7. El invitado ausente

A las doce menos veinticinco de la noche de Nochebuena, Oswald se puso el abrigo y renunció a la tertulia de los Roscommon para averiguar por qué no había regresado Amy. El edificio estaba tan silencioso como requería la noche, y no se la encontró en las escaleras ni en el pasillo de arriba. Apretó el timbre de su puerta y pegó el ojo a la mirilla, pero no pudo ver nada a través. Cogió las llaves y abrió la puerta. Cuando la empujó, una canción le saltó a la cara.

«Soy tan viejo como todos los que conozco», cantaba un hombre a todo lo que daba su voz cascada, si es que se le podía llamar cantar a aquello. En medio del estrépito, que parecía esforzarse por ahogarlo, Amy hablaba por teléfono en el salón. Oswald cerró la puerta, entró e intentó hablar… gritar, más bien.

– ¿Pero qué demonios te piensas que estás haciendo?

– Tengo que colgar, Rob. Hasta mañana. -Amy repitió la mayoría de estas dos frases en fragmentos antes de colgar el auricular y crucificar a Oswald con los ojos muy abiertos-. ¿A ti qué te parece?

– Baja ese alboroto del demonio, por Dios santo. La gente no quiere escuchar esta especie de barahúnda pagana, y menos esta noche.

– ¿Qué gente? Si todos están abajo.

– Me extraña que no les duela la cabeza ahí, y a ti tampoco. ¿No se supone que padeces jaquecas? ¿No es por eso por lo que tu amiga la del final del pasillo te da las pastillas que ningún otro médico te recetaría?

– ¿Oías la música antes de entrar?

– La oigo ahora. Más te vale que nunca quieras que te escuchen y descubras que nadie puede -dijo, bajando la voz y agudizándola, de modo que resultaba apenas audible en medio de los estridentes gañidos de unos instrumentos que pretendían pasar por guitarras-. Todavía no has hecho lo que te he pedido.

Amy recibió su advertencia con una mirada de incredulidad, que se llevó consigo de camino al aparato de música.

– De vuelta a tu caja, Bacteria Útil. Los viejos no te quieren.

– Gracias, Amy -dijo Oswald, procurando no sonar sarcástico-Intenta hacerte la loca un poco menos cuando no estés en clase.

Amy salió del salón a largas zancadas y se subió las holgadas mangas de su jersey, negro como la mayoría de su ropa, como preámbulo antes de cruzarse de brazos.

– ¿La loca de qué?

– Venga, Amy, no tergiverses todo lo que te digo. Cualquiera diría que tú eres la adulta y yo el chiquillo. -Oswald sintió cómo aquella mirada le arrancaba las palabras de la boca-. No creo que te venga bien quedarte sorda cada vez que se supone que tendrías que concentrarte en tus deberes, digo yo. Explícame, si es que puedes, lo que creías que estabas haciendo cuando he llegado. ¿Tanto te costaba bajarlo mientras hablabas, o lo subiste para hacerle más daño a sus oídos del que ya han sufrido?

– Me parece que eres tú el que desvaría.

– Date prisa -dijo Oswald, con toda la autoridad de la que fue capaz-, que vamos a llegar tarde a misa.

Sin que su decisión pareciera en absoluto predecible, Amy se metió en su habitación y salió embutiéndose en su gabardina negra, que desprendía un tufo a incienso.

– Que no se te olvide que ese cuarto tiene que quedar limpio durante las vacaciones.

Solo Dios sabía lo que parecería su cuarto. No se acordaba de la última vez que se había atrevido a asomarse a él. Si una araña había conseguido invadir la ventana de su propia habitación, ¿qué no habría engendrado el desorden de la de ella? Por lo menos la araña había muerto entre los cristales; todas las mañanas se obligaba a mirar su cuerpo arrugado y avellanado.

– Andando, Amy. O, si te sientes con fuerzas, corriendo – dijo, para que moviera los ojos tanto como el resto del cuerpo.

Ya había cerrado la puerta de su apartamento y había conseguido que Amy se diera prisa en llegar a la planta baja cuando Harold Roscommon se asomó por el quicio de su puerta y le hizo señas con la mano que no estaba agarrada al marco.

– ¿Ni rastro?

George dejó de murmurar con Úrsula.

– Padre, el señor Priestley no…

– No estés tan seguro cuando hables por los demás. ¿Y qué, señor Priestley? ¿Recuperó al cordero extraviado?

– Viene detrás.

– Entonces, ándese con cuidado. ¿Ya no dicen eso en todos los cuentos de Navidades, cuando aparecen el demonio o la bruja? Va detrás de usted. No me refería a ti, guapa. Le estaba preguntando a tu padre si ya ha dado con nuestro buen amigo, el que nos puso a todos en fila como si fuésemos presidiarios.

– El señor Metcalf. -Oswald cayó por fin en la cuenta-. No se puede decir que lo haya visto, pero tampoco que lo haya buscado.

– Yo creía que usted estaba al cargo del lugar y del resto de nosotros.

– No, padre, acuérdese, ya se lo he dicho. Se suponía que todos teníamos que mantener los ojos bien abiertos.

– Todos menos yo, claro, porque a mí nadie me hace caso.

– Estoy segura de que al señor Metcalf se le olvidó que había sido invitado -intervino Úrsula.

– Yo no lo he visto para podérselo recordar -admitió George.

Varios de los invitados aparecieron detrás de él.

– Yo hubiese jurado que él sería el último de nosotros en perderse una ocasión de esparcimiento -comentó Alistair Doughty, inspeccionándose las uñas mientras esperaba su turno para pasar.

– Tendría una oferta mejor -dijo Paul Kenilworth. Aleteó con sus largos dedos en dirección a los Roscommon, como si estuviese practicando antes de sentarse al piano-. Nada en contra de su velada. Lo cierto es que ese hombre parece que viva para ponerse las botas.

– Apuesto lo que quieran a que acabará en la tumba antes de tiempo con tanto ponerse las botas -declaró Ralph Shrift.

– Todavía no. Está ahí, observando.

– No creo, padre. No creo que pueda haber visto…

– Veo más de lo os pensáis todos, puñeta. Acabo de ver cómo asomaba el ojo a esa mirilla de ahí. Si no era él, ya me dirás tú quién era.

George encorvó los hombros y los dejó caer, y Oswald cruzó hasta la puerta de Metcalf. Tras pulsar el timbre, miró por la lente abultada. Un ojo le devolvió la mirada… el suyo, respaldado por la oscuridad. Cuando el timbre no hubo conseguido respuesta, se apartó.

– Sería el reflejo de alguno de nosotros, señor Roscommon.

Harold Roscommon profirió un gruñido desabrido y cojeó hasta el salón, donde Max Greenberg le deslumbró con su Rolex al tiempo que le deseaba:

– Feliz Navidad.

Faltaban menos de catorce minutos, según pudo juzgar Oswald por su reloj. Se había quedado rezagado, como si Nazarill necesitara que él la supervisase; como si se hubiese elegido a sí mismo para desempeñar el papel que le había adjudicado el anciano.

– Tendremos que darnos prisa, Amy, o llegaremos tarde.

El aire al otro lado de las puertas de cristal lo tonificó como un baño de agua pura y congelada.

– Siéntelo -le dijo a Amy, pero esta ya se alejaba de Nazarill a largas zancadas, tan rápido que las puntas de sus largas botas negras disparaban grava por encima del césped hasta golpear el roble. Cuando él se apresuró a seguir sus pasos hasta Nazareth Row, no pudo evitar desear que, siquiera por una vez, hubiesen dejado sin cerrar las puertas del mercado. El cierre del atajo a la iglesia era un precio pequeño a pagar por la seguridad y, además, ellos no eran la única familia que se apresuraba a descender la colina. Amy no se entretuvo mirando los árboles detrás de todas las ventanas, por lo que él no tuvo que arrepentirse por haber asumido que su hija ya era demasiado mayor para plantar un árbol ese año; pudo admitir para sí que le habría parecido más engorroso de lo que exigían las fechas.

Diez minutos de trote tras los pasos de Amy lo condujeron a la parte alta de Partington, donde la puerta del pequeño y empinado campo santo chirriaba para recibir a cada uno de los recién llegados; muchas de las lápidas, relucientes de escarcha, parecían inclinarse a modo de saludo.

– Buena chica -boqueó, aunque ella no debió de tomárselo como un cumplido, mientras se apresuraban a trasponer el porche de piedra y entrar en el pasillo. Acababan de encontrar un hueco en la fila de atrás de la derecha cuando la congregación se puso en pie. Oswald se sintió como si los hubiesen estado esperando.

Bramó el órgano, susurraron las hojas impresas con las letras de las canciones, se entonaron las voces y ascendió el incienso. «Hosanna a los fieles…». Oswald se sentía sublimado, tanto por sentirse parte de una comunidad durante el culto como por la presencia de tantos de sus clientes en la iglesia. Él los había ayudado a sentirse seguros, y ahora ellos le devolvían el favor… le ayudaban a rezar aquí para que fuese capaz de volver a hacerlo en casa. Se le ocurrió que las gruesas y rígidas paredes de la iglesia no se distinguían en nada de las de Nazarill, y que podía que Harold Roscommon tuviese razón al creer que Oswald tenía la responsabilidad de velar por la tranquilidad de ese edificio. Cuando se levantó para sumar su voz al último villancico, se sentía renovado, transformado por la festividad.

– Se regocijan los cristianos, todos como hermanos… -Al principio, no supo distinguir qué era lo que se entrometía entre él y esos sentimientos, por qué las palabras se confundían en su cabeza, hasta que escuchó que Amy no estaba cantando «se regocijan», sino «se refocilan». Cuando le propinó un codazo, con más fuerza de la pretendida, Amy se apartó de él en el banco, dejándolo para que levantara la voz a fin de ahogar cualquier otra improvisación que se le ocurriera. El villancico terminó antes de que hubiese recuperado la sensación de formar parte de él y, cuando el sacerdote se metió en la sacristía, Oswald la cogió por el brazo para amonestarla por alterar la letra. Antes de que pudiera abrir la boca, Amy se soltó y musitó: -Me voy a la tumba.

Se refería a la de Heather. Hacía años que no iban juntos a visitarla.

– Voy contigo -le dijo Oswald a la espalda de su hija, solo para verse detenido en el porche por una diminuta pareja que lo estaba esperando.

– Feliz Navidad, señor Priestley -dijo Jack Pickles, mirándolo desde detrás de unos anteojos de carey que parecían elegidos a propósito para hacer juego con su coronilla pecosa y los últimos restos de cabello pelirrojo.

– Que pasen los dos una feliz Navidad.

– Y muchas más, con niños -dijo Hattie [1], quien parecía decidida a hacer honor a su nombre cada vez que salía de casa: esa noche se coronaba con una creación rosa que parecía más un gigantesco algodón de azúcar que un sombrero-. ¿Dónde está nuestro Shaun? -inquirió, cuando ya lo había encontrado, y lo empujó de un codo en dirección a Oswald-. Ahí está, míralo. ¿Te acuerdas del señor Priestley, el que nos hizo el seguro? A ver, qué se dice.

El semblante moteado de su retoño estaba en vías de cambiar de color.

– Fe… -musitó, antes de culminar- feliz Navidad.

– Deja al chaval, Hattie. Por lo general, no suele ser tan soso, señor Priestley. Tendría que verlo en acción. ¿No está con usted la niña de sus ojos?

– Iba delante de mí. Lo siento si no se paró a saludar. Ya saben cómo son a su edad, o bueno, a lo mejor no. Es esa de ahí, la que va de negro.

– Dios la bendiga -dijo Hattie, al tiempo que enjuagaba una lágrima con la yema de un dedo-. Como dos gotas de agua, no me diga que no.

Oswald se preguntó por qué él no se emocionaba de ese modo al ver a Amy, que movía los labios frente a la columna de granito del terreno de grava en el extremo más alejado del camposanto.

– Ya la has visto unas cuantas veces -dijo Jack Pickles-, ¿a que sí, hijo?

– Cuando trabajaba al lado del mercado -admitió Shaun.

– No la habrás visto por allí de un tiempo a esta parte -dijo Oswald.

– Desde que le dijo que no volviera a esa tienda, quiere decir.

– En eso estaba pensando, sí. ¿Cómo lo sabes?

En el rostro de Shaun comenzaron a aparecer nuevas manchas, antes de que su madre interviniera.

– Creo que, en secreto, no le quita ojo de encima. Qué pena que no haya menos años de diferencia entre ellos.

– El que va con ella le saca unos cuantos.

Shaun debió de sentirse animado por el tono de Oswald; los parches más rojos de su cara comenzaron a recuperar su tono rosado.

– Es un pintas… porque se pinta, vamos.

– Sí, menudo trabalenguas. Entonces, ¿cuál es la respuesta?

El chaval, al que Oswald le echaba unos diecinueve años, se le quedó mirando.

– ¿Cómo dice?

– Digo que no la habrás visto volver a esa tienda desde que se lo prohibí.

– No, señor Priestley. Puedo incluirlo en mi patrulla, si quiere.

– Seguro que hay mucha gente a la que le gustaría. ¿No estabas a punto de decir algo?

– Sigue yendo por esa tienda, el pavo del maquillaje.

– Me lo tendría que haber figurado -musitó Oswald, preguntándose cómo era que habían tenido que decírselo. En aquel momento, Amy se volvió hacia la iglesia. Su rostro se endureció, lo que lo descorazonó de tal modo que ella ya se encontraba de camino a la puerta de la verja antes de que él pudiera llamarla.

– Amy, ven aquí un minuto.

– Feliz Navidad -gritó Jack, como si así quisiera asegurarse al menos la respuesta del eco.

– Sí, ven con nosotros. Estamos dándole a la lengua. Ya tenemos un tímido aquí-dijo Hattie, apuntando a su hijo con el algodón de azúcar-. No me digas que tú también lo eres.

A Amy debió de hacerle gracia algo de todo aquello, porque atravesó el césped en dirección a ellos. Su sombra recorría las lápidas y mantenía la distancia con las luces que alumbraban la iglesia.

– Ya conoces a nuestro Shaun, ¿verdad? -dijo Jack.

– Lo conozco.

A Oswald no le gustaron sus modales, ni la mirada carente de expresión que clavó en el joven, pero Hattie se tomó aquella actitud por lo contrario de lo que significaba.

– Estábamos a punto de decir, a que sí, Jack, que por qué no os dejáis caer los dos por Navidad.

– Encantados, ¿verdad, Amy?

– ¿Cuándo?

– Cuando os venga bien -respondió Jack. Los labios mordisqueados de Shaun habían comenzado a esbozar una sonrisa. Amy se fijó en ella y repuso: -Voy a estar ocupada.

– Bueno, cuando os venga bien a los dos, claro -protestó Hattie-. Tienes que poder. Shaun te pondrá alguno de sus discos, ¿a que sí, Shaun? No es lo que nos gusta a nosotros, todas esas baladas a lo Cliff Richard, pero espero que a ti sí. Estoy segura de que descubriréis que tenéis muchas cosas en común si llegáis a conoceros bien.

– Lo dudo.

– No pasa nada por intentarlo -repuso Oswald, consiguiendo que la mayor parte de la ira que sentía no asomara a su voz-. Me gustaría pasar un rato con esta buena gente, ya que han sido tan amables de invitarnos.

– Pues ve tú, entonces. Yo no, gracias. -Amy le arrancó un chirrido desalentador a la puerta de la verja cuando salió del camposanto.

– Lo siento. No sé qué mosca le ha picado de un tiempo a esta parte, pero voy a tener que solucionarlo cuanto antes.

– Debe de ser complicado, tener que criarse sola -dijo Hattie.

Aquello no contribuyó a que Oswald se sintiera menos humillado. Le habría gritado a Amy que volviera y se disculpara delante de sus amistades, si aquello no hubiera dado pie a otra escena. En lugar de eso, a modo de tácito acto de contrición, permaneció en medio de la familia Pickles mientras seguían la estela de Amy por la Vista del Coto. En las Casas de las Aulagas, se despidió de ellos con cierta torpeza, en el momento que un borracho comenzaba a despotricar algo más adelante.

– Paz en la tierra -comentó Jack.

– Si de mí depende, la habrá -repuso Oswald, taciturno, antes de partir en pos de su hija. Cuando la familia Pickles estuvo lo bastante lejos del alcance de su voz, dijo-: Espera. Quiero hablar contigo.

Amy se detuvo y un parche de luz se alzó detrás de ella, iluminando el final de la calle. Era parte de la fachada de Nazarill, donde se habían activado las luces de seguridad. Oswald la adelantó y la miró a los ojos, donde no vio más que resignación.

– ¿Me puedes explicar qué pasa contigo?

– No creo.

El borracho seguía desbarrando, cerca de Nazarill. ¿Se habría colado en los jardines y disparado las luces? Oswald se habría propuesto averiguarlo si no hubiese tenido que lidiar con Amy.

– ¿Qué pretendías conseguir comportándote así?

Mientras los ojos de Amy esperaban a que Oswald desviase el rostro, la voz del hombre continuó despotricando, dándole a Oswald la confusa impresión de que respondía a sus preguntas.

– Nunca supuse que vería esa falta de educación en ti. ¿Qué impresión te parece que se habrán llevado de ti?

– ¿Cómo quieres que lo sepa?

– Acabas de visitar la tumba de tu madre y pones en evidencia, no solo a mis amigos, sino a mis clientes, y encima en una noche como esta. -Quería añadir algo más, pero la voz del hombre lo distraía; le sonaba familiar, por eso era-. Vamos -espetó, con brusquedad-. No te pienses que he terminado contigo, es que quiero ver qué está ocurriendo.

Ya había recorrido más de la mitad de la distancia que lo separaba de Nazarill antes de escuchar cómo ella seguía sus pasos. Se prometió que, cuando estuvieran en casa, donde nadie podía oírlos, tendrían una charla en condiciones. Habían salido espectadores de las últimas casas de la Vista del Coto para ver lo que ocurría en los jardines donde, en alguna parte, la voz estaba repitiendo las mismas palabras una y otra vez. Al salir a Nazareth Row, donde se había congregado una audiencia aún mayor, Oswald vio a Alistair Doughty, Max Greenberg y Teresa Blake al borde de la sombría jaula del roble.

– ¿Qué ocurre, sabe? -le preguntó Oswald al curioso más próximo, un corpulento hombre en mangas de camisa que estaba compartiendo una lata de cerveza con su mujer.

– Me parece que alguien ha perdido un tornillo.

Como si aquellas palabras hubiesen enfocado el fulgor de Nazarill, Oswald vio a alguien entre las ramas, a un hombre vestido con un pijama a rayas y una bata que trepaba con pies y manos por la cara oculta del árbol. El hombre volvió la cabeza cuando Teresa Blake dio un paso tentativo en su dirección, y Oswald vio que se trataba de Harold Roscommon.

– Que no pienso volver ahí dentro -gritó de nuevo-. No se acerque.

Oswald compuso un gesto de reproche en dirección al aforo mientras cruzaba la carretera, pero todos le miraban como si formase parte del espectáculo. Entró en el paseo a largas zancadas, y el crujido de la grava llamó la atención de todos los congregados junto al roble. El anciano estiró el cuello hacia atrás.

– ¿Es George? -exclamó-. Quiero que venga George.

– Los Goudge están intentando encontrarlo, señor Roscommon -dijo la juez.

– No sé dónde puede andar a estas horas -comentó Max Greenberg, como pretexto para sacar a colación su propia preocupación por la hora.

Los dos comedían sus palabras de tal modo que a Oswald no le cupo duda de que intentaban sofrenar sus emociones.

– Entra, Amy -ordenó, cuando su hija se puso a la par. Al final, sí que se había dado prisa-. No discutas. Yo subo enseguida.

Para su fastidio, intervino Greenberg.

– Señor Priestley, si yo fuese usted, no le diría…

– No sabe la suerte que tiene de no serlo, señor Greenberg. Yo soy el padre, y me parece que eso me da derecho…

– Nadie se lo discute, pero es que no creo que quiera que entre sola en estos momentos.

– ¿Por qué no?

Era Amy la que había formulado la pregunta, pero el relojero insistió en dirigirse a Oswald; incluso bajó la voz.

– Creo que la puerta del señor Metcalf está abierta, y no querrá que ella se asome. Al parecer… debe de haber sufrido el ataque al corazón que predecíamos algunos.

Si sus murmullos pretendían pasar desadvertidos para Harold Roscommon, no lo consiguieron.

– De eso nada -dijo el anciano. Añadió, más fuerte-: Está muerto, y había algo ahí dentro con él.

– Hay niños delante, señor Roscommon -amonestó la juez.

– Yo no veo ninguno -protestó Amy. No obtuvo respuesta, dado que el anciano continuó gritando.

– Me da igual. Yo sé lo que he visto. Ni todos ustedes juntos conseguirán meterme de nuevo ahí adentro.

– Quédate aquí, por el momento -le dijo Oswald a Amy. Se volvió hacia Max Greenberg-. ¿Qué cree que ha visto?

– Nadie lo sabe con certeza. Lo que sí que vio fue al señor Metcalf, por eso se habrá puesto así. Había salido de su apartamento para buscar a su hijo y se encontró abierta la puerta del señor Metcalf.

– ¿Ha llamado alguien a la policía y a una ambulancia?

– La policía estará aquí en cuanto le sea posible -respondió Alistair Doughty-, y la ambulancia tiene que venir desde Sheffield.

– Bien hecho, señor Doughty. -La comunidad de Nazarill comienza a unirse, pensó Oswald. ¡Ojala alguien se hubiese atrevido a decirle a la cara al fotógrafo que sus excesos estaban poniendo a prueba su corazón!-. ¿Hay alguien con el señor Metcalf?

– La médica de nuestra planta-contestó la juez-. Fue ella la que le tomó el pulso.

– Me imagino que sabrá lo que se hace -masculló Oswald, lo que consiguió provocar al anciano.

– ¿Qué andan murmurando? -exclamó-. ¿Por qué nadie me hace caso?

– Yo sí -dijo Amy. Antes de que Oswald pudiera evitarlo, se coló por debajo del ramaje-. ¿Qué es lo que ha visto?

Cuando Roscommon se movió para mirarla, arrancó dos puñados de corteza.

– Algo con una boca así de grande. -Agitó su puño nudoso.

– Amy, hazme el favor… -llamó Oswald, pero el anciano chillaba más alto.

– Primero pensé que se habría colado algún perro, porque era demasiado delgado para ser una persona. Entonces me miró, y seguro que era alguien, antes de que le pasara algo a su cara. Se escurrió entre las sombras igual que una araña.

– Ya está bien, Amy, déjalo. -Oswald vio que ella y el anciano se miraban a los ojos con una expresión de complicidad que ni le gustó ni quiso definir-. Ya está bien.

Roscommon estiró un brazo para detenerla. El trozo de corteza golpeó una raíz con el sonido de un martillo en una subasta.

– ¿Tú también lo has visto?

– No lo sé.

– Pues claro que no lo sabe. -Cualquiera que fuese el juego al que estaba jugando Amy, Oswald comenzaba a enfadarse. Fue a por ella, con la intención de obligarla a entrar en Nazarill si era necesario, pero se detuvo al oír la voz de Max Greenberg.

– Han encontrado… está ahí.

Se produjo movimiento en una de las ventanas de la planta de en medio. Una de las cortinas de Úrsula Braine se había corrido a un lado, para revelar a George Roscommon, desnudo por lo menos de cintura para arriba. Se desvaneció de inmediato, antes de regresar para cerrar las cortinas de un tirón.

– Espero que no tarde en bajar -rezongó Teresa Blake. Con algo menos de desaprobación, añadió-: Señor Roscommon, su hijo viene de camino.

– ¿Dónde estaba? Con esa pelandusca, como si lo viera.

– Eso da igual -intentó persuadirlo Amy-. Me estaba diciendo…

La juez frunció el ceño.

– La moral siempre importa, señorita.

– Ya lo sabe. -Oswald agarró a Amy por el codo y le dio la vuelta para mirarla a la cara-. Igual que sabes de sobra que tienes que respetar a tus mayores.

Amy le dedicó una mirada mezcla de conmiseración e incredulidad al tiempo que se soltaba. Miró al anciano, pero este ya no se fijaba en ella; había redoblado sus denuedos por aferrarse al roble como si, pensó Oswald iracundo, lo que ella le había dicho hubiese agravado su pánico. Cuando Amy llegó a la entrada de Nazarill, George Roscommon apareció a la carrera, con los cordones de los zapatos sin anudar ondeando al viento, y le abrió una de las puertas de cristal para que pasara. Amy entró despacio y se detuvo en el pasillo. Antes de que Oswald pudiera moverse o gritar, ella empujó la puerta del apartamento de Dominic Metcalf y entró.

Oswald cruzó el césped a la carrera, patinó en la hierba y subió por el sendero de grava. George se hizo a un lado, con expresión atónita, dispuesto a repetir la acción de abrir la puerta. Cuando las pisadas de Oswald se ahogaron en la alfombra, escuchó que Beth Griffin estaba diciendo:

– No te preocupes, Amy, estaré bien sola.

Al momento siguiente, la puerta de Metcalf se abría de par en par para que Amy saliese y mirase a Oswald sin verlo antes de encaminarse hacia las escaleras.

Al principio, Oswald creyó que Amy no habría visto nada de relevancia, dada la expresión impávida de su rostro. La homeópata estaba de pie en el extremo más próximo de un salón forrado de fotografías enmarcadas que disfrutaba de la iluminación adicional de las luces de todos los cuartos. Estiró un brazo envarado para cerrar la puerta, y Oswald vio un objeto que sobresalía del hueco de la puerta más cercana a la de la cocina. La mano crispada de un hombre.

Al parecer, que fuese rechoncha no significaba que careciera de fuerza. En su última convulsión, había arrancado un puñado de la alfombra marrón. Oswald se preguntó, sin proponérselo, qué les parecería eso a los Goudge, después de todo lo que les había costado alfombrar Nazarill de arriba abajo. La puerta le tapó la vista. Cuando se apresuró a seguir a Amy escaleras arriba, la grotesca noción dio paso a la idea que se había negado a admitir. Fuera lo que fuese que hubiese visto Amy del cadáver de Metcalf, su expresión había parecido implicar que había visto cosas peores.

Загрузка...