18. Respuesta a una llamada

Cuando Amy llegó por fin a su habitación, su jaqueca era tan salvaje que no pudo hacer otra cosa que meterse en la cama: Incluso se tomó el par de pastillas de paracetamol que su padre le ofrecía, que le permitieron conciliar el sueño de forma intermitente. Cada vez que despertaba, él estaba sentado junto a su cama, observándola. En una ocasión, cuando estaba delirando, su madre había pasado toda la noche sentada junto a esta misma cama, y su presencia había hecho sentirse a Amy como hacía ahora la de su padre: pequeña y enferma y apartada de un mundo que remedaba un sueño. Si todo estaba tan distante como parecía, sin duda no podría hacerle daño, en cuyo caso solo ella podría hacérselo; y quizá, si no pensaba en ello, hasta eso podría evitar. Quizá sus pensamientos dementes eran la causa de sus jaquecas; cuando trataba de encontrarles algún sentido, la jaqueca redoblaba su intensidad. Solo detrás de sus párpados podía encontrar refugio al resplandor de la habitación.

En algún momento, su padre apagó la luz y se sentó bajo la poca luz que venía del salón. La primera vez que despertó para ver su silueta sin rostro observándola, se había encogido contra las almohadas con tal fuerza que la luz que entraba por la puerta había parecido brillar con el doble de fuerza, pero muy pronto se acostumbró a su presencia allí de tal manera que dejó incluso de imaginar el aspecto que debía de tener su rostro. Algunas veces, cuando se daba la vuelta en la cama, moviéndose con precaución infinita para no despertar su jaqueca, él se inclinaba sobre ella y le preguntaba si necesitaba algo. Puesto que lo único que ella quería era que su caliente aliento se apartase de su cara, la mayoría de las veces contestaba que no, salvo cuando él le traía más paracetamol. Eso ocurrió dos veces, pero a ella no se le ocurrió utilizarlo para medir el paso del tiempo; incluso tan escaso pensamiento podía doler. Fue incalculablemente más tarde, tras por lo menos un sueño prolongado, cuando su padre se inclinó sobre ella bajo la diferente luz del salón y murmuró:

– ¿Te sientes con fuerzas para pasear un poco?

Amy se dio cuenta de que había esperado que su rostro hubiera cambiado mientras era invisible, había esperado que hubiera perdido parte del aire ceñudo con el que se había enfrentado a ella por el asunto de la Biblia. Movió la cabeza cautelosamente sobre la arrugada almohada y lo observó mientras regresaba a la silla del salón, para la que de alguna manera había logrado hacer sitio.

– ¿Adonde?

– Bueno, a la iglesia.

– ¿Cuándo?

– Dentro de pocos minutos. En cuanto estés levantada y vestida.

– ¿Por qué ahora?

– Porque son las diez de la mañana de un precioso domingo. El Día del Señor. ¿No lo sabes?

Amy se preguntó cómo iba ella a saber esa clase de cosas sin ventanas, y entonces reparó en que esa no era la clase de pensamientos que él pensaba que debiera tener. Además, la luz que provenía del salón debería haberle revelado que era de día. La perspectiva no le resultaba en absoluto atractiva; representaba la amenaza de todo aquello en lo que había conseguido no pensar mientras estaba dormida.

– Todavía no me siento del todo bien -dijo, con el suficiente aire dubitativo.

– Ya lo veo. ¿Quieres que te traiga algo de comer? Debería de haber tiempo.

– ¿Antes de qué?

– Antes de que nos vayamos.

– Yo no voy a ir. Quiero descansar -le dijo, y dejó que sus párpados se cerraran para poner fin a la discusión. Al cabo de un rato, al ver que no se oía sonido alguno, entreabrió los ojos. Él seguía exactamente en el mismo sitio y estaba hundiendo los dedos en el respaldo de la silla, con la suficiente fuerza como para hacer palidecer la tapicería.

– Te he visto espiando, Amy -dijo-. La Iglesia es la mejor medicina para curarte.

– Ahora no. Ve tú -dijo Amy, detectando otra posibilidad de escapar si tuviera la energía necesaria y supiera hacia dónde dirigirse-. Puede que yo vaya más tarde.

– En ese caso iremos los dos, y entre tanto podemos rezar juntos. Eso te recordará los beneficios de la plegaria.

– Solo quiero estar tranquila.

– La tranquilidad proviene de la plegaria, Amy, deberías recordarlo. O bien Dios te ha enviado el dolor de cabeza o bien es algo que has convocado sobre ti misma. En cualquier caso, la plegaria es la respuesta.

– La almohada es una respuesta mejor. ¿No puedo tener un poco más?

– Quizá cuando hayamos rezado, si todavía sientes la necesidad. Ahora vamos. Padre Nuestro…

– Hazlo tú por mí.

– ¿Acaso crees que no lo he hecho? -Había lágrimas en sus ojos, hasta que se los frotó y su brillo aumentó-. Quiero oír cómo lo haces. Cuando eras pequeña lo hacías, antes de que empezases a decir todas esas tonterías sobre nuestra casa. Nos ayudará a apartarnos juntos de cualquier otra cosa. ¿Es que no quieres eso?

– Supongo que sí -dijo Amy, que ya no estaba segura.

– Entonces vamos a hacerlo, y ya basta de tantas tonterías. A tu madre le gustaba cantar Campos de Gracia, si lo recuerdas. Padre Nuestro…

En aquel momento, lo único que ella quería era que él se marchase, o al menos se callara, y el mejor modo de conseguirlo parecía ser responder.

– Padre Nuestro -musitó, sintiéndose avergonzada y atrapada y absurda, y no pronunció las siguientes palabras-. Me duele -protestó en cambio.

– ¿Cómo puede dolerte rezar? -el brillo de sus ojos se hizo por un instante frío y suspicaz-. No te estás concentrando en ello. Cierra los ojos, junta las manos y concéntrate en lo que estás diciendo. Recuerda aquella idea que tanto te gustaba, que tus dedos son una antena que envía tus plegarias al cielo.

Nada de eso aliviaba el dolor de cabeza de Amy. Tanto el esfuerzo de tratar de rezar como la tensión provocada al suprimir las palabras que seguían empeñadas en aparecer en sus pensamientos resultaban dolorosos, y sin la menor duda los gritos de su padre lo serían si pronunciaba la versión que se había formado en su mente. «Mi padre que se pede a todas horas, maldito sea su nombre…». Quizá era él el que le hacía pensar tales cosas al negarse a dejarla a solas, pero, ¿acaso no debían esperarse tales pensamientos cuando una estaba loca?-. No funciona -musitó.

– Por supuesto que sí. Lo único que puede interponerse es la testarudez. Cierra los ojos, junta las manos y sométete a Dios. Siente cómo se alza tu plegaria como una llama hacia él.

Amy cerró los ojos con tanta fuerza como le era posible sin hacer parpadear su mirada, y apretó las dos manos como si pretendiese aplastar algún premio insustancial. Se sentía más pequeña que nunca, pero la sensación ya no resultaba confortadora: parecía encogida alrededor de su corazón, que no era más que un bulto dolorido, inútil y carbonizado. No podía impedir que la voz de su padre penetrara dentro de su cabeza.

– Padre Nuestro… Habla ahora para que Él pueda oírte. Padre Nuestro que estás en los cielos… Sigo sin oírte. Difícilmente podría haber una razón menos importante para mostrar timidez delante de nuestro padre. Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado, que significa santo, si por alguna desafortunada casualidad has logrado olvidar cuanto te han enseñado, santificado sea Tu nombre. Venga a nosotros Tu reino, hágase Tu voluntad -en un momento, Amy pensó que podía decir las palabras en voz alta y al infierno con lo que viniera después. Tenía la vaga idea de que el resultado no podía ser otra discusión, sino algún acontecimiento que era incapaz de concebir… otra idea absurda, concluyó. Sintió que sus labios se separaban y sus ojos empezaban a abrirse. Antes de que pudiera decir palabra, el timbre sonó en el salón.

– ¿Quién es ahora? -Su padre separó los dedos e hizo un gesto imperioso con la mano-. Como sea otra vez esa maldita entrometida con sus remedios… Tú quédate aquí, Amy, ya que no tienes fuerzas ni para ir a la iglesia.

– Pero deja la puerta abierta.

Él vaciló al otro lado del umbral, mirándola con expresión vacía, como si pretendiera encerrarla. No obstante, se apartó sin cerrar la puerta y un tintineo de llaves reveló que estaba abriendo la cerradura de muesca después de haber quitado la cadena.

– Vaya, señora Stoddard -dijo-. Y Pamela, de nuevo. ¿Van a misa?

– Hoy vamos antes, sí.

– Las acompañaríamos, pero mi querida jovencita se encuentra mal y está en cama.

– Es una pena -dijo Lin Stoddard sin la menor simpatía que Amy pudiera detectar. No la necesitaba de los Stoddard, y estaba enterrando la cabeza en la almohada cuando oyó que Lin añadía-. Queríamos hablar un momento con ella. ¿Cree usted que será posible?

– ¿Con respecto a qué?

– Me gustaría que terminara el trabajo que dijo usted que haría.

– Estoy seguro de que lo hizo si se lo dije. Recuérdemelo si es tan amable.

– Persuadir a esta jovencita de que no hay nada que temer.

– Por todos los Santos, claro. ¿Por qué? ¿Es que no lo ha hecho?

– No, teniendo en cuenta cómo estaba esta pobre niña la pasada noche.

– Entonces entren, se lo ruego. Sospecho que mi hija no está tan enferma como parece. Quizá el obligarse a hacer buenas obras la ayude a recuperar la salud.

La almohada estaba permitiendo a Amy fingir que nada de esto tenía mucho que ver con ella, pero al escuchar cómo se le acercaba una serie de pasos, se incorporó apoyándose sobre los codos, lo que hizo que un dolor sordo y tenso se instalase en su cabeza. Había acomodado la espalda contra el acolchado cabecero de la cama cuando Pam, que era la única parte de cualquiera que fuera su nombre ahora que Amy pretendía reconocer, apareció en la puerta, sujeta de los hombros por su madre. Lucía más cintas y lazos que de costumbre, pero, aparentemente, esa no era la única razón de su aparente fragilidad. Cuando su madre la sacudió como para hacerle cobrar fuerzas, su rostro pareció a punto de desmoronarse.

– Vamos, Pamly -dijo su madre-. Díselo.

– Hazlo tú.

– Se supone que fue a ti a la que te ocurrió, jovencita -dijo Lin, que suspiró por encima del más alto de los lazos-. Estaba disgustada de antes. Su pequeño Perejil murió la pasada semana.

Amy se sintió acusada sin fundamento.

– Lo siento -dijo a pesar de todo.

– No es culpa tuya, eso no. Para ser un hámster era un anciano. Pero luego… Te toca, Pamly. Debes decírselo.

La niña se mordió el labio y entonces juntó y separó las manos delante de sí, como si estuviera tratando de decidir cuál de las dos debía frotar con la otra.

– Creí haberlo oído la pasada noche. Me despertó y estaba a punto de encender la luz cuando recordé que no podía ser él.

– Y ahora sabes que no podía ser nada -dijo Lin mirando directamente a Amy.

– Lo oí, estoy segura. Corriendo de un lado a otro, como él cuando tenía su jaula en mi cuarto, solo que era demasiado grande y sonaba como si estuviera cayendo y cayendo -la mirada de la niña vagó por la habitación, pero eso no logró librarla del recuerdo-. Sonaba…

Por mucho que Amy no lo deseara, tenía que saberlo.

– ¿Cómo?

– Disculpa, Amy, pero se supone que tendrías que decirle…

La chica no debía de querer quedarse a solas con el recuerdo. Alzó la voz para interrumpir a su madre.

– Estaba haciendo ruidos con la boca. Sonaba como si quisiera que lo alimentaran.

Lin respiró ruidosamente por la nariz.

– Habías estado pensando en Perejil antes de dormirte y por eso tuviste una especie de pesadilla. Eso es lo único que podía ser. Amy, díselo tú.

– ¿Viste algo? -preguntó Amy a Pam.

– No, oh no.

– Claro que no -dijo Lin-. Eso lo sabemos todos, ¿no es así, señor Priestley? No había nada que ver.

Presumiblemente, el grupo al que se refería incluía a Pam, pero Amy podía ver que no era así, había podido ver cómo palidecía el rostro de Pam ante la idea de ver la cosa que solo había oído.

– Tú también lo sabes, ¿verdad, Amy? -insistió Lin.

– Yo ya no sé lo que sé.

– No es lo más propio para una persona que se supone que lee tantos libros y que quiere ir a la universidad.

– Si no cree usted que sepa algo, ¿por qué le preocupa lo que diga? -Amy estaba cansada de los juegos de palabras; quería que la dejaran sola, para ver si podía pensar a pesar del dolor de cabeza-. No sé si ella oyó algo o no. Yo no estaba allí.

– Tu influencia sí. -El rostro de su padre apareció tras el hombro de Lin-. Haz lo que se te pide por una vez.

– Mejor escucha a tu madre, Pam -dijo Amy-, si quieres tener un poco de paz.

– Pero, ¿tú crees que podía haber algo? -suplicó la niña mientras se sujetaba la mano izquierda para mantenerla quieta.

– Es posible.

El rostro de Pam intentó decidir cómo debía sentirse mientras los de los adultos se endurecían.

– Lo ha dicho porque no se encuentra bien, porque no quiere que la molesten -dijo Lin a su hija, al mismo tiempo que le apretaba los hombros para subrayar su afirmación-. Supongo que su cuarto está así porque ella no se encuentra bien, ¿no crees? No es como la tuya, ¿verdad? Una casa desordenada significa una mente desordenada, como solía decir mi madre. No deberíamos haber esperado nada de aquí.

Mientras empezaba a conducir a Pam por el pasillo, el padre de Amy se demoró en el umbral, mirándola. Se volvió cuando Lin dijo:

– Gracias por intentar ayudarnos, señor Priestley.

– Lamento no haber podido hacer más. Quizá lo haga. Entretanto, ¿puedo pedirles que recen por nosotros mientras están en misa?

– Bueno, ah, sí -dijo Lin, evidentemente incomodada por una petición tan directa-. Tú puedes hacerlo, Pam, si quieres.

Amy escuchó cómo se cerraba la puerta tras los Stoddard y cómo echaba su padre la cadena y regresaba casi corriendo por el pasillo.

– Confío en que estés satisfecha -dijo, mientras bloqueaba su puerta-. Ahora has conseguido asustar a una niña pequeña.

– Creía que no querías que siguiera en la cama al ver que seguías insistiendo con toda esa charla religiosa.

El rostro de su padre se trocó por una máscara y el brillo de sus ojos se hizo más intenso.

– Prefiero no oírte cuando estás así.

– Estupendo. Entonces saca tu silla de mi habitación, y después de haber hecho eso puedes cerrar la puerta.

Su respuesta inicial fue abrir la puerta un poco más; entonces entró en la habitación, tan lenta y resueltamente que, sin saber por qué, Amy alargó el brazo y encendió la luz. La luminosidad pareció allanar sus ojos, que de pronto se parecieron a los apretados y vidriosos del cuadro que había tras él. Tomó la silla por el respaldo y la levantó del suelo; el gesto le recordó a un domador de circo enfrentándose a un animal peligroso. Su padre no le dio la espalda hasta que estuvo fuera de la habitación y hubo depositado la silla bajo la mirada de ojos saltones de la mujer que era arrojada en una cesta. Casi al instante se volvió de nuevo para mirarla.

– Te dejaré para que pienses un poco en tus modales -dijo, encerrándola con sus pensamientos.

Amy miró los rostros de los Nubes como Sueños, pero no le fueron de más ayuda que la anciana. Fuera cual fuese la verdad sobre lo escrito en los márgenes de la Biblia, Pam había recordado a Amy que no era la única que había visto algo que no debiera haber visto. El viejo señor Roscommon lo había hecho, y en los ojos de la niña Amy había descubierto que también a ella le había pasado. Dominic Metcalf debió también de verlo y la visión le había parado el corazón. Ahora, la deserción de tantos inquilinos de los apartamentos estaba entregando a los inquietos moradores el gobierno del edificio, ¿o acaso era la exploración realizada por su padre en el primer piso lo que los había atraído? Estuvo tentada de abrir la puerta porque ya no sabía si su habitación era un santuario o una celda, pero primero quería volver a examinar la Biblia sin que su padre la vigilara.

Se inclinó gradualmente sobre el lado de la cama y dejó que su mano bajara hasta el suelo. Las yemas de sus dedos encontraron la redonda y húmeda boca sin dientes de una taza de café, antes de toparse con la superficie porosa y áspera de un objeto deformado. Era su bolso de tela. Lo tiró sobre el edredón y sacó la Biblia envuelta en las hojas arrancadas a su cuaderno. El libro cayó abierto por el Génesis, e inmediatamente se percató de lo que Rob no podía haber visto. Apenas había visto su letra hasta ayer, así que, ¿cómo podía juzgar la evidencia que ella le había mostrado? Pero mientras extendía las hojas de su cuaderno se dio cuenta de que, aunque la escritura de la Biblia no era la suya, la suya se volvía cada vez más parecida a aquella conforme la trascripción progresaba.

Se sintió como si el pasado que durante tanto tiempo había temido se hubiese arrastrado hasta su interior mientras ella estaba distraída por los acontecimientos de Nazarill. El dolor la obligó a bajar la cabeza y atrapó su mirada en las páginas, hasta que reparó en el lápiz alojado en la última y mayor de las cruces. Lo sacó y después de apoyar la última hoja de su cuaderno, casi vacía, sobre la contraportada de la Biblia, empezó a escribir su nombre.

Su firma había cambiado tanto a lo largo de los años que tuvo que esforzarse para recordar cómo se suponía que era. Finalmente pensó que recordaba cómo había decidido más recientemente que debía parecer. Sin embargo, cuando trató de reproducirla conscientemente, su mano se le puso rígida y, después de haber cubierto la hoja de papel con su nombre, ninguna de las docenas de firmas que había en ella se parecía demasiado a la suya. Además, ¿acaso no había cambiado su firma después de mudarse a Nazarill? No quería pensar en ello y no le gustaba el aspecto de las firmas; no había conseguido hacer ni una sola ese lo suficientemente pequeña como para tranquilizarse, y cada uno de los pares de es parecían estar espiándola. Arrugó las páginas y las guardó junto con el libro en su bolso, que tiró al suelo de una patada. No quería verlas más, y especialmente no quería que su padre las viera; solo pensaría que se estaba volviendo loca. Podía pensarlo todo cuanto quisiera una vez ella se hubiese convencido a sí misma de que no era así. Había una persona con la que podría hablar, y en cuanto su padre se marchara a la iglesia lo haría.

No estaría cómoda en su habitación hasta entonces. Salió a rastras de debajo del edredón y se levantó. Sentía que el efecto del paracetamol empezaba a disiparse, así que se tomó dos de las pastillas de Beth antes de dirigirse hasta la puerta y entreabrirla. Su padre musitaba algo para sus adentros, presumiblemente alguna plegaria, pero no estaba a la vista. Se escabulló hasta el baño y abrió los grifos de la bañera y el ventilador que era la única abertura en el muro exterior. El agua apenas había empezado a llenar la bañera de fibra de vidrio cuando el pomo de la puerta tembló y llamaron a la puerta con fuerza.

– Amy.

– Estoy dándome un baño. -Mejor abre la puerta por si necesitas ayuda. -Puede que no te hayas dado cuenta, pero yo ya me bañaba sola antes de que viniéramos aquí.

– Me refería a por si empeoras.

– Estoy bien. Tú déjame sola -dijo Amy, al tiempo que examinaba la puerta para asegurarse de que estaba cerrada. Una vez que la bañera estuvo llena hasta la altura de los grifos, como a ella le gustaba, cerró el agua y escuchó en la puerta. No fue capaz de localizar a su padre, así que regresó junto a la bañera y sumergió una mano en el agua. No se dio cuenta de que se había preparado para una sorpresa hasta que reconoció que estaba preparada para la posibilidad de que el agua estuviera helada. Estaba caliente, a una temperatura apenas soportable al primer contacto, de modo que se metió poco a poco en ella y cerró los ojos.

Habitualmente le gustaba abandonarse y flotar en el baño. Cuando era pequeña solía imaginar que se encontraba en un mar bañado por el sol, de camino a una isla mágica. Sin embargo, ahora sentía que corría el peligro de alejarse de alguna manera demasiado si perdía la noción de sí misma. De tanto en cuanto, una ráfaga de aire chocaba contra el ventilador, que respondía con un sonido semejante al de unas garras arañando para entrar. Por supuesto, el agua se estaba enfriando, pero en más de una ocasión emergió de un sueño, incómoda y sobresaltada, por lo helada que de pronto estaba. En cada ocasión vaciaba un poco la bañera y reemplazaba su contenido con agua caliente, un proceso que no se había vuelto automático, pero sí obsesivo, cuando su padre volvió a llamar a la puerta.

– ¿Sigues ahí dentro, Amy? ¿Piensas estar mucho más?

Era una pregunta perfectamente familiar, pero en esta ocasión había una desconocida frialdad en su voz.

– ¿Por qué? -preguntó.


– Porque casi es la hora de ir a la iglesia.

El que hubieran pasado tantas horas sin que ella se diera cuenta resultó una sorpresa, pero, de alguna manera, le dio la bienvenida.

– Ve tú -le dijo-. Yo me voy a quedar.

– Me gustaría entrar si no es demasiado inconveniente.

Posiblemente fue su tentativa de sarcasmo lo que hizo que pareciera como si estuviera leyendo un viejo guión, como si estuviera interpretándose a sí mismo. Amy salió de la bañera, llenando de agua el abombado linóleo, y se envolvió en una

toalla antes de descorrer el cerrojo.

Si su padre hubiera estado un poco más cerca, su impasible rostro hubiera estado pegado a la puerta. Apenas dejaba espacio para que ella saliera; de hecho, sintió que la toalla empezaba a deslizarse mientras lo rozaba al pasar, y por un instante pensó que él la había agarrado. Estaba huyendo hacia su habitación cuando se dio cuenta de que no la había seguido, sino que estaba mirando fijamente el baño.

– ¿Has terminado de bañarte? -preguntó él.

– No lo sé. ¿Por qué?

– Sugiero que dejemos correr el agua. No creo que disfrutases de un baño frío.

Ella no pudo evitar temblar al oír sus palabras. Escuchó cómo profería el desagüe un sonido sofocado, seguido al cabo de un instante por un cacareo que tardó bastante en disiparse. Para entonces él ya había salido del cuarto de baño, y enseguida llamó a su puerta.

– Ya que te encuentras mal, es mejor que te quedes en casa -dijo.

– Si tú lo dices.

Él musitó unas pocas palabras, se alejó y continuó hablando a quienquiera que se estuviera dirigiendo. La puerta del pasillo se abrió y se cerró y Amy descubrió que seguía escuchando. Cuando dejó de oír ruidos se asomó por su puerta al pasillo, que estaba vacío. Después de dejar la toalla en el cuarto de baño, se puso una camiseta limpia, luego quitó el teléfono de su nicho y se lo llevó a habitación principal, llamando mientras lo hacía.

– ¿Información telefónica? -dijo una mujer casi al instante-. ¿Qué apellido, por favor?

Amy se lo dijo, así como una inicial probable y la ciudad. Poco después, una grabación compuesta de muestras de una voz femenina le dio el número. Lo marcó y esperó, escuchando los pitidos en la oscuridad. Parecía bastante más lejos que el otro extremo de Partington… como si lo estuviera escuchando en un pasillo tan alargado y tan estrecho que tuvo que frotarse la frente para quitarse la idea de la cabeza. Estaba pensando cómo transmitir su mensaje cuando un hombre dijo rápidamente:

– Estaré en un minuto. Deja que responda primero. ¿Sí?

– ¿El señor Roscommon?

– Soy uno de ellos, pero lo siento, si está vendiendo algo, ahora mismo no es buen momento.

– No vendo nada. Yo…

– Espere un instante -dijo el hombre, que se retiró para responder a una pregunta musitada-. Eso es precisamente lo que pretendo averiguar si tú me lo permites, padre. ¿Sí? ¿Quién es entonces?

– Soy Amy. Amy Priestley. Vivía en el piso de encima del de ustedes. Bueno, todavía vivo allí.

– Te recuerdo. Nos conocimos durante la sesión fotográfica. ¿Qué puedo hacer por ti?

– ¿Cómo está el señor Roscommon?

– Es muy amable de tu parte preocuparte, Amy, te lo agradezco. La chica que vivía en el piso de arriba en la casa de la colina, papá. La hija del sujeto que nos reunió a todos… sí…

salvo a ti, por desgracia, estaba a punto de decirlo si me hubieras dado la oportunidad. No está del todo bien, Amy, pero, como puedes oír, todavía es capaz de hablar…

– ¿Podría hablar con él?

Se produjo una pausa durante la cual ella sintió los latidos de su corazón.

– Eso depende -dijo George Roscommon-. Discúlpame un minuto, papá. ¿Sobre qué? -Sobre algo que los dos vimos.

Sobrevino una pausa todavía más larga antes de que él dijera: -No lo sé.

– Es importante. No puedo hablar con nadie más.

Esta vez no hubo respuesta y pensó que su desesperación lo había espantado, hasta que oyó que su padre murmuraba al fondo.

– Pregunta por ti, papá -dijo él-. Ya la oíste en la radio. Será sobre eso.

Más palabras ahogadas… la misma frase, más de una vez.

– ¿Cómo? Tú… -dijo George Roscommon antes de acercar el aparato a su boca-. Hablará contigo. Contra mi consejo, pero yo no soy más que el hijo.

Un silencio que Amy supuso que expresaba más que su renuencia fue seguido por un estallido de crujidos. Debía de estarle pasando el teléfono a su padre. Un crujido más intenso señaló aparentemente que el anciano había cogido el aparato, porque al cabo de unos pocos momentos escuchó lo que le quedaba de voz. Sonaba como si la estuviera forzando a salir por un lado de la boca.

– ¿Quién? -dijo.

Fue también muy lento y Amy esperó que dijera algo más, pero solo consiguió que él repitiera, enfurecido por su estado o por su falta de respuesta.

– ¿Quién?

– Amy. Amy Priestley. Como ha dicho el señor Roscommon, su hijo, vivo…

– Te ayude.

Amy no había comprendido sus palabras, hasta que se dio cuenta de que habían sido precedidas por un «Que Dios» apenas musitado. Se había quedado en silencio cuando empezó a escuchar más palabras.

– Te conozco. Te vi fuera. Debería haberme quedado allí.

– Por lo que hay allí, se refiere usted. Nadie salvo yo cree que haya algo.

– Te escuché en la radio. Hubiera llamado de no ser porque no estaba hablando con ese, ese…

Su voz se estaba apagando. Quizá sus pensamientos lo estuviesen haciendo también.

– ¿Qué hubiera dicho? -intervino ella.

– Salid todos y quemad el lugar. Está infestado.

– Papá -protestó su hijo.

– No puedo hacer eso -dijo Amy.

– Entonces sal por lo menos.

– Mi padre no me lo permitiría. Él no puede ver lo que nosotros podemos.

– Sal por ti misma.

– He visto más cosas desde que estuve en la radio -dijo Amy, que entonces se percató de lo que conllevaba su advertencia. No era la clase de advertencia que hubiera esperado de un pariente.

«¿Por qué solo yo?»

El anciano suspiró, haciendo sonar la garganta.

– Si puedes ver a esas cosas -dijo, con más lentitud que nunca-, también ellas pueden verte.

– Papá -repitió el hijo, ahora más cerca. Amy tenía miedo de que el joven pudiera arrebatarle el teléfono, aunque de ninguna manera era todo lo que temía. La respuesta del anciano le había hecho sentir a la vez que la observaban y la escuchaban. Miró a su alrededor, primero hacia la ventana a la que la noche empezaba a adherirse, y luego por el pasillo, hacia el salón que en su mayor parte no podía ver. Estaba a punto de hablar, ansiosa por que otra persona la escuchara a pesar de que no tuviera demasiado que decir, cuando el anciano inquirió:

– ¿Qué? ¿Qué dice?

– ¿Quieres que lo coja, papá?

– Se han cruzado las líneas. Una mujer loca que dice… eso no es una plegaria. Dile que se vaya. Me está dando otro ataque. Lo siento en la cara.

Parte de esto podía haber estado dirigido a Amy, pero fue incapaz de responder. No podía oír ninguna otra voz y sabía que no era un cruce de líneas lo que se había producido. Estaba obligando a su boca a abrirse para decírselo, a pesar de que la perspectiva de que la escucharan le daba más miedo que nunca, cuando su hijo cogió el teléfono.

– Mi padre no puede seguir hablando contigo.

Su tono dejó claro que la culpaba por el agravamiento del estado del anciano: quizá asumía que la voz responsable había sido la de ella. Antes de que pudiera responder, la conexión se cortó, tan abruptamente que no estuvo segura de que hubiera sido él. El aparato zumbó para sí con suficiencia hasta que lo apagó. Sosteniéndolo como si fuera un pequeño y frágil garrote, se asomó por la puerta de la habitación.

El pasillo estaba desierto, pero no por ello se sintió menos observada. Miró de soslayo la cocina antes de recordar que no había ya ningún árbol por el que algo pudiera escalar. Los ojos planos que había a lo largo de la pared condujeron su mirada hasta la mirilla de la puerta de salida, tras la que estuvo casi segura de haber vislumbrado algún movimiento.

– No puede entrar -dijo, en voz tan alta como se atrevió, tratando de sentirse animada. Apretando el receptor en la mano, fue capaz de dar el primer paso. Avanzó lentamente por el pasillo y, rodeándose con ambos brazos, inclinó el rostro hacia la mirilla.

Al principio pensó que todas las luces del pasillo habían fallado. Entonces, el objeto que estaba apretado contra la puerta retrocedió lo suficiente como para que ella viera un agujero en lo que podía haber sido una boca arrugada a la que todavía se adherían jirones de los labios. Mientras retrocedía otros pocos centímetros, un agujero similar en la marchita y parda superficie apareció junto al primero, bajo el orificio alargado en el que había estado la nariz. La cabeza retrocedió un poco más y la enorme mandíbula apareció a la vista. Quizá era tan grande porque gritaba ante los contenidos de la boca, que pululaban sobre la agrietada piel sin carne. Amy se apartó de la puerta tambaleándose, mientras el teléfono en su mano arañaba el panel de la puerta. La imagen menguó, pero no lo bastante deprisa como para que ella no viera cómo la forma que había al otro lado de la puerta alzaba, a ambos costados de lo que quedaba de su cabeza, los palos sin manos que eran los brazos.

Amy retrocedió hasta que el movimiento en las lentes no fue más grande que un insecto debatiéndose en una telaraña.

– No puedes entrar -se escuchó repetir y repetir, casi tan a menudo como-: No puedes tocarme.

Los ojos de las paredes la observaron como los espectadores de un manicomio. Por fin, el movimiento retorcido desapareció del bulboso cristal, pero tardó un buen rato en atreverse a acercarse lo suficiente como para determinar que todo el pasillo que alcanzaba a ver estaba vacío. Eso solo significaba que la figura que había visto se encontraba en otra parte, y la repetición de las cosas que no podía hacer no parecía ya un encantamiento tan poderoso. Abrió todas las puertas interiores y encendió todas las luces, y entonces, después de dejar el teléfono en una silla, cogió el mando a distancia de la televisión y empezó a pasar los canales. Tres comedias y una congregación que se balanceaba y cantaba y daba palmas en una iglesia, un espectáculo que la hizo pensar que la televisión podía ser algo suficientemente moderno para ayudarla a mantener el pasado lejos de sí, uno de los pocos pensamientos que su jaqueca no le había arrancado del cráneo. Con esa misma idea puso una cinta de Resurrection Merchants, y entonces no pareció quedarle nada más que hacer que sentarse en un banco de la cocina con el teléfono en la mesa, delante de ella, y contemplar el incierto salón, esperando que la puerta permaneciera cerrada e inexpugnable. La mirilla estaba demasiado lejana como para permitirle ver nada tras ella, pero siguió imaginándose cómo una cosa sin cabeza se movía al otro lado de la puerta, buscando a tientas el picaporte.

La cinta estaba llegando a su culminación cuando creyó escuchar unos arañazos en al puerta. Levantó el teléfono antes de darse cuenta de que había mejores armas en los cajones de la cocina. Se estaba apartando de la mesa, clavando el banco en la parte trasera de sus rodillas, cuando la puerta se abrió.

Era solo su padre, pero eso no era una buena noticia. Se tapó los oídos un momento, como si se estuviera ajustando la máscara de sombría resolución que cubría su rostro, y entonces cerró la puerta con un golpe de los hombros y guardó las llaves en el bolsillo de su chaqueta.

– De modo que así es como te comportas cuando deberías estar rezando -dijo, y miró el panel arañado con el ceño fruncido-. Buen Dios, ¿qué le has estado haciendo a esta pared? -Caminó hacia ella, encendiendo las luces de la habitación mientras avanzaba, y entró en el salón-. Que el buen Dios nos proteja -musitó, junto con otras cosas que ella no pudo comprender mientras apagaba el estéreo y la televisión. Al aparecer, su vacía mirada se volvió hacia ella, brillando mientras se le acercaba-. Vamos a poner fin a todas tus maldades -dijo.

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