20. Los guardianes

Amy fue despertada del último de sus intranquilos sueños, por un sonido sigiloso más allá del pie de su cama. Abrió los ojos bruscamente y vio que la puerta se estaba entreabriendo y que su padre la espiaba desde allí. Su rostro no cambió mientras sus ojos se encontraban con los de ella; su expresión parecía tan inmutable como la de cualquiera de los cuadros del salón. Estaba tan vacía como un esbozo al que le faltaran los detalles. Sus brillantes pupilas se posaron sobre ella y entonces, no habiendo visto aparentemente nada que quisiera ver, retrocedió. Mientras la puerta se cerraba, ella supo que tenía que salir de la habitación.

Ya no le parecía un refugio. Aunque había tenido la luz encendida toda la noche, eso no la había ayudado a dormir; solo la fatiga lo había logrado. Cada vez que, con un sobresalto, había despertado, se había sentido compelida a examinar sus alrededores en busca de evidencia alguna de intrusión, en busca de la prueba de que su padre, u otra cosa menos viva, hubiera invadido su habitación mientras ella dormitaba agitadamente. En una ocasión, al abrir los ojos había visto cómo se deslizaba una chaqueta vaquera desde lo alto de un montón de ropa en una esquina del cuarto, y por un momento había creído que una forma sin cabeza estaba a punto de arrojarse sobre ella, de rodearla con los brazos y de inmovilizarla en la cama. La idea la había perseguido hasta el sueño, donde la esperaban peores pesadillas, todas las cuales sucedían en Nazarill y, cada vez más, en su dormitorio. Ahora la puerta estaba a punto de encerrarla con ellas, lejos de la luz, si bien débil, que incidía de forma imperceptiblemente más vertical, sobre el salón.

– Espera -lo llamó.

La puerta se detuvo, enmarcando el lado derecho del rostro de su padre. Su ojo se volvió de nuevo hacia ella y la mitad de una boca separó los labios para abrirse.

– ¿Has decidido contarme la verdad?

– Sí.

– ¿Toda la verdad?

Podía estar atrapada en un cuento de hadas en el que un malvado guardián le impedía atravesar la puerta hasta que no respondiese a más preguntas.

– Antes solo querías saber de dónde saqué la historia.

– Muy bien, empecemos por eso. ¿Quién te la contó?

– No fue una persona, sino una cosa. Un libro en el mercado. La leí allí, pero no lo traje a casa -ni la puerta ni el rostro de su padre mostraron la menor respuesta y ella estaba registrando su mente, vacía de improviso, en busca de un título por si se lo preguntaba, cuando él dijo:

– Después de que se te ordenara explícitamente que no investigaras el pasado.

– Quería saber por qué había visto… la clase de lugar en el que vivimos -su cambio de explicación a mitad de frase no pareció influir en su ánimo, así que obligó a otras dos palabras a abandonar sus labios-. Lo siento.

– A eso al menos sí le doy la bienvenida. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo dijiste -abrió la puerta del todo y mostró su rostro. Mientras se movía, se pareció por un instante al padre que había sido mientras su madre estuvo viva. Entonces su mirada se posó sobre lo alto de la cabeza de ella y su rostro revertió a la máscara que había sido, mientras la observaba por la rendija de la puerta-. Deberíamos pensar en tu contrición. ¿Puedo confiar en que te contendrás mientras estoy en el trabajo?

Amy no podía recordar cuándo había consultado por última vez su reloj, pero ahora, después de lo localizarlo en el suelo, lo hizo.

– ¿Por qué no me has despertado? -exclamó mientras se incorporaba y se apoyaba sobre el cabecero-. He perdido el autobús. Quería ir al colegio.

– No creo que hubiera sido adecuado.

– ¿Por qué no? ¿Qué quieres decir?

– Vaya, tan pronto después de que tu estado te impidiera ir a la iglesia…

– Ya no me siento tan mal -trató de asegurarle Amy, a pesar de que su jaqueca yacía agazapada detrás de sus ojos, esperando cualquier excusa para constreñir su cerebro-. Todavía puedo ir. Llegaré un poco tarde, nada más.

– No.

Él sujetó el borde de la puerta con tanta rapidez que Amy escuchó cómo arañaba una uña la madera, y volvió la cabeza hacia la cocina. ¿Acaso estaba buscando algún objeto con el que atrancar la puerta?

– Está bien -dijo Amy, que tuvo que contener el aliento para mantener firme la voz-. Está bien, papá. Me quedaré en casa. Trabajaré allí.

Los ojos de su padre parecieron cerrarse alrededor de sus palabras y cobraron mayor brillo por su sustento.

– ¿Dónde?

– Aquí -dijo Amy, dándose cuenta de que debiera haber utilizado esta palabra para aplacar a su padre-. En el piso, me refiero. Sobre la mesa, la del salón. En mi dormitorio no tengo sitio.

– Sin duda, pretendes contaminar el aire de nuestra casa con tu diabólico clamor.

– No lo haré -dijo ella, y vio que los ojos de él se entornaban aún más; no debería haber parecido tan ansiosa por complacerlo-. Solo baja. Pondré mi música muy baja.

Quizá le había recordado alguna idea que encontraba positiva; asintió para sí antes de permitir que sus ojos adoptaran un brillo casi indulgente.

– Escucha esa música de baile, aunque solo Dios sabe qué clase de baile pretende sugerir, si eso te ayuda a permanecer aquí hasta que yo regrese.

– Oh, así será -dijo Amy, devolviéndole la mirada con toda la inocencia que pudo reunir.

Cuando por fin se apartó él de la puerta, abandonó la cama de inmediato y empezó a llevar sus libros y cuadernos al salón. Estaba en medio de su segundo viaje cuando él reapareció en la puerta de su dormitorio, abrochándose el abrigo.

– ¿Cuándo vuelves? -le preguntó al tiempo que ordenaba el montón de libros que llevaba entre los brazos.

– Cuando me haya encargado de algunos asuntos.

– Cosas de negocios, te refieres -dijo ella, no tanto por dejarlo claro como porque le molestaba esa forma de hablar, lo que hizo que él pareciera enfurecido e incluso perplejo-. ¿Cuándo será eso más o menos?

– En cuanto me sea posible, te lo aseguro.

Ella podría haber concluido que la idea de abandonar el edificio lo confundía. Sea como fuere, caminó hasta la puerta y la abrió.

– Por el momento, tengo responsabilidades más allá de estos muros.

Estaba cerrando la puerta tras de sí cuando Amy, después de dejar caer los libros sobre la mesa, cruzó corriendo el salón y sujetó el picaporte. El rostro de su padre se volvió hacia ella, los ojos tan brillantes como los focos de Nazarill.

– ¿Qué pretendes ahora?

– Solo quería decirte adiós.

Su rostro se agitó, pero ella apenas había vislumbrado una reminiscencia de afecto antes de que volviera a sumirse en el vacío.

– Adiós por ahora.

– Yo cerraré.

No estaba sujetando la puerta solo para asegurarse de que se marchaba de verdad; quería verlo con el aspecto de su padre. De espaldas, caminando penosamente por el pasillo estrechado por la oscuridad, lo pareció. La visión le recordó que estaba a punto de quedarse sola, y se recordó a sí misma que tenía que estarlo. Se estaba mordiendo los labios para no llamarlo (cualquier compañía empezaba a parecer deseable) cuando su cabeza se volvió hacia ella mientras empezaba a bajar las escaleras. Incluso a esa distancia, Amy pudo advertir el brillo que sustituía a la compasión en sus ojos. Volvió a entrar en el piso y cerró dando un portazo, al mismo tiempo que se decía que no le tenía miedo, que solo estaba ansiosa por asegurase de que se marchaba.

Llevaba varios minutos de pie junto a la ventana de la habitación principal cuando el Austin apareció a la vista. Mientras su distorsionada y oblicua sombra se arrastraba hacia la puerta, pensó que estaba conduciendo más lentamente de lo habitual. Las luces de freno se iluminaron como si el viento que estaba azotando el césped las hubiera encendido, y el coche pasó entre los postes de la puerta. Tan pronto como las luces traseras desaparecieron al otro lado de la curva de Nazareth Row, Amy regresó a toda prisa a su habitación.

Se quitó la camiseta y se puso apresuradamente algo de ropa interior antes de vestirse con los primeros calcetines, la primera sudadera, las primeras zapatillas y la primera chaqueta que encontró. Sin duda, alguno de sus convecinos debía de seguir en el edificio, e incluso si no se encontraba con ellos en los pasillos, su presencia debía de bastar (tenía que bastar) para permitirle llegar hasta las puertas exteriores. Se puso el reloj en la muñeca, recogió el bolso y corrió entre los pares de ojos saltones y apretados para salir al pasillo.

Estaba desierto y en silencio, apenas iluminado. Dio un paso y tiró de la puerta a su espalda, dejó que se deslizara y vio cómo la dejaba fuera del apartamento con un crujido sordo y un clic. ¿Debería echar la cerradura de muesca? Su mano estaba moviéndose hacia el bolso cuando se preguntó si debía llamar a la puerta de Beth para saber si había vuelto de su fin de semana de vacaciones… solo que, si resultaba que no era así, habría perdido el tiempo y se habría arrebatado parte de su determinación para salir del edificio. Apretando el asa del bolso con fuerza, se dirigió hacia las escaleras.

Dos figuras borrosas y delgadas la acompañaban, haciendo cuando estaba en sus manos por mimetizar sus movimientos. Cada vez que una de ellas llegaba hasta el borde de un panel, la madera la aplastaba antes de dejarla ir. Tenía que recordarse constantemente que las figuras eran ella, versiones de sí misma que las paredes querían que viera. Cada vez que pasaba junto a una puerta vislumbraba movimientos al otro lado de la mirilla, y también eso era ella, o parte de ella, que los constreñidos globos estaban tratando de atrapar.

La reservada oscuridad se aferraba a su cuerpo como siglos de mugre, y al mismo tiempo era tan impalpable como el sofocante calor. Parecía conspirar para hacer sus pasos inaudibles sobre la moqueta, y tuvo que contenerse para no andar con pasos pesados y así convencerse de que, de hecho, estaba saliendo de la casa. Mientras llegaba a las escaleras, estaba tan preocupada por la falta de ruido que no estuvo segura de si había oído abrirse una puerta más allá de ellas.

Sujetó su bolso con más fuerza. Era la única arma que tenía, y sintió que su respiración contenida temblaba en sus fosas nasales. Justo antes de que tuviera que soltarla con un jadeo, escuchó una puerta cerrándose suavemente y un tintineo de llaves. Alguien había salido de un apartamento en el piso de abajo.

– ¿Hola? -dijo Amy-. ¿Quién está ahí?

Hubo un silencio abajo mientras ella volvía a respirar, seguido por el sonido renovado de las llaves, más agudo y más rápido. Estaban cerrando la puerta. Amy alzó la voz para asegurarse de que se oía por encima del ruido metálico de las llaves.

– Soy Amy. Amy Priestley, del piso de arriba. Espere, voy a bajar.

Esta vez no hubo pausa. El tintineo se convirtió en un sonido más áspero, revertió sobre sí mismo y entonces cesó. Las llaves habían sido sacadas de la cerradura y guardadas en un bolsillo o bolso; el rápido y apagado sonido de pasos que siguió indicaba que quienquiera que estuviese abajo se estaba dirigiendo hacia las escaleras. Amy tardó varios segundos (el tiempo suficiente para que los pasos empezaran a descender) en darse cuenta de que la persona no estaba ansiosa por encontrarse con ella, sino por evitarla.

Amy titubeó y entonces se precipitó hacia las escaleras. No le importaba quién estaba allí abajo o lo que pensaba de ella, solo tenerlo a la vista el tiempo suficiente para ayudarla a cruzar el primer piso de Nazarill. Al menos ahora podía escuchar el sonido de sus propios pasos, pero también cómo se aceleraban los de la otra persona. Se sujetó al pasamanos metálico, dobló el recodo de las escaleras y empezó a bajar el tramo inferior de dos en dos. Mientras sus talones aterrizaban sobre el segundo piso con un golpe sonoro, las pisadas a las que había estado persiguiendo se detuvieron. No había tenido tiempo ni de coger aire para llamar cuando escuchó un ruido apagado de cristal. El otro inquilino había abierto la puerta exterior.

Amy escuchó la entrada del mundo: el murmullo generalizado de Partington, aumentado por el rumor lento de un camión que pasaba por el pueblo, una única nota, repetida una vez tras otra, por un pájaro cantor que piaba al aire gélido, la voz aguda de un niño que gritaba, «¡Mamá, ven a ver esto!». El frío de enero se insinuó hasta ella y entonces pensó que ninguna otra sensación podía ser más bienvenida. Al momento siguiente, el apagado tañido de las campanillas de la puerta se elevó para expulsar al mundo.

– ¡Espere! -exclamó Amy sin pensar… sin saber si estaba tratando de detener a la persona que la había abandonado o de aferrarse a la sensación de verse libre de Nazarill. Esto último bastaba para azuzar su testarudez y se precipitó hacia el segundo tramo de escaleras, golpeando el pasamanos cada vez que saltaba un escalón. Estuvo a punto de chocar con la brillante pared del recodo, donde una parodia sin rostro de ella misma envuelta en ámbar se alzó amenazante para recibirla. Se sacudió de encima la imagen y se sujetó al pasamanos, que temblaba ligeramente a causa de sus golpes, para bajar el último trecho. Cayó sobre el segundo escalón con un impacto que pareció descolocarle el cerebro, y al instante se estaba balanceando sobre el siguiente. No solo fue la precariedad de su equilibrio lo que le hizo aferrarse a la barandilla con tanta fuerza que estalló un dolor en su muñeca. Podía ver el primer piso e iba a ser más difícil de lo que había temido.


La visión de un vehículo alejándose por el paseo le impidió ver de forma inmediata lo peor. El coche era un lustroso Honda negro: el coche de Max Greenberg. Así que había sido el joyero el que había huido al oír su voz. No lo hubiera esperado de él. Apenas consciente de sus acciones, descendió un escalón para mantener el coche a la vista. Mientras lo hacía, el vehículo encendió las luces de freno al pasar bajo la entrada. Entonces desapareció y ella se quedó a solas con la visión de la vereda de gravilla que se extendía hacia la distante carretera.

La puerta de cristal parecía casi igualmente lejana. Quizá era esa la razón de que la vista tras ella pareciera tan poco convincente, algo así como una fotografía proyectada sobre el cristal y enmarcada por el alargado y sombrío pasillo. Resultaba demasiado fácil imaginarse a sí misma atrapada en un tiempo pasado en el que el mundo exterior no era lo bastante real como para conectar con él. Eso no podía ser, no más de lo que le sería posible al pasillo alargarse a sí mismo. La luz del día, derramándose sobre la moqueta en dirección a las escaleras, bastaba para refutar ambos miedos. De hecho, la luz del día era tan intensa como para proyectar una delgada sombra del marco de cada puerta sobre cada puerta… pero sus entrañas se estaban tensando como si pretendiesen ocultarse más dentro aún de ella misma, porque sabía que estaba tratando de engañarse. Ninguno de los picaportes proyectaba sombra, lo que significaba que aquellas líneas verticales de oscuridad tampoco eran sombras. Cada una de las seis puertas estaba entreabierta.

La visión la paralizó y, aparentemente, hizo lo mismo con todo: incluso con el avance de la débil luz del sol sobre el suelo. Quizá cuando alcanzase las escaleras fuera capaz de moverse… y entonces se dio cuenta de que no estaba ocurriendo. Si alguien, cualquiera, bajaba las escaleras, podría acompañarlo al exterior, aunque era demasiado tarde como para que cualquiera que no fuera ella abandonase el edificio. Aguzó el oído en busca de alguna señal de compañía mientras observaba, presa del pánico, las rendijas abiertas entre las puertas y sus marcos. Hacerlo solo servía para que pareciera que se abrían aún más, así que tuvo que pestañear para disipar la impresión. ¿Y si cualquier sonido que escuchara viniera de detrás de ellas? Sus manos apretadas empezaban a transformarse en cardenales, una de ellas conteniendo la sensación del metal y otra la de la tela. Los tobillos empezaban a dolerle por la postura en ángulo de los talones en la escalera. Si se movía ahora solo sería para regresar arriba, pero creía que si lo hacía nunca abandonaría Nazarill. Estaba luchando por extraer algún ímpetu de este pensamiento -la suficiente cólera ante su impotencia e indefensión como para inflamar sus acciones- cuando percibió movimiento tras el cristal.

Mientras observaba el tráfico en Nazareth Row, ninguno de los coches parecía tener otra función más que la de mofarse de su penosa situación, pero ahora había algo más. Un pequeño camión engalanado con el dibujo de una horca y una pala había parado junto al edificio. Lo reconoció y estuvo a punto de gritar al conductor que entrara, pero logró contenerse y solo profirió un ahogado jadeo. Al cabo de un momento, el camión giró en el paseo y se detuvo unos pocos metros dentro de la finca. Amy no se atrevía todavía a bajar, pero inclinó la espalda para ver cómo salía George Roscommon del vehículo.

Esperaría hasta que él la viera, y entonces nada podría impedir que corriera hacia la salida… nada que quisiera imaginarse. Vio que sus talones caían sobre la gravilla y que cerraba el camión dando un fuerte portazo. No escuchó ningún ruido, pero quizá era porque estaba demasiado preocupada por el peligro de perder el equilibrio después de haberse inclinado tanto. Se agarró al pasamanos mientras uno de sus pies descendía hacia el siguiente peldaño y se posaba sobre él, con tal cuidado que su pierna se estremeció por la tensión. George Roscommon metió un brazo por la ventanilla del camión y recogió una carpeta sujetapapeles antes de volverse hacia Nazarill.

Ella tenía que bajar un poco más para asegurarse de que la veía. Sujetó el bolso de forma incómoda para poder ayudar a su otra mano a soltar la barandilla, y dio un vacilante y tentativo paso que se quedó congelado en mitad del aire. Los suyos no habían sido los únicos movimientos subrepticios que habían tenido lugar en Nazarill. Mientras había estado prestando atención al jardinero, las dos puertas más próximas a las escaleras se habían abierto por lo menos otros dos centímetros.

Eso estuvo a punto de paralizarla de nuevo, pero no del todo. George Roscommon estaba mirando a Nazarill mientras pasaba junto al camión, y Amy nunca tendría mejor oportunidad de ser vista. Se apartó del pasamanos y empezó a avanzar escaleras abajo. Solo seis peldaños la separaban del piso inferior, que debía ver como su ruta a la libertad. Cinco, cuatro, y ya no podía dejar de verla; estaba mirando directamente hacia ella. Se arriesgó a bajar otro peldaño, aunque eso hizo que le resultara imposible ignorar las rendijas pobladas de oscuridad que había a ambos lados del pasillo. Movió los brazos, haciendo agitarse el contenido de su bolso. George Roscommon estaba escudándose los ojos mientras pasaba junto a la parte delantera del camión. Al momento siguiente se volvió, con una expresión en el rostro que revelaba que no había visto nada fuera de lo normal, y se dirigió hacia el más cercano macizo de flores.

– Espere -gritó Amy con voz desgarrada-. No se vaya. Estoy aquí.

El jardinero siguió caminando, no más consciente de su presencia de lo que ella había sido capaz de oír el portazo del camión. Antes de que tuviera tiempo de llenar de nuevo sus pulmones, él abandonó el marco de la puerta. Al instante, la visión no fue más que una imagen de libertad que no podía alcanzar. Las puertas entreabiertas eran mucho más reales, y supo que sus ruegos habían sido escuchados tras ellas.

Su pánico pareció ensombrecer el pasillo hasta sumirlo en una negrura casi total, y entonces se descubrió temblando de rabia. Se estaba dejando reducir a la impotencia cuando la luz del día, la compañía y la liberación estaban prácticamente al alcance de su mano.

– No puedes detenerme -gritó-. Voy a ir con él.

Y empezó a descender los tres últimos peldaños, no tanto bajando los pies como dejándolos caer por su propio peso. La llevaron hasta el comienzo del pasillo, pero aquello fue todo lo que su cuerpo estaba dispuesto a avanzar. Tras cada uno de sus pasos, las puertas más cercanas se habían abierto un poco más, y ahora algo resultaba visible justo sobre el picaporte de la puerta de su izquierda.

Podría haberse tratado de las patas del costado de una araña, piernas que estaban emergiendo de la trampa que la criatura había entreabierto aún más, anticipando la llegada de su presa. Solo su tamaño reveló a Amy que los cuatro largos, delgados y nudosos miembros eran los dedos de una mano, que se desplegaban para advertirle que estaban preparados para abrir la puerta de par en par si se acercaba un poco más. Amy se apretó a su bolso con ambos brazos por si le daba fuerzas, pero no sirvió sino para que se sintiera un poco más encogida sobre sí misma. Sus labios habían empezado a temblar, atrayendo hacia ellos tal porción de su consciencia que fue en parte para controlarlos por lo que dijo:

– ¿Qué quieres? Nunca te he hecho ningún daño.

Los dedos avanzaron sobre la madera y entonces el índice se levantó, descascarillando jirones de piel en los nudillos como si se tratase de corteza en una rama putrefacta. Aunque carecía de uña y apenas tenía carne, sus intenciones resultaban inequívocas. La estaba señalando directamente.

Amy tenía que responder, porque había urdido una estratagema.

– Bueno, no puedes cogerme. Para empezar, yo nunca quise vivir aquí. -dijo con la poca confianza que pudo reunir; mientras hablaba, se forzó a estar preparada para moverse. En el momento mismo en que pronunció la última palabra empezó a caminar de puntillas hacia la puerta.

Nunca había considerado lo vulnerable que resultaba en esa postura, como si fuera a perder el equilibrio con cada paso. Daba igual: su plan parecía estar funcionando. Lo que quedaba de un dedo seguía señalando al pie de las escaleras, donde se había escuchado a Amy por última vez. Mientras ninguna de las puertas estuviera lo suficientemente abierta como para permitir que la vieran al pasar, o para dejarla a ella ver lo que quisiera que acechase allí detrás… Pero sé encontraba todavía a varios pasos de la más cercana cuando una voz se dirigió a ella.

Era tan carente de entonación como el sonido de las cáscaras frotándose en un vendaval. Amy no estaba segura de que pudiera oírse fuera de su cerebro, donde la hacía sentir como si una telaraña se estuviese posando sobre su consciencia.

– Ninguna de nosotras lo quiso tampoco -dijo la voz.

«No puedes culparme, yo ni siquiera estaba viva», pensó Amy, tratando de permanecer inmóvil sobre las puntas de los dedos de unas piernas temblorosas. Al instante vio que sus esfuerzos habían sido infructuosos. Su respuesta, aunque silenciosa, la había traicionado. El dedo se alzó bruscamente hasta casi quebrarse como una ramita, y señaló en su dirección. Entonces la llamó con señas, moviéndose nerviosamente, más semejante que nunca a una pata de araña.

Ya había tenido suficiente de aquellos juegos. Si no podía ocultar su presencia no iba a actuar con miedo, por muy asustada que estuviese. Seguramente no habría nada en las habitaciones que pudiera adelantársele si decidía correr hacia la puerta. Apoyó ambos pies firmemente, haciendo menos ruido de lo que había temido, y se preparó para salir corriendo. No podían atemorizarla abriendo las puertas, trató de convencerse: ya había visto qué aspecto tenían.

Aquella pretensión de tranquilidad podría haber funcionado de no ser porque había olvidado que sus pensamientos podían ser escuchados. Provocó una respuesta inmediata. Los dedos se flexionaron como si acabaran de recordar cómo moverse; entonces abrieron la puerta y el cuerpo caminó tambaleándose hacia ella.

Quizá en respuesta a su pensamiento, parecía querer que ella lo viera como había sido una vez. Si es posible, eso empeoraba todavía más su aspecto. La pelusa enredada y grisácea que cubría el cráneo no era ciertamente pelo. La figura seguía conservando una especie de cara o había reconstruido de alguna manera parte de ella, que parecía en peligro de separarse de los huesos, al igual que los jirones de carne del pecho se despegaban de las costillas para mostrar el corazón y los pulmones marchitos, que se sacudieron como si estuvieran sufriendo un espasmo letal mientras la mirada de Amy caía sobre ellos. Esta solo había tardado un par de segundos, que parecieron prolongarse una eternidad, en percibirlo todo: tiempo insuficiente para retroceder, suponiendo que hubiera podido. Entonces la forma dio otro paso tambaleante hacia ella y alzó su cabeza cubierta de telarañas hacia la luz del sol. Todavía quedaban en sus labios suficientes jirones de carne como para que Amy pudiera ver cómo pronunciaba las palabras que estaba escuchando en su mente:

– Recuerda tu sueño.

Estuvo a punto de comprender, y por esa razón se negó a hacerlo. Se sintió próxima a un terror más espeluznante si cabe que la visión que se encontraba frente a ella. La figura extendió ambos brazos, tan lenta y dificultosamente que podría estar arrancándolos de una telaraña, y vio luz entre sus huesos. Creyó que pretendía lanzarse hacia delante y abrazarla y, a pesar de su lentitud, no estaba segura de ser capaz de retroceder hasta ponerse fuera de su alcance, pero había malinterpretado sus intenciones. Cuando empezó a arrollar lo que de sus dedos quedaba en la mano derecha, supo que estaba llamando a su compañera, que esperaba tras la otra puerta.

Amy escuchó movimientos en la oscuridad, unos pies que se arrastraban sobre la alfombra. A juzgar por el sonido, la criatura parecía lisiada pero rápida, y era más pequeña que su compañera. A pesar de haber supuesto su tamaño, no estaba preparada para su baja estatura, pues apenas levantaba medio metro sobre el suelo. El rostro podría haber sido humano en una ocasión e, incluso ahora, un agujero demasiado grande como para que fuera considerado una boca estaba haciendo lo que podía por simular una expresión, más grotesca si cabe por la lengua ennegrecida y arrollada. Aunque sus ojos habían desaparecido tiempo atrás, asomó la cabeza por la puerta en dirección a Amy y los pedazos de piel que cubrían sus fosas nasales se contrajeron y se hincharon. Caminaba bamboleándose sobre miembros que nunca habían sido del todo manos ni patas y se sentó sobre las ancas, al tiempo que sus incompletos costados subían y bajaban. Estaba esperando instrucciones de su dueña.

El cuerpo de Amy había dejado de obedecer a sus pensamientos. Mientras las manos se convulsionaban para señalarla, no fue consciente de estar retrocediendo hasta que la parte trasera de sus tobillos tocó el primer escalón. La deformada criatura cojeó rápidamente hacia ella, meneando la cabeza como un cachorro con cada paso vacilante, y Amy giró sobre sus talones sin saber en qué dirección estaba huyendo o en qué mano estaba su bolso, o si esa era la misma mano que había tendido hacia el pasamanos. No lo era, y al agarrarse al metal tiro de sí misma hacia arriba casi más deprisa de lo que podía respirar.

¿Se estaba apagando la luz? Casi estaba segura de que había empezado a parpadear. En medio de todo su terror se dio cuenta de que tenía miedo de tocar la pared. Giró bruscamente al llegar al primer descansillo y miró hacia abajo. Su perseguidor ya se encontraba en mitad del primer tramo de escaleras, y su boca se retorcía y mostraba algo más que dientes. Prácticamente voló escaleras arriba hasta llegar al segundo piso, y solo se salvó de caer al suelo agarrándose al pasamanos. Mientras lo soltaba, escuchó cómo se abría una puerta en el pasillo.

Si hubiera estado pensando (puesto que no tenía tiempo de

establecer qué puerta era, ni medio de saber quién o qué la había

abierto), puede que no hubiera gritado.

– Rápido, venga y lo verá -exclamó-. Está en las escaleras. Tiene que verlo, entonces me creerá.

De hecho, se estaba dirigiendo a uno de sus vecinos. Resultó evidente inmediatamente por la manera en que la puerta (Peter Sheen el periodista, ahora se dio cuenta) se cerró con fuerza, dejándola fuera. El silencio fue interrumpido por un olisqueo apagado que sonaba tan próximo que ella no se atrevió a mirar. Agarrándose de forma casi ciega al pasamanos, voló escaleras arriba, tratando de abrir el bolso con la mano en la que lo llevaba para poder tener las llaves localizadas cuando llegara a la puerta.

Todo lo que consiguió fue arriesgarse a soltar el bolso y el pasamanos. En su pánico, apenas era consciente de en qué mano tenía cada cual. Dobló el último descansillo y subió el tramo final de escaleras. Cuando llegó arriba, tuvo que recordarse que tenía las dos manos libres para ocuparse del bolso. Mientras huía por el incierto crepúsculo del pasillo, sujetaba el bolso con una y tiraba de la correa con la otra. Sus anteriores intentos por abrirlo parecían haberlo cerrado por completo. Estaba prácticamente en la puerta, sollozando de rabia y falta de resuello, cuando sintió que la abertura del bolso se abría unos pocos centímetros. La ensanchó con todos los dedos y metió la mano dentro.

El rectángulo rígido y frío de su tarjeta de transporte, un billete arrugado de cinco libras y varias monedas, un paquete abierto de pañuelos de papel que cedió a sus tanteos, una tarjeta de cumpleaños que había olvidado enviarle en su momento a uno de sus amigos y que estaba guardando para el próximo año, la Biblia y las hojas en las que estaba envuelta, una roca que le había parecido que semejaba la cara de un niño sonriente y que Rob había encontrado para ella en los páramos, el bote de píldoras que Beth le había dado, unos papelitos garabateados y por fin, al fondo mismo del bolso, un tintineo metálico. Cerró los dedos alrededor de las llaves. Casi le atravesaron la piel; las puntas metálicas lo hicieron, porque el objeto que había encontrado era su peine, que había chocado contra una moneda extraviada. Sus llaves no estaban en el bolso.


Lo abrió de un tirón hasta el límite de la correa y lo registró desesperada, pero apenas alcanzaba a ver lo que contenía en la oscuridad reinante. Le dio la vuelta y lo vació frente a la puerta. Todo lo que había sentido al registrarlo estaba allí, y nada más. Lo arrojó contra la mirilla de la puerta e introdujo las manos en todos sus bolsillos, pero las llaves no se encontraban allí. Mientras sus pensamientos empezaban a dar vueltas desesperadas alrededor de la última ocasión en la que las había visto y lo que podía haber hecho con ellas, escuchó ruidos al otro lado del pasillo. A regañadientes, sus ojos se volvieron hacia allí y miraron de soslayo hasta que el dolor le obligó a girar la cabeza. Una cara marchita y sin ojos se había asomado sobre las escaleras y parecía esperar su próximo movimiento.

Amy se inclinó tan deprisa que la sangre se le subió a la cabeza y pareció extinguir la escasa luz que reinaba en el pasillo. Sabía lo que estaba buscando, y antes de poder ver de nuevo se había incorporado con el peine en la mano. Había sabido cuando lo compró que el extremo puntiagudo podía hacer las veces de arma llegado el caso de tener que defenderse, y ahora era el momento. Se imaginó a sí misma corriendo por el pasillo a toda velocidad para apuñalar salvajemente a su perseguidor, pero no podía soportar la idea de tocar a uno de los habitantes de Nazarill. En vez de ello, empezó a perforar la puerta en el lugar en el que la madera ocultaba la cerradura.

Volaron astillas y oyó y sintió el chasquido del metal clavándose en el duramen. Sin embargo, al cabo de no más de doce golpes, la empuñadura del peine empezó a ceder. Hundió la punta entre la puerta y el marco y trató de coger el cerrojo de la cerradura para empujarlo y sacarlo de su cavidad, solo para descubrir que era incapaz de clavar lo suficiente el peine o, después de cejar en el intento, también de sacarlo. Recorrió el pasillo a sacudidas, sus ojos negándose a miraren dirección a las escaleras, y apretó con ambas manos el timbre de la puerta de Beth, por si hubiera regresado antes de que ella se marchara. Al ver que no obtenía respuesta durante más tiempo del que se atrevía a imaginar, recogió el bolso para protegerse las manos con él, asió el peine y echó todo su peso hacia atrás. El peine se soltó y casi chocó contra la pared opuesta, pero se incorporó a medias y reanudó el asalto contra la puerta, al tiempo que trataba de enderezar el peine con sus golpes. No se dio cuenta de que la tarea estaba abrumando todos sus sentidos, centrándolos por completo en ella, y así no se percató cuando dejó de estar sola en el pasillo.

Al escuchar un ruido más próximo que las escaleras giró sobre sus talones y alzó el peine como si fuera un cuchillo. Su padre estaba en mitad del pasillo, mirándola tanto a ella como a los restos con expresión inefable. Caminó hasta allí, sujetó el brazo de Amy que aferraba el peine y, con la otra mano, introdujo su llave en la cerradura. La giró furiosamente y la empujó contra la puerta, con tal fuerza que se introdujo más de un metro en el salón lleno de ojos saltones. Amy se recuperó a tiempo de verlo metiendo a patadas el bolso y su contenido en el apartamento, mientras sacaba la llave. Al cabo de un momento, la puerta estaba cerrada y él echaba la cerradura.

– No es necesario que hagas eso -dijo Amy con el poco resuello que pudo reunir.

– Sí-dijo su padre en una voz que ella apenas reconoció… que no quería reconocer-. Sí que debo.

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