25. Casi allí

La mañana del martes, antes de que amaneciera, Rob descubrió que no podía dormir. Apartó de una patada el edredón y descorrió las cortinas para asomarse a Partington. Una niebla baja se había reunido en los extremos de la ciudad, extinguiendo las luces del Camino de la Poca Esperanza y Nazareth Row, y ocultando casi Nazarill. Solo las enormes chimeneas resultaban visibles, emblemas deformados de ausencia de vida que blandía la achaparrada mole. Al menos, Amy las hubiera visto así, aunque no había razón para que él lo hiciera. Se dio la vuelta y se encaminó al baño.

Mientras se vestía, su mirada no dejaba de volver a la ventana del dormitorio. Si su rostro se apartaba de ella se encontraba con el póster de Nubes como Sueños que había comprado en Hedz No Fedz, aunque el grupo nunca le había gustado tanto como a ella. La niebla estaba menguando en anticipación del amanecer, aunque quizá Amy hubiera pensado que Nazarill la estaba atrayendo hacia sí para ocultarse. Rob se puso un polo de color negro por la cabeza y se cepilló el pelo frente al espejo, sintiéndose mientras lo hacía compelido a tratar de descifrar la palabra «Ekil». Por fin se volvió, solo para encontrarse con el libro que había dejado sobre la mochila con la esperanza de saber qué hacer con él. No podía tomar la decisión hasta que por lo menos hubiera hojeado el resto, así que se lo llevó al salón.

Era más o menos como había esperado. Mercy Steadfast, la indómita y esperanzada viuda, se abría camino por el laberinto burocrático que Nazarill representaba, y cada capítulo presentaba un nuevo tipo de funcionario más grotesco que el anterior, mientras su torpe pero honorable (por no mencionar cada vez más andrajoso), desaliñado y ajado hijo, Humble, permitía que lo explotaran sin cobrar, o eso parecía, en una serie de trabajos horribles que aceptaba en la creencia de que sería capaz de aliviar en alguna medida la miseria de la lavandera Mercy. Rob ya había tenido suficiente en cuanto supo sus nombres, pero siguió adelante sin leer para confirmar que el hijo intentaba prenderle fuego a Nazarill con la caja de yescas de su difunta hermana el día de Nochebuena, siendo sorprendido con las manos en la masa por un bondadoso albañil de barba blanca mientras se dirigía a ofrecer al supervisor de Permisos de Cementerios una generosa ración de su mente. ¿Qué podía ser más sencillo, una vez que se hubo negado a abandonar la celda de Gustus Higstool hasta haber obtenido el permiso para la lápida de la viuda, así como el que había venido a solicitar para sí mismo, que el que donara una piedra para ella y la grabara y la colocara en el cementerio justo en el mismo momento en que las campanas empezaban a repicar llamando a la misa de medianoche?

– Vale -gruñó Rob con toda la incredulidad que poseía. Se rascó la mejilla bajo el ojo y cerró el libro de forma tan vigorosa que levantó unas pocas motas de polvo que este había guardado en reserva. Sin embargo, esto no lo ayudó a decidir su destino, y tenía que hacerlo.

Dejó el libro sobre la silla y contempló Nazarill. La niebla empezaba a permitir que las ventanas iluminadas revelaran sus colores, pero todavía no podía ver ni rastro del apartamento de los Priestley; quizá su padre había ido a visitarla, después de todo. Aparte de la extraña coincidencia, la novela no había tenido absolutamente nada que ver con las historias de Amy, así que, ¿por qué iba a tener alguna importancia para ella? Escudriñó la esquina del piso superior en busca de alguna señal de vida, mientras el amanecer se prendía de las chimeneas y apagaban la porción de su brillo que les correspondía. La niebla se estaba sumergiendo en la tierra y la luz era atraída hacia la pálida fachada cuando su madre lo encontró.

No le dijo nada hasta que hubo completado su viaje a la cocina para hacer el café, y entonces se le acercó y lo abrazó como no lo hacía desde que él tuviera trece años. Su bata olía como había olido cada uno de los baños que él asociaba a la segunda de las fotografías suyas que había en la repisa. Su madre miró el libro y luego a la ventana.

– Solo hace falta tiempo, cariño. Recuerdo cómo fue con alguien con quien estuve antes de conocer a tu padre.

– Quieres decir que sigues recordando cómo te sentías con él.

– No me extenderé sobre los detalles escabrosos, si no te importa.

– No te los estaba preguntando -dijo Rob mientras se preguntaba por qué la gente de la generación de su madre utilizaba ese adjetivo al referirse al sexo-. Es que no creo que sea lo mismo. Sigo pensando que es culpa mía que se haya marchado.

– Estoy seguro de que no es así, de modo que no lo hagas.

– No lo sabes.

– Sí, eso es cierto -dijo ella, apartando el brazo-. Solo soy una madre y nosotras no sabemos nada.

– No sabes cómo está ahora. No has hablado con ella desde que no la dejaste entrar en casa.

– Eso hubiera debido bastar -dijo su madre, prolongando el tono acusatorio después de que hubiera parecido inapropiado-. Entonces, ¿por qué crees que deberías sentirte culpable?

– Puede que no hubiera debido empezar creyéndola para luego darle la espalda de esa manera.

– No podía haber mucho en lo que creer si tú fuiste el único que lo hizo. Porque te refieres a sus historias sobre ese lugar…

– Algo que creía haber descubierto. Y yo también.

– Ya sabes dónde están las pinzas de la ropa, pero debo decir que, con todo lo que ha imaginado sobre el lugar en el que vive, no es de extrañar que haya acabado por volverse… digamos loca, o demente. Pero yo creo con todo mi corazón que nada de lo que tú hubieras podido hacer hubiera importado, no cuando a una chica como ella se le mete una idea en la cabeza.

El aroma del café se arrastró hasta el salón como si pretendiese representar el sentido común junto con uno de los clichés que Rob más detestaba.

– Ven y toma una taza y lo que quieras para desayunar – dijo su madre- para que podamos llevarte al colegio.

Justo entonces, tras una de las ventanas de Nazarill, se encendió la luz. Sin la niebla para amortiguarlo, el resplandor pareció hundirse directamente hasta su cerebro, antes de que se diera cuenta de que no se trataba del apartamento de Amy, sino del de al lado. Tuvo que parpadear para borrar la imagen de su retina mientras seguía a su madre. Tomó asiento en una silla que parecía un pariente desnutrido de la del salón y aceptó una taza de café, que se quedó mirando hasta que su madre lo despertó.

– ¿Qué vas a tomar?

– Yo me lo pongo. Solo unos pocos cereales. -Confiaba en que su negativa a comer bastara para animarla a marcharse sin necesidad de que él lo hiciera, pero antes de que pudiera hacer siquiera ademán de servirse, ella ya estaba echando Sticky Rotters en un cuenco. Lo colocó junto con una jarra de leche frente a él y observó cómo sumergía los azucarados cilindros y tomaba una cucharada. Si pretendía supervisar su desayuno hasta el fin, pensó él, también podría escucharlo.

– Solo me gustaría saber dónde está, eso es todo -dijo.

Su madre se inclinó sobre su propia taza. Después de soplar el café y darle un sorbito, dijo:

– ¿Dónde está cuándo?

– Ahora. No está en casa.

– ¿Qué te hace decir eso?

– Intenté llamarla el fin de semana, pero su padre me dijo que la había enviado fuera y que no me iba a decir dónde.

– Supongo que él sabe lo que es mejor para ella -murmuró la madre de Rob mientras escudriñaba el café.

– Eso no es lo que estás pensando.

– Claro que lo es. Es el único pariente que ella tiene.

La madre de Rob levantó la mirada hacia él y este empezaba a resignarse a haber agotado su cupo de solidaridad paternal, cuando su padre apareció en la cocina.

– Supongo que estamos hablando del padre de Amy.

– Así es -dijo la madre de Rob-, pero creo que hemos terminado, ¿no es así? ¿Puedo ofrecerte algo mientras sigo siendo la cocinera y la camarera?

– Lo siento. No pretendía… lo siento, lo siento.

Rob podría haber pensado que se estaba disculpando por haber implicado de alguna manera que pretendía aprovecharse de ella, de no haber sido por la fiereza de la mirada de su madre, que lo cortó en seco.

– ¿Qué ibas a decir?

– Nada que mereciera la pena, compañero. No sabía lo que tu madre estaba diciendo, ¿verdad? Siéntate, Marge, yo me pondré el…

– Estaba diciendo que el padre de Amy siempre tiene razón, como ella y tú.

– Bueno, estoy segura de que has tenido más que suficiente de él -dijo su madre.

Aquel era un intento demasiado tosco por poner fin al asunto.

– ¿Has hablado con él desde la última vez que yo lo hice?- inquirió Rob.

– Te lo hubiera dicho si hubiera sido así -le aseguró su madre, que se las arregló para parecer tan ofendida como sugería su tono. Pero Rob vio que su padre se alejaba demasiado deprisa de la cafetera.

– ¿Has… has estado en contacto con alguien? -insistió Rob, y al instante lo supo-. Fue Amy, ¿verdad? Has hablado con ella.

– ¿Por qué en el nombre del cielo iba yo a hacer tal cosa? Ahora come o llegarás tarde al colegio.

– Iré en coche. No hay prisa. -Si Rob no hubiese estado seguro a esas alturas, la renuencia de su padre a mirar a la cara a cualquiera de los dos hubiera bastado para convencerlo-. ¿Cuándo hablaste con ella? ¿Por qué no me lo habías dicho?

Su madre apretó los labios y respiró con tanta fuerza que sus fosas nasales temblaron mientras entornaba la mirada en dirección a su padre, cuya espalda exhibía signos de asedio. Al ver que esto no la libraba de las preguntas de Rob, musitó:

– Pensé que no querrías que lo hiciera después de lo que ella dijo.

– No sabré si quiero o no hasta que no me digas lo que fue.

– Ya lo sabes. -Era evidente que pretendía que eso fuera lo bastante reprobatorio como para prevenir más preguntas, si es que no había bastado como respuesta. Pero al ver que Rob sacudía la cabeza, continuó-. La cosa que te dijo y que hizo que volvieras a casa sin querer ni hablar con nosotros. No pienses que voy a repetirlo.

En otras circunstancias, él podría haberse sentido conmovido o divertido.

– ¿Cómo sabes eso? -dijo.

Ella se internó en la rutina que implicaba fruncimiento de labios, respiraciones pesadas y miradas furiosas dirigidas a su padre.

– Cogí el teléfono cuando tu amiga pensó que estaba hablando con el contestador.

– ¿Y le dijiste algo?

– ¿Qué querías que tu madre le dijera a una chica que acababa de utilizar esa palabra?

Antes de que Rob pudiera insistir en que le diera una respuesta de verdad, su padre abandonó su postura defensiva.

– La cuestión es, hijo, que parece que la pobre chica está todavía peor que cuando te mandó a paseo, incluso con menos control.

– Gracias, Tom. Bien hecho.

– ¿Dijo dónde estaba? -preguntó Rob.

Sus padres no se miraron entre sí. Por fin, habló su padre.

– Puede que ni ella lo sepa, tal como está.

– Estoy segura de que su padre tiene que saber lo que hace.

– Pero, ¿mencionó un lugar concreto?

La madre de Rob lo miró directamente y él tuvo tan poca idea de lo que estaba pensando que se sintió como si hubiera dejado de conocerla.

– No.

– ¿Qué dijo, entonces?


– No puedo recordarlo ni repetirlo todo. Mira, Robin, lo discutiremos esta noche si tenemos que hacerlo. Vas a llegar tarde al colegio.

– Entonces deja de entretenerme negándote a decirme las cosas.

Pareció que una mirada de reproche iba a ser su única respuesta. Por fin, cedió.

– Creo que quería decirte que sentía haber hecho una escena. Y ahora, ¿quieres por favor acabar de comer y…?

– ¿Podéis telefonear a su padre y preguntarle dónde está?

La madre de Rob lanzó una mirada de incredulidad a su marido, que aparentemente la malinterpretó.

– Para ser honesto contigo, hijo…

– Tom.

– No veo qué mal puede hacer, Marge. No vas a salir corriendo a verla, ¿verdad, compañero?

– Claro que no. Solo quiero saber cómo está.

– Confío en que su padre pueda decírtelo -dijo, y se encogió de hombros mientras miraba a su mujer-. A juzgar por lo que Marge le oyó decir, parece que está en su casa.

– Entonces, ¿por qué me ha dicho que no era así? -preguntó Rob en tono de demanda.

– Puede que haya regresado desde que hablaste con él.

– Pero la idea era alejarla de ese lugar. Ella no querría regresar, no tan pronto. -Al ver que sus padres no se mostraban en desacuerdo con él, Rob dejó caer la cuchara sobre los reblandecidos cereales y se levantó-. Voy a telefonear.

– Espero que estés satisfecho-escuchó decir a su madre y su padre protestó.

– No podíamos seguir ocultándoselo.

Mientras Rob descolgaba el aparato, su madre apareció en la puerta de la cocina y cruzó los brazos, señalándolo con los codos.

– No empieces una de tus conversaciones de media hora. La escuela es más importante, especialmente este año.

– No para mí-susurró Rob al auricular después de darle la vuelta. Se apartó y marcó el número de Amy. Se le ocurrió que, si su padre se negaba a hablar con él, podría pedirle que le diera noticias de ella a uno de sus padres. Pero la voz que respondió antes de que se escuchara una sola llamada no era la del padre de Amy, sino la de una mujer.

– El número que acaba usted de marcar no ha sido reconocido. Por favor, compruébelo y vuela a intentarlo.

¿Se había equivocado al marcar mientras trataba de ignorar a su madre? Volvió a girar el agrietado dial, y estaba llevando el teléfono a su oreja cuando la voz de la mujer lo interrumpió.

– El número que acaba usted de marcar…

Rob colgó y marcó el número del operador. Mientras esperaba que el cero se convirtiera en una voz, su madre pasó a su lado para posar el peso de su mirada sobre su rostro.

– ¿Te das cuenta de la hora que es? No puedes permitirte el lujo de llegar tarde al colegio. Ven a ayudarme con esto, Tom.

– No llegaré tarde.

– Tampoco quiero que vayas conduciendo como un loco -dijo ella, con tan fiera decisión que Rob estuvo a punto de desistir. Entonces, una voz que podría haber estado estudiando el examen para el anuncio de números imposibles de obtener, habló:

– Operador, ¿en qué puedo ayudarle?

– Estoy tratando de hablar con este número -dijo Rob, dándole el de Amy.

Mientras esperaba una respuesta, el teléfono no dejó de producir un siseo de estática que semejaba una destilación de los reproches de su madre. Por fin el sonido desapareció y el operador habló de nuevo.

– Esa línea está fuera de servicio. Informaré a los técnicos.

– ¿Cuánto tiempo tardarán?

– Me temo que no puedo decirlo, señor.

Rob colgó el zumbante receptor antes de lanzarse corriendo escaleras arriba para lavarse los dientes y recoger su mochila. Consideró la posibilidad de meter Nazarill entre sus libros, pero lo dejó sobre la silla para mentir sobre sus intenciones. Después de todo, no era más mentira que la que sus padres le habían permitido creer. Trató de comportarse cómo alguien que fuera a dirigirse directamente al colegio, pero no fue suficiente para su madre, que le recriminó mientras le abría la puerta.

– Espero que tengas tiempo de sobra para llegar a la primera clase.

– Sí, te lo prometo.

Lo mismo podría no haber dicho nada, porque ella no pareció menos preocupada y arrugó la nariz al percatarse de la presencia de la niebla en el aire. No podía decirle la verdad: que tenía la primera hora de la mañana libre porque uno de los profesores de Psicología estaba enfermo. Ella lo observó mientras abría la puerta del Miera y ponía el motor en marcha y, para satisfacerla, hacía lo propio con los faros. Después de devolverle la mitad del ademán de despedida que él había hecho, su madre cerró la puerta de la casa mientras él maniobraba para esquivar el primero de los socavones que había en la cuesta que conducía a la carretera principal. No había tráfico, así que pudo dirigirse en línea recta y por la calle más cercana hacia Nazarill.

Había niños corriendo por la calle; algunas de las chicas vestían el mismo uniforme que Amy tenía que llevar. El recuerdo hizo que el asiento del copiloto le pareciera desierto, y la oyó diciendo, «Es un bonito y pequeño Microbio». Más allá de la verja situada al final de la calle, la niebla se alejaba a rastras por la propiedad para dejar que la fachada se le encarara con una palidez que parecía haber extendido a toda la luz del día a su alrededor. El paseo de gravilla resplandecía como si fuese el rastro dejado por una plaga de caracoles, y descubrió que empezaba a detestar el lugar tanto como Amy lo había hecho. Si ella se encontraba dentro y no deseaba seguir allí, ya era hora de que alguien la escuchara.

Las ventanas de su apartamento atrapaban la luz del sol y centelleaban para burlarse de él, lo que aumentó aún más su desagrado, mientras conducía bajo la entrada y empezaba a recorrer la gravilla. Estaba a medio camino cuando un coche viró en la esquina izquierda del edificio y se le acercó. Era un Jaguar color bronce conducido por una mujer de cara roja que llevaba una blusa blanca y un austero traje gris. Detuvo el coche frente al de él y bajó la ventanilla.

– ¿Puedo ayudarte?

– Estoy aquí por Amy -dijo Rob después de inclinarse para bajar la ventanilla, que hasta hacía poco había sido la de ella-. ¿La ha visto?

– ¿Es que está en casa? Me pareció deducir por lo que su padre me dijo que estaba bajo tratamiento.

Rob experimentó un escalofrío que le hizo sentirse como si Nazarill hubiera proyectado su pálida sombra sobre él. Podía entender que el padre de Amy le hubiera mentido a él sobre su paradero, pero si también le había dicho a los demás inquilinos que ella no se encontraba allí cuando no era cierto…

– ¿Cuándo le dijo eso?

– Uno de estos últimos días -dijo la mujer, empleando su conducta para asegurarse de que la reconocía como la juez a la que Amy había mencionado en alguna ocasión-. No pretenderás decirme que piensas otra cosa.

– Estoy aquí para averiguarlo. Le pediré a él que le diga cómo están las cosas, ¿le parece?

– Estoy seguro de que todos lo agradeceremos -dijo la juez, que, tras ofrecer a Rob una mirada que duplicó la fuerza de sus palabras, arrancó y se marchó.

Rob avanzó hasta la entrada de Nazarill y se detuvo bajo su sombra. Estacionar al otro lado de la esquina no sería más que una pérdida de tiempo, así que salió del coche. Mientras apagaba los faros, el pasillo que había tras la puerta de cristal se ensombreció, y creyó entrever movimiento en él. Si alguien estaba saliendo, podría pedirle que le dejara pasar, pero cuando se asomó por el cristal no había nadie a la vista. No había visto abrirse o cerrarse ninguna de las puertas; debía de haberse tratado de las sombras, desvaneciéndose al mismo tiempo que sus luces. Subió hasta el amplio portal y llamó al timbre de los Priestley.

Se produjo un silencio, o al menos algo que no se diferenciaba demasiado del habitual rumor sordo de Partington, hasta que una chica gritó. Se volvió para ver cómo corría por el Camino de la Poca Esperanza mientras tres de sus compañeras de clase le arrojaban trozos de basura. Un estrépito metálico se alzó tras las puertas del mercado, como si pretendiera meterle prisa a la muchacha, y entonces Partington ahogó sus protestas tras un vago murmullo. Rob estaba a punto de llamar una segunda vez cuando el micrófono que había junto a las columnas gemelas de los timbres le escupió unas palabras.

– ¿Quién está ahí?

Era la voz de un hombre, así que debía de pertenecer al padre de Amy. Si el intercomunicador distorsionaba de tal manera su voz, era de esperar que hiciera lo mismo con la de Rob, y en el momento en que localizaba el botón bajo la rejilla del micrófono cambió el plan que había concebido.

– Un paquete para la señorita Priestley -dijo.

La respuesta tardó en llegar, lo suficiente como para que Rob tuviera tiempo de lamentarse por haber dejado el coche donde podía verse desde las ventanas delanteras. Por el momento el padre de Amy no podía verlo, y al cabo de unos momentos la pared dijo con algo que no se parecía demasiado a su voz:

– Déjelo fuera.

Rob inclinó la cabeza hacia el auricular, demasiado tarde para estar seguro de si había oído otro sonido; seguramente solo, había sido una distorsión aguda. Apretó el botón en cuanto se le ocurrió una respuesta.

– No puedo dejarlo. Tiene que firmarme.

– En este momento no puede firmar.

La voz parecía increíblemente enfocada en el micrófono, y lo llenaba hasta la exclusión de cualquier otro sonido. Rob se imaginó al padre de Amy apretando los labios contra el otro lado del metal para producir el cercano susurro electrónico y no pudo impedir estremecerse, como si la boca de la roca le hubiese echado el aliento.

– ¿Y no puede usted firmar por ella? -dijo.

– ¿Qué clase de paquete pretende usted entregar?

Rob no había esperado tal pregunta.

– Un… un libro -improvisó-. O varios, por lo que parece.

– Aquí no tenemos ninguna necesidad de más libros.

– Tendrá que firmar para que me los pueda llevar -dijo Rob, cada vez más desesperado.

– Entonces déjelo donde le he ordenado que lo deje.

– No puedo hacer eso. Las órdenes son que si no se puede entregar en mano hay que enviarlo a otro destino, y para eso necesito una dirección.

– Dejaré que usted decida la que le parezca más apropiada.

– No. Quiero decir que necesito una dirección de usted, la dirección a la que pueda enviárselo a ella.

– Su paradero no es asunto de nadie salvo mío.

– También de ella, ¿no?

Rob no estaba seguro de si se había traicionado; quizá era razonable creer que un cartero hubiera dicho precisamente eso. El micrófono crujió con una estática que le pareció la risa más seca que jamás hubiera escuchado, y entonces esta se transformó en un susurro que sonó como si surgiera de las mismas piedras de Nazarill.

– Creo que no. Ya no -dijo, y entonces quedó tan en silencio como la pared.

Amy estaba arriba; ahora Rob estaba seguro de ello.

– ¿Hola? -dijo después de que desfilaran por su imaginación los interminables personajes abandonados por teléfonos en las películas. Se inclinó sobre la campanilla de la puerta, y al ver que no obtenía respuesta, golpeó la más cercana de las hojas de cristal con el envés de la mano. Una nota grave y ominosa resanó por todo el pasillo, y creyó ver que la vibración hada agitarse todas las puertas. Eso no bastaría para franquearle la entrada a Nazarill, así que apretó varios timbres a la vez y pulsó el botón del intercomunicador. ¿Iba a decir «Entrega especial», o su tapadera estaba arruinada por completo? Sería mejor decir, «Tengo que hablar con alguien sobre Amy Priestley». Podría decir que venía de parte del colegio… de un amigo de sus padres, un profesor que le había pedido que se interesara por su estado. Solo que no había nadie a quien pudiera persuadir; el micrófono ni siquiera se estaba molestado en responder a sus llamadas con estática.

Entonces se dio cuenta de que, en su apresuramiento, y no es que el apresuramiento le pareciera una explicación completa, había pulsado todos los botones del primer piso. Se frotó las manos entre sí para quitarse el frío que parecía emanar de la pared, y estuvo a punto de apretar los primeros timbres del segundo piso cuando dos globos blanquecinos aparecieron al otro lado del pasillo y se deslizaron hacia él.

No eran los ojos sin vida que aparentaban ser, por supuesto. Eran los faros de un coche que se acercaba por el paseo, a su espalda, un coche que se movía tan despacio que el crujido apagado de la gravilla bajo sus ruedas parecía un estallido creciente de estática procedente del intercomunicador. Rob se volvió para encontrarse con el conductor mientras se decía que, fuera quien fuese, iba a lograr que le franquease el paso al interior del edificio.

– Me envían de su colegio -se oyó decir en su cabeza. El Triumph, que era marrón como un sello oficial, se detuvo detrás de su coche y estuvo a punto de chocar con él antes de que el conductor saliera con un doble golpe de las botas contra la gravilla.

– ¿Qué haces merodeando por aquí, Hayward? -dijo.

Era Shaun Pickles, de uniforme. Bajo un pelo muy corto, su rostro huesudo estaba acolchado con ángulos pesados, como un puño enrojecido por la impaciencia de propinar un golpe. Rob se dijo que no debía permitir que su antipatía se interpusiera entre él y la posibilidad de conseguir la ayuda del guardia.

– Estoy tratando de hablar con Amy -dijo.

– Será mejor que hagas lo que ella te dijo, y deprisa.

– Ella te diría lo mismo si te viera -dijo Rob, y por un momento estuvo tan confundido que se preguntó si Pickles podría estar allí a instancias de ella. Pero no podía haber cambiado tanto-. Además, ¿a ti qué más te da?

– Mucho. Somos amigos de su padre.

– ¿Y? -replicó Rob, que se obligó a formular una pregunta que casi bloqueó su garganta-. ¿Te preocupa ella?

– Mucho más que a ti. Todos lo saben salvo tú.

– Entonces ayúdala ahora. Ayúdame a hacerlo. Está ahí arriba y no quiere.

– No sabe lo que quiere, más bien, y no es de extrañar con tipos como tú tratando de meterle locas ideas en la cabeza, junto con Dios sabe qué más por lo que podrían arrestarte.

– No ha sido idea mía. Ella me llamó.

– Me extraña después de que te dijera aquello. ¿Y qué te ha susurrado al oído?

– Yo no hablé con ella, sino mi madre.

– Entonces tu madre debe aprender a dar mensajes. Tu ex novia se ha marchado. No me extrañaría que para alejarse de ti.

– Tu padre te dijo que se había marchado, ¿verdad? No sé si era cierto o no, pero ahora ella está aquí.

– Cuidado con quién llamas mentiroso. -Conforme las mejillas de Pickles enrojecían, a Rob le iba pareciendo cada vez más un niño disfrazado con el uniforme equivocado-. ¿Quién dice que está aquí?

– Yo. La he oído antes.

– ¿Qué es lo que oíste, estúpido bocazas?

– A Amy. Cuando llamé al timbre. -Rob era consciente de que no debía mostrar ni la menor inseguridad, y, de hecho, con cada palabra que decía se convencía un poco más a sí mismo-. Ella respondió, pero estoy seguro de haber oído cómo me llamaba antes de que su padre le tapara la boca o algo parecido. La está reteniendo contra su voluntad.

– No me parece mal.

– Hablo en serio. Alguien debería comprobar cómo se encuentra.

– Yo también hablo muy en serio, no te equivoques. Alguien se va a ocupar de que esté bien, tal como ella necesita.

Rob resistió la tentación de abofetear aquel rostro al que empezaba a asociar con la impenetrabilidad de Nazarill.

– Si eso es lo que piensas, no tengo tiempo de hacerte cambiar de opinión. Solo permíteme que piense de otra manera.

– No puedo hacerlo. Su padre me pidió que vigilara su propiedad.

Una oleada ardiente de furia atravesó a Rob antes de ser abrumada por el frío.

– Amy no es ninguna propiedad.

– Todavía no es mayor de edad.

Rob apretó los puños y le dio la espalda para mantenerlos lejos de él. Estaba ignorándolo para decidir qué botón debería pulsar a continuación, cuando vio que no era necesario. Varias personas bajaban por las escaleras. En la oscuridad reinante que se mezclaba con la luz del sol sobre el cristal, pensó al principio que la chica del centro era Amy. Al apoyar la cara contra la puerta pudo ver que era más joven, entre otras razones por el modo en que se encogió al verlo. Enderezó la espalda, sonrió y levantó las palmas, pero su padre se dirigió airado hacia él mientras la muchacha seguía caminando tímidamente junto a su madre. El hombre abrió la puerta con brusquedad al tiempo que dejaba de caer una de las esquinas de su boca, como si quisiera compensar la asimetría de su cara y asegurarse de que no resultaba por entero cómica, un objetivo que no alcanzó ni por asomo.

– ¿Qué quieres? -demandó.

– Amy. Amy…

– Sé a quién te refieres. No está aquí.

– Le dijo a mi madre que sí. Voy a subir para comprobarlo. No pasa nada, ya he estado antes aquí.

El hombre se interpuso en su camino mientras continuaba manteniendo la puerta entreabierta, y su larguirucha y encorvada esposa empujaba a su hija hacia delante.

– Sal deprisa, Pam. No te va a hacer ningún daño. -Se escabulló detrás de la chica, que corrió y se escondió tras Pickles en busca de protección, añadiendo su mirada a la de su marido-. Ya te han dicho que no está aquí. Vivimos en el apartamento de al lado, así que lo sabemos.


– Me han dicho de todo. Quiero verlo con mis propios ojos.

– Entonces llama a su timbre -le aconsejó el hombre mientras bajaba un poco más la esquina de su boca y cerraba la puerta tras de sí con un estrépito de cristal que pareció poner fin a la cuestión.

– Ya lo ha hecho. Arriba no quieren verlo -dijo Pickles.

Sin duda, Amy tenía que tener amigos que se preocuparan lo suficiente por ella como para dejarlo pasar, pensó Rob, y estaba pulsando botones de la columna del medio cuando la mujer intervino.

– ¿No puedes hacer algo con él?

– Para eso estoy aquí -dijo Pickles, que avanzó un paso desafiante hacia Rob-. Te lo advierto…

– Vámonos, Pam. No hay necesidad de ver esto. -La mujer guió a su hija en dirección al aparcamiento mientras su hija se demoraba-. Podrá con él, ¿verdad? -preguntó a Pickles.

– No volverá a verlo aparecer por aquí sin ser invitado.

– Eso es precisamente lo que mi familia quiere oír -dijo el hombre, que se apresuró tras ellas mientras Rob, sin haber conseguido romper el pétreo silencio del micrófono, hacía ademán de pulsar otros timbres.

– La gente que vive aquí te ha dicho que te vayas. ¿Vas a meterte ahora mismo en ese montón de chatarra y a dejar de molestar?

– No hasta que sepa si Amy está aquí o no -dijo Rob, apretando los botones.

– Entonces voy a escoltarte fuera de la propiedad. -Mientras hablaba, Pickles cerró una mano fuerte alrededor de la muñeca de Rob. Este inclinó su peso sobre los botones para que no lo movieran.

– Será mejor que me sueltes. Ahora no estamos en el colegio.

– ¿Vas a venir tranquilamente o tendré que utilizar la fuerza?

– Ni lo intentes -dijo Rob con los dientes apretados mientras los huesos de la muñeca empezaban a dolerle-. Vete a que te follen, Picknose o voy a…

– Puedes decirle eso a tu novia si es que la tienes, pero no a mí -gruñó Pickles, que, después de plantar su mano libre sobre el hombro izquierdo de Rob, retorció su brazo hacia arriba con fuerza.

La frente de Rob golpeó la puerta de cristal, produciendo una nota de gong que reverberó en su cerebro. El sombrío pasillo apareció enfocado ante su vista y vio que las seis puertas temblaban como si estuvieran a punto de abrirse de par en par. Entonces una cuchillada de dolor se abrió camino por su brazo y su hombro, y extendió la otra mano hacia atrás y sujetó el cuello de Pickles.

Quizá estaba recordando alguna película; no sabía de dónde había venido el instinto. Se apartó de las puertas impulsándose con los pies, e inmediatamente se inclinó hacia delante con todas sus fuerzas para arrojar a su adversario sobre sus hombros… o más bien, empezó a hacerlo. Mientras Rob hacia ademán de doblar su cuerpo, Pickles soltó su muñeca y retrocedió para liberarse. Antes de que pudiera hacerlo, Rob, que no había tenido tiempo de soltar su cuello, cayó de espaldas.

El peso del guardia vino con él. Su brazo seguía doblado a su espalda y se clavó gravilla en toda su longitud. Al ver que Pickles se soltaba y se ponía en pie, Rob trató de rodar por el suelo, pero el dolor que inundaba su brazo era tan intenso que, en cambio, se acurrucó y adoptó una posición sedente. Un trozo de grava parecía haberse alojado en el punto en el que se encontraban el brazo y el hombro. Reunió fuerzas y, mientras se sujetaba el muslo con la mano libre, trató muy cautelosamente de mover el brazo retorcido. El estallido de dolor hizo que la fachada de Nazarill se precipitara sobre él. Lo que se había clavado en su carne no era un trozo de grava, sino una protuberancia del hueso de su brazo.

Pickles lo estaba observando desde una distancia segura.

– Te está bien empleado-dijo, frunciendo el ceño mientras la visión de Rob se volvía borrosa-. Vamos, levántate, no estás tan malherido.

En algún lugar situado más allá de su dolor, Rob escuchó cómo arrancaba un coche y se ponía en marcha sobre la gravilla. El ruido producido por los pedacitos de piedra al chocar entre sí bajó las ruedas del coche sugerían que su herida se estaba extendiendo al mundo. El coche se detuvo con un crujido innecesario de grava y alguien bajó una ventanilla.

– ¿Está todo bajo control? -dijo la voz del hombre que había prohibido el paso a Rob.

– Se ha lesionado al resistirse mientras trataba de echarlo de aquí. ¿Alguno de ustedes sabe algo de primeros auxilios?

Nadie, aparentemente; solo el jadeo del coche interrumpió el silencio. Rob trató una vez más de llevar el brazo hacia delante, pero el dolor estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio y caer sobre él.

– Un hospital -dijo con voz entrecortada mientras unas lágrimas recorrían sus mejillas.

– ¿Pueden llevarlo? Quizá uno de ustedes podría conducir hasta allí en su coche. Se supone que yo tengo que estar en el mercado dentro de cinco minutos.

– Supongo que yo podría hacerlo -dijo la mujer, aunque en modo alguno inmediatamente-. Di en la biblioteca que me retrasaré por un acto caritativo, Leonard.

Rob oyó cómo se cerraba la puerta de un coche, y unos pasos que perturbaban los fragmentos de piedra. Mientras un trozo de grava golpeaba la mano sobre la que se estaba apoyando, oyó la voz de la mujer.

– No podré hacerlo a menos que se ponga en pie.

– Aquí, por el amor de Dios. -Pickles tomó a Rob por el brazo sano y le hizo ponerse en pie de un tirón, con un vigor tal que el hueso dislocado se movió en la carne.

– Compórtate mientras estás con esta mujer -murmuró al oído de Rob-, o te haré lo mismo en el otro brazo.

Rob no podía discutir o siquiera reaccionar. No quedaba espacio en su interior ni para el resentimiento. Lo único que quería era que el dolor terminara o, por el momento, que simplemente no empeorara. Soportó lo mejor que pudo que lo arrastraran Hasta el coche, donde le abrieron la puerta del pasajero desde dentro. Escuchó y olió cómo la mujer de perfume denso se sentaba en el del conductor mientras él se apoyaba con el hombro izquierdo sobre la tapicería estampada. Entonces se produjo una pausa que no entendió, hasta que ella la rompió.

– Las llaves me serían de gran utilidad.

– Están en mis pantalones. ¿Puede cogerlas?

Ella recibió la pregunta con un solitario chasquido de la lengua, y Rob creyó que iba a insistir en que las sacara por sí mismo. Entonces sintió que sus dedos empezaban a palpar su bolsillo, evitando por completo todo contacto con el muslo. Las llaves abandonaron el bolsillo y el motor se aclaró la garganta y se puso en marcha.

– Conduciré todo lo suave que me sea posible.

Mientras el Miera completaba el giro, Rob vio que otros coches empezaban a seguirlo con la misma lentitud, y tuvo la impresión de que un funeral estaba abandonando Nazarill. La fachada se retiró al retrovisor y la niebla absorbió el color a las cortinas de las ventanas al mismo tiempo que aumentaba la palidez de la piedra. Hasta que su lesión se curara no había nada que pudiera hacer salvo confiar… confiar en que Amy estuviera a salvo todo el tiempo que pasaría hasta que él pudiera regresar.

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