4. El aliento de una araña

– Lo entiende, ¿verdad?

– De usted depende, señora Raistrick. Siempre y cuando a usted le parezca bien, yo no puedo decir nada.

– No quiero darle la impresión de que lo dejo en la estacada, señor Priestley, después de lo bien que se ha portado conmigo.

– Que yo sepa, usted no me deja en la estacada. Espero que no se lo parezca.

– No quisiera que lo pensara. -La viuda se inclinó en su asiento con tanto ímpetu que la silla clavó las patas de atrás en la raída alfombra del salón-. No se culpe porque mi marido no fuese tan concienzudo como usted. Espero que no me culpe a mí por no hacer lo que me dijo que habían hecho esas personas que no eran clientes suyos.

– Solo quería que estuviera al corriente de todas las acciones.

– Se lo agradezco, pero no me gustaría que mi marido creyera que tuve que mentir por él.

– Claro está, si a usted le parece…

– ¿A usted no, señor Priestley?

Oswald había pretendido parecer comprensivo sin implicarse, pero los ojos de la viuda le pedían que pusiera algo más de su parte.

– Se pueden tener esperanzas-dijo, con todo el optimismo que pudo reunir.

– Y se puede rezar, ¿verdad? Eso nunca le ha hecho daño a nadie.

– No le quepa duda -dijo Oswald, tras lo que tuvo que carraspear-. En fin, solo me he pasado para comprobar que todo estaba en orden.

– Oh, sí que lo está. Todavía tengo la casa y lo que queda dentro de ella, incluidos todos los recuerdos. Con el dinero que va a darme su empresa, pienso instalar una alarma, de eso estoy segura.

– De eso y de más, espero.

– Y usted que lo diga. Siempre se puede estar seguro de que nos reuniremos con quienes se han ido antes que nosotros, ¿no cree?

– No pienso discutírselo -respondió Oswald, pensando que quizá no estuviese tan segura de ir a reunirse con su difunto esposo si él no le hubiese mentido a petición del tacaño del señor Raistrick. Se levantó de la silla y sintió cómo cedía una de las tablas del suelo-. Bueno, creo que ya va siendo hora…

La viuda levantó las manos como si estuviese sosteniendo un gran trozo de empanada, gesto que envió a Oswald hacia la puerta principal. Cuando la abrió, ella le dio un súbito y fuerte abrazo y retrocedió un paso, con los ojos clavados en los de él.

– Usted y los suyos cuidan los unos de los otros. Y, si me permite que se lo diga, dado que se ha portado tan bien…

Aunque Oswald no tenía ni idea de lo que se avecindaba, se sintió obligado a decir:

– Por favor.

– Ojala estuviese tan seguro de sí como se merece. -Cogió la manilla y comenzó a mover la puerta adelante y atrás-. Rezaré por usted. Sé que usted haría lo mismo por mí. -Para evitar futuras presunciones, cerró la puerta.

Tres pasos condujeron a Oswald a la puerta de madera, metálica al tacto por culpa de la escarcha. El cielo nocturno no presentaba ninguna nube y sí multitud de estrellas. Cada farola y ventana iluminada estaba tan definida que sus siluetas parecían talladas en la oscuridad. En cualquier caso, hubo de persuadirse para inhalar hondo. No sabía a niebla en absoluto, así que expulsó el aire aliviado y se encaminó a ascender la colina.

Las noches de niebla siempre eran malas. La visión de las farolas comenzando a difuminarse a las afueras de Partington bastaba para hacerle revivir la noche más aterradora de su vida.

Le hacía sentir como si se le descarnara la cabeza, como si los recuerdos le arañaran el cráneo para salir a la luz, ávidos de espacio. Cuatro años habían conseguido digerir parte de todo aquello: las horas que había pasado preguntándose cuánto habría conseguido alejarse Heather de Sheffield antes de que la avalancha de niebla hubiese bajado de los Peninos; el número de veces que había tenido que tranquilizar a Amy mientras el parte de la radio anunciaba otro aviso de niebla; la forma en que el silencio del teléfono se había convertido en una presencia que él no se había atrevido a reconocer… mas la disolución de aquellas impresiones había aislado cosas peores. Cuando la ansiedad de Amy la había enviado al cuarto de baño, él salió de casa en un intento por conjurar el coche de Heather de la nada y, cuando una ráfaga helada le arrojó una vaharada de niebla a la cara, le trajo también los sonidos de la autovía, la sirena de una ambulancia, y de otra, y de otra más, tan diminutas y distantes que había intentado creer que ni siquiera existían.

Permaneció escuchando mientras Amy estuvo arriba, pero luego había tenido que volver a entrar, diciéndose que sería un accidente lo que le impedía el paso a Heather. Se había convencido a sí mismo de que, si se hubiese permitido pensar lo contrarío, habría tenido que actuar, y aquello habría asustado a Amy sin motivo. Había visto la televisión con ella, había visto alguna comedia que hizo que la media hora antes del siguiente noticiario se volviera interminable, hasta que la amiga de Heather, Jill, de dos puertas más arriba de la Avenida del Lago, había venido para pedirle consejo… acerca de qué, nunca lo supo. Dado que ella no había escuchado los sonidos de la autovía, se sintió capaz de pedirle que cuidara de Amy durante un rato, eso dijo, mientras él iba a ver si el coche de Heather había sufrido alguna avería. Había tenido que conducir los seis tortuosos kilómetros de carretera sin quitamiedos con una lentitud atroz pero, al volver la vista atrás, le parecía que no había tardado nada en ver la autovía, o al menos la niebla que la cubría, latiendo con un azul cárdeno alrededor de un racimo de luces infladas. Aquellas luces se habían convertido en claridad cuando condujo hasta la furgoneta de la policía que había bloqueado la carretera deslizante; se convirtieron en destellos abrasadores que le grabaron a fuego en el recuerdo los seis coches empotrados entre sí rodeados de ambulancias. Vio que el Ford Anglia de color rojo que se encontraba en el seno del amasijo; pese a la mueca destrozada del chasis y la boca abierta del parabrisas, era, sin lugar a dudas, el de Heather. La colisión le había dado la vuelta y apuntaba en sentido contrario, de modo que lo tenía de frente, pero lo único que había conseguido distinguir en el oscuro interior eran unos destellos, un goteo de luz reflejado en multitud de fragmentos de cristal. Al otro lado del desastre, dos hombres transportaban una vaina de color blanco encima de una camilla en dirección a la ambulancia más cercana, y él había salido corriendo de su coche, demasiado deprisa para apagar el motor, o cerrar la puerta, o para que la policía pudiera detenerlo. La niebla se había adherido a su garganta, el asfalto helado le había magullado los pies, pero él había seguido corriendo, porque era lo único que podía hacer, hasta ver que el contenido de la vaina estaba tapado hasta la cabeza.

– Amy no tuvo la culpa -declaró, lo bastante alto como para traerse de vuelta al presente, donde un gato profería un lacónico maullido en alguna parte delante de él. Se encontraba en la Vista del Coto, cuyos inseparables chalés ahuecaban el sonido de sus pisadas y lo proyectaban a sus espaldas. Había permitido que los recuerdos se acercaran demasiado; se sentía como si el hielo le hubiera atravesado las entrañas y estuviera constriñéndolo por dentro. Si no le hubiera hecho falta asegurarse de que Amy no se contagiara de sus temores, al menos podría haber estado junto a Heather durante los últimos instantes de su vida; pero, ¿cómo podía ocurrírsele siquiera tal cosa? Amy seguía siendo su pequeña, y la de Heather, y esta hubiese sido la última en culparla. La culpa era solo suya, y puede que Amy necesitara oírselo decir. Quizá, pensó, fuese ya lo bastante mayor como para que él le contara toda la verdad.


En cualquier caso, cuando Nazarill apareció a la vista al final de la carretera, se dio cuenta de que se alegraba de que Amy fuese a pasar la noche en casa de una compañera de clase, en Sheffield; de que él fuera a regresar a un apartamento libre de música ensordecedora. Cada vez que le pedía que bajase el volumen se veía reducido a una parodia de sí mismo, pero no solo entonces: cada vez que tenía que recordarle que recogiera los libros, o los platos de los bocados que daba entre comidas y, por consiguiente, durante las mismas, o las cajas de las cintas que diseminaba por todo el piso, incluso en el cuarto de baño… En todas esas ocasiones echaba de menos a Heather, le asaltaba la certeza de estar incompleto.

Al llegar a lo alto de la Vista del Coto, escuchó una voz masculina que gritaba «quédate ahí hasta que te lo digan». Una puerta se cerró de golpe dentro de la última casa de la derecha, y la ventana de uno de sus dormitorios se apagó mientras Oswald cruzaba el portal. Las farolas de Nazareth Row se alineaban en la acera de enfrente, con sus cabezas de cobra espantando a los chalés; como si quisieran rendir pleitesía a la casona, su fulgor anaranjado tocaba el suelo antes de llegar a ella. El matiz se volvió gris antes de haber recorrido la mitad del sendero de grava, en cuyos márgenes, las sombras emborronadas de la barandilla, agotada tras haberse estirado hasta allí, se acababan en el césped teñido de naranja. Entre la linde del fulgor procedente de la carretera y el punto más lejano, donde acercarse significaría disparar las luces de seguridad, había una banda de tenuidad de unos cincuenta metros de ancho. Oswald le dio un puntapié a un guijarro, que golpeteó frente a él hasta que el sonido se hubo apagado igual que una brasa. En aquel momento, debajo del roble que arañaba su propia sombra en la hierba, se movió algo y luego, nada.

Oswald se detuvo con un chirrido de guijarros. El movimiento que había atisbado era desmesurado para un pájaro, y le había parecido demasiado furtivo para entrañar nada bueno. ¿Era la cabeza de un intruso lo que se distinguía entre las ramas encorvadas?

¿Un abultamiento peludo en el tronco? Estiró el cuello hacia allí, con las uñas clavadas en los muslos para mantener el equilibrio; salió del paseo, que lo dejó marchar con un tenue rechinar de piedras, y anduvo de puntillas por el césped.

Parecía como si la jaula de ramas se flexionara hacia él. Pasó bajo una que había hundido su punta en el suelo, como si el roble estuviera intentando enterrarse en la tierra, y un olor se cernió sobre él: madera vieja, vegetación en descomposición, y un hedor mucho menos agradable que sugería que algún animal se había aliviado debajo del árbol. Deseó que primero se hubiese acercado lo suficiente al edificio como para activar las luces. Intentaba localizar lo que había atisbado al mismo tiempo que intentaba no pisar la fuente del hedor, cuando se dio cuenta de dónde se había producido el movimiento, y qué lo había provocado. Desde luego, tenía que tratarse del trozo de cuerda atada a una rama alta; aquella misma mañana había visto cómo Amy y la niña de los vecinos se turnaban para columpiarse, por mucho que a los Stoddard les gustase que su hija no se acercara al árbol. Espió la línea vertical de la cuerda que atravesaba las enrevesadas siluetas de las ramas, y la cogió para arrojarla por encima de una rama lo bastante alta como para que las chicas no pudieran llegar a ella. Cuando se dio cuenta de que la cuerda pesaba más de lo debido, el objeto sujeto al final de la misma se columpió delante de su cara.

Era tan grande como su cabeza. El cuerpo peludo se agitó contra sus labios y le inundó la nariz con el peor de los olores apreciables debajo del roble. A menos que se zafara lejos de su alcance, aquellas patas, y luego las mandíbulas, se cerrarían en torno a su rostro; pero tenía las manos pegadas a la pegajosa cuerda que había hilado la araña en espera de su presa. Le pareció que la oscuridad de debajo del roble se desplomaba sobre él, inundándole el cráneo, inmovilizándolo. En ese momento, casi al nivel de su frente, escuchó el sonido más repugnante que se hubiese imaginado jamás: un siseo ávido y burbujeante… el aliento de una araña.

Así que allí era donde estaba la boca, muy cerca de sus ojos. Comenzaron a castañetearle los dientes. Los escalofríos se adueñaron de su cuerpo, su mano tiraba en vano de la cuerda, sus piernas se dedicaban a un baile agónico que pretendían anticipar los espasmos que sufriría cuando la araña comenzara a alimentarse. Había comenzado a decirse que estaba en otra parte, aun cuando su cuerpo tuviera que quedarse allí, cuando las luces de seguridad destellaron sobre el jardín.

El tronco del árbol se interpuso entre la mayor parte del destello y la cosa que tenía en la cara. Por un momento, pensó que lo único que había conseguido la luz era cegarlo, hasta que se dio cuenta de que la impresión había conseguido que se soltara de la cuerda. La apartó de un tirón, trastabilló de espaldas y vio a Teresa Blake de pie frente a las puertas de cristal, frotándose los brazos sobre las mangas de un traje gris pizarra antes de hacer visera con la mano para escrutar los jardines.

– Brinco -llamaba-. Ven, Brinco. Aquí, michina.

La cuerda se balanceó lejos de la inmensa sombra del tronco, y Oswald vio que lo pendía de su extremo era un gato negro con un lazo al cuello.

Antes de que pudiera preguntarse por qué, interpuso el tronco entre la juez y él. Por absurdo que pareciera, se culpaba por no haber reconocido de inmediato que era una mascota lo que pendía de la cuerda. Cuando el péndulo osciló de nuevo en dirección a la luz, sujetó la cuerda y cogió al animal para levantarlo, con la esperanza de que aquello aflojara el nudo. Juntó los pulgares encima del hinchado pecho peludo y su toque convulsionó al animal. Desorbitó los ojos, abrió la boca para soltar otro siseo estrangulado y, cuando se dobló casi por la mitad, clavó las uñas en las muñecas de Oswald.

– Demonio-exclamó, en un susurro tan estridente como un alarido. Sentía como si le hubieran sujetado las muñecas con unas esposas candentes. Alejó de sí al gato todo lo que le permitían los brazos, pero las garras seguían hundiéndose. El dolor tiró de sus brazos hacia abajo, con demasiada fuerza.

La cuerda se tensó, aferrada a su rama, y Oswald creyó oír y sentir cómo se astillaba la madera. Las garras se retrajeron, él aflojó su presa y el gato salió disparado de sus manos. La rama recuperó su posición como accionada por un resorte, blandió el gato ante él, columpiando su cabeza inerte, congelada en un gañido mudo, abultados los ojos, sujeta al cuerpo por un cuello roto.

Oswald se sujetó las muñecas como si pudiera exprimir el dolor que las inundaba. Teresa Blake levantó la voz.

– Brinco, ven aquí ahora mismo. Que sé dónde te has metido, diablilla.

Un crujido de grava indicaba que se había adentrado en el sendero. Oswald pensó que estaba acercándose al árbol, hasta que la vio rodear el extremo más alejado de la casa, en dirección al aparcamiento. Retrocedió siguiendo la sombra del árbol. Lanzó una mirada nerviosa hacia Nazareth Row, por si acaso hubiese alguien observando. No parecía que fuese ese el caso y, además, ¿qué derecho tenía nadie a espiar a cualquiera de los habitantes de Nazarill? Cuando estuvo lo bastante cerca del portal por el que hacía poco que había entrado, sin que la juez se hubiese percatado de su presencia, respondió a los gritos de la mujer, cada vez más desaforados.

– ¿Señorita Blake? ¿Ocurre algo?

Teresa se giró tan rápido que el gesto la acercó a él varios pasos inestables.

– Mi compañera -gritó, bajando la voz mientras se aproximaba-. Esta mañana se asustó por algo. Salió corriendo cuando yo me marchaba y no conseguí que volviera antes de que tuviese que irme.

Su avance señalaba a Oswald con la más oscura de sus sombras, pero él se había propuesto no delatar que se sentía acusado. Se obligó a mirar al árbol de soslayo, a reaccionar con una pantomima de desolación contenida, a alargar la mano para sujetarse a ella, a no quejarse cuando la manga de su abrigo se arrastró por encima de su muñeca.

– Quédese aquí, señorita Blake. Me temo…

– ¿Se encuentra bien, señor Priestley? ¿Puedo ayudarle?

– Estoy bien, gracias. No me ocurre nada. -Oswald apartó la mano y meneó el puño del abrigo-. Es que me temo que he visto… por favor, no se alarme…

– Procure tranquilizarse.

Oswald se la imaginó diciendo aquello mismo a los acusados delante de su estrado, mirándolos con una expresión parecida a la que le estaba dedicando a él en aquellos momentos.

– Lo mismo le digo -musitó. Tras darse cuenta de que tenía las manos entrelazadas, soltó la derecha para señalar hacia la cuerda-. Lo siento, pero parece que es él. Ella, quiero decir.

La juez se agachó para mirar bajo las ramas. Abrió los

ojos de par en par, meneó el rostro, y compuso el tipo de

expresión que debía de reservar para los acusados de los

delitos más graves.

– ¿Quién ha sido?

– Yo creo…

– Sí, continúe. Adelante. Hable.

– Yo diría que tiene pinta de habérselo hecho sola.

El rostro de la juez se balanceó hacia él, igual que el del gato.

– ¿Le parece que la culpa de esto la tiene la pobre gata?

– No, la culpa no, claro. Quiero decir que habrá sido un accidente. Las niñas se han estado columpiando ahí hoy, la mía y la de los vecinos, en la cuerda, me explico. La habrán atado así, alguna, y se habrá, no sé cómo, se habrá caído del árbol con tan mala suerte…

Ninguno de aquellos dos ojos, que parecían estar acusándole, parpadeó.

– Estoy convencido de que ninguna de ellas quería hacer ningún daño -continuó, desesperado-. La mía es vegetariana.

La mirada de la muerta era peor que la de la viva, y ambas permanecieron clavadas en él durante mucho más tiempo del que parecía razonable, antes de que la juez musitara que la acompañara.

– ¿Piensa ayudarme o se va a quedar mirando?

– ¿Qué quiere que haga?

– Yo la sujeto mientras usted le quita la cuerda -repuso Teresa Blake, como si fuese obvio.

– Lo intentaré. -Oswald se acordaba de la fuerza con la que había tirado del animal y no se hacía ilusiones. Cuando Teresa levantó al animal con las manos sujetándole la columna, a él le dio la impresión de estar preparándose para bajar a un criminal del patíbulo. Entre la cuerda y el tronco, a punto estuvo en más de una ocasión de tropezar con alguna raíz.

– ¿Adonde va? -preguntó la juez.

– A hacer lo que me ha pedido. -Si no se adhería a la sombra del roble, ella podría darse cuenta de las marcas de sus muñecas. Hincó las uñas en el nudo con todas sus fuerzas, y los huesos del cuello roto se le clavaron en los dedos. El dolor le laceraba las muñecas, sus uñas comenzaron a separarse de la carne; la cabeza del gato se frotaba contra sus manos como si intentara arrullarlo. Volvía a parecerse a una araña. Tiró de la cuerda, frenético, y esta se desenredó tan de repente como si el nudo no hubiese existido nunca.

Retrocedió, con las muñecas escocidas a la espalda, mientras la juez acunaba la cabeza para mirarle a la cara. Oswald estaba pensando en marcharse con sigilo cuando una puerta de cristal le arrojó una porción extra de luz a los ojos. George Roscommon apareció en el amplio escalón y levantó una mano a modo de medio megáfono, cerca de la boca.

– ¿Quién está ahí? Sé que hay alguien ahí detrás.

Oswald estuvo a punto de levantar una mano y saludar cuando salió de las sombras.

– Somos la señorita Blake y yo. Ha sufrido un percance.

– No veo… -El jardinero avanzó unos cuantos pasos tentativos, hasta que su acostumbrado semblante asustadizo se contrajo de genuino sobresalto.

– Ay, señor -dijo. Tras agachar un hombro para escrutar por encima de él entre la verja, añadió-: Quién ha…

– El señor Priestley cree que se enredó en la cuerda.

– No deberíamos haberla dejado ahí-dijo George, al tiempo que le propinaba un manotazo a una de las ramas más bajas, lo que consiguió que varias más crujieran y se sacudieran a su alrededor. Agachó la cabeza en dirección al gato, pesaroso.

– Va a… Puedo cogerla…

– Si tiene algo que decir, hable…

– Solo que, si quiere enterrarla, yo podría hacerlo.

Oswald aprovechó aquel momento para escabullirse. -Si me disculpan…

– Sí. Sí, claro. Gracias. -No estaba muy claro con quién hablaba Teresa. Oswald se estaba escurriendo entre dos ramas clavadas en la tierra, cuando ella añadió-: ¿Tiene siempre las manos llenas de arañazos?

Se sintió como si la jaula de sombras y madera se hubiese cerrado sobre él. Mientras pugnaba por no responder hasta saber si lo que iba a decir sería una mentira o una disculpa abyecta, George Roscommon respondió:

– Tanto no, por lo general. Es que ahora estoy trabajando en un sitio que lleva mucho tiempo desatendido.

– ¿No tenía ya algún arañazo cuando nos reunimos? – improvisó Oswald, por si aquello servía de algo, antes de emprender la huida por el césped iluminado en dirección a Nazarill.

Cuando las puertas se cerraron, se sintió como si hubiese aislado el incidente. Consiguió sacar las llaves sin rascarse la muñeca contra el bolsillo, pero desprenderse del abrigo para colgarlo en el armario puso el tweed en contacto con la piel arañada. Se imaginó cómo habría cuidado Heather de él, cómo habría acogido sus muñecas en el frescor de sus manos y cómo le habría preguntado qué le había ocurrido. Dejó las muñecas debajo del chorro de agua caliente en el cuarto de baño hasta que la temperatura se volvió insoportable, antes de rociar los surcos rojos con desinfectante. Le enseñó los dientes apretados al rostro cuajado de lágrimas del espejo.


– Por lo menos tú no estás ahorcado -gruñó, y fue en pos de algo que hacer para mantenerse ocupado.

En la cocina, transfirió el contenido de la lavadora a la secadora. Mientras el tambor se afanaba en revolverse, sacó de la nevera la mitad de un pastel de carne y riñones y la metió en el microondas, antes de verse atraído hacia la ventana del salón. Teresa Blake seguía de pie sobre el césped frente a Nazarill, donde el jardinero había cavado un arriate aún sin plantar. La gata, dispuesta de modo que pareciera que estuviese durmiendo, yacía sobre su propia sombra encima de la hierba. Cuando otra sombra se unió a la suya, la de un hombre que blandía la silueta de un martillo desproporcionado que Oswald tardó un rato en identificar como una pala, se retiró a la cocina.

Le siguieron unos ojos, pero solo eran de papel. No tenía que preocuparse de esconder sus muñecas doloridas. A Heather no habría podido ocultárselas, pero ella no estaba allí para verlo; incluso el olor de los libros que había encuadernado comenzaba a disiparse. De repente, se sintió como si hubiese deseado que ella desapareciera por temor a ser observado. ¿Qué podría a hacer él que no quisiera que ella viese? El microondas trinó como la versión simplificada de un pájaro, abrió la puerta de metal y llevó el plato hasta la mesa de la cocina. Ya se había sentado con solo un tenedor en la mano cuando se acordó de coger el cuchillo. A Heather nunca le había gustado que comiera solo con el tenedor; decía que estaba dándole mal ejemplo a Amy. Se los había dado peores, pensó, cuando una vaharada de la clase de incienso equivocada le llegó a la nariz. Casi no habían asistido a la iglesia desde el funeral de Heather.

Cogió un bocado, añadió más sal de la que suponía que era buena para él, cogió otro, y siguió teniendo la impresión de que había perdido el sentido del gusto. Sin dejar de masticar, se dirigió a la habitación contigua y rastreó la balda que quedaba debajo del equipo de música, en busca de algo de Heather. Ahí estaba, una cinta con algunas de sus canciones favoritas, entre ellas algunas que su madre solía cantarle para que se durmiera. Introdujo la cinta en la pletina y corrió las cortinas de terciopelo para tapar la visión de la sombra de la pala, cuya cabeza se hinchaba cada vez que arrojaba los fantasmas de los puñados de tierra sobre la hierba.

Los altavoces comenzaron a emitir una canción en el momento que regresó al banco. De repente, deseó haber puesto otra de las cintas de Heather. «Si fueses la única chica del mundo…». Imagina que la madre de Heather fuese de verdad la única persona en un lugar que no se atrevía a imaginarse, ¿qué aspecto tendría ahora? La edad había aflojado su contacto con la realidad: imagina que estuviese condenada a una eternidad de locura. Sus pensamientos habían ido demasiado lejos, pero no podía frenar su inercia. Imagina que los temores que Heather le había confesado (que, pese a todo el control al que se había sometido a sí misma, con el tiempo se hubiese vuelto igual que su madre) se hubiesen convertido en realidad en el momento de su muerte.

No podía ser. No debía pensar siquiera en aquella posibilidad. Aun cuando no lograra borrar la imagen de la madre de Heather emparedada en un lugar del tamaño de su mente, atestado de pesadillas, no debía imaginarse así a Heather. ¿Aquello era todo lo que podía hacer, controlar su imaginación? ¿Se preocupaba menos por ella que Betty Raistrick por su difunto marido… tan poco que ni siquiera rezaba por ella porque no sabía si serviría de algo?

– Por favor, Dios -murmuró. Tragó un insípido trozo de pastel para recuperar la voz-. Por favor…

No comprendía del todo a quién o a qué apelaba. Había dejado de creer en muchas cosas desde la muerte de Heather. La cinta estaba cantando algo acerca del Jardín del Edén, «hecho para dos», y se sintió como si se hubiese expulsado a sí mismo al renunciar a las vagas creencias que conservara desde su niñez. Por favor, Dios, que se hubiese expulsado solo a él. Detuvo la cinta antes de que pronunciara más palabras que pudieran emocionarlo. Vació el plato en el cubo de la basura. No podía rezar y comer a la vez, y un poco de ayuno no le haría ningún daño. Cuando la secadora hubo dejado de rugir, la desenchufó y fue a su cuarto.

No se había arrodillado para rezar desde que tuviera la edad de Amy. Descubrió que hacerlo ahora solo conseguiría hacerle parecer un hipócrita. Se sentó al borde de la cama y observó la pequeña balda que contenía los libros favoritos de Heather, los que había encuadernado por el cariño que sentía por ellos, antes de fijarse en la fotografía de la mesa tocador. Heather y él, con una Amy de seis años de edad montada sobre sus hombros; los adultos estiraban las manos hacia el castillo de arena que había

levantado la niña. Se quedó con aquella imagen en la cabeza, juntó las manos con fuerza, ignorando el dolor de las muñecas; y cerró los ojos.

– Por favor -murmuró-. Por favor, no permitas que sufra. No es justo.

Aquello no era rezar, sino suplicar, y sonaba peor que infantil, supersticioso. Sabía rezar, solo tenía que acordarse, aunque intentarlo era como deshacer el nudo de la cuerda que al final solo había estado retorcida. Los fracasos que habían coronado ambos intentos se adherían a su mente, como si el uno hubiera llevado a lo otro. ¿Cuáles eran las primeras palabras que te enseñaban cuando aprendías a rezar? Las encontró en un oscuro rincón del atestado desván en el que amenazaba con convertirse su cabeza, y apretó las manos.

– Padre nuestro…

¿Qué venía luego? Aunque sus padres nunca se habían puesto de acuerdo, nunca había creído que aquello importara, hasta ahora; aunque seguro que si decías, «Padre nuestro quien», se asumía que te dirigías a una persona, mientras que el «que» implicaba una presencia menos imaginable y consoladora. La necesidad que sentía Oswald en aquel momento no le dejaba otra opción.

– Padre nuestro, quien…

Una vaharada del incienso de Amy le cosquilleó en la nariz y, al mismo tiempo, escuchó unos arañazos en la ventana. No podía tratarse de una rama, no había ninguna tan cerca. Abrió los ojos con un parpadeo y miró a las cortinas, cuya pesada tela ocultaba hasta el último centímetro de cristal. Cuando su mirada, atrapada, comenzó a imaginarse que se movían, se levantó de la cama a regañadientes y se acercó a ellas hasta que no le quedó más opción que agarrar sendos puñados. Su suavidad le produjo un escalofrío inesperado. Las apartó entre sí todo lo que daba el raíl.

Una mosca de color negro, tan reluciente como un pedazo de carbón, estaba golpeteando contra la ventana. El fulgor entre las puertas del mercado le confería a su cuerpo un perfil anaranjado. Estaba dentro de las dos hojas, de lo contrario no hubiese podido escuchar los apagados golpes de su cuerpo contra el cristal. Como si, al darse cuenta de aquello, Oswald hubiese descargado un enorme peso sobre el insecto, la mosca se desplomó al fondo del marco corredizo.

Sus intentos por escapar bien pudieran haber causado el ruido que lo había alertado, pero también podría haberse tratado del sonido de unas patas que arañaran el cristal… las patas de una araña esperando a que su presa sucumbiera. No era tan grande como la que había creído que pendía de la cuerda; la envergadura de sus patas no debía de extenderse más que la mueca de miedo, asco y repugnancia que tiraba ahora de sus labios. Su cuerpo alargado, de esbelto talle, era del mismo color que el cabello de Amy al natural. Cuando se encabritó para coger a la mosca, la cual agarró con sus patas delanteras y se llevó a sus relucientes mandíbulas, Oswald la vio levantarse para saludarle.

Загрузка...