de sus pómulos al trozo de recibidor en penumbra. Cerró los ojos cuando le empezaron a doler. A través del acolchado de la almohada, oyó que Dave decía:

– Lo siento, pero no entiendo nada. Vuelva a llamar.

– Ahora no -suplicó Donna. Lo habría repetido más alto para que Dave la oyese, si él no hubiese añadido:

– Si no es urgente, espere a mañana. -Su voz sonaba más apagada. Donna asumió que le había dado la espalda al dormitorio. En ese momento, escuchó un ruido sordo a los pies de la cama. Abrió los ojos a tiempo de ver cómo se cerraba la puerta. La habitación se quedó a oscuras.

¿Había atisbado un movimiento cerca del interruptor? Habría sido la sombra de la puerta. Inhaló para recuperar el aliento que había perdido al boquear. Quiso llamar a Dave, pero se obligó a decir:

– No lo hagas, Dave. No tiene gracia, después de lo de anoche. Sé que estás ahí.

Aquello no obtuvo ninguna respuesta audible, pero no necesitaba oírlo para sentir su presencia en la habitación. Estaba avanzando sin hacer ruido por la mullida alfombra, a gatas quizá. Nunca se hubiese imaginado que su esposo pudiera ser tan estúpido. Esperaba que pudiera ver tan poco como ella en la oscuridad que propiciaban las cortinas cerradas, que se tropezara con algo. En cualquier caso, la estaba poniendo tan nerviosa, tan furiosa, que se sentía al borde del llanto.

– Dave, ya está bien -dijo, más alto-. No esperes que así vaya a ponerme cachonda. -Su reprimenda cayó en oídos sordos; ni siquiera estaba segura de haber pronunciado la última palabra. El teléfono acababa de emitir la nota solitaria que indicaba siempre que se había colgado el auricular. Dave seguía en el salón.

Intentó llamarlo a gritos, pero sentía la lengua paralizada dentro de la boca. Seguro que Dave había emprendido el regreso al dormitorio. Empujó las manos en dirección a los postes de la cama, en un intento por aflojar los nudos, trató de arañar los pañuelos que la maniataban. No llegaba. Lo único que había conseguido era hacerse daño en las palmas. Cayó en la cuenta de que, a esas alturas, Dave ya debería haber vuelto, ¿Estaría esperando junto al teléfono por si volvía a sonar? Forcejeó con sus ligaduras y el pañuelo que le sujetaba la muñeca izquierda se soltó del poste.

Golpeó el puño contra el colchón. De repente, se temió que hubiese podido llamar la atención. Abrió la boca, le daba igual el ruido que pudiera hacer con tal de llamar a Dave, consciente de que el resto de sus ataduras permanecían intactas. En ese momento, algo se deslizó sobre su diafragma desnudo.

Su tacto era tan insustancial que consiguió creerse que se lo estaba imaginando, pero ahí había algo… un trozo de lo que fuese había reptado hasta ella en la oscuridad cegadora y se inclinaba sobre ella, con un silencio que era peor que cualquier voz o respiración. Antes de que pudiera figurarse lo que podría tocar, descargó un puñetazo para repelerlo.

La substancia sinuosa se apartó y, por un momento, consiguió creer que no debía de ser más que el pañuelo que se habría tirado encima ella sola sin darse cuenta. Acababa de ocurrírsele aquella idea cuando sus dedos, abiertos en la oscuridad, tocaron la substancia que seguía pendiendo sobre ella. Cabello.

Su tacto era el de telarañas cargadas de polvo. Se adhirió a sus dedos cuando intentó sacudírselo de encima, sin conseguir más que enredarlos. Escuchó un sonido que hubiera podido haber sido provocado por un trozo de esparadrapo mojado al despegarse. Sintió cómo se desprendía el mechón de cabellos de un cuero cabelludo y yacía fláccido sobre su mano. También escuchó los pasos de Dave en el salón, pero llegaba demasiado tarde; de hecho, la perspectiva de que entrara y encendiera la luz le resultaba tan desoladora que se habría tapado los ojos con la mano si esta hubiese estado vacía. Su brazo quedó suspendido en el aire, trémulo, cuando él se detuvo al otro lado de la puerta.

– ¿Quién la ha cerrado? -escuchó que se preguntaba Dave-. ¿Estás levantada, cielo? -El pomo giró con un débil chirrido y la puerta se abrió.

Solo el árbol de Navidad iluminaba el recibidor con su luz intermitente pero, a sus ojos, hambrientos de claridad, incluso aquello bastó para aliviar la negrura del cuarto. Estaba casi segura de ver una silueta increíblemente delgada que bajaba por un lado de la cama. De inmediato, se retiró agazapada, de soslayo, a una esquina de la habitación, al interior de la alcoba formada por la pared y el armario, hasta desaparecer igual que si se la hubieran tragado las tinieblas.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Dave, al tiempo que encendía la luz de un manotazo.

La bombilla debajo de la pantalla aflautada de vidrio tallado se encendió antes de que Donna hubiese podido apartar los ojos de la esquina. A excepción de la sombra del armario, que le otorgaba el aspecto de una celda lúgubre, estaba vacía. Aquello habría supuesto un alivio si no hubiese tenido la desoladora certeza de que seguía mirándola para no ver lo que sujetaba en la mano.


– Lo siento. Era un chalado que parecía que tuviese un trapo en la boca -dijo Dave-. ¿Ocurre algo, cariño?

Donna no podía hablar. Levantó el puño para enseñarle lo que no se atrevía a mirar por sí misma.

– Quieres que te los quite. -Se apresuró a acudir junto a ella-. ¿Te has asustado? No te habría dejado sola y a oscuras si hubiese sabido que ibas a pasar miedo. No tenía que haber apagado la luz, y la puerta lo remató al cerrarse.

El pelo le rozaba el dorso de la mano. Miró a Dave, deseando que se fijara. Dado que parecía que no le quedaba más alternativa, se obligó a mirar. No tenía nada en el puño, no había nada entre sus trémulos dedos cuando los estiró. Solo el pañuelo le bajaba por el brazo.

– Estás bien, ¿verdad? -dijo Dave, mientras deshacía el nudo que le sujetaba la otra muñeca.

– Se me pasará -le dijo y, lo más importante, se dijo Donna-. Esta noche no, ¿vale? Abrázame. -En cuanto la hubo liberado, se retiró debajo del edredón, dejando que él se ocupase de recoger el vestido y la ropa interior, que metió en el cesto de la ropa sucia del cuarto de baño. Estaba a punto de pedirle que se diera prisa cuando él ya había vuelto. Se le había pasado la oportunidad de pedirle que encendiera todas las luces. Además, aquello hubiese sido arduo de explicar. Quería creer que él tenía razón al pensar que solo se había asustado al quedarse a oscuras-. Abre las cortinas, una rendija -le pidió. Cuando se hubo reunido con ella bajo la colcha, se abrazó a él con fuerza, sin dejar de mirar la columna de oscuridad de la esquina próxima al armario. No parecía que allí hubiese nada. El tacto de la piel de Dave, cálida y conocida, contra la suya suponía un alivio. No obstante, tardó mucho tiempo en cerrar los ojos, y mucho más en quedarse dormida.

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