– He convocado una reunión de mis amigos nazarenos para esta tarde -dijo Oswald-, pero antes de irme quisiera asegurarme de que nos hemos entendido.
Betty Raistrick se inclinó sobre la bandeja, cuyo óvalo festoneado enmarcaba una fotografía del mar de principios de siglo, y bajó la cubierta labrada de la tetera como si estuviese calándole la gorra a un bebé.
– ¿No me estará diciendo que mi marido no sabía lo que se hacía?
– A quién se le ocurre, señora Raistrick. Más bien, me refería a que dedicaba tanto tiempo a sus clientes que se le olvidó velar también por su propio bien.
– Y por el mío, y así llevábamos diez años.
– Yo creo que eso demuestra durante cuánto tiempo ocultó la tensión. -Oswald miró el rostro arrugado de la ventana, sobre el que los años parecían haber redistribuido parte del pelo cano, e intentó penetrar su estoicismo-. Puede que me hubiese percatado de algo si lo hubiese comprobado más a menudo.
– No sé cómo, si ni siquiera yo me he dado cuenta.
– Estará decidido a no preocuparla. A lo que voy es que usted no debería responsabilizarse de nada que le haya ocultado.
– ¿No debería sentirme responsable por no ver cómo le iba?
– En fin, nadie puede evitar sentirse como se siente pero, vaya, yo creo que ese no es su caso. La responsabilidad, bueno -continuó Oswald, en un arrebato de inspiración-, eso lo dejaría en la puerta de quienquiera que haya robado en esta casa.
– A su empresa no creo que le importe quién haya sido, ¿verdad? Solo lo que tenga que pagar.
– He de admitir que eso es de lo que trata el negocio.
– Y la cantidad dependerá de este hombre que van a mandar desde Manchester para ver qué es lo que no aseguró Stan.
– Tendría que haberle pedido a Stan o a usted que me dejaran echarle un vistazo a las cosas. Eso es lo que me propongo hacer en el futuro, siempre que mis clientes me lo permitan. -Tras reunir aplomo con una bocanada que esperó que hubiese pasado desapercibida, prosiguió-: No dejo de pensar en su caso.
– Que Dios se apiade del culpable.
– Amén -convino Oswald, con no mucha menos torpeza-. Lo que hizo la superviviente cuando supo que venía el liquidador, no le digo más, fue coger todas las joyas que no se habían llevado, se da cuenta del parecido con su situación, y más, otras cosas, y dejarlas con una amiga para que cuando viniera nuestro hombre, hombre, nuestro no, qué digo yo, e hiciera la tasación pareciera que, pues que estaba, en fin… -Se quedó sin voz y le salió un graznido. Le picó la nariz con el aliento que necesitó para concluir-: Asegurada a todo riesgo.
Le pareció que el silencio exponía sus palabras durante más tiempo del razonable, antes de que Betty Raistrick preguntara:
– ¿Cómo se llamaba?
– Sabrá disculparme, pero no puedo desvelarlo.
– Pero me está diciendo que le pagaron lo que pidió.
– A eso voy, precisamente. Lo cierto es que no era una de mis clientas. Sepa que me enteré de lo ocurrido por boca de terceros-. Las mentirijillas que Oswald había esperado contarle a la viuda comenzaban a multiplicarse sin ton ni son. La mujer le dedicó una mirada entristecida-. Lo que ocurre es que me pareció que estaría bien que supiera que hay otras personas, casos parecidos… -Su discurso comenzaba a tomar tintes de súplica.
– Muy bien, así lo ha hecho. Le agradezco que haya intercedido por mí. -La viuda hundió en la alfombra su bastón con mango de marfil y se puso de pie con la rigidez y la precisión del personaje de un libro con dibujos en relieve-. Una casa segura -dijo, empleando el bastón para quitar la serpiente rosa de un burlete e indicarle a Oswald la salida de la casa.
Él estaba intentando dar con la respuesta adecuada a sus palabras cuando la puerta de entrada se tragó su lengua de luz.
– Lo intenté -musitó. Abrió el Austin para tirar dentro su maletín antes de seguir el mismo camino casi con la misma brusquedad.
El salpicadero se encendió y le indicó la hora, que la cortesía le había impedido comprobar mientras estaba en la casa. Casi las seis y diez. Atravesó el coche en la estrecha carretera, dio marcha atrás hasta que la rama de un seto rechinó contra el parabrisas trasero, metió primera y afrontó la subida de la colina. Intentó convencerse de que hacía todo lo que podía mientras frenaba en la carretera principal antes de conducir enfrente de la Vista del Coto. Casi la mitad de esa calle era segura gracias a él. Robos e incendios, pensó mientras dejaba atrás chalé tras chalé, y los Crowther del número cinco tenían un plan que, con el tiempo, pagaría la universidad de sus hijos de once años; Lester Keene, dos puertas más adelante, sabía que su póliza cubría su colección de sellos; los Whitelaw, en la esquina de las Casas de las Aulagas, habían asegurado a sus dóberman contra todo riesgo.
– Todas las precauciones son pocas -musitó Oswald al girar para entrar en Nazareth Row, donde varios racimos de chalés daban al parque. Segundos más tarde, el Austin se detenía en la grava.
Con su imponente fachada y sus elegantes ventanas alargadas, Nazarill era lo más parecido a una mansión que había en la ciudad. Solo las cuatro chimeneas en desuso que se recortaban contra el cielo ennegrecido le conferían una cierta excentricidad al lugar. Oswald dejó el coche en paralelo con el potreado Porsche y se detuvo por un momento para admirar la estatura del edificio, antes de rodearlo hasta llegar a la entrada, donde se agachó para esquivar a una polilla o a una mosca de buen tamaño, atraída por la luz de la alarma. Cuando la feroz lámpara hubo reducido al insecto a cenizas, Oswald sacó las llaves de su sobretodo y abrió la puerta.
Las puertas de cristal aislaban los sonidos de la ciudad (los perros que ladraban, no siempre al unísono, el apresurado taconeo de una mujer sobre el asfalto, el gañido de la alarma de un coche) y la calidez de Nazarill lo envolvió. Aquello, unido al silencio y a la discreta luz del pasillo artesonado, era como un bálsamo. Se sintió reconfortado durante toda la ascensión de la escalera, hasta que el tintineo de las llaves rompió el silencio cuando llegaba a su puerta. Al abrirla, se encontró a Amy en el recibidor, esperándolo.
Le dedicó la sonrisa que convertía sus labios en una sola línea. Seguía siendo Amy, daba igual lo mucho que se esforzara por demostrar lo contrario, con el pelo hasta los hombros teñido de rosa y verde, un pendiente en la aleta izquierda de la nariz, tres más en esa oreja y otros dos en el lóbulo de la derecha. Se le ocurrió que podía haber más pendientes debajo de la camiseta negra, la minifalda de luto y las medias de entierro, y esperó que no fuese así. Como si el peso de tanto metal dificultara la expresividad de su pálido y delgado rostro ovalado, Amy se limitó a arquear las cejas e iluminar la mirada por un segundo, a modo de saludo.
– ¿Has pasado un buen día? -dijo Oswald.
Comenzó a decir, más bien, porque el equipo de música demostró que tenía poca paciencia con las frases manidas. Los altavoces comenzaron a proferir lo que sonaba igual que los efectos de unas torturas que prefería no imaginarse siquiera. Entró en el recibidor y cerró la puerta.
– Amy, por el amor de Dios, ¿no puedes bajar eso? -Vio que ella vocalizaba un «qué» mudo-. Que lo bajes. -Se metió las llaves en el bolsillo y le dio una bofetada al aire.
Amy se limitó a mirarlo, pero el estrépito comenzó a disminuir.
– Ahí lo tienes, te hace caso -dijo la joven, ya de forma audible.
– Todavía no estoy senil, Amy. Tanto tú como yo sabemos que solo es el final de una canción, si es que a eso se le puede llamar canción. Por favor, bájalo antes de que se queje alguien.
– ¿Quién?
– Hazlo, por favor, como no quieras que lo baje yo.
La tormenta electrónica amainó y comenzó el siguiente corte. «Sí esto no es el cielo, voy a quedarme un rato…»; era lo más parecido a una balada.
– Yo creía que esta te gustaba -dijo Amy.
– Es un alivio. -En ocasiones, Oswald se descubría canturreando la melodía e incluso parte de la letra pero, en estos momentos, lo más que se atrevía a admitir era-: O casi.
– Ya la bajo, cuando acelere.
– No me lo digas dos veces. -Se sentía derrotado, y no solo por haber dicho eso que, sin duda, era tan innecesario como pudo comprobar. Colgó su abrigo en el armario del dormitorio y se dirigió a la cocina.
– Ha llegado un sobre para ti -le informó Amy.
– ¿Solo uno? -Cuando ella hubo juzgado que aquello no se merecía una sonrisa, intentó otro enfoque-. ¿Tengo que adivinar dónde está?
Con un encogimiento de hombro y cabeza, Amy le señaló el sobre en medio del magro espacio libre de la mesa que no había sido tomado por sus deberes. Casi no le hizo falta ni abrirlo para reconocer el tipo de carta que le habían enviado: un mensaje personal para DON OSWALD PRIESTLEY y su familia. ¿Alguna vez se ha preguntado lo que harían su familia y usted en caso de enfermedad grave, SR PRIESTLEY? ¿Si tuviese que recibir tratamiento, SR PRIESTLEY, durante cuánto tiempo podría resistirlo la economía de su familia?
– Atención médica privada. Me parece que no nos hace falta, ¿no?
En esta ocasión, Amy encogió ambos hombros y él tiró la bola de papel arrugado al cubo de la basura de la cocina.
– ¿Vas a tardar mucho con los deberes? Tendríamos que empezar a sacar la comida enseguida.
– Puedes ahora.
– No lo quites si no has… -Mas ella ya estaba recogiendo los libros con una vehemencia que él podría haberse tomado como una ofensa. En cuestión de escasos segundos, Amy cruzó el recibidor y él escuchó un golpe en el suelo de su habitación. La balada terminó y, en el momento que una voz gritaba «Hora de irse al infierno», Amy volvió sobre sus pasos para coger el mando a distancia y parar la cinta-. Yo no te he dicho que lo apagaras.
– Bueno, ya está.
– ¿Has comido algo?
– A mediodía.
– Coge algo mientras preparamos la cena.
– No tengo hambre.
– Todavía tienes que comer, Amy. -Se escuchó a sí mismo incitándola a comer como no había tenido que hacerlo años atrás, cuando aquella cintura era tan cimbreña como lo era ahora-. He comprado algo para ti y para cualquier otro vegetariano.
– Más tarde.
– Que no sea demasiado tarde. Y espero que no pienses cenar en tu cuarto.
– ¿Por qué no?
– Acabas con la moral de cualquiera. Para empezar, estarían bien que dejasen de desaparecer los platos en tu habitación.
– Yo pensaba que íbamos a usar platos de papel.
– Esta noche, sí, pero quiero decir en general. Ya hace tiempo que ando tras la pista de un tenedor y un cuchillo, y no quiero ni imaginarme dónde estarán todas las cucharas.
Amy lo miró hasta que él empezó a sentirse tan insignificante y absurdo como estaba claro que sonaban sus palabras para ella.
– En fin, voy a ver lo que hay para untar.
Algunas de las ramas más altas del roble atrapaban la luz de la cocina con sus dedos. Cuando Oswald abrió el frigorífico, el reflejo de Amy apareció en las yemas de madera, que parecía que la hicieran flotar por los aires mientras se acercaba por el pasillo.
– Estas no llevan carne -dijo él, al tiempo que le entregaba una bandeja con la esperanza de que le despertara el apetito. Cuando la siguió con otra bandeja llena de emparedados de salchicha, la encontró observando los vol-au-vents y murmurando para sí-. ¿Qué pasa, Amy?
– Vuelos al viento.
– ¿Eh? Tú sabrás. -Su intranquilidad no se disipó, ni siquiera cuando se hubo dado cuenta de que ella le había traducido el nombre del plato. Se obligó a regresar a la cocina, donde Amy le siguió con paso más lento. Pusieron la mesa entre ambos aunque, dado que su aversión a la proximidad de la carne estaba convirtiéndose en algo más que habitual, casi todos los esfuerzos de la muchacha se concentraron en colocar los utensilios de plástico y los platos de papel. Ya había conseguido un despliegue artístico cuando Oswald hubo dado el último viaje-. Ibas a traer parte del botín de tu cuarto.
– Ya lo haré.
– Al menos, has hecho una declaración de intenciones. Para variar, ¿qué tal si…?
La puerta del apartamento emitió un zumbido demasiado apremiante para entrar en la categoría de musical, y Amy salió disparada hacia ella.
– Yo contesto -dijo Oswald-, mientras tú… -Levantó la voz mientras la perseguía por el recibidor-. Amy, te he dicho que yo…
Se rindió y, cuando ella hubo abierto la puerta, compuso una expresión de acogida. Apareció en el umbral un hombre que lo ocupaba casi por entero, con la pulcritud de su traje a rayas y la corbata discretamente plateada puesta en contradicho por las dificultades que pasaba su camisa para contener la abultada barriga. Hasta que no se hubo enjuagado el rostro con un pañuelo que tardó poco en regresar al bolsillo de su chaqueta, su frente ofreció el mismo aspecto empapado que su pelo, negro y engominado hacia atrás.
– ¿Llego pronto? -tronó, como si necesitara carraspear-. He perdido la tarjeta donde venía la hora. Solo tienen que decirlo y me vuelvo abajo.
– Ni se le ocurra. Dije sobre las siete -repuso Oswald, aunque lo cierto era que había sido preciso-. Yo soy Oswald. Esta es mi hija, Amy. No sé si me equivoco al suponer que usted es el fotógrafo, don…
– Dominic Metcalf. Si alguna vez necesita inmortalizar un recuerdo, soy su hombre. Y usted…
– Vendo seguros. -Oswald había anticipado la expresión de educación con reservas que asomaría al rostro de Metcalf-. No se preocupe, no se los voy a vender a usted ahora. No es por eso por lo que los he invitado a todos.
– Es una buena ocasión para entablar contacto. -La mirada del fotógrafo vagó por las ilustraciones enmarcadas del recibidor hasta posarse en la cocina-. No sé si mencionaba algo de comida.
– Espero que haya suficiente. Asumo que no ha cenado.
– He dejado sitio.
– Adelante, no sea tímido.
Si Oswald no había conseguido darle el tono adecuado a sus palabras, el fotógrafo tampoco se había percatado. Cruzó el umbral como si acabaran de invitarlo ahora mismo y le ofreció a Oswald un apretón de manos, lenta y rechoncha la suya, antes de enfilar hacia el salón, donde se repantigó en la primera silla que se cruzó en su camino, pese a los elocuentes crujidos. Resultaban visibles los esfuerzos que hubo de hacer para no colocar las piernas sobre uno de los brazos del mueble.
– En cuanto recupere el aliento, estoy con ustedes -jadeó-. Es una pena que no pusieran un ascensor en vez de tantas escaleras.
– Las escaleras no se quedan bloqueadas -dijo Amy, que ya había cerrado la puerta y había seguido a los dos hombres hasta el salón.
– Bueno, pues que hubieran puesto ascensor además de las escaleras. ¿Qué quieres ser de mayor, arquitecta?
– Aquí tenemos al menos dos hipótesis acerca de lo que seremos cuando nos hayamos hecho aún mayores, ¿a que sí, Amy?
Aquella condescendencia le mereció a Oswald una mirada tan fulminante que Dominic Metcalf prefirió cambiar de tema.
– ¿Sabe alguien lo que era antes este sitio?
– Aquí estaban las oficinas del ayuntamiento cuando yo tenía la edad de Amy, antes de que pasáramos a depender de Sheffield.
– Tampoco es que Sheffield esté nada mal, ¿eh? Yo tengo un estudio allí.
– Yo tengo clientes, y la señorita va allí al colegio, ¿a que sí, Amy? Estoy por decir que casi la mitad de la ciudad va allí entre semana, o a Manchester.
– ¿Qué había antes? -quiso saber Amy.
– ¿Aquí? Porque… -Oswald hubiese querido rectificar y preguntar por qué.
– Más oficinas, seguro -contestó el fotógrafo-. Está claro, las oficinas engendran más oficinas.
– Es demasiado vieja.
Consiguió que aquello sonara como si alguno de los presentes tuviera la culpa de que así fuera. Oswald estaba a punto de coger las riendas de la conversación cuando la puerta dejó escapar otro zumbido.
– Por qué no miras a ver si al señor Metcalf… -comenzó Oswald, no lo bastante rápido, antes de que ella saliera del cuarto.
– Dominic, a estas alturas. O Dom, lo que más rabia le dé.
– Dominic está bien. Disculpe un momento. -Oswald llegó al recibidor a tiempo de ver cómo Amy les franqueaba la entrada a sus vecinos de la puerta de al lado. El hombre le dedicó una sonrisa a la joven anfitriona que mantuvo mientras se dirigía hacia Oswald.
– Leonard Stoddard -le anunció al fotógrafo-. Lin vendrá cuando haya terminado de fisgar.
Se diría que su rostro había sido diseñado para una cabeza un poco mayor, y que la hubieran colocado recta del todo. Su sonrisa resaltaba aquella asimetría. Su esposa, alta pero encorvada, tenía el cabello corto y rizado como el de un caniche, solo que era más rojo incluso que el de su marido, y unos ojos brillantes y vivaces que se afanaban en estudiar las ilustraciones del salón.
– ¿Son de un libro?
– Pues sí -replicó Amy, aunque no quedó del todo claro si lo decía a modo de respuesta-. Ustedes son bibliotecarios. ¿No habrá un libro acerca de esto?
– ¿Qué es esto, cielo?
– Esto. Nazarill.
– Ah, pues no sabría decirte. Yo me defiendo con los discos y las cintas. Me defiendo -repitió, como si quisiera arrancarle una risa de compromiso a su pareja-. ¿No sabrás tú nada de un libro, Leonard?
– Ni jota. Ya lo miraré en el ordenador si me lo recuerdas… Amy, ¿verdad?
– Da gusto ver el juego que puede dar un libro. -Su esposa apartó la mirada de los niños que desfilaban en tropel con los ojos como platos detrás del Flautista de Hamelín y le dijo a Amy-: ¿Cómo deletreas tu nombre? ¿Normal?
– Qué va, lo deletrea muy bien, ¿a que sí? -intervino Oswald. Le dedicó una mirada contrita a Amy, demasiado tarde.
. -Es que a nuestra Pamela le ha dado por poner una hache al final. Qué imaginación tiene. Queda bien, escrito, yo creo.
– Tiene doce años -le dijo Leonard a Amy-. Quería conocerte, pero le da vergüenza cuando hay tanta gente.
– Puedes llamar al timbre y hacerle una visita, si quieres.
– Y, si te parece, podrías sacarte un dinerillo extra cuando tengamos que ausentarnos. Ya no es una niña, pero necesita una niñera igual.
– Ve si tienes tiempo, antes de que apague la luz -sugirió Lin. Parpadeó cuando llamaron a la puerta con los nudillos-. La pobre ermitaña no sale de casa.
– Ya sé quién es -dijo Amy. Abrió la puerta sin molestarse en usar la mirilla-. Hola, Beth.
La homeópata se giró cuando Amy se apartó para abrirle paso.
– ¿Seguro que no vas a quedarte?
– Volveré. Si solo es mi padre y… vaya, aquí viene más gente.
Oswald se apresuró a recibir a Beth Griffin y a quienquiera que estuviese a punto de llegar.
– Entra -llamó Lin a la homeópata-, que nadie muerde.
– No llegues tar… -comenzó a decirle Oswald a Amy, pero la puerta del apartamento de al lado ya estaba cerrándose y sus invitados ocupaban su lugar.
Úrsula Braine, una florista que olía a su trabajo; Ralph Shrift, que examinaba las ilustraciones enmarcadas, ladeaba la cabeza y colocaba una mano delante de cada una de ellas, como si estuviese considerando la conveniencia de exhibirlas en la galería que dirigía en Manchester; Paul Kenilworth, un violinista que murmuró «Espero que a nadie le moleste cuando ensayo» y que delató cierto resentimiento cuando tuvo que explicarle lo que quería decir a algunos de los invitados. Mientras Oswald sacaba las bebidas para que los huéspedes se sirvieran, fue llegando más gente, a la que Beth se encargó de recibir como si aquello fuese para ella una especie de terapia. Peter Sheen entró jugueteando con un bolígrafo personalizado muy caro, emblema personal y de su profesión periodística; Teresa Blake elevó su ancho rostro achatado y examinó a los reunidos como pudiera haberlo hecho desde su estrado de juez; Max Greenberg parecía casi incapaz de verlos con su vista de relojero, pese a las gruesas lentes que conseguían que sus ojos parecieran flotar delante de su cara. Beth se fue a su apartamento para traer más sillas, y la primera de las puertas que había dejado entreabiertas invitó a los propietarios de Alfombras Clásicas, Dave y Donna Goudge, que habían enmoquetado Nazarill de arriba abajo y cuyos nombres fueron recibidos por Lin Stoddard con un gritito aprobatorio. Alistair Doughty, un impresor con las manos enrojecidas de lo mucho que había tenido que restregárselas, llegó justo a tiempo para ayudar a Beth a transportar cuatro sillas de respaldo recto, que fueron a alinearse junto a la puerta del salón de los Priestley. Se produjo una pausa cuando todos los que no estaban sirviéndose un trago miraron las sillas, tras la que Leonard Stoddard dijo:
– ¿Va a dar comienzo la reunión? Ya estamos todos, ¿no?
La florista se llevó un puño a la boca para enfatizar una tos preliminar.
– Me parece que falta…
– No tenemos por qué esperar, a menos que todo el mundo esté de acuerdo -dijo Oswald-. No pretendía que esto fuese nada formal. Me pareció que estaría bien que nos reuniéramos y charláramos.
– ¿Acerca de algo en especial? -preguntó Dave Goudge, al tiempo se sentaba en un extremo del sofá y tiraba de las mangas de su camisa sobre las muñecas mientras su esposa repetía casi todas sus acciones en el otro extremo.
– A mí se me ocurrió que podríamos hablar de la seguridad. No os creáis que os he tendido una encerrona -le aseguró Oswald a los reunidos, muchos de los cuales comenzaban a mostrar síntomas de recelo e incomodidad-. A mí me parece que un edificio solo podrá ser lo más seguro posible si sus inquilinos se ponen de acuerdo.
– Me imagino que tendrá alguna sugerencia -intervino Ralph Shrift, al tiempo que giraba una de las sillas de Beth para sentarse a horcajadas en ella, con los codos apoyados en el respaldo.
– Leonard. -Lin palmeó el brazo de su silla para que su esposo se alejara de las cintas de vídeo de Amy, las cuales estaba ordenando con la excusa de examinar los títulos escritos a mano-. Nosotros queríamos proponer algo, ¿a que sí?
– Así es.
– El árbol de ahí afuera -le dijo Lin a la juez-. Queríamos saber cuál es la postura.
– Más o menos derecha, diría yo -respondió Teresa Blake, aprovechando para describirse a sí misma.
– La postura legal -aclaró Leonard, estirando la última sílaba para enlazar con una carcajada-. Nos pareció que tú sabrías si se puede talar.
– Un momento, ¿quién quiere cortarlo? -terció Beth-. Tiene mucha personalidad.
– He conocido a muchos de esos sin los que podría pasar perfectamente -señaló Peter Sheen, mientras metía y sacaba la punta de su bolígrafo con la mano que no estaba ocupando acercando frecuentes sorbos de moscatel a su boca.
Los ojos de Max Greenberg nadaron en las peceras de sus gafas para encontrarlo.
– ¿Habla de gente, o de lugares?
– Conozco malos ejemplos de ambos.
– El uno hace lo otro.
– Lo que nos lleva de vuelta al árbol, me parece -dijo Leonard.
– Decir que es malo igual está mal -dijo su esposa. Le devolvió la pelota con un guiño de reproche.
– Pues sí, peligroso, más bien. Nos parece que sus días de gloria ya quedaron atrás y que lo mejor sería arrancarlo antes de que se caiga encima de esta parte de la casa.
– Ya araña las ventanas tal y como está, a poco que sople la brisa -continuó Lin-. Anoche, nuestra Pamela no pudo dormir.
– Pues no veo cómo pudo oírlo con la doble ventana – rezongó Paul Kenilworth, con una especie de perversa satisfacción-, si a mí no me oye nadie cuando toco el violín.
– Serán las crías, ya sabe cómo se ponen -repuso Leonard, para todos los congregados-. No es que hubiese nadie subido al árbol pero, ahora que lo pienso, ese es otro riesgo.
– No queremos que los niños intenten subirse a él y se rompan el cuello -aclaró Lin.
– Ni los adultos. Si se quieren partir la crisma, allá ellos, pero ese árbol es una tentación para cualquier ladrón.
– Hablando en plata, más claro imposible.
Las palabras de Lin acallaron a los Stoddard. Alistair Doughty dejó de inspeccionarse las uñas, presumiblemente en busca de rastros de tinta.
– Sé lo que quiere decir -respondió, aunque no a Lin-. La otra noche vi a alguien que se había asomado a mi ventana.
Donna Goudge se inclinó hacia delante en su asiento, revelando otro centímetro de sus muslos forrados de nailon negro.
– ¿Vive en la misma planta que nosotros?
– Eso es. En el medio -explicó, para todos aquellos que no lo supieran-. Ahí que estaba yo, adormilado enfrente del televisor, y este, voy a llamarlo moscón delante de las señoras, este moscón va y me planta su cara en la ventana.
– ¿No sería un limpiacristales? -inquirió Dave Goudge.
– Pues hombre, a medianoche, y con esa cara, no creo. Si lo viera de día me haría cruzar la calle. Tengo los ojos bien abiertos desde entonces.
– ¿Hombre o mujer? -quiso saber Teresa Blake, mientras se sentaba en una de las sillas de respaldo recto, con el mismo cuidado con el que procuraba no derramar su copa llena de vino hasta el borde.
– No lo sé, y su madre seguro que tampoco. Estaba balanceándose. Se diría que vivía ahí arriba. Me sacó la lengua y desapareció antes de que pudiera acercarme a la ventana.
– Sí que podemos preocuparnos de disuadir a los intrusos – dijo la juez, tras rebajar el nivel de vino de su copa a un nivel más manejable-. Puedo comentárselo a nuestros amigos de Houseall, yo creo que les impresiona mi asiento en el estrado. ¿Les digo que levanten una verja?
– Lo que sea con tal de velar por nuestra intimidad-convino Dave Goudge, con otro tirón a los puños de su camisa.
El murmullo general sugería que sus interlocutores daban el quorum por sentado y no veían la necesidad de expresarlo con palabras, a excepción de Beth.
– ¿No habrá una ley de libre paso?
– Se supone que no -respondió Teresa, como si se estuviera dirigiendo a un abogado contencioso, antes de suavizar el tono-. El terreno dejó de ser público cuando se cercó y se construyó este edificio.
– ¿Para qué, lo sabe? -preguntó Oswald.
– Ni falta que me hace.
– Así pues, decidido -declaró Ralph Shrift. Posó su copa en la silla, entre sus piernas, y se sujetó la cara con ambas manos para dirigirla hacia Oswald.
– Estabas a punto de contarnos tus propuestas.
– Yo pensaba que nos vendrían bien unos minutos de charla para organizarnos -dijo Oswald, propuesta que la puerta recibió con un zumbido despectivo-. No tardo… -se disculpó y se alejó a largas zancadas, esperando ver a Amy, que se habría olvidado las llaves. En su lugar, encontró a un hombre de rostro redondo y sobresaltado, y con los ojos tan pálidos como su copete rubio.
– Siento llegar tarde. Ha sido mi padre -se disculpó, y le propinó un apretón de manos cuya firmeza se diría que pretendía contrarrestar la ambigüedad de sus palabras.
– Yo le conozco -dijo Oswald, sintiéndose como si tuviera que disculparse a su vez-. Está haciendo algo en los jardines. No sabía que fuera uno de los inquilinos.
– Planta baja -dijo el recién llegado. Oswald no supo si le estaba explicando lo que hacía en los jardines o dónde vivía-. No va a reconocer ese sitio cuando haya terminado. George Roscommon, por cierto. No hay jardines demasiado grandes ni demasiado pequeños.
A Oswald le pareció que aquella era una afirmación un poco extravagante, pero se reservó su opinión, cerró la puerta y siguió al jardinero a tiempo de escucharle confesar su nombre.
– Hola, qué tal -terminó de presentarse George Roscommon.
– Hola, qué tal -respondió Úrsula Braine, imitando su informalidad con tanta exactitud que resultó evidente que se conocían. Se produjo un silencio embarazoso hasta que Dominic Metcalf se dirigió al jardinero:
– Usted es mi buen vecino en el piso menos popular.
– Esa era una de las cosas de las que pensé que podríamos hablar -dijo Oswald-. Cuatro apartamentos en la planta de estos caballeros y uno en el primero. Estoy seguro de que todos queremos verlos ocupados, pero me pregunto si no será mejor que entrevistemos a los posibles inquilinos.
– Yo estoy a favor de rechazar a los indeseables -dijo Teresa Blake-. Se lo podría proponer también a los de Houseall, un comité regulador. Supongo que incluirá a todos los adultos que no hayan podido venir aquí.
– Así tendría que ser -admitió George Roscommon. Como si quisiera subrayar sus palabras, sonó el teléfono en el recibidor.
– Estamos hablando de medidas de seguridad -le informó Oswald a quienquiera que quisiera proseguir con la conversación mientras él atendía a la llamada. En cuanto hubo descolgado el auricular de su percha blanca en la pared, una voz cascada exigió:
– ¿Está George? George.
– Acaba de llegar. Está…
– Soy su padre -se quejó la voz, aunque al menos ahora había quedado claro cuál era su sexo-. ¿Espera a alguien más?
– No se puede decir que espere a nadie más.
– ¿No se puede o no me lo quiere decir, señor…?
– Priestley. ¿Quiere que se ponga su hijo?
– Ya lo veré cuando baje. Pero dígale que a ver si no se entretiene por el camino.
– Vaya, yo creo que eso tendrá que decidirlo… -Cuando Oswald se dio cuenta de que estaba hablando con un moscón electrónico, devolvió el auricular a su horquilla. Aún no había conseguido decidir qué es lo que debería decirle al jardinero cuando se sintió impulsado a regresar a la habitación.
– Mi padre -dijo George Roscommon, de inmediato-. Lo siento. Sé cómo es.
– ¿Por qué no le dice que venga?
– Imposible, con tantas escaleras.
Metcalf jadeó su aquiescencia. Oswald se vio obligado a preguntar: -¿Está solo?
– Solo lo dejé. Lo más probable es que me diga que ha visto a alguien cuando regrese.
La florista fue la única que hizo ademán de querer responder a eso pero, cuando no lo hizo, Oswald le tomó la palabra.
– Puede decirle que estamos planificando las medidas de seguridad, por si eso lo tranquiliza. Ahora que todos nos conocemos las caras, quisiera proponer una especie de plan de vigilancia, nada exagerado, solo para controlar quién está en el edificio y a qué ha venido, si es que procede saberlo.
– Por mí, perfecto -dijo Dave Goudge, de inmediato.
– Por mí, también -convino Donna.
– Aquí se me acaban las ideas, que no los platos. ¿Alguien quiere un poco más?
Los Goudge y Paul Kenilworth aprovecharon para despedirse, argumentando sendas cenas previas. Oswald hubiese perdido la fe en sus artes culinarias si Ralph Shrift no se hubiese arrellanado en su silla y se hubiese servido otro plato.
– Esto está mejor que lo que sirvo yo en mis presentaciones.
Dominic Metcalf se sintió inspirado para regresar al paté y a ofrecerse a sacar una fotografía de todos los ocupantes de Nazarill en cuanto estuviesen ocupados todos los apartamentos.
– ¿Por qué no nos la saca antes de que desaparezca el árbol, ya que se pone? -sugirió Beth. Tanto el impresor como el relojero intentaron explicarle a George Roscommon el motivo de aquella pregunta, antes de que la florista se apropiara del tema y lo utilizara como pretexto para hablar con él. Peter Sheen estaba llenándose el plato como haría cualquier periodista en un sarao, e incluso la juez mordisqueaba un canapé con el que intentaba amortiguar, a destiempo, el efecto de las copas que se había tomado.
– Me tengo que ir -dijo, en más de una ocasión-. Antes de que la prisionera se impaciente.
– ¿Quién? -se interesó Max Greenberg.
– Mi compañera. Como le parezca que ya lleva sola demasiado tiempo, es capaz de arañarme las paredes.
Aunque sus interlocutores infirieron que debía de referirse a su gata, sus palabras produjeron una cierta incomodidad que solventó apurando la copa y se dirigió hacia el recibidor con paso estable. Parte o todo de aquella situación le indicó al resto de los huéspedes que ya era hora de partir. Los Stoddard fueron los últimos en marcharse. Oswald los observó mientras recorrían el pasillo; regresó para tirar los platos y los vasos a la papelera de la cocina y, cuando estaba a punto de terminar de recoger, oyó la llave en la cerradura.
– ¿Has hecho una nueva amiga?
– Bueno.
– ¿Cómo es?
– Bah.
Las respuestas de Amy adquirirían un tono más resentido y menos informativo si él seguía por aquel camino, así que abrió las manos en dirección a ella para indicar que se había resignado a no tener nada a lo que agarrarse.
– ¿Necesitas ayuda? -preguntó Amy, cuando él se dirigía al salón.
– Por favor. -Recordó lo que le había pedido en varias ocasiones y metió la mano en su cuarto para encender la luz-. Para empezar, si por fin…
La habitación se despojó de su tenuidad y vio una araña tan grande como su mano flexionando las patas encima de la cama. Su telaraña se extendía desde la almohada hasta el suelo y estaba cuajada de insectos apergaminados.
– Asquerosa… -boqueó, antes de darse cuenta de que no era una telaraña, sino una bufanda de seda negra estampada. Pero sí que había una araña, aferrada a la bombilla durante un instante antes de diluirse en un hilacho de humo. Oswald tuvo la repugnante impresión de que podía olerlo. El cuarto se encogió y se oscureció. Cuando trastabilló de espaldas, recuperó su tamaño normal.
– Cómo voy a recoger nada si no te quitas… -dijo Amy, antes de verle la cara-. ¿Qué pasa?
– Nada. Habrá sido un mareo, una tontería. Algún trago de más. Tú no has hecho nada. -Oswald se apresuró a retirarse al salón, donde la visión de la comida le produjo arcadas-. Pero asegúrate de que, en el futuro, mantienes la habitación recogida -dijo, con tal ferocidad que a punto estuvo de no reconocer su propia voz.