28. Más allá de la colina

Mientras Amy iba recuperando la consciencia, parecía incapaz de ver o respirar. Una sustancia más pesada y más sólida que la oscuridad la estaba llenando hasta el cerebro. Si volvía a apagar su percepción, estaría encantada. Estar despierta no suponía más que dolor y una sensación de reclusión y pérdida. No tenía sentido tratar de permanecer alerta por si alguien la salvaba, porque nadie iba a hacerlo. Ahora comprendía por qué había hecho tan pocos amigos: la gente en la que uno confiaba desaparecía cuando más se los necesitaba, como había hecho su madre o, en otro sentido, su padre. Al comprender esto pudo olvidarlo, junto con todo lo demás. Ni el ver ni el respirar le parecían buenas razones para combatir la oscuridad, y una vez que dejase de hacerlo no las echaría de menos. Pensar era la razón más débil de todas, especialmente cuando había una multitud de sueños esperando a ser soñados y que no requerían de ella nada más que la relajación. Era hora de que regresase a las tinieblas.

Solo que una presencia situada a una distancia indeterminada de su consciencia no parecía dispuesta a dejar que lo hiciera. Una profunda falta de sensaciones se había apoderado de su cuerpo, anulando incluso el dolor que hubiera debido estar sufriendo, así que dudaba que el elemento problemático fuera parte de ella, a no ser que fuera la misma ausencia. Quizá era esa oscuridad que era más que oscuridad… que, ahora que su percepción la examinaba de mala gana, era mucho más parecida al humo. ¿Cómo podía haber pasado por alto su acritud? Ya no podía soportar la inconsciencia, así que se levantó de la cama.

En un primer momento fue incapaz de localizar el suelo. Quizá, no pudo evitar pensar, había menos suelo que encontrar. La idea de que podía dar un paso y caer a un vacío tan absoluto como su visión estuvo a punto de hacerla retroceder. Pero imaginar lo peor podía ser menos soportable que conocerlo. Además, ahora estaba logrando abrirse camino en la dirección en la que su instinto le decía que se encontraba la puerta, aunque no podía sentir nada bajó sus pies. Igualmente sus ojos podrían haber sido reemplazados por la oscuridad; le era imposible saber si estaba viendo el contorno difuso de la puerta o si aquello era una impresión que su mente se sentía obligada a proporcionarle. Pero la puerta se encontraba de hecho donde ella la había emplazado, y lo único raro era que el bloque de cenizas en el que aparentemente se había convertido se desperdigó, revelando el salón… revelando que el salón apenas se encontraba ya allí.

Una de las pinturas yacía a los pies de la pared opuesta, el rostro tras el cristal tan chamuscado que resultaba imposible de reconocer. Presumiblemente, lo único que quedaba de los paneles era el hollín que cubría los ladrillos. Podía ver el interior de la caverna ennegrecida que había sido el dormitorio de su padre; ya no tenía puerta ni cristales en la ventana. La mayor parte de su suelo, al igual que le ocurría al del salón, se había consumido, dejando tan solo unas pocas vigas y algunos tablones carbonizados aquí y allá que, a juzgar por su aspectos consistían fundamentalmente en cenizas. A través de los espacios abiertos entre ellos pudo ver las profundidades de Nazarill. Por un momento pensó que al menos el tejado había sobrevivido, y entonces una estrella brilló en medio de la negrura, cuarteada que había sobre su cabeza.

Así que el incendio de su pesadilla había tenido lugar sin que ella fuera consciente siquiera. Y no solo el incendio, sino la marcha de los bomberos, que aparentemente la habían abandonado en las ruinas. En cualquier caso, el desastre parecía haber ahuyentado a. su padre; no la importaba que no la hubiera salvado, solo que hubiera desaparecido. Reinaba el silencio en Nazarill, a excepción: del susurro de las cenizas en un viento que azotaba la negra piel de las paredes, y entonces escuchó cómo un pedazo de tejado se deslizaba sobre los ladrillos en los que descansaba y caía, en una estrepitosa serie de rebotes, hasta llegar a los cimientos.

Aunque hubiera estado tentada de esperar a que la encontraran -su cuarto la había protegido, después de todo; asumió que la falta de ventilación había mantenido a raya el fuego-, ahora se sentía demasiado vulnerable. ¿Qué podía hacer? Pedir ayuda había demostrado ser inútil en el pasado, y ahora carecía de voz. Sea como fuere, cuando consideraba las luces de Partington, tal como se veían desde el agujero chamuscado en el que había estado la ventana, no le parecían menos distantes e indiferentes que las estrellas del cielo. Nadie la ayudaría salvo ella misma, pero cuando bajó la mirada hacia el suelo y comprobó lo poco que quedaba de él, no estuvo segura de que eso fuera a ser suficiente. La perspectiva de los negros agujeros que mediaban entre los restos de los tablones sostenidos por vigas consumidas hacía que incluso el lugar que ocupaba, en el umbral de la puerta, se le antojara cada vez más precario. Pero si se decidía a abandonarlo no estaba en modo alguno segura de que pudiera distinguir espacios firmes en el suelo en medio de la cambiante y humeante oscuridad. Lo difícil de su situación amenazaba con reducirla hasta un punto en el que solo habría espacio para su pánico, pero no podía dejar que tal cosa pasara.

– Ayuda -dijo su mente.

La súplica estaba dirigida solo a ella misma y, sin embargo, no se sintió del todo sorprendida cuando le llegó una respuesta desde el exterior. Hubo un crujido de madera al otro extremo del salón, y la puerta se entreabrió ligeramente mientras una forma pequeña y tenue entraba en el apartamento. Habilidosa como un acróbata, corrió hasta Amy sobre los restos del suelo y se sentó sobre los cuartos traseros. Antes de que ella pudiera distinguir su rostro en la oscuridad, dio la vuelta y empezó a rehacer el camino seguido con más lentitud, en dirección al pasillo. Aproximadamente un metro más allá se detuvo y volvió la mancha envuelta en sombras que era su cabeza hacia ella. Quería que lo siguiera, y le estaba mostrando el camino.

Podía ser un gato; tenía más o menos el tamaño de un gato. La oscuridad le permitió tomarlo por la astuta mascota de alguien, extraviada en el edificio, que la estaba guiando como hacían las mascotas astutas en historias que había leído hacía mucho tiempo. Y aunque fuera lo que ella sospechaba que podía ser, era lo único que tenía, y había acudido cuando ella la había llamado. Mientras la imprecisa cabeza se balanceaba y la llamaba con gestos, abandonó su refugio y pisó la primera de las pasaderas que eran todo lo que quedaban del suelo.

Titubeó sobre la expuesta y chamuscada viga y un vacío de tres pisos se elevó hacia ella para arrastrarla hacia abajo. Entonces recobró el equilibrio y avanzó inmediatamente hasta: el siguiente punto firme. Recordó que en las historias el truco; estaba en no mirar nunca abajo, así que mantuvo su atención en el siguiente paso que tenía que dar. Era como aprender a caminar de nuevo, pero más estimulante. Su guía debía de están muy segura de ella, porque se había vuelto y le estaba mostrando los siguientes pasos de su ruta. Amy no podía estar menos segura de sí de lo que él parecía estar, y en menos que canta un gallo se dio cuenta de que había llegado al final del salón.

El pasillo había quedado reducido a lo esencial, un oscuro túnel de tres pisos atravesado por porciones esqueléticas de negrura. Mientras el viento gemía a su través bajo un cielo que estaba empezando a mostrar sus estrellas, las ennegrecidas paredes parecieron estremecerse. La caída podría haber asustado a Amy si no hubiera estado concentrada por entero en su guía, que ahora solo se encontraba un paso por delante de ella. Esperaba con todas sus fuerzas que no se volviera; estaba empezando a distinguir el contorno de su cuerpo, que era menos completo y menos regular de lo que ella hubiera preferido. Como si él hubiera sentido sus deseos, mantuvo la cabeza agachada entre los hombros mientras la conducía a lo largo de los umbrales sin puerta de los apartamentos, hasta las escaleras, o más bien hasta el lugar en el que habían estado las escaleras. Todo cuanto quedaba de ellas era una serie de zunchos de viga que sobresalían entre ladrillos chamuscados, y su guía saltó hasta la primera de las vigas al instante. Seguramente no lo hubiera hecho de no ser la carbonizada protuberancia lo bastante sólida como para sostener el peso de Amy, así que una vez que él saltó a la siguiente, ella lo siguió. Se adaptó al ritmo de descenso de inmediato, y así su compañero y ella no tardaron en estar bajando a saltos aquella osamenta de escalera, logrando incluso girar en los descansillos de la escalera sin detener su avance continuado. Ahora que las vigas estaban muy juntas las unas de las otras, Amy pudo observar a su guía con más atención, y percibió, entre otras cosas, las líneas oscuras que discurrían entre sus costillas, mucho más oscuras que las sombras. Eso no logró desconcertarla, y se encontró en cambio pensando que estaba tan segura de su equilibrio que podría haber saltado directamente entre piso y piso en vez de molestarse en utilizar lo que quedaba de las escaleras. Quizá las había necesitado como una especie de medio para obtener seguridad, pensó mientras brincaba desde la más baja de las vigas hasta el nivel que había estado ocupado por el primer piso.

Ahora era poco más que un agujero. Del suelo solo había sobrevivido lo suficiente para que Amy se sintiera capaz de llegar hasta la entrada. Tendría que pasar por todas las habitaciones que había temido, pero ahora estaba segura de que estaban desiertas. Se asomó a cada uno de los salones mientras pasaba delante de ellos. Los ennegrecidos ladrillos goteaban, presumiblemente agua de las mangueras que los bomberos debían de haber utilizado, pero si bien la vista que le ofrecía cada uno de los umbrales remedaba la de una celda, se trataba de celdas liberadas. Al igual que Amy estaba a punto de ser liberada, tan pronto como siguiera a su guía, que había atravesado con una cabriola desequilibrada la entrada ampollada donde hasta hace poco se encontraban las puertas de cristal. Asaltó desde el último pedazo de madera carbonizada el peldaño, y desde este la gravilla.

Era raro: no podía sentir las piedras bajo los pies, como tampoco recordaba haber sentido el suelo por el que había salido mientras abandonaba las ruinas. Descubrió que no deseaba bajar la mirada hacia sus pies. Su renuencia podría haberla preocupado más de no haber sentido que sus percepciones estaban siendo abrumadas por la sombra de Nazarill, una oscura y pétrea presencia que, aunque impalpable, parecía estar estirándose para mantenerla en su interior. Después de haber logrado huir del edificio, seguramente no tendría dificultades en escapar a su sombra como su guía, que acababa de doblar una esquina, aparentemente había hecho. Se lanzó hacia delante y sintió que la sombra se aferraba a ella como, una niebla que era más que una niebla, pues trataba de estirarse en pos de ella mientras llegaba a su linde junto a las enterradas raíces del roble. Entonces dio un paso y estuvo más allá, y sintió que la sombra regresaba al edificio. Por fin era libre, libre de Nazarill y de todo lo que representaba, pero, ¿adonde tenía que ir?

Más allá de las puertas, avistó el apagado brillo del mercado y las luces estáticas del resto de aquel pueblo que no le había prestado la menor ayuda. Más allá de todas ellas se encontraba la casa de Rob, invisiblemente oscura. Al final había tratado de ayudarla, pero ella no creía que pudiera acudir a él ya, y no solo porque la falta de luz en su ventana revelara que estaba dormido. Debía de ser por lo menos medianoche y, sin embargo, no se encontraba siquiera un poco cansada. ¿Qué más debía parecerle inusual? Algo que no era habitual a aquella hora de la noche, un rasgo de Nazarill. No se había vuelto para mirar el edificio, cuando pensó en cómo era posible que en aquella noche tan oscura proyectara la sombra que había visto. Giró sobre sí misma como un peso suspendido de una cuerda, y lo vio. Tras la mole, la cumbre de la colina estaba brillando.

Por un instante se imaginó que reflejaba la luz de la Luna, pero no había ninguna Luna en aquel cielo de ébano acuchillado. Además, la Luna jamás hubiera podido hacer que la Tierra brillara con tal intensidad. El césped y las flores silvestres, que habían crecido por todas partes aprovechando la ausencia del jardinero, parecían transformadas en perlas luminosas, y desde varios centenares de metros, de distancia podía distinguir cada hebra de hierba, cada hoja y cada pétalo. El espectáculo la hipnotizó, y antes de que fuera consciente de ello se estaba deslizando colina arriba hacia el gélido césped.

Se mantuvo a distancia de la ruina, que estaba rodeada por una franja de tierra ennegrecida, como si fuera un intento frustrado de extinguir el resplandor de la colina. La dejó atrás y la luz floreció en su interior para desalojar de allí a su sentido del yo. Ni siquiera estaba convencida de que estuviera viendo su propia sombra, tan débil y delgada era y, sin embargo, tenía miedo de dañar a las flores sobre las que estaba pasando; su más diminuto detalle era intrincado como un cristal.

– No necesitas ser -pensó. ¿O no fue ella la que lo pensó? Ya casi se encontraba en la cima y quería distinguir su sombra, por si la luz la disolvía. Bajó la mirada y no vio solo su sombra. Vio doce más, seis a cada lado, cada una tan marchita y malformada como la de ella. En el momento en que se hacían visibles, cada una de las dos más próximas le tendió una mano.

Parecía una falta de educación no aceptarlas, especialmente dado que no eran más incompletas que las de ella. Se dio cuenta de que el fuego sí la había alcanzado, después de todo. Al instante, las demás manos desaparecieron de su vista y se encontró prendida a sus invisibles compañeras, con la esencia de su yo en medio del perlado resplandor.

– Lo veremos todo salvo a nosotras mismas -dijo otra voz en su interior.

– Nos hemos rescatado las unas a las otras.

– Por fin volveremos a estar completas.

Todas aquellas voces suaves e íntimas, incluso las que todavía estaban por hablar, le parecían ya a Amy tan familiares como la suya propia. Pertenecían a sus verdaderas amigas, a las que siempre tendría.

– Elevémonos -sugirió otra de ellas, y en un instante se deslizaron hasta la cumbre de la colina.

El páramo que se extendía hasta el horizonte brilló bajo una luz de luna que ninguna Luna proyectaba, una luminiscencia que era tanto parte de Amy como del paisaje. Más allá del páramo había más misterios, y más allá de ellos el cielo y las estrellas y otras revelaciones cuya vastedad temió por un instante contemplar. El viento que recorría kilómetro tras kilómetro de brillante brezo era la secreta voz del páramo, y le pareció que le estaba prometiendo que ella y sus compañeras serían iguales a cualquier cosa que contemplaran; sintió que se le ofrecía una promesa; podría tardar una eternidad en cumplirse, pensó mientras empezaban sin esfuerzo a remontarse sobre el páramo, mientras se volvía consciente de que la percepción que estaba adquiriendo podía englobar dentro de sí hasta a la última de las criaturas vivientes que la rodeaban, cada detalle individual y la asombrosa totalidad de la que formaban parte, comenzando con el mundo. Más allá no se atrevía todavía a aventurarse, de modo que fijó la vista en el páramo que compartía con ellas su luz. Y mientras se recreaba en el comienzo de su travesía, sintió que era elevada con inmensa gentileza en brazos de las estrellas.

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