10. Levantar la voz

Oswald sacó su maletín del Austin y cruzó el aparcamiento del supermercado Todos a Comprar. Azotó el kilómetro y medio cuadrado una ráfaga de viento tan afilada como los bordes recortados de las nubes que se hinchaban encima de los cotos, lo que amplificó la barahúnda de la autovía y el estrépito de los carros de la compra en el exterior del supermercado. Uno de los pares de puertas de cristal le dieron la bienvenida con un suspiro y se apartaron de su camino, para revelar dos pisos repletos de una muchedumbre escandalosa y un colosal repiqueteo de campanas que tocaba la melodía bautizada en nombre de tal instrumento. Un guardia de seguridad le deseo «Felices fiestas» y le apuntó con un transmisor receptor adornado con acebo mientras Oswald cruzaba el gigantesco tablero de ajedrez que era el suelo en dirección a las escaleras mecánicas, junto a las que un árbol de Navidad se erguía hasta el techo.

Aunque era víspera de Año Nuevo, la mayoría de los grandes almacenes ya habían comenzado las rebajas de enero. Apenas se veían grupos de clientes sin alguna clase de embalaje envuelto para regalo. Los niños jugaban a caminar en dirección contraria a las de las escaleras mecánicas; Oswald le regaló una sonrisa tolerante a una niña tocada con un enorme sombrero de color malva, la cual estaba intentando bajar corriendo por la escalera que lo conducía a él hacia arriba.

– Mira los angelitos -le dijo cuando llegaron a la planta de arriba, señalando a las figuras ataviadas con túnicas, coronadas por halos dorados y revoloteando alrededor del árbol igual que polillas del tamaño de bebés. Esperaba que a ella le gustasen (a Amy le hubiesen encantado cuando tenía su edad) pero, cuando bajó a trompicones de las escaleras ascendentes, la niña le sacó la lengua a los ángeles como si le dieran asco-. Demonio de cría -musitó, mientras cruzaba la galería en dirección a las oficinas de Pennine y Northern, donde trabajaba.

El bloque de oficinas ocupaba el hueco entre un concesionario de artículos de porcelana defectuosos y una librería que vendía restos de edición. Cualquiera que pasara por allí podía ver a quienquiera que estuviera trabajando en alguna de las seis mesas. Esa estrategia de puertas abiertas pretendía incitar a los clientes, aunque Oswald sospechaba que el verdadero secreto de su éxito era Louise, la rubia de los vestidos sin mangas que atendía el mostrador de recepción.

– El señor Daily Júnior hablará con usted en persona a primeros de año -estaba prometiéndole Louise al teléfono. Le dedicó a Oswald una sonrisa rosa y el atisbo de un ceño fruncido mientras devolvía el auricular plano a su horquilla-. Hola, señor Priestley. Feliz, bueno, no.

– Yo espero que sí.

– Ah, y yo. Digo el año, que como todavía no es nuevo. ¿Y las Navidades?

– Pues hombre, bastante nuevas, sí, ya que lo menciona. Las primeras de muchas en la nueva casa.

– Yo no me refería… No se me había ocurrido. Menos mal que a usted sí.

– ¿No esperaba verme hoy?

– Sí, claro, que yo sepa, al menos. Porque espero que no haya habido…

– Todo en orden, por lo que a mí respecta. -Era la primera vez que Oswald la veía ruborizarse de ese modo. Solo se le ocurría que debía de haber sufrido algún percance en su vida privada. Le palmeó un hombro antes de encaminarse a su despacho, en el centro de la hilera de la izquierda.

Derek Farmer ocupaba la mesa que quedaba enfrente de la suya, y la de Vera Winstanley le quedaba delante, en diagonal. Le pareció que ambos le saludaban con cierta cautela. Mientras sacaba del maletín los formularios de las propuestas de sus vecinos y se preparaba para transferir los detalles de la familia Stoddard al ordenador, Derek giró el rostro hacia él con un sonoro chasquido de su sobrecargada silla.

– Bueno, ¿qué tal ese espíritu navideño?

Vera terminó de pintarse los labios de púrpura delante de su espejo de mano y los frunció. Con qué intención, Oswald no hubiese podido asegurarlo.

– Derek.

Derek cogió el manido sombrero de tweed que tenía siempre a mano en una esquina de su mesa y lo plantó encima de su abultada barriga.

– Eh, venga, no me digas que he dicho algo fuera de lugar, ¿no? Tú, el tío más valiente de toda la compañía.

– No entiendo nada de lo que me estás diciendo. Como no sea que hayamos olvidado lo que significa la Navidad.

– Veis, os lo había dicho. Este Oswald no suelta ni prenda. Tendría que haber apostado por él. Supongo que habrás tenido unas vacaciones decentes, ¿no? Bueno, dadas las circunstancias.

– Sean cuales sean dichas circunstancias, sí.

– Eso sí que es tenerlos cuadrados.

Vera tiró de su falda ajustada para cubrirse las rodillas antes de girar la silla y sumarse a la conversación.

– ¿Qué más da, mientras él sea feliz? ¿No es eso lo más importante?

– Es uno de ellos, Ve, ¿no te parece?

– Si sabéis algo que yo no sé -dijo Oswald, con la poca paciencia que le restaba-, podías hacerme el favor de decírmelo.

Los ojos de Vera se encontraron con los de Derek y, de repente, entre los dos se sumieron en un mutismo absoluto. Louise miró al ángel de arriba del todo y pareció llegar a una decisión.

– Disculpe, señor Priestley -dijo. Estaba a punto de girar su silla cuando sonó el teléfono-. Pennine y Northern. -Escuchó y esta vez sí se giró-. Señor Priestley -llamó, en un tono que él no supo interpretar-, es para usted. ¿Un tal Arkwright de Houseall?.

– Lo conozco -respondió Oswald. Levantó su auricular-. Señor Arkwright, hola. Si me permite la antelación, déjeme felicitarle un feliz año nuevo.

– Igualmente.

– Y a su familia.

– Lo mismo digo.

– A ver si adivino el motivo de su llamada.

Cualquier respuesta que pudiera haber aventurado Oswald ya hubiese sido más que ninguna. Puede que el delegado de Houseall estuviese padeciendo las consecuencias de los excesos propios de las fechas.

– ¿Ya ha encontrado a alguien que quiera sumarse a nosotros en Nazarill?

– Por extraño que parezca, señor Priestley, no se ha puesto nadie en contacto con nosotros.

– ¿No cree que convendría darle un poco más de publicidad? No he visto ningún anuncio desde la última vez que hablamos.

– Ni oído.

– Tampoco. A eso me refería.

– Ni oído hablar de ninguno.

– Se sobrentiende, desde luego. -En ese momento, Oswald se percató de que, si bien todos sus colegas le daban la espalda, los tres estaban fingiendo que no estaban escuchando-. Bueno, ¿ha ocurrido algo de lo que tendría que enterarme?

– Ya veo que no sabe nada, señor Priestley.

– Pues no, no lo sé, si usted fuese tan amable de…

– Lo siento. Supuse que a estas alturas ya se habría enterado, de una u otra manera. -Arkwright profirió un gruñido ahogado que pudiera haberse tomado por un signo de puntuación auditivo, antes de añadir-: Me dijo que intentaría tranquilizar a su hija.

– Hago lo que puedo, se lo aseguro. Por lo menos, creo que vamos progresando, pero no entiendo qué tiene que ver eso…

– Salió por la radio la otra noche, declamando acerca de Nazarill.

– ¿En la radio? ¿Mi hija? No sé cómo pudo haber hecho tal cosa. ¿La escuchó usted? ¿Cómo sabe que era mi hija?

– No conozco a nadie más que se llame Amy y viva ahí, ¿y usted?

– Pues no, pero no entiendo cómo la radio…

– Dejan que les llame cualquiera que crea que tiene algo que decir. Les sale más barato que contratar a profesionales.

– Ese es su punto de vista… -comenzó Oswald, hasta que se pilló de nuevo intentando contradecir a Arkwright-. Tiene razón. Entonces, ¿qué es lo que dijo mi hija?

– Al parecer, lo mismo que estaba contándome a mí cuando le visité, pero peor. Afirma que ha visto algo.

– Qué va a ver, me lo habría dicho. ¿Qué noche dice que ha sido? ¿La del día que fue usted tan amable de visitarnos?

– Creo que sí.

– Seguro que sí, y voy a decirle por qué. Discutimos después de que usted se marchara. Me exigía más libertad, como si tuviera poca, para su edad. Esa escena habrá sido su forma de vengarse. No sé cómo pedirle perdón. Nunca me habría imaginado eso de ella.

– Espero que sepa quitarle las ganas de gastar más bromas de esas. Me han pedido que le informe de que nos tomamos las difamaciones muy en serio.

– Me hago cargo. Me pongo en su lugar. Voy a hablar con ella de inmediato.

– Me temo que se ha ido a la peluquería. Intenté tener unas palabras con ella cuando le llamé a casa hace un momento, y eso es lo que me dijo.

– Vuelvo a disculparme por ella, señor Arkwright. Por favor, dígale a quien deba saberlo que pienso tomar cartas en el asunto.

– No quiero saber cómo. Por un próspero año nuevo, para todos.

– Amén a eso. -Oswald colgó y marcó el número de su casa. Le temblaban los dedos de cólera, por lo que no estuvo seguro de haber marcado el número correcto cuando todos los timbrazos fueron recibidos por un silencio absoluto. Volvió a marcar, más despacio. Se imaginó a Amy, mirando al teléfono fijamente, esperando a que se rindiera. Cuando hubo soltado el auricular, preguntó-: ¿Alguien quiere decirme quién la ha oído?

Hubiese creído que sus colegas se habían comido la lengua, hasta que Louise admitió:

– Yo escuché la coletilla. No me di cuenta de que era su hija.

– Era como si hablase sola -dijo Vera.

– Además… En fin, no creo que quieras saberlo, eh.

– No sé lo que quiero escuchar.

– Iba a decir que si yo hubiese hecho algo parecido, habría acabado con el culo como un tomate, aunque tuviera su edad. Ya sé que ahora no se los puede tocar, por miedo a la ley. Antes, si tenías un problema, tenías que apañártelas tú solo.

– Seguro que el señor Priestley sabe apañárselas, si le dejamos -dijo Louise.

Oswald no sabía si eso iba destinado a amonestar a Derek o a infundirle ánimos a él. ¿Cuál era su parte de la culpa? ¿Había hecho algo que Heather no hubiese hecho y se lo habría impedido hacer a él? Pensó con enojo que lo que importaba era que, dado que Amy había renunciado a todo lo su madre y él habían hecho por ella, tenía que ser igual de capaz de rectificar. La pantalla del ordenador le recordó con demasiada nitidez a la niebla. Cuando introdujo los datos de los Stoddard, fue incapaz de teclear su dirección. Borró la luminosa palabrería verde, si bien no antes de que una tecla pulsada por descuido lograra que se repitiera igual que una letanía silenciosa. Por fin pudo deletrear Nazarill correctamente. Cuando hubo completado la propuesta y la hubo enviado, volvió a llamar a casa. A medida que el silencio hendía el tenaz silencio, se convenció de que había alguien vigilando el teléfono del apartamento. Cuando no pudo soportar aquella impresión por más tiempo, apagó el ordenador y se levantó de la mesa.

– Si llama alguien, estoy en casa. Solo he venido para meter los datos de mis vecinos.

– Dale una buena -dijo Derek mientras Oswald llegaba a la puerta. Las mujeres barruntaron unos murmullos de simpatía… simpatía hacia quién, Oswald no estaba seguro. Bajó por la escalera mecánica y aferró la barandilla de goma, que le pareció un arma intranquila y ansiosa. Los ángeles atados con cuerdas se alzaban junto a él. De repente le parecieron falsos, tan absurdos como la nostalgia que sentía por Amy y su madre, que no iba a ayudarle a ocuparse del comportamiento de la niña. Esa tarea dependía solo de él, pensó, mientras cruzaba el centro comercial. Solo de él.

Los cotos habían tirado del sol hacia abajo. La autovía se afanaba en tejer hileras de luz. Se sumó a ellas durante tres kilómetros, hasta la salida de Partington, desde la que vio que la ciudad había comenzado a refulgir igual que un tributo ígneo al más alto de sus edificios. Cuando el Austin metió el morro por la entrada de la verja, la casa se iluminó para darle la bienvenida. La grava mantuvo sus crujidos de saludo hasta que hubo llegado al aparcamiento, donde Lin Stoddard y su hija estaban descargando su Celica. Oswald había bajado de su vehículo cuando Lin dejó una caja de botellas en el techo de su coche y se giró hacia él.

– Señor Priestley…

– Todo en orden. Su seguro mixto ya está en el ordenador, así como el dinero que te permitirá ir a la universidad, jovencita. Te diré que tuve que deletrear tu nombre según te lo pusieron al bautizarte.

– A mí no me han bautizado -repuso la niña, indignada. Intentó aupar la pesada caja sobre su pecho, sin conseguir más que pegar con una esquina en el capó del maletero-. Ahora me llamo Pamelay.

– No deben de quedarle muchas más opciones -le dijo Oswald a Lin, lo que le granjeó la sombra más tenue de una sonrisa, y a la muchacha-: Va, déjame coger eso.

La niña soltó la caja de cartón con tanta presteza que Oswald estuvo a punto de no haberla cogido a tiempo. Vio que la falta de sueño había sombreado los ojos de la muchacha.

– Duerme poco. El insomnio, ¿verdad? -le dijo a la madre-. Fechas de nerviosismo y noches largas, me figuro.

– En parte. Pamelay, ¿por qué no vas a abrirnos la puerta para que podamos entrar?

– Mamá…

– Por favor, hazlo. El señor Priestley y yo vamos justo detrás de ti.

La niña se chupeteó los labios y vaciló, hasta que Lin le dedicó un brusco movimiento de cabeza, tras lo que abrió las puertas de cristal y sostuvo una.

– Ya está -dijo Lin.

El calor del edificio abrazó a Oswald mientras la niña dejaba que las puertas se cerraran detrás de él. Cuando la muchacha recorrió el pasillo a la carrera y se apresuró a subir por las escaleras, pareció que la tenue luz la absorbiese. Aupó la caja, lo que produjo una tormenta de burbujas en las botellas de plástico.

– ¿Van a celebrar esta noche?

– Los bibliotecarios y un par de amigas de nuestra hija. Pásese si no tiene ningún plan.

La invitación sonaba más educada que entusiasta.

– No sé lo que habrá planeado mi hija.

– Ah, ¿no? -Antes de que Oswald tuviera tiempo de responder a aquella reprensión, o de admitir siquiera que no sabía cómo, Lin continuó-: Le diré, señor Priestley, que es por ella por lo que he mandado arriba a mi hija.

– Hablamos de Amy. Me está diciendo que ella es el motivo…

– El motivo por el que mi pequeña no duerme bien. -Lin se acercó al pie de la escalera para asegurarse de que las apresuradas pisadas de la niña hubieran llegado al pasillo superior. Apoyó una esquina de su caja en la barandilla y clavó los ojos en Oswald-. Ya tiene bastante imaginación sin necesidad de que la ayuden.

– ¿Qué es lo que le ha contado Amy?

– ¿No lo sabe? ¿No lo ha oído?

Oswald estaba empezando a sudar por culpa del calor y el peso de su caja, que le pegó en la barbilla cuando intentó acomodarla en sus brazos.

– Cuando estuvo en las ondas, quiere decir.

– Así que lo sabe.

– Me he enterado esta tarde. He vuelto a casa para hablar con ella. ¿Qué es lo que dijo?

– De verdad que no lo sé, señor Priestley.

– Pero yo creía que usted…

– Lo que sé es que las amigas de mi hija le contaron que la suya había dicho que había visto un fantasma aquí abajo. Qué digo fantasma, sería más bien una de esas cosas que salen en los vídeos que no tenemos en la biblioteca. No me habría imaginado que usted la dejara ver ese tipo de películas, pero seguro que es de ahí de donde ha sacado la idea. -Lin enderezó su alto cuerpo hasta recuperar la inclinación acostumbrada y apartó la caja de la pared-. Será mejor que subamos. No quiero que sufra otro ataque de pánico.

Oswald se sintió acusado sin motivo de haber retrasado su ascensión. Al llegar al primer repecho, dijo:

– No sabe cómo lamento el comportamiento de Amy. ¿Qué quiere que haga?

– Las amigas de Pamelay no querían ni venir aquí esta noche, de miedo que les da este sitio. Leonard abogaba por no traerlas, pero eso solo conseguiría que la niña se creyera esas tonterías. -Lin subió hasta la planta de en medio y murmuró- Ahora le da por escuchar ruidos en su habitación.

– ¿Qué tipo de ruidos?

– Ruidos que no puede oír porque ya no vive nadie debajo de nosotros.

– Tampoco podría, aunque lo hubiera. Nosotros tenemos debajo al señor Kenilworth y nunca he oído nada. Usted tampoco nos oye a nosotros, ¿verdad?

– No creo.

– Si pudiera, ya se habría dado cuenta. El volumen al que Amy escucha eso que llama música, es un milagro que no se haya vuelto loca.

– Me imagino que más nos vale, a Leonard y a mí.

– Tampoco se trata de nada tan diabólico, espero.

Por el momento, los unía la complicidad entre padres. Estaba intentando dilucidar otra promesa u otra disculpa con la que cimentarla cuando, sin que le diera tiempo, tuvo que jadear en pos de la mujer hasta lo alto de la escalera.

– ¿Pamelay? Pam.

La niña salió del apartamento de inmediato, atándose un lazo rosa en lo alto del cogote, como si quisiera envolverse para regalo.

– Ya salía a buscaros.

– El señor Priestley quiere decirte una cosa. -Lin entró en el pasillo para sujetar la puerta con el hombro, ensanchando la franja de luz de la alfombra en penumbra-. ¿Verdad, señor Priestley?

Oswald se arriesgó a sujetar la caja con una sola mano, el tiempo suficiente para enjugarse el sudor de la frente.

– Pamela, digo, Pamelay. Si está en mi mano, y espero que sí, ella misma va a venir a decirte que siente mucho haber soñado con esas tonterías, y yo espero que también aceptes mis más sinceras…

– Lo de que no se oye nada. -Lin posó su caja en la repisa de la cocina y desanduvo sus pasos por el recibidor-. El señor Priestley quería decirte que no se puede oír ni una tos de un piso a otro. Ya te lo hemos dicho papá y yo, será tu hámster. Ayuda al señor Priestley, sé buena, no dejes al pobre ahí temblando.

La niña clavó los dedos entre la caja y el pecho de Oswald, con tanta fuerza que se disipó su galantería, por lo que dejó que cargara ella sola con todo el peso.

– Uf. No era Perejil. No es el ruido que hace. Era alguien que se reía como una bruja.

– Pues estarías soñando, o dándole demasiadas vueltas a la cabeza en vez de dormir. ¿Quieres que saquemos a Perejil de tu cuarto, si no te deja dormir?

– No. No quiero que se quede solo y a oscuras.

Parecía que la niña estuviese a punto de romper a llorar, un espectáculo que Oswald no estaba ansioso por presenciar.

– Ya veremos si encontramos a la responsable para que te diga que ha sido una tonta por andar contando cuentos de hadas no aptos para la radio.

– Dame eso antes de que la tires -le dijo Lin a su hija, mientras Oswald flexionaba los brazos doloridos y abría su puerta. Estaba a punto de llamar a Amy, pese a la oscuridad que imperaba en el apartamento, cuando se dio cuenta de que había tapado la primera ilustración del recibidor. ¿Se sentiría observada? En ese caso, ¿qué habría estado haciendo? Encendió la luz y vio que la hoja de papel pegada con cinta al cristal era una nota para él. Me voy a la pelu y luego donde Rob. No me hagas cena.

– En fin, al fin y al cabo, ni siquiera está aquí. -Oswald tenía la impresión de que no le había hecho caso y de que se burlaba de él-. Ya veo que sabe quitarse de en medio cuando hace falta -dijo. Cuando la pequeña de los Stoddard hizo un amago de asentimiento, añadió-: En cuanto se digne volver a casa, le diré que vaya a verte. Ya me ocuparé yo de que vuelva a dejarte dormir.

Cuando la niña entró corriendo en su recibidor, resultó obvio que procuraba evitar la tenuidad del pasillo, y la culpa era de Amy. Oswald colgó su abrigo en la puerta del dormitorio. Se quedó muy quieto, intentando recordar el apellido del novio de su hija. Robin, Robin, Robin… Juntó las manos en actitud de plegaria y le vino a la cabeza: Robin Hayward. Ahora tenía que encontrar el número de teléfono.

Al parecer, además de haber dejado los deberes y tres tazas esparcidas por la mesa del comedor, por no mencionar los diversos platos que obstruían el fregadero, Amy también había escondido la guía. Cuando por fin la encontró, boca abajo junto al equipo de música, con la carcasa de una cinta vacía encima de ella, se sintió como si hubiese querido ocultarla a sus ojos. Al menos, había pocos Hayward, y solo uno en Partington. El papel se rompió bajo su uña mientras marcaba el número.

– Desafíame todo lo que quieras. Cuando te aburras, yo seguiré aquí. -Los timbrazos debían de haberle tomado la palabra. Comenzaba a preguntarse si Amy le habría mentido acerca de su paradero cuando el timbre dio paso a la voz de su cómplice.

– Ho -dijo, antes de hundirse en una depresión entre sílabas y volver a ascender-, la.

– Me gustaría hablar con mi hija.

– ¿Es el padre de Amy?

– Lo es. Lo sigo siendo.

Obtuvo silencio por respuesta. Se imaginó los gestos burlescos de Robín, sobre todo cuando oyó que a Amy se le escapaba una risita que lo enfureció. Sin más preámbulos, sonó la voz de su hija al teléfono.

– ¿Qué quieres?

– ¿Por dónde quieres que empiece? -espetó Oswald, antes de controlarse-. ¿Cuándo vas a volver a casa?

– No lo sé.

– No me extraña que quieras mantener las distancias.

– ¿A qué te refieres?

Al principio, le costó entender aquel tono, que sonaba casi esperanzado. Claro, seguro que esperaba que sus tonterías lo hubiesen impresionado.

– A tu numerito en la radio.

– Eh, te has enterado.

– ¿Qué querías, que no? Eso demuestra que no has dicho más que mentiras, que no querías que tu propio padre las oyera.

– No me habrías creído.

– En eso tienes razón. En cambio, alguien en quien no te paraste a pensar sí que se lo creyó. Tu amiguita de la puerta de al lado. ¿No te parece que podías haber pensado un poquito en su edad?

– Yo era más pequeña que ella cuando vi lo que vi.

– ¿Cómo de pequeña? Si te refieres…

– Exacto, cuando era pequeña e intentaste tirarme por una de las ventanas de ese sitio. No te has quedado contento hasta que me has metido ahí.

– Que no se te ocurra decir esas mentiras de mí solo para que las escuche tu amigo. Recuerdo muy bien lo que ocurrió. Yo te estaba levantando porque quería que te asomaras, te inclinaste demasiado y te caíste. No niego que debería haberte sujetado con más fuerza, pero supuse que ya sabrías que lo sentía. Otra cosa es que te imaginaras que viste algo extraño, en eso has salido a tu… -Estaba a punto de hablar demasiado antes de que pudieran estar cara a cara, sin oídos indiscretos cerca-. En cualquier caso, eso no tiene nada que ver con que ahora me salgas por la radio diciendo pamplinas.

– Hace poco que he recordado lo que vi.

– Lo que te imaginaste, dirás. Además, ¿por qué no me lo has contado a mí en vez de sincerarte con unos desconocidos que no te entienden? -Su ira comenzaba a aplacarse; quería recuperarla antes de que fuera demasiado tarde-. Por favor, vuelve a casa para que podamos hablar.

– Dentro de un rato.

– No te entretengas, ¿vale? Le he prometido a tu radioyente que hablarías con ella.

– ¿Qué se supone que le tengo que decir?

– Es tu deber conseguir que se dé cuenta de que no hay nada que temer.

– Eso es lo que tú te crees.

Su voz era tan monótona que Oswald no podía juzgar lo irónica que pretendía sonar.

– Procura estar en casa antes de las doce, como muy tarde.

– ¿Qué te ha dado con la medianoche?

– Hoy empieza el nuevo año.

– Ah, claro. Nochevieja. -Su voz se retiró mientras añadía la frase explicativa. Regresó-. Tú te vas a quedar ahí, ¿no?

– Desde luego, nuestro primero Año Nuevo en nuestro mejor hogar.

Amy emitió un sonido que era poco más que una expulsión de aire y cortó la conexión, dejándolo preguntándose si la pregunta había ido encaminada a confirmar que no pensaba ir a buscarla. ¿Qué haría cuando no la veía? Por el momento, aquello no le preocupaba tanto como el recuerdo que había despertado. Si la había asustado tanto como ella decía el día que la había aupado para mirar dentro de Nazarill, había sido mientras intentaba demostrarle que no había nada que temer en el interior del edificio… que ella no podía asustarle.

Si todavía lo seguía intentando, no iba a conseguirlo. Siempre y cuando mantuviese el apartamento inmaculado, sus temores no tendrían dónde reproducirse. Se pertrechó de trapos para el polvo, bayeta y un alegre plumero de color verde que cogió del armario debajo del fregadero, decidido a no cocinar solo para él. Una tarde de ayuno no le haría ningún daño. Anduvo despacio por el salón, dando pequeños capirotazos en lo alto de los marcos de los cuadros, y abrió la puerta de su dormitorio. Antes de que pudiera encender la luz, atisbó algo en la esquina inferior izquierda de la ventana, una silueta dotada de muchas patas que se movían.

Había permitido que ocurriera, pensó. No había rezado lo suficiente… puede que no hubiese rezado en absoluto. Se le encogió el cerebro al pensar en ello mientras tanteaba en busca del interruptor. La bombilla se encendió. La araña se quedó paralizada. Tenía el cuerpo apergaminado, las patas hechas un lío. Sin embargo, él había visto cómo se movía. Creyó que estaría disimulando, hasta que otro parpadeo de la iluminación que rodeaba la plaza del mercado hizo que volviera a moverse. Cruzó el cuarto a toda prisa. Ya había cogido dos suaves puñados de cortina para aislar aquella visión cuando vio lo que había hecho la araña. Junto a ella, atrapada dentro del doble acristalamiento, había una pequeña forma blanca redondeada que le recordó a las pastillas que le proporcionaba Beth Griffin a su hija.

Aunque el capullo eclosionara, se dijo, cualquier cosa que saliera de él perecería entre las ventanas. Se obligó a volver la cabeza hacia la ventana para convencerse de que no se movía nada dentro de la prisión de cristal. No se dio cuenta de lo cerca que estaba la ventana hasta que el borde del vaho de su respiración se extendió en dirección a las patas delanteras de la araña, como si esta quisiera atraerlo hacia la boca avellanada. Pareció que la vaina se agitaba mientras las luces repetían su secuencia una y otra vez. Juntó las cortinas de sendos tirones antes de apartarse de la ventana, asir la varita emplumada y acuchillar todas las rendijas que pudo encontrar en su habitación.

– Dios, por favor -se escuchó repetir-, Dios, por favor. -Se dirigió al recibidor, donde las ilustraciones lo miraron con ojos desorbitados.

Consiguió darse cuenta de que no estaba siendo racional. Había limpiado ayer, y no había nada nuevo en el salón, aparte del caos de libros y cuadernos encima de la mesa. Seguro que no era un hilo de telaraña eso que unía la esquina del bloc de hojas con el volumen de Shakespeare. Sería un pelo, aunque pareciera más gris de lo normal. Lo sacudió de la mesa y miró los deberes de Amy, con el ceño fruncido.

¿SON LAS BRUJAS SERES SOBRENATURALES? Debía de tratarse de una pregunta acerca de Macbeth. O, por lo menos, parte de una. La respuesta estaba escrita con una letra tan diminuta que parecía diseñada ex profeso para que a él le resultara ilegible, y estaba rodeada de garabatos en los márgenes: pentagramas inscritos en círculos y rostros enmarcados en largos cabellos que se reían con ojos enloquecidos. Su mirada vagó por la página hasta recalar en un grupo de palabras que aparecía dos veces, o casi.

– Raíz desquiciada que aprisiona a la razón -leyó, y luego-: Aíz desquiciada que apisiona a la azón. -Se aferró al borde de la mesa y estudió los apuntes con los ojos entrecerrados hasta que las letras alargadas que debía de haber escrito a modo de broma privada comenzaron a bailar, volviéndose visibles de repente por toda la página. Se enderezó de golpe e hizo una pila con todos los papeles. Estaba quitando el polvo de la mesa cuando se le escapó una plegaria-. Por favor, Dios, no permitas que la pierda. Por favor, no permitas que se vuelva como su abuela.

Casi no se oía ni él mismo. Se obligó a levantar la voz. -Por favor, si está empezando, permite que sea capaz de recuperarla. Tú sabes mejor que nadie lo que es perder a un hijo. -Creyó recordar cómo sentía hacía mucho (cuando era menor que Amy, quizá) si sus plegarias llegaban o no a su destino pero, ¿cómo esperaba conseguirlo si no dedicaba toda su atención a las oraciones? Dejó el plumero al lado de los papeles de Amy y, tras correr las cortinas, apagó la luz y se arrodilló. Desde que se habían mudado a Nazarill, rezaba mejor a oscuras.

El suelo parecía más duro de lo que daba a entender su aspecto. Aquello, sumado a su ayuno, le ayudaría a rezar. No pensaba moverse hasta que… no hasta que le respondieran, eso sería demasiado presuntuoso, pero sí hasta que lo escucharan.

– Por favor, Dios, no nos abandones -dijo, a voz en grito-. Solo te pido que hagas lo que yo no puedo. A ti puedo pedirte más de lo que me exijo a mí mismo. Si tengo que cambiar, lo haré. Haré lo que sea necesario para salvarla. No sabía durante cuánto tiempo había permanecido allí, de rodillas, gritando. Cuando comenzaron a temblarle los muslos, separó las rodillas para apoyarse mejor. A esas alturas, el suelo estaba tan duro que no parecía que estuviese enmoquetado. Empero, la sensación venía ligada a la inminencia de la paz. En algún momento había cerrado los ojos, y ahora le parecía que se encontraba en un lugar oscuro del tamaño adecuado. Su voz era demasiado alta, y la fue bajando de forma gradual, hasta que dejó de escuchar lo que estaba diciendo. Aquello debía de dar igual, dada la promesa de paz que lo rodeaba, una paz como jamás había conocido. Su empresa susurrada formaba parte de aquella paz, y la reiteró hasta que se introdujo una idea en su consciencia. Se había concentrado de tal modo en rezar por Amy que se había olvidado de ella. Sus párpados aletearon y los dígitos verdes del reloj del reproductor de vídeo aparecieron ante sus ojos. Faltaban menos de cinco minutos para la medianoche.

Comenzaron a latirle las manos cuando las separó, sintió un cosquilleo en los muslos cuando se sentó sobre sus ancas. Cuando se agarró las rodillas y se impulsó hacia arriba en la oscuridad, sus piernas y el torso inferior demostraron tener tantos dolores acumulados que se quedó sin aliento. Trastabilló en dirección al interruptor. En cuanto hubo dejado de parpadear para acostumbrarse a la luz, cojeó hasta la ventana.

No sabía si esperaba que Amy hubiese vuelto a casa gracias a sus plegarias o debido a la hora. Cuando abrió las cortinas, no obstante, no vio ni rastro de ella. Más allá del sendero, las bombillas titilaban encima de la plaza del mercado como si quisieran invocar al año que las apagaría todas. Por un momento concentró su atención en ellas, antes de percatarse de un movimiento cerca del edificio. Se estiró hacia la ventana, lejos de la esquina de la araña, a tiempo de atisbar a alguien calvo y flaco vestido de negro que cruzaba el sendero de grava, antes de desaparecer dentro de Nazarill.

Oswald cojeó hasta su dormitorio y, tras coger las llaves, consiguió recorrer el recibidor. Al llegar al pasillo, escuchó un vocerío confuso. Pensó que estaría relacionado con el intruso hasta que vio a Lin Stoddard, intentando sacar a una familia alborotadora (dos niñas de cara rechoncha y sonrosada seguidas de sus padres, aún más rubicundos y rotundos) por la puerta.

– Hay que darse prisa o nos lo vamos a perder -gritaba Lin-. Señor Priestley. Este es el señor Priestley, vive al lado, supongo que os habéis dado cuenta. Saldrá a recibir el año nuevo, ¿no, señor Priestley? Tiene que bailar conmigo, aunque esta ruina no quiera.

Leonard acechaba detrás de ella, con las manos apoyadas en los hombros de su hija.

– Yo no he dicho que no fuera a bailar cuando dieran las doce. Sabes que siempre lo hago.

Saltaba a la vista que todos los adultos habían dedicado bastante tiempo a beber. Oswald decidió que lo mejor sería bajar con ellos sin describirles lo que había visto. Estaba cerrando su puerta cuando Beth Griffin apareció en la suya, palpándose la frente elevada con nerviosismo.

– No sabíamos que estaba ahí, señorita Griffin -declaró Lin-. Tendría que haberse pasado. Baje con nosotros para la ceremonia.

La homeópata respondió con una sonrisa fugaz que se apresuró a tapar con la punta de los dedos. Oswald la dejó con los demás celebrantes. Bajó la escalera, deprisa pero sin hacer ruido, hasta la planta de en medio. No se escuchaba nada abajo, ni en el pasillo de enfrente. Todas las puertas estaban cerradas. Ocho personas que sonaban como muchas más bajaban más rápido que él. Se estaba dando la vuelta para chistarles cuando Lin miró por encima de su hombro y contuvo la respiración.

Oswald se dio la vuelta. La figura sin pelo vestida de negro había subido las escaleras detrás de él y esperaba a que la reconocieran. Tras recuperarse, Lin fue la primera en hablar.

– Madre, Amy, tienes un aspecto…

– Estupendo -dijo Beth.

– Distinto, iba a decir.

– Sí que lo tiene -dijo Oswald. Rechinó los dientes. Amy no estaba pelada del todo; aún se apreciaba el color de su cabello. Aunque le parecía que no había forma de revocar lo que se había hecho. La observó hasta que Lin dijo:

– Media vuelta, Amy, si quieres unirte a nuestra celebración. Vamos al jardín.

– Me apunto -respondió la pelada hija alienígena de Oswald, y encabezó la comitiva. Cuando abrió las puertas de cristal, la ciudad rompió en vítores, como si la hubiesen estado esperando. Sonaban los cláxones de los coches, un cohete se elevó de la plaza del aparcamiento del mercado con un silbido para explotar en destellos por encima del coto, las campanas comenzaron a repicar en la iglesia, o una cinta grabada, al menos, tan amplificadas que sonaban ahogadas por la herrumbre. Casi todas las puertas de Nazareth Row se abrieron y los festejantes se derramaron por las calles. Lin apremió a los nazarenos para que pisaran el césped.

– Las manos -pidió, estirando las suyas para que se las cogieran. En cuanto se hubo completado una cadeneta con ambiciones de círculo, llevó la voz cantante mientras cantaba y bailaba con un vigor que desmenuzaba casi todas sus palabras-. Olvidemos lo viejo…

Con las prisas, Oswald había terminado entre las gemelas. Beth Griffin estaba enfrente de él, acercándose y retirándose según los pasos del baile, con Amy a su izquierda. Intentó seguir la mirada de Amy cuando esta miró primero hacia el tocón del roble, como si le pareciera que el corro debería bailar alrededor de él, y luego a las ventanas de la planta baja. La gente señalaba al círculo de bailarines desde la otra acera de Nazareth Row, pero él no conseguía librarse de la impresión de que era solo a su hija a la que apuntaban con el dedo. La canción aceleró al llegar al último estribillo, los bailarines se apresuraron a pisar una vez más el embrollo de sombras, se apartaron y se juntaron de nuevo, tamborileando con los pies el césped reluciente de rocío. Un segundo cohete se elevó sobre su rastro de chispas por encima del mercado cuando los bailarines se unieron por última vez. Amy se soltó de Beth y Leonard y volvió a mirar hacia el edificio.

– ¿Estamos todos?

– Los demás habrán salido con sus amigos -respondió Lin. Su hija escrutaba las ventanas oscuras. Cuando las gemelas imitaron a su amiga, con las manos regordetas y sudorosas aferradas a las de Oswald en busca de seguridad, la voz de Lin se endureció-. Ahí no hay nadie, eso seguro.

– Cierto, Amy, ¿verdad? -exigió Oswald, traspasándola con la mirada-. Una vez te pareció ver algo ahí dentro, cuando solo era una ruina, pero eras incluso más pequeña que estas señoritas. Ahora ya eres lo bastante mayor como para saber que te lo imaginaste, y me gustaría que empezaras el año dejando bien claro que eso es lo que ocurrió.

– Me lo imaginé -dijo Amy, con tan poco énfasis como si estuviese leyendo en voz alta las palabras de un desconocido-. Si no me queréis para nada más, voy adentro. Buenas noches, o buenos días, qué mas da.

– Amy. ¡Amy! -Al ver que seguía alejándose de él, Oswald apretó las manos de las gemelas antes de soltarlas y salir corriendo detrás de ella. Acababa de pisar la grava cuando ella llegaba a la puerta y sacaba las llaves de su bolso de lona, junto con un objeto que se había enganchado al llavero. El objeto, de color negro, se cayó en el umbral con un golpe seco. Amy se apresuró a agacharse y devolverlo a su bolso. Aún no se había enderezado del todo cuando abrió las puertas y entró.

Oswald dejó que se fuera. El tiempo la ayudaría a encontrar el buen camino. Lo que acababa de ver tenía que indicar un cambio. Las campanas de la iglesia enmudecieron como si la herrumbre hubiera podido con ellas. Cuando siguió a los Stoddard y a sus invitados al interior de Nazarill, siguió oyendo el repique. Se imaginaba a Amy sola en su cuarto, con la Biblia que no había querido que nadie más viera. Aún no hacía falta que decidiera si quería mencionarlo o esperar a que ella reconociera que la tenía. Por el momento, le bastaba con saber que sus vidas iban camino de mejorar en el año nuevo.

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