5. El rumor de un libro

El día de la fotografía fue la primera y última vez que Amy vería juntos a todos los ocupantes con vida de Nazarill aunque, durante algún tiempo, le pareció que jamás conseguiría salir del edificio. Su padre la obligó a esperar hasta que hubo terminado de sentirse insatisfecho con el reflejo del espejo del cuarto de baño. Ni siquiera le preguntó qué aspecto tenía. Ya estaba en el pasillo, a punto de llamar al timbre de Beth, cuando Leonard Stoddard asomó la cabeza por la puerta de su apartamento.

– ¿Por qué no miras a ver si consigues que Pammy se dé algo de prisa? A ver si a ti te hace caso, con eso de que eres una chica.

Amy no supo cómo tomarse aquello, y se lo dio a entender con las cejas.

– Te veo abajo, papá.

– Aquí está Amy -gritó Leonard Stoddard mientras recorría el pasillo estucado-. No la hagas esperar o no será tu amiga.

Su esposa, Lin, y una mezcla de aromas salieron del baño. Su chándal con capucha era casi idéntico al de él, pero malva en lugar de verde oscuro.

– Lo que quiere decir tu padre es que no volverá a cuidarte -corrigió, dedicándole un ceño a su esposo que le bajó los rizos rojos sobre la frente. Tras esquivar a Amy por el pasillo exterior, levantó la voz-. Si estás decidida a ponerte eso, Pammy, más te vale coger el abrigo y taparte hasta que saquen la foto.

La puerta truncó el principio de una conversación en la que Amy escuchó que se mencionaba su nombre, que la menor de los Stoddard pasó a gritar acto seguido. Amy cruzó el recibidor hasta llegar al equivalente de su dormitorio. A raíz de visitas anteriores, sabía que no había muchos libros ni revistas en el salón, y sí demasiados encajes, aunque donde abundaban estos era en la habitación de la muchacha: alrededor de la contraventana, en los trajes de las tres muñecas alineadas al pie de la cama y de la que se reclinaba sobre la almohada, extendiendo el dobladillo de las cortinas, blanco como una combinación (cortinas que solo daban la impresión de ocultar una ventana). Al igual que en todos los cuartos interiores, los goznes de la puerta eran visibles desde dentro, en un intento por conseguir que la habitación no se pareciera tanto a una celda. La niña, de doce años, estaba dejando que le cepillaran su larga melena castaña rojiza, tras haber decidido, al parecer, que necesitaba la cinta azul a juego con el vestido de dama de honor. Saludó a Amy por encima del hombro, gesto que supuso la huida de su hámster hasta las profundidades de la elaborada jaula que descansaba en una esquina del cuarto.

– Tranquilo, Perejil -murmuró Amy.

– Te conoce. Enseguida vuelve -dijo la niña, como si Amy hubiese tenido la culpa de la espantada del animal-. ¿Vas a cuidar de él en Semana Santa?

– A lo mejor yo también estoy de excursión con mi clase, Pammy. ¿Ya no te llamas Pamelah?

– Me he aburrido.

– Me lo figuro.

La niña se levantó el pelo con la cinta y miró al reflejo de Amy en el espejo.

– Yo pensaba que no te ibas a España.

– Uno de mi clase tuvo que anular sus planes, y ahora me apetece ir. Babeo por pasar un tiempo lejos de aquí.

– Dentro de poco serás lo bastante mayor como para irte tú sola adonde quieras.

– El verano que viene.

– ¿Adonde?

– Digo que ya seré mayor. Todavía no sé si quiero buscar un trabajo para irme de esta reliquia, o esperar hasta que vaya a la universidad. -El que la obligaran poseer un control más estricto sobre su vida del que tenía conseguía que se sintiera como si no poseyera ninguno-. Ya lo decidiré cuando vuelva de España.

– ¿Cuidará tu padre de Perejil si yo no estoy?

– Supongo que sí. Me parece que no tiene nada contra las cosas peludas. Se lo preguntaré cuando le comente lo del viaje.

– ¿Todavía no se lo has dicho?

– Anoche se había acostado cuando volví a casa. Estuve con Rob en Manchester, viendo a los Perfection Kills-dijo Amy. Cuando la niña se incorporó de un salto, después de haberse atado la cinta a la cabeza, añadió-: No te olvides el abrigo. -No le gustaba decirle a nadie lo que tenía que hacer, excepto a Rob, pero daba resultado. Pam, tal y como Amy se había decidido a llamarla para sí, se echó un abrigo con capucha sobre los hombros antes de escabullirse fuera del apartamento, dejando atrás a Amy para que cerrara la puerta.

No eran las únicas que llegaban tarde. En la planta baja, donde la luz del sol que iluminaba el final parecía aún más brillante al no haber sido capaz de penetrar los pasillos de los niveles superiores, el señor Roscommon empujaba la silla de ruedas de su padre hacia la entrada. Ambos vestían trajes oscuros, camisas blancas y sendas corbatas; el anciano tiraba del nudo de la suya hacia arriba como si quisiera sujetarse el desvaído rostro descolgado.

– Gracias, señorita -resolló a cada una de las muchachas cuando sujetaron las puertas de cristal para que no se cerraran. Amy se sintió igual que una enfermera que dejara salir a un paciente del hospital.

El aire pinchaba por la inminencia de la nieve. Al otro lado de los dos portales, la plaza del mercado rebosaba Navidad. Las bombillas de colores, atenuadas por la claridad del día, festoneaban las fachadas de las tiendas. Cada uno de las docenas de puestos que se habían levantado en el mercado parecía que tuviese algo que celebrar. Algunos de los tenderos habían dejado de señalar sus productos con el dedo para observar lo que ocurría delante de Nazarill, donde Teresa Blake ayudaba a organizar la composición de la fotografía mientras Dominic Metcalf terminaba de colocar el trípode de la cámara debajo del roble.

– A ver, niñas -dijo, sin dejar de frotarse la frente-, por qué no cogéis y os colocáis con vuestros…

– Poneos con vuestros padres, bonitas.

Por un instante, hasta que se hubo endurecido lo suficiente como para que el pensamiento no tuviese oportunidad de afectarla, Amy escuchó que la juez le decía que seguía teniendo dos padres. La mirada de Teresa Blake seguía moviéndose.

– ¿Dónde quiere que vaya el señor, los dos señores…?

– Usted y su padre, ¿por qué no se ponen el medio, señor Roscommon? Entre la señorita Braine y la señora Goudge.

– No me preguntéis dónde quiero ponerme, no -refunfuñó el anciano, antes de descubrir un poco de galantería en su interior mientras rodaba hacia el lugar indicado-. Harold Roscommon -informó a las dos mujeres-. Qué suerte que le engarcen a uno entre dos joyas tan deslumbrantes.

– Cuidado, o terminarás compartiéndome -le dijo Donna Goudge a Dave.

– Tampoco sería la primera vez.

Aquello provocó varios sonidos tapados por la mano entre el resto de los congregados, que aprovecharon la necesidad de hacer hueco para los recién llegados para disimular su desconcierto. Cuando el padre de Amy la cogió por los hombros para que ocupara el espacio vacío entre Ralph Shrift y él, Teresa Blake dijo:

– ¿Vas a dejarte los guantes para la foto, Úrsula? Conseguirás que las demás parezcamos unas lozanas.

– O eso, o estropeo la foto con estas manos enrojecidas – repuso la florista.

El padre de Amy se puso las manos a la espalda mientras la juez inspeccionaba a los reunidos. Había sugerido que esa fotografía se imprimiera en uno de los panfletos de Houseall para promocionar los apartamentos vacíos de Nazarill. Amy se encogió de hombros para desembarazarse de un escalofrío provocado por una ráfaga helada.

– Cuando usted diga, señorita Blake -dijo el fotógrafo.

– Sin prisa -repuso Max Greenberg, tapándose el reloj-. Solo quiere que salgamos presentables. Seguro que es vocacional ese ojo. Yo quiero salir lo mejor posible.

– Hay que darse prisa -protestó Dominic Metcalf-, antes de que oscurezca.

Una franja de sombras comenzaba a ensancharse entre Nazarill y sus ocupantes, a medida que el sol se hundía en el coto. A Amy le pareció ver cómo su sombra y las de los demás se alargaban delante de ella, y tuvo la momentánea impresión de que quisieran estirarse para escapar de Nazarill.

– Yo creo que todo el mundo está como tiene que estar -dijo Teresa Blake, aunque aún no había ocupado su sitio junto al padre de Amy cuando avanzó hacia el fotógrafo a largas zancadas-. Fuera -gritó-. Vamos. Largo.

Se dirigía a tres muchachas de la edad de Pam, aproximadamente, que se habían acercado al extremo del Camino de la Poca Esperanza y estaban imitando las poses de los modelos de la fotografía, riéndose y señalando con el dedo como si todos los habitantes de Nazarill se hubieran vuelto locos, con energías renovadas ahora que la juez las había enardecido.

– Tú no hagas caso, Pammy -dijo Lin Stoddard, cuando las jóvenes la hubieron emprendido con el vestido de dama de honor.

– Vienen por el mercado -declaró Peter Sheen, con toda la convicción de uno de sus editoriales periodísticos.

– La culpa es de la calidad de los productos -añadió Paul Kenilworth.

– Así habla todo un guardián de la cultura -le dijo Ralph Shrift al violinista. Amy pensó que intentaba ser sardónico, hasta que añadió-: Me gustaría saber cuánta porquería dejarán a la puerta de esa tienda que se burla de la ley.

– ¿Qué tienda es esa que dice que debería enterarse de que no es bien recibida? -inquirió Max Greenberg.

– Hedz y yo qué sé qué más que hayan añadido para dárselas de listos. El sitio ese que incita a ponerse cosas en la cabeza.

Amy se sentía traicionada.

– ¿No cree que a algunos de sus artistas les podría interesar?

– En tal caso, preferiría que lo mantuvieran en secreto. El arte es una forma de controlar la imaginación, no de dejarse arrebatar por ella. Soy un firme detractor de todo lo que amenace a la mente.

– Como vivir en un lugar tan muerto como este.

– Tampoco está tan mal, para una ciudad pequeña – terció Beth.

Harold Roscommon asió las sillas de su rueda.

– No me habría dado tanta prisa si llego a saber que íbamos a estar tanto tiempo de brazos cruzados. Denle un toque cuando estén listos y ya me volverá a sacar.

– Quédese, señor Roscommon -suplicó Dominic Metcalf, sin dejar de enjuagarse la frente-. Ya estamos preparados.

– No, hasta que salga quienquiera que se haya quedado atascado ahí dentro.

– No esperamos a nadie. Ya estamos todos.

– No -insistió Harold Roscommon, al tiempo que se impulsaba para girar y señalar a una ventana con un índice nudoso-. Acabo de ver a alguien ahí asomado.

– No puede ser, señor Roscommon. Y ahí menos.

– A ver, ¿por qué no?

– Ese es el apartamento contiguo al mío. No vive nadie. Supongo que habrá visto un pájaro, el reflejo, digo. Si estamos todos…

– Acaba de decir que lo estábamos -rezongó el anciano. Con algo más de ponzoña, añadió-: Un pájaro.

– ¿Qué aspecto tenía, padre?

– Peor que el mío.

– Sonrían -llamó el fotógrafo-. A ver esos dientes.

Se produjo una amalgama de movimientos ralentizados cuando, tras fijar la espoleta de la cámara, corrió para unirse al resto del grupo; Pam le dio el abrigo a su padre para que lo sujetara, y este a punto estuvo de tirar de espaldas a Alistair Doughty con sus prisas por esconderlo a la espalda. Las tres espectadoras de la barandilla se desternillaron de risa cuando Dominic Metcalf llegó jadeando al extremo derecho de la formación, y este les obsequió con una sonrisa malévola que la cámara tuvo tiempo de recoger.

– Listo. Conservados para la posteridad.

– ¿No quiere sacar otra, para asegurar? -sugirió Peter Sheen, enfatizando sus palabras con el chasquido de su bolígrafo.

– Sí, si quieren -respondió el fotógrafo, cuyos jadeos sonaban más entusiastas que él. Regresó hasta la cámara con paso trabajoso, espantando por el camino a las tres niñas, que se diseminaron por la plaza del mercado cuando un uniformado Shaun Pickles se les acercó. Metcalf volvió a reunirse con sus vecinos y esbozó una sonrisa que duró lo que tardó en plasmarla la cámara, antes de comenzar a frotarse el pecho mientras sucumbía a un acceso de resoplidos-. Ya está -consiguió decir, a la larga.

– Y bien que está, además -felicitó Alistair Doughty-. ¿Qué tal algunas palabras para acompañar? Una foto se queda a medias si un buen pie, y no lo digo porque yo sea impresor.

– «Nazarill, refugio para ti» -sugirió Ralph Shrift, mientras se cubría con su sobretodo y se encaminaba hacia las puertas, dejando que los Roscommon le precedieran con un chirrido de ruedas. La familia Stoddard hizo lo propio, tras levantar todas sus capuchas para resguardarse del viento. Cuando Amy vio cómo entraban en el edificio aquellas figuras encapuchadas, se estremeció, sin saber por qué. En vez de buscar el refugio del interior, se desvió hacia la ventana que había identificado el anciano. Tras apoyar las manos en la repisa de piedra, tan fría como se imaginaba que debía estarlo el fondo de un pozo, se aupó.

El reflejo de las ramas se meneó encima de su cabeza y llegó hasta la habitación de mayor tamaño. Ese debía de ser el motivo por el que le había parecido que se detenía algo al otro lado de la ventana cuando ella enfocaba la imagen del interior. La habitación parecía más que recién decorada, parecía a estrenar pero, ¿sería ese el motivo por el que tenía la impresión de que su aspecto no revelaba su auténtica naturaleza? Antes de que pudiera decidirse, su padre la cogió por los codos, la bajó y la condujo con firmeza hacia las puertas.

– No empieces con eso, Amy, por favor.

Se soltó y se cruzó de brazos con fuerza, estrujándose los senos.

– ¿Que no empiece con qué?

– Con nada, me da igual. El pobre viejo estaba aturdido, eso es todo.

No pensaba ponerse a discutir ahora que le pesaban los ojos con la amenaza de un llanto furioso. Se los frotó con fuerza, entró corriendo en el edificio y no se detuvo hasta su piso, donde las puertas de Peter Sheen y Ralph Shrift estaban cerrándose la una enfrente de la otra, mientras Leonard Stoddard le cedía el paso a su familia más adelante.

– ¿Leonard?-llamó Amy.

– Señorita.

– ¿Has tenido ocasión de buscar lo que te pedí?

– Ups. -Al parecer, aquello era un no, dado que continuó-: Recuérdamelo. He estado liadísimo estas semanas de atrás, con todo esto de ofrecer procesadores de textos a todos los usuarios de la biblioteca que quieren probar a escribir, para luego exhibir sus obras al público.

– Me dijiste que intentarías encontrar la historia de Nazarill.

– No creo que tenga demasiada.

– Yo estoy convencida de que la vi una vez, en la sección de ficción.

– ¿Es vieja? -quiso saber Lin Stoddard, por encima del hombro de su marido-. ¿Cuándo la viste, te acuerdas?

– Cuando era pequeña, y me acuerdo de que tenía bastante polvo, si no le habría echado un vistazo.

– Ya no la tenemos, te lo digo sin tener que mirarlo.

– ¿No la habrán conservado, por tratarse de algo de la zona?

– Novelas, no. Historia, a lo mejor tampoco, porque este edificio queda un poco a las afueras. Todo tiene que ver con el ajuste de obras -dijo Lin-. Si no vendiésemos las cosas viejas no podríamos costearnos lo que a ti te gusta, como los vídeos, las cintas y los discos.

– Yo creía que las bibliotecas eran para los libros – repuso Amy, en parte porque sabía que eso era lo que habría dicho su madre.

El padre de Amy la apartó de su camino y tintineó con sus llaves.

– Amy -la avisó.

– ¿Te parece que sería justo que las bibliotecas fuesen solo para la gente que puede leer? -preguntó Leonard.

Amy se rindió, en parte porque su teléfono había comenzado a sonar cuando su padre abrió la puerta. Esperó mientras él se apresuraba a descolgar el auricular, donde boqueó un «diga».

– Es un tal «¿está Amy»? -consiguió decir, tras hacer acopio de aliento.

– ¿No sabes quién es?

– Búscalo en rebobina.

Cuando era pequeña le hacían gracia aquellos juegos de palabras, pero su padre había conseguido privarlos de todo su atractivo. No le dirigió la mirada cuando le entregó el auricular.

– Hola, Rob.

– ¿Se acabaron las poses?

– Toda yo soy pura pose.

– Eso nos pasa a todos. ¿Qué haces, además de eso?

– Podemos vernos en el mercado, si quieres. Voy a bajar a preguntar por un libro.

– Te veo en el puesto, ¿vale?

– Puesta estaré. -Amy devolvió el auricular a la horquilla. Su padre había cerrado la puerta con la mirilla y estaba apoyado en ella.

– Antes de que te despidas a la francesa, Amy, tengo que decirte que me gustaría que a veces te comportaras un pelín mejor.

– ¿Como cuándo?

– Como cuando entras en la casa arramplando, por ejemplo, como acabas de hacer.

– Eso es por echarme la bronca delante de todos.

– Nadie se habría dado cuenta si no hubieses montado esa pelotera.

– ¿Qué quieres que haga, si me tratas como si tuviese los mismos años que la vecina?

– Tampoco tienes muchos más. Recuerda que yo soy el adulto y tú la menor. Lo siento, pero todavía tengo que ocuparme de ti.

– Eso se va a terminar pronto.

– Tranquilízate, Amy. No saques las cosas de quicio. Yo sé que te sabes controlar, o que sabías.

– Muy pronto podré hacer todo lo que me apetezca.

– A ver, explícame lo que quieres decir con eso, si no te importa, para que me haga una idea.

– Lo que quiero decir es que el verano que viene podré irme de casa y vivir donde me dé la gana y que tú no podrás detenerme porque ya habré cumplido los dieciséis.

– Espero que ni se te ocurra -dijo su padre. Estiró los brazos y reveló los arañazos que le había dicho que había sufrido mientras intentaba rescatar a la gata de la juez-. Espero que permanezcamos juntos, como habría deseado tu madre.

Amy parpadeó con fuerza y tragó saliva con sabor a lágrimas. Se sintió como si todos los ojos de las paredes estuvieran clavados en ella.

– ¿No esperarás que me pase el resto de mi vida contigo, verdad?

– No se puede presumir tanto del futuro. Lo único que te pido es que te quites de la cabeza estas tonterías y estas locuras. Concéntrate en ir a la universidad para que puedas ser algo en la vida.

– Es que ya soy algo. Es más, soy alguien, y tú me haces sentir como si no lo fuera.

– Me parece que eso es un pelín injusto. Disfrutas de mucha más libertad que yo cuando tenía tu edad. Mi padre solía decir que si dabas la mano te arriesgabas a que te cogieran el brazo, y creo que empiezo a darme cuenta de que tenía razón.

– ¿Pero qué dices? -exigió Amy. Las palabras salían de ella igual que el vapor de una olla a presión-. Con una vez que me dejases hacer lo que quiera, no tendría que estar pidiéndote permiso todo el tiempo, ¿no?

– No sé si entiendo a lo que te refieres.

– Dijiste que podía ir a España si quedaban plazas.

– Cierto, pero la verdad es que…

– Bueno. Pues alguien ha tenido que borrarse de la lista.

– Da igual. El verano que viene iremos adonde tú quieras, un padre y su hija, tan crecida que le parecerá irreconocible. Si sigues teniendo ganas de visitar el extranjero, a lo mejor incluso me lo planteo, siempre que empieces a hacer algunas de las cosas que te pida.

– Papá, te estoy diciendo que me voy de viaje con el resto de la clase.

– ¿Qué es lo que te ha animado a hacer tal cosa?

– Tú.

– Estoy convencido de que lo más que dije fue que me dijeras si quedaba alguna plaza libre cuando volvieras a casa.

– Bueno, pues la hay, y ya te lo he dicho. Tuve que apuntarme para que no me quitaran el sitio antes de que te lo dijera. Tengo que dar la confirmación el lunes. Por favor, papá.

– No hace falta que esperes tanto para saber la respuesta. Me temo que tiene que ser un no.

Amy se sintió como si se estrechara el pasillo.

– ¿Por qué?

– La forma en que has dicho eso es razón suficiente.

– No puedo morderme la lengua.

– Te aconsejo que lo intentes. A tu madre le gustaría, seguro.

– Deja de hablar así -exclamó Amy. Se controló antes de sonar todavía más infantil-. Ella habría mantenido su promesa si hubiese dicho que podía ir, y le gustaría que tú hicieses lo mismo.

– Muy lista, Amy. ¿Por qué no intentas emplear tu inteligencia en algo de provecho, antes de que se eche a perder?

Era como si su padre estuviese esperándola detrás de cada esquina que doblara Amy para escapar de sus emociones contenidas.

– No me has explicado por qué no puedo ir.

– No quiero que estés tan lejos de mí, a tu edad. Ni siquiera tienes dieciséis, como insistes en recordarme.

– Estaría con el resto de la clase.

– Con los profesores a los que se les ha ocurrido llevarse a los críos a España, lo que me temo que no dice mucho a favor de su buen juicio. Me he preocupado de indagar acerca de ese país antes de que sacaras el tema. No sabía que allí tolerasen las drogas. Yo pensaba que los españoles eran un pueblo temeroso de Dios.

– Algunas religiones utilizan drogas. Algunos libros incluso dicen que Jesucristo…

– Ya está bien. No te equivoques. Me alegro de que haya cada vez menos libros en las bibliotecas, si son de esa clase. Además, espero que la política española en lo referente a las drogas no fuese una de las razones por las que quieres ir allí. Tal y como están las cosas, ya te expones demasiado a esa basura. En lo que respecta a…

– No puedo seguir hablando. -La verdad de aquello era inminente; comenzaba a sentir los labios entumecidos de tanto luchar por no dar rienda suelta a sus sentimientos-. He quedado con Rob.

– Si tanto le importas, digo yo que te esperará, ¿no? No te pido que hables, sino que escuches. Ya has oído lo que dijo el señor Shrift acerca de esa tienda que frecuentas. Tu mente es preciada, Amy. Es tu alma, y no me imagino nada peor que interferir con ella.

– Pues no lo hagas. Quiero irme. Voy a llegar tarde.

Su padre levó los ojos al cielo, revelando así las lágrimas que afloraban a sus párpados inferiores, pero ella estaba más pendiente de que se apartara de delante de la puerta.

– ¿Se puede saber qué es más importante que hablar con tu padre?

– Ya lo has oído. Estabas escuchando. Como siempre.

– ¿A qué viene esa súbita obsesión por un libro?

– Quiero ver lo que cuenta acerca de este sitio.

– No mucho, supongo, si no es más que una historia. Ya que vas a dedicar tanto esfuerzo a un libro, bien podía ser uno de texto. ¿Qué más nos da lo que fuera antes nuestra casa? Lo que importa es en lo que se ha convertido.

Amy, sin saber qué añadir, lo miró con fijeza. Comenzaban a escocerle los ojos cuando él dijo:

– ¿Cuánto piensas estar por ahí?

– No lo sé.

– ¿Adonde vas a ir después del mercado?

– No lo sé.

– ¿Volverás para cenar?

– No lo sé. No creo.

La miró con ojos entristecidos, y ella le sostuvo la mirada con los trozos de frustración candentes que le parecían sus propios ojos. De repente, su padre meneó la cabeza y miró de soslayo.

– Que el Señor nos ayude, hija, a veces me asustan esos ojos -musitó-. No estés fuera toda la noche, ni nada por el estilo. Estoy seguro de que tu habitación necesita un repaso.

En cuanto hubo dado un paso al frente, Amy pasó a su lado y abrió la puerta de golpe. Lo que vio afuera no le supuso ningún alivio: era más de lo mismo. El pasillo tenía incluso aquellos pequeños ojos muertos para observarla. Dio un portazo y corrió por el pasillo, que parecía que absorbiera la luz que debería estar exudando de cualquiera que fuese su fuente secreta. En las escaleras, se sintió como si la penumbra y la forma en que la alfombra atenuaba sus pisadas tiraran de ella con su falta de substancia, dejándola sin fuerzas para luchar. La confrontación con su padre era motivo suficiente para que quisiera alejarse cuanto antes. El pórtico vacío al otro lado de las puertas de cristal nunca se había parecido tanto a la libertad.

Cruzó el umbral con un crujido de grava. El aire era tan vigorizador como una bebida helada, tras el calor estancado de los pasillos. Disfrutó de la caricia de una brisa invernal y del susurro del roble, hasta que escuchó un golpeteo metálico procedente de la plaza del mercado. Debía de haber permanecido en Nazarill durante más tiempo del que suponía; estaban recogiendo los puestos.

Cuando salió corriendo de la sombra de Nazarill, la grava le bañó el rostro con la luz del sol diluida, por lo que tuvo que parpadear como si acabara de emerger de una celda sin ventanas. Se apresuró a dejar atrás el portal y a cruzar Nazareth Row, y ya había llegado al Camino de la Poca Esperanza antes de recuperar de nuevo la visión. En medio del estrépito del desmantelamiento al final de la calle, muchos de los comerciantes continuaban anunciando sus mercancías: postales navideñas, adornos, papel de regalo, juguetes baratos de importación, una palabra gritada para cada clase de género. Amy concentraba toda su atención en el puesto próximo a Hedz no Fedz, el que vendía libros Apenas Usados, lo más parecido a una librería que había en Partington. La mesa de caballete estaba casi vacía. Su propietario, calvo pero con barba, estaba cargando una caja llena de libros de tapa dura en la parte posterior de su furgoneta. Rob estaba en el puesto, y le dijo:

– Aquí viene alguien que te anda buscando.

El librero dedicó una mirada dubitativa a los pendientes y a las largas pestañas de Rob, antes de volverse hacia Amy, sin variar la expresión.

– ¿Qué buscas, maja? Ya he empaquetado todas las novelas.

– Yo las metí en una caja hace años.

El librero metió en el vehículo un paquete de libros de terror de bolsillo, todos con los lomos negros.


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– Uf -bufó, a causa del esfuerzo-. Si lo que buscas son best-seller, vas a tener que subirte ahí atrás.

– Tampoco. Estoy buscando algo viejo.

– A lo mejor yo te sirvo, aunque no sea tan guapo como el pirata de tu amigo.

– No creo que a mi padre le hiciera gracia.

– Pues cualquiera diría que es un rato permisivo. -El librero sonrió para sí y continuó con su trabajo-. ¿Cómo de viejo?

– A lo mejor lo conoce. Se llama Nazarill

– Uuf. -Al principio pareció que había reaccionado al escuchar el nombre, pero esa caja debía de pesar más que las anteriores-. Ese va del sitio que hay en lo alto de esa colina.

– Me lo suponía. ¿Sabe algo más acerca de él?

– ¿Del sitio? Tengo entendido que empezó siendo un monasterio.

– Eso no lo sabía -dijo Amy, aunque por un instante se sintió como si sí lo hubiera sabido, como si pudiera saber más solo conque lograra acordarse-. ¿Y luego?

– ¿Quieres una historia con morbo? -El librero levantó una caja en la que se apiñaban Biblias y libros sobre ocultismo-. ¿Qué es lo que te interesa, quiero decir?

– Vivo allí.

En esta ocasión no profirió sonido alguno mientras cargaba la furgoneta, y tardó un poco más en enderezarse.

– Ya te habrás enterado de que fue un hospital.

– No, que yo sepa.

– Debió ser después de que demolieran el monasterio. Por aquel entonces no estaban tan avanzados. Lo que ellos llamaban hospital te quitaría el hambre, cómo trataban a aquellas personas.

– Igual que en los hospitales de ahora -intervino Rob.

– No habla mucho, el chaval. -El librero levantó la última caja y la descargó en la furgoneta-. Uf. -Se frotó la calva perlada de sudor, antes de secarse la mano en la barba-. Este libro que buscas, no creo que mencione nada de eso. Me parece que es más estilo Dickens, acerca de cuando tu casa era un bloque de oficinas.

– ¿Sabe dónde puedo encontrarlo, de todos modos?

– Si quieres, tendré los ojos abiertos. Allá donde voy, siempre ando a la caza de libros. -Parecía prendado de la seriedad de Amy-. No creo que te cueste demasiado si lo encuentro.

– ¿Como cuánto?

– Menos de lo que te costaría una cadena para la muñeca.

– Con eso me apaño. Bueno, pues, me volveré a pasar.

– Cada vez que te apetezca alegrarme el día -dijo el librero. Tras recoger la mesa, la deslizó dentro de la furgoneta-. Estaré aquí todas las semanas menos la de Navidades. ¿Cómo te llamas?

– Amy Priestley.

– Cara de buena, pese al hábito. Aunque ya conoces el refrán. -Profirió un último gruñido trabajoso cuando cerró de golpe las puertas de atrás de la furgoneta-. Si lo pillo, te lo reservo.

Cuando el colorido vehículo, pintado a fuerza de parches, carraspeó para salir del aparcamiento, Amy dijo:

– Ojala no le hubieses interrumpido en ese momento.

– Si no lo hubiera hecho entonces, no sé cuándo lo habría hecho -se defendió Rob. Para no darle ocasión de interpretar aquello, añadió-: No sabía que te fueran los carrozas.

– Ya ves que estoy contigo.

– Niñata.

– Asaltacunas. -Amy esperó a que se apagara el sonido del tubo de escape de la furgoneta, antes de volverse hacia él-. En serio, Rob. Ojala le hubieras dejado hablar. Creo que iba a contarme algo más acerca de Nazarill.

– ¿Habría cambiado algo?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Me gustaría averiguar más cosas acerca del lugar donde vivo, eso es todo.

– A mí no me mires.

– A lo mejor lo entenderías si entrases alguna vez.

– No creo que a tu padre le hiciera gracia que invadiese su refugio.

– Tendrá que gustarle si no le dejamos más remedio. Ya va siendo hora de que se acostumbre a mí.

– Traumático. -Rob miró a otro lado cuando el esqueleto de un puesto de ropa se desplomó con un estruendo como el de una puerta gigante al cerrarse. ¿Le parecía que estaba exigiéndole a Amy demasiado compromiso? La muchacha le cogió la mano congelada y le dobló los largos dedos alrededor de los suyos para que se sintiera querido sin necesidad de hablar. En ese preciso instante, Martie salió de Hedz no Fedz y bajó por el Paseo del Mercado.

– ¿Amy? -llamó.

Su rostro, amplio y carnoso, mostraba un semblante menos plácido de lo acostumbrado, quizá porque las campanillas de su puerta habían sacado a Shaun Pickles de una hilera de puestos a medio recoger. Amy no le hizo caso y tiró de Rob hacia el Paseo del Mercado.

– ¿Qué ocurre, Martie?

– Eso es lo que iba a preguntarte. -Martie abrió mucho los ojos antes de estrecharlos, como si quisiera alinear las arrugas de su ceño-. ¿Sabías que tu padre quería…?

Amy apretó los puños. Se obligó a relajarse cuando Rob hizo una mueca de dolor.

– ¿Qué ha hecho?

– Procura no enfadarte. Yo puedo vérmelas con él sin problemas, pero tú todavía no tienes ni dieciséis años. -Martie meneó la cabeza con tanta fuerza que a Amy le pareció ver cómo se movía su pelo cortado a cepillo-. Dice que no vas a volver a pisar mi tienda.

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