11. Un llamada en la noche

Cuando las notas de las campanas de la iglesia terminaron de apelotonarse unas sobre otras, Hilda se quitó las manos de los oídos y Harold Roscommon le dedicó lo más parecido a una sonrisa que había visto en su rostro.

– Su madre solía hacer eso.

– ¿Cómo era? -se arriesgó a preguntar Hilda.

– Era de las que no tenía tiempo para tonterías, como todos. -Sus manos artríticas asieron las ruedas de la silla y la giraron con destreza por la estrecha acera de la carretera principal. Hilda pensó que había dado el tema por zanjado, hasta que añadió-: ¿No vuelve a por otro vaso de vino? Habrá que beberlo, ya que hemos abierto la botella.

– Ya se lo he dicho, si puedo ayudar en algo.

La miró por encima del hombro. Su rostro, fláccido y pálido, había recuperado su petulante expresión de costumbre.

– No se agote. -Dicho lo cual, se propulsó rápidamente al recibidor de la casa, anodina, descolorida por el tráfico.

Cuando George hizo ademán de seguirlo, Hilda apoyó una mano en su brazo nervudo.

– ¿Qué tal le caigo, dime?

– Mejor de lo que da a entender.

– No sé por qué pareces tan sorprendido -le dijo, aunque aquella era la expresión habitual de sus ojos pálidos, enmarcados en aquella cara redonda. Le dio tiempo a suavizar el rictus de su boca con un beso fugaz antes de que su padre comenzara a forcejear con las dos manos con el pomo del salón, sobre el que apoyó todo su peso hasta que la silla estuvo a punto de salir disparada lejos de él.

– Maldita sea, ahora va y se cierra sola por culpa del viento – rezongó-. No se queda cerrada cuando hace falta y ahora mira.

– A ver, padre, ya me ocupo yo antes de que usted…

Hilda creyó que el anciano parecía demasiado testarudo para soltar su presa pero, en el último momento, empujó la silla hacia atrás. A punto estuvo de atropellar los dedos de los pies de George antes de chocar con la pared. George giró el pomo y abrió la puerta con el hombro. Cuando hubo encendido la luz que su padre le había pedido antes que apagara, el anciano entró en la habitación como una exhalación.

Hilda no se sentía como si vivieran allí. Aparte del comedor, el sofá y las sillas a juego, muchas de sus pertenencias estaban esperando a salir de las cajas amontonadas contra las paredes, empapeladas con discreción. Solo las marcas de las ruedas que surcaban la delgada y arrugada alfombra marrón parecían decididas a poner de manifiesto la presencia de, al menos, uno de los hombres. George se afanaba de manera sospechosa en pasearse adelante y atrás encima de la alfombra mientras su padre se izaba junto al sillón más próximo y se acomodaba en él.

– Para mí ya es suficiente -dijo, cuando George hizo ademán de llenar su vaso-. Os lo tenéis que terminar los jóvenes.

Hilda se resignó a un último vaso lleno del dulce vino alemán que Harold había insistido en que comprara George. Esperaba que este se sentara en el sofá junto a ella. Cuando vio que pensaba sentarse en el sillón que quedaba vano, dio un rápido sorbo de vino.

– Intuyo que no tenéis prisa por mudaros.

El anciano enseñó aún más el labio inferior.

– No.

– No… -Dado que aquello no le aclaró nada, Hilda continuó-: ¿No vais a mudaros?

– Eso he dicho. Yo creía que ya te había dicho que solo pensamos alquilar este sitio hasta encontrar dónde vivir.

– No estaba segura de que ese fuese aún el plan.

El anciano la escrutó por debajo de sus desgreñadas cejas, hasta que dijo:

– ¿Y cuál es tu plan?

– Padre…

– Oye, si se le ocurre algo mejor, que desembuche.

– Lo que me parece es que es una pena, señor Roscommon, que gaste sus ahorros en alquilar un sitio tan inferior al que ocupaban antes. Por favor, no se ofenda.

– Esta casa es propiedad de un amigo de su madre. -Resultaba difícil aclarar si aquello pretendía acallar posteriores críticas o sugerir que el alquiler era asequible. Hilda permaneció en silencio hasta que el anciano añadió-: Además, cuando hayamos vendido nuestra parte de esa casa de la colina podremos permitirnos un lugar del que incluso una mujer debería sentirse orgullosa.

– ¿No se ha planteado volver?

Las expresiones de ambos hombres se convirtieron en parodias de sí mismas. George bajó su vaso con tanta premura mientras lo tenía en los labios que se salpicó la pechera de la camisa de rojo.

– Hilda, me parece que eso es un poco…

– No me refiero al mismo piso. Ni a la misma planta, entiendo que no sea una perspectiva atractiva. Pero hay un apartamento vacío al lado del mío, y no veo por qué los de Houseall tendrían que objetar nada si quisierais cambiarlo por el vuestro. Estuvieron por allí el otro día para ver si necesitábamos algo. Podríamos pedirles que colocaran una rampa a un lado de las escaleras. Ya tendrían que haberlo hecho, además, o haber puesto un ascensor para la gente impedida.

– Eso que los inválidos llamamos inválidos.

– Padre, Hilda solo intenta…

– No sé lo que intenta -repuso el anciano. Bajó una ceja como si estuviera a punto de guiñar el ojo-. O puede que sí – dijo, mirándola-. ¿No soportas esa puerta vacía?

– ¿Qué, señor Roscommon?

– Te parece que puede haber algo detrás.

– ¿Qué? Me parece que no creo que…

– Está bien, no quiero meterte el miedo en el cuerpo si puedes vivir con ello -convino, aunque sonaba tan impaciente como conciliador-. Pero yo sé lo que vi, y tengo entendido que no soy el único que lo ha visto.

– No le habrán dicho eso de mí.

– De ti no, de la joven. La que habló conmigo después de que encontrara al fotógrafo y a esa cosa con una boca tan grande como tu mano.

– No se altere ahora que está a punto de acostarse, padre.

– Lo que me altera es que nadie me haga caso. Tú ni siquiera estabas allí, estabas arriba, con tu amiguita.

– Ya he intentado decirle que lo siento, señor Roscommon, pero cómo quiere que supiéramos…

– Nadie quiere saber nada hoy en día, me parece a mí. Si se puede olvidar, se olvida. Esa chica es distinta. Salió en la radio, contando lo que hay allí.

– Según tengo entendido, padre, lo que dijo fue que…,

– Que había visto algo moviéndose en una de las habitaciones de abajo, algo que no debería estar vivo y que a lo mejor ni siquiera lo está. Tú estabas allí cuando Lottie dijo que lo había escuchado en el programa que fuera donde sale ese locutor de postín que tanto le gusta. Si fuesen a ahorcarlo en público ahora mismo, iría a tirar de la soga, pero tendré que aguantarme. Si quiere oír lo que vio la chica, señorita Ramsden, ya sabe dónde encontrarla.

– A lo mejor no quiere, padre. Recuerde que ella sigue viviendo allí.

– Eso no es lo que me preocupa. Si el lugar adquiere tan mala fama, ¿no os costará más vender el piso?

– A lo mejor. No tengas miedo. -El anciano le dedicó una inesperada mirada de comprensión-. Lo más probable es que se acabe la salud antes que los ahorros. Luego te podrá hacer toda la compañía que quiera. Igual que ahora, yo no se lo prohíbo. Ya soy mayorcito para cuidar de mí mismo si tengo que hacerlo.

– Señor Roscommon, espero que sepa que si hay algo que yo pueda hacer…

– Te lo agradezco, pero con uno revoloteando a mi alrededor ya es suficiente. No pongas esa cara, te pareces a su madre cada vez que le levantaba la mano cuando era pequeño. Nunca he soportado los pucheros.

Hilda se llevó el vaso a los labios. Se lo pensó mejor y se levantó, no solo para darle el vino a George.

– Acábatelo. Ya va siendo hora de que me retire.

– Espero que vuelvas por aquí-musitó el anciano, mirándose los zapatos.

– Me alegra que lo piense. -Repetir los buenos deseos propios de las fechas sonaría sarcástico, así que Hilda se mantuvo ocupada poniéndose el abrigo mientras se acercaba a la puerta. Un Astra cargado de celebrantes pasó y la saludó con una fanfarria mientras George la seguía hasta el umbral y cerraba la puerta.

– Procura no tomártelo a mal -murmuró-. Sabe que habla demasiado, pero no sabe morderse la lengua.

– ¿Qué es lo que ha sido demasiado para ti?

Parecía que su cara redondeada se esforzara por componer alguna expresión.

– Bueno, si tú no… yo creo que me habría sentido…

– Ven aquí. -Sumergió los dedos en su mata de cabello rubio y le acercó el rostro al suyo-. Puedo soportar mucho más si tengo que hacerlo. Como él ha dicho, y yo no lo repetiría si él no lo hubiese mencionado primero, esto no va a durar para siempre. – Besó a George con fuerza, y luego con más delicadeza, llegando al fondo de su boca y mereciéndose los vítores de otro coche lleno de juerguistas-. Ese es el primero del año -dijo, y retrocedió un paso-. No tarde demasiado en ir a buscar la siguiente entrega.

– Me pasaré una noche esta semana.

– Por una vez, llévame flores.

– Lo habría hecho antes. Me pareció que estarías aburrida de verlas en el trabajo, o que te ofenderías si las compraba en otra tienda.

– Puedo soportar las afrentas de ese tipo. Si me plantas algunas, no me sentiré ofendida en absoluto.

– Eso pienso hacer -dijo George, con una voz casi tan agradablemente sorprendida como su rostro.

Aquel parecía el momento perfecto para que Hilda se fuese, tras llegar a un acuerdo que parecía el primero de su futuro.

Cruzó la carretera y le sonrió hasta que él hubo cerrado la puerta. Mientras caminaba por la avenida más próxima, sintió el peso de aquella sonrisa descansando en sus labios. Hasta que una idea se abrió hueco entre su euforia y su boca se fue hundiendo de forma gradual. El padre de George había sugerido más de lo que sabía. Quizá incluso hubiese oído que ella había encontrado algo extraño en Nazarill.

George no debía de haberlo considerado tan importante como para sacarlo a relucir. Lo más probable era que ya ni se acordara, pero ella sí. Recordaba haberle dicho, mientras bajaban de la reunión de Oswald Priestley, que le había parecido ver a la gata de Teresa Blake paseándose por los pasillos… pero, mientras esperaban a que los fotografiaran enfrente de Nazarill, se había enterado de que el animal nunca había merodeado por ahí solo hasta el día de su muerte.

Alguien sopló una matasuegras en una casa de la avenida. Hilda se imaginó el pitorro desenroscando su lengua hinchada. Quizá se encontrase a alguno de sus compañeros inquilinos de fiesta por los pasillos y pudiera unirse a ellos para beber algo. No escuchó ningún ruido procedente de Nazarill cuando la atenta fachada respondió a su aproximación por el sendero de grava, claro que nadie iba a tener las ventanas abiertas cuando había enfriado tanto que había comenzado a tiritar, pese a las luces que alumbraban más que el sol durante el día y su grueso abrigo. Sin embargo, al abrir las puertas de cristal, el interior también estaba en silencio.

Seguro que había alguien despierto en el edificio, pero no se le ocurrió quién. Se dio cuenta de repente de lo poco que se conocían; de la prisa que se daban todos por encerrarse en sus viviendas en cuanto llegaban a casa. Las puertas emitieron su

nota ahuecada tras ella y se apresuró a recorrer el pasillo, que le parecía más tenebroso que de costumbre. Sin duda, eso se debía a la claridad que acababa de dejar atrás, lo que explicaba por qué la penumbra le vendaba los ojos, obscureciendo las puertas ante

las que pasaba. No necesitaba verlas para saber que debían de estar cerradas. Se avergonzó por desear que así fuera.

Tropezó con el primer escalón y estuvo a punto de caerse antes de encontrar el pasamanos. Las escaleras se tornaron vagamente visibles cuando se inclinó sobre ellas y, para cuando hubo llegado a su pasillo, ya podía distinguir las seis puertas cerradas. No servía de nada desear que George viviese aún en la planta de abajo, mucho menos que se mudara ahí arriba; debería haberse imaginado que su padre se opondría. Su anhelo solo conseguía que el tramo del pasillo entre la escalera y su apartamento se pareciera a la planta baja: vado, aunque no del todo desierto, y demasiado oscuro. Sacó las llaves del bolsillo de su abrigo, antes de sujetarlas con la otra mano para ahogar su tintineo. Debía de ser un eco lo que había conseguido que el repiqueteo despertara un ruido similar, aunque era la primera vez que se percataba de que hubiese eco.

– No seas boba -se recriminó, enfadada. Tras pasar frente al piso desocupado, giró la llave en la cerradura y abrió la puerta.

Los perfumes de sus plantas de hogar se acercaron tímidos a recibirla. Había dejado encendida la luz del recibidor, por lo que pudo cerrar enseguida la puerta detrás de ella. Los pasillos y la escalera le habían metido el frío en los huesos a pesar de la calefacción central. Por lo general, antes de acostarse, pedaleaba un rato en la bicicleta estática de la habitación para invitados y luego se daba una ducha, pero esa noche tendría que bastar con el paseo. Desprendió los pesados botones de madera de los mullidos ojales de su abrigo y lo colgó en la percha reservada para él en el esquelético cilindro de pino cerca de la acusadora bicicleta estática, antes de dirigirse a la habitación más perfumada.

No permaneció allí más tiempo del necesario, y no pudo evitar reprocharle al padre de George que ahora ella se fijase tanto en los ruidos de las cañerías. El agua que se escurría por el lavabo produjo un murmullo simpático en el desagüe de la bañera, como si algo que estuviese debajo del suelo intentara decirle algo muy bajito, pero lo bastante audible como para incomodarla. Cuando comenzó a sentirse tentada de escuchar con atención para distinguir las palabras, se apresuró a cruzar el recibidor para llegar a su dormitorio, tras taponar todos los desagües con fuerza. Los abstractos rectángulos blancos del armario y la cómoda, y el verde pastel de la colcha, parecían poco menos que desinteresados, pero podría apañárselas sin más bienvenidas si se veía obligada.

– Agacha la cabeza -le dijo a las tres baldas colocadas en los espejos laterales de la mesa tocador. Vio cómo comenzaban a obedecer mientras se apartaba y soltaba el cordón de la lámpara después de que esta hubiese ahuyentado a la oscuridad.

Al principio, no conseguía dormir en su afán por escuchar. Cuando la plomada de plástico del extremo del cordón de la lámpara hubo dejado de golpetear contra la pared encima de su almohada, tuvo que sobreponerse al impulso de contener la respiración. Mientras se sumía en un sueño intermitente, se le ocurrió que tendría que haber dejado abiertas las puertas para confirmar que reinaba el silencio en su apartamento. Estaba demasiado soñolienta para salir de la cama y, en cualquier caso, reflexionó con una languidez que estaba a punto de fundirse con el sueño, lo que más le gustaría oír no era el silencio, sino la voz de George al teléfono, diciéndole que su padre y él habían decidido regresar a Nazarill… que, de hecho, estaban abajo. Le pareció que aquella serie de pensamientos, cada vez menos propios de la vigilia, eran el motivo por el que soñaba que se había levantado para bajar a echar un vistazo.

Dado que era un sueño, no le hacía falta vestirse. Se sorprendió un poco al descubrirse tanteando en el cuarto de invitados, para coger las llaves en vez del abrigo, que poca falta debían de hacerle en un sueño. Las sentía como un trozo indefinido de metal en el puño mientras se disponía a quitar la cadena de la puerta. Mientras la cadena insistía en golpetear el quicio de la hoja con un repiqueteo vago y distante, ella se adentró en el pasillo.

No supo que había cerrado la puerta detrás de ella hasta que recordó que había soltado la manilla de fuera, aunque tampoco le hacía falta estar pendiente de todo lo que hacía; el sueño se encargaría de eso. Si el corredor parecía más tacaño con la luz que emanaba que de costumbre, se debería a que estaba soñando. La alfombra bajo sus pies desnudos no se molestó en distinguir su tacto del de la de su dormitorio, aunque puede que ambas fuesen siempre iguales al contacto con la piel. ¿Qué era eso que aferraba en la mano? Las llaves, claro, aunque por un instante creyó que si las miraba vería un racimo de flores, una ofrenda de paz para el padre de George. Se miró la mano y le extrañó que su sueño no le hubiera conseguido unas flores. Claro que no podía controlar sus sueños. Aquí estaba la escalera, a la que, al parecer, debía de dedicar cierta atención.

Se preguntó por qué tendría que sujetar la barandilla si aquello era un sueño. Se le ocurrió que, quizá, aquella necesidad fuese el residuo de una desazón que la abandonaría si se recordaba para qué estaba bajando. Era como si la hubiesen llamado, aunque no recordaba haber escuchado ninguna voz. Claro que no, si era un sueño. Cuando dobló el recodo de las escaleras, iluminadas a regañadientes, le dieron ganas de que el sueño concluyera enseguida.

Se estaba volviendo muy detallado. Mientras descendía el último tramo de escaleras, con cada paso veía una porción adicional del paseo gris oscuro que se extendía más allá de los montones de serrín en el césped, hasta la puerta de la verja. Afuera, se hicieron visibles las intermitentes luces de Navidad que rodeaban la plaza del mercado. Entre la vista y ella, los dos tríos de puertas se estudiaban mutuamente desde ambos lados del pasillo, que habría estado más iluminado si se hubiesen encendido las luces de seguridad. Podía ver con claridad que todas las puertas estaban cerradas y, además, tampoco había nada que temer. Era un sueño.

Cuando bajó de las escaleras tuvo la extraña impresión de que daba igual a qué puerta se acercase. Aquello no tenía sentido, ni siquiera en un sueño, sobre todo porque ella creía que tenía que ir al piso de George. Si todos los ojos muertos de las puertas parecían seguirla con la mirada, bastaba con que se quedara en medio del pasillo. Caminó despacio hacia la salida, antes de girar casi sin vacilación en dirección a la puerta de George. Pulsó el timbre.

No lo oyó. Dado que estaba soñando, tardó un tiempo indeterminado en caer en la cuenta de que era imposible que lo oyera. En cualquier caso, el botón que había apretado no parecía del todo convincente, su presencia era insuficiente. Observó el muñón rosa del dorso de su puño, del que sobresalía un pulgar horizontal, como si pretendiera componer algún símbolo secreto. Resultaba evidente que con aquello no iba a bastar.

– Abracadabra -le dijo a la puerta-. Ábrete, sésamo. -Igual de ineficaz. En ese momento, probó con otra fórmula, un racimo de palabras que no había sabido hasta que, de algún modo, habían conseguido colarse en su cabeza, y que olvidaba a medida que las pronunciaba. Sin duda, le habrían parecido una tontería al despertar, así que no le importó. Empujó la puerta con el pulgar y la abrió.

Saltaba a la vista que esa era la parte más onírica del sueño. Cuando buscó el interruptor del recibidor, a la derecha de la puerta, donde estaba el suyo, no lo encontró. Si no se hubiese tratado de un sueño, dudaba que se hubiese aventurado en la oscuridad, sobre todo cuando la puerta se hubo cerrado de golpe al propinarle un torpe empujón.

Aquello no se limitó a encerrarla en el recibidor a oscuras; la despojaba de su idea del sitio en el que se suponía que estaba. Al principio, se sintió agradecida porque sus ojos comenzaban a ajustarse a la oscuridad, si bien luego le pareció que aquello era un detalle tan realista como innecesario. No tardó mucho en distinguir que aquel atisbo de iluminación, tan tenue que parecía que las paredes relucieran de humedad, emanaba del quicio de una puerta unos cuantos metros a su derecha. Aunque no se parecía a ninguna puerta que hubiera en su piso, por lo que tampoco debería estar ahí, le parecía que tenía que acercarse a ella. Cuanto antes lidiara con aquella parte del sueño, antes esperaba alejarse de aquel suelo, que parecía de piedra, fría y mojada. Al igual que las paredes, como pudo comprobar cuando acarició una con los nudillos de la mano izquierda. Tuvo que esforzarse por no soltar las llaves, que tintinearon cuando las apretó con más fuerza. Le pareció escuchar un sonido que no acababa de ser un eco, al otro lado de la puerta a la que se acercaba. Siguió adelante, agradecida porque, al menos, el sueño le permitía sentir el suelo de piedra a una distancia soportable. Se asomó al interior.

Se encontraba en la entrada de una celda. En el extremo más alejado, unos nubarrones negros como el tizón se arrastraban fuera de una ventana alta y estrecha, sin cristal. Parecía que unos parches de las paredes de piedra de la diminuta celda rectangular hubiesen dirigido aquel movimiento hacia ellos. Si los parches eran de humedad, esta reptaba también por encima del objeto solitario que ocupaba la celda, una forma que, cuando comenzó a distinguirla, Hilda confundió primero por una planta de buen tamaño o un árbol pequeño que se hubiera marchitado tras tumbarse en el suelo y contra la pared a la derecha de la ventana. En ese momento vio los restos de unas manos al final de las dos ramas aferradas a la pared a ambos lados de una cabeza apergaminada y ladeada. Eran manos, sin duda, porque cuando las distinguió en la penumbra, comenzaron a agitar todos los dedos que les quedaban, invitándola a entrar en la celda.

A sabiendas de que aquello era un sueño, no veía por qué iba a tener que negarse… de hecho, se lo tomó como un incentivo para terminar con aquella situación tan desagradable cuanto antes. La figura estremecía los dedos y el resto de su cuerpo, recogía sus piernas retorcidas contra una caja torácica recubierta de pellejo. Todo aquello parecía comunicar sus necesidades sin que tuviera que hablar… aunque no parecía posible que pudiera con lo poco que le quedaba de boca. Cuando le hubiese quitado los grilletes que había oído tintinear en la oscuridad, pensó, seguro que ella también se libraba de aquel sueño. Se acercó al grillete de la mano izquierda, procurando no mirar aquel rostro incompleto y, en particular, los relucientes contenidos de las cuencas oculares. Sostuvo las llaves entre los dientes y asió la anilla de hierro con ambas manos.

Se diría que el sueño podía haberse mostrado razonable y permitir que un grillete roñoso cediera entre sus dedos sin más. Ya que ese no era el caso, al menos podría ahorrarle el sabor del metal en la lengua. Las piernas descarnadas golpeteaban contra la pared, el torso y el cráneo pelado se estiraban hacia ella; la mano izquierda continuaba agitando los dedos, y el sueño tenía problemas para convencerla de que no iban a tocarla. Tiró del grillete con todas sus fuerzas, volcando todo el peso de su cuerpo hacia atrás, y perdió asidero antes de recuperarlo, momento en el que se rompió algo.

Vio lo que era y retrocedió, con las manos delante de la boca. El brazo izquierdo, hasta el codo, colgaba del grillete. La figura oscilaba contra la pared, agitando la mitad de su brazo. En ese momento, se desplomó. Su peso rasgó gran parte de la otra mano mientras se escurría de su grillete. Volaron fragmentos de piel y hueso lejos de la anilla, y se liberó.

Cuando se incorporó, como si acabase de descubrir que podía estirarse cuan larga era, y le sacaba una cabeza de altura a Hilda, esta vio que podía moverse. Consiguió retirarse a tiempo de ver cómo la figura tanteaba la pared para recoger el resto de sus extremidades. Cuando retrocedió de espaldas, camino de la puerta, vio un hilo de luz vertical a su izquierda. La puerta no se había cerrado con tanta fuerza como se había imaginado.

Había recuperado la sensación de que aquello era un sueño antes de salir al pasillo, de tal modo que incluso la alfombra de los escalones le parecía piedra al tacto. Caminó sin prisa hasta el piso de arriba y entró en su apartamento, donde guardó las llaves en el bolsillo de su abrigo. Por lo menos, el sueño se acabó ahí en lugar de repetir el proceso de acostarla.

Cuando se despertó, aún no era de día. Sentía un desagradable sabor metálico en la boca. Tanteó en busca del cordón de la luz y aprovechó el movimiento para impulsarse fuera de la cama. En el cuarto de baño, hizo ademán de recoger agua con una mano a modo de taza, pero decidió lavárselas antes. Cuando se hubo sentido limpia, recogió un puñado de agua fría e hizo gárgaras con él antes de beber. Hecho lo cual, y tras utilizar el retrete, volvió a la cama y se quedó dormida casi de inmediato, exhausta. Se había librado de aquel sabor en la boca, se había librado de la sensación de arenisca en las manos y, en honor al año nuevo, decidió que al despertar ni siquiera recordaría aquel sueño.

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