13. Cara a casi una cara

El autobús de Sheffield era más pequeño que el del año pasado y llegaba casi diez minutos tarde. Al llegar Amy, con antelación, a la marquesina de ladrillo que había junto a Libras y Biblias, se había encontrado allí con Bettina, Deborah y Zoé, cuyo nombre se pronunciaba «Zoh», o al menos ella se comportaba como si fuera así. Le habían hecho sitio, un poco a regañadientes, aunque no en el banco manchado de cigarrillos que había junto a la pared, bajo sus nombres pintados, y una vez que le habían dicho «Hola» para ver si respondía tres veces se habían dedicado a fingir que no se daban cuenta de su presencia. Cada vez que una de ellas la miraba, todas soltaban risillas escondiendo el rostro tras las manos, y ella supo que se estaban reservando para el trayecto. Podría haberse quedado fuera de la marquesina de no ser por la lluvia que estaba pasando por el pueblo. Mientras contemplaba el baile del agua en el aire, fue capaz de persuadirse de que sus tres compañeras de colegio habían dejado de existir, hasta que el ruido del autobús subiendo lentamente por Partington la despertó de su trance.

El vehículo era menos espacioso que su dormitorio. Olía a tapicería desgastada por el sol de un año entero y a la presencia reciente de lo que Amy identificó, después de alguna reflexión, como perros mojados. Para entonces se había sentado inmediatamente detrás del conductor, cuyo cuello le hizo pensar en una pieza de cerdo cubierta de estrías abiertas por una malla de tramilla, y sus tres compañeras se habían desperdigado por los asientos traseros. Mientras el autobús se ponía trabajosamente en marcha por el páramo y descendía del cielo una neblina para abrazar las farolas, estuvo tentada de creer que las otras pasajeras la habían olvidado. Entonces sintió en su oreja izquierda el calor de una respiración, que al instante se transformó en un chillido de «¡Bu!».

No pudo evitar dar un respingo. Se puso rígida al instante y metió las manos entre las rodillas, pero su reacción bastó para proporcionarle algunas carcajadas chillonas a las chicas que se sentaban en la parte trasera del autobús, mientras Bettina regresaba con ellas. Al menos Amy se había resistido a mirar atrás. Se preparó para la siguiente travesura, anunciada por un silencio a su espalda. «¡Bu!», gritó Deborah, casi en el momento que Amy habría esperado, pero en su oreja derecha.

Esta vez no estaba dispuesta a dejar que la afectara, no más que lo que quisiera que su padre estuviese planeando.

– Eso sí que ha sido brillante -dijo-. Realmente imaginativo. ¿Se os ha ocurrido a vosotras solas? -se estaba preparando para continuar en esta línea, hasta que Deborah retrocediese o se sintiese obligada a ofrecer una respuesta tan estúpida como sus bromas, cuando el conductor volvió una de sus rubicundas y mejillas salpicadas de viruela, aunque no la mirada, y dijo:

– Si vas a seguir jugando, vete a la parte de atrás y no me molestes.

– No estoy jugando -protestó Amy, que escuchó cómo sonaban sus palabras: no solo petulantes, sino propias de alguien mucho más joven de lo que ella debería sentirse. Se volvió tan violentamente que Deborah retrocedió hacia el pasillo.

– Vamos, Zoé -dijo Amy en voz alta-. Te toca. Dale. Di «bu» y luego idos las tres a tomar por culo.

– Eh. Eh. Eh -dijo el conductor con sílabas tan agudas como concisas eran las pausas entre ellas-. No pienso tolerar ese lenguaje en mi autobús. Si se repite te echo.

– No puede echarla en medio de este sitio -objetó Bettina.

Aunque estas palabras no pretendieran provocar lo que fingían querer impedir, Amy no quería que sus torturadoras se pusieran de su lado.

– Me da igual -dijo-. No me importa una… lo que tú crees.

Quizá porque estaba mirando al frente, el chofer pensó que se refería a él.

– Tú recuerda que sé a qué colegio vas. Puedo hablar con tu directora.

– A usted ya lo conocemos -le dijo Zoé-. Le hemos visto mirándonos en el espejo cuando nos sentamos.

En aquel momento, las imprecisas luces de aceleración de la autopista aparecieron delante de ellos y el conductor frenó. Iba a echar a todo el mundo del autobús, pensó Amy. Y, aunque podría resignarse a ello, a ser abandonada en aquel lugar, aunque podría incluso agradecerlo de una manera perversa, el verse atrapada con tres de las personas a las que más odiaba era otra cosa. Pero el conductor había decidido no hacerlo, y era posible que el frenazo no fuera más que una advertencia final. Aumentó la velocidad de los limpiaparabrisas y el autobús recorrió corriendo un kilómetro y medio de carretera abierta.

Cuando el vehículo encontró espacio en la autopista, demostró ser capaz de superar en velocidad a la mayoría de sus competidores, si bien trepidando como si sus nervios no estuviesen acostumbrados a la situación. Los de Amy no lo estaban, al menos, no una vez que empezó a pensar en su madre. La niebla se la había llevado y el agua levantada por el tráfico se parecía mucho a la niebla. Un regusto húmedo se negaba a desaparecer del fondo de su garganta, y sabía que si cualquiera de las niñas trataba de atormentarla de nuevo diría cosas peores que las que había dicho antes. Sin embargo, se limitaron a soltar risillas disimuladas, renovadas cuando era necesario por comentarios ente cuchicheos. No se movieron del asiento de atrás hasta que el autobús hubo abandonado la lluviosa carretera y estuvo a la vista, o al menos tanto como el borroso limpiaparabrisas permitía, del colegio de las afueras de Sheffield.

Amy dejó que las demás corrieran entre los charcos del patio y entraran en el alargado edificio, que era al menos dos veces más oscuro y más marrón de lo normal, antes de empezar a correr. Al menos ninguna de ellas estaba en su clase. Se quitó el gorro y lo colgó sobre el abrigo en su diminuta taquilla, justo a tiempo de unirse a sus compañeras de clase mientras eran llevadas en tropel al salón de reuniones.


Eso retrasó por el momento el tener que responder las preguntas y comentarios que podía ver que se habían preparado para ella. En todo caso se sentía como si fuera el centro de atención, especialmente al ver la mirada severa que le había dedicado la directora mientras ofrecía su tradicional discurso de bienvenida de Año Nuevo con todo el entusiasmo que le provocaba el colegio. Algunos de los profesores no se limitaron a mirarla. «Veo que hay una alumna nueva entre nosotros», señaló el profesor de matemáticas al comienzo de la clase, y la de inglés dijo «Vaya, vaya», antes de decir «Querida», quizá una muestra de amabilidad, e informar a Amy, «Me das frío en la cabeza». Y todo eso no fue más que el preludio de verse rodeada cuando, al acabar la mañana, el timbre dejó salir a todo el mundo.

Pero luego resultó que no estuvo tanto tiempo rodeada. Sus amigos perdieron gran parte del interés sobre su encuentro en Nazarill después de descubrir lo poco emocionante que había resultado. Ni el tumultuoso comedor ni el aula en la que la lluvia los confinó posteriormente parecían lugares apropiados para discutir sus impresiones subsiguientes, ni siquiera con aquellos de sus amigos de los que podía esperar simpatía, de modo que la conversación derivó hacia el tema de la película de terror que había dejado sin dormir a la gente, hacia las fiestas en las que se habían visto las películas, hacia los chicos presentes en esas fiestas.

La última clase era la de Religión. La profesora suplente del último trimestre se había dedicado a plantear cuestiones éticas, pero ahora la señora Kelly había regresado, dos tallas más delgada y más vehemente que nunca a causa de ello. Mientras entraba cojeando en el aula, sus ojos, que compartían más de una cualidad con la pizarra, buscaron a Amy y la fulminaron con una reprimenda. Mucho antes de que la clase concluyese con agudas preguntas sobre castigos bíblicos, Amy estaba pensando que ojala fuera como las que había visto en las películas, lecciones que duraban dos minutos antes de que el timbre les pusiera fin. Al menos demostró saber más de la Biblia de lo que la maestra había pensado, razón por la cual recibió más preguntas de las que le correspondían. Después de mucho más tiempo del que Amy hubiera creído posible para una lección, el timbre fue incapaz de contenerse. Pensó que estaba teniendo éxito en esconder su alivio mientras se dirigía hacia la puerta, cuando la señora Kelly dijo:

– ¿Quién va a ayudarme a llevar el bolso a la sala de profesores? ¿Amy Priestley?

A pesar del tono, las dos últimas palabras no eran una pregunta. Amy recogió el gastado maletín de piel lleno de libros y volvió a dirigirse hacia el pasillo.

– No hay ningún incendio, ¿verdad? -dijo la señora Kelly-. Ese no es el timbre que hemos oído.

– Tengo que ir a la biblioteca de la ciudad.

– Me alegro de oírlo. Yo voy en esa misma dirección.

Sus palabras dejaron claro, más allá de toda duda, lo que quería. Aparentemente, el retraso en el que había insistido tenía por objeto permitirle ver salir del aula a todo el mundo menos a Amy.

– Y ahora cuéntame, Amy Priestley -dijo entonces-. ¿Te gustan mis clases? Avergüenza al Diablo.

– A veces. Un poco.

– Eso es lo que pido -dijo la señora Kelly, al mismo tiempo que parecía estar recibiendo la bofetada de un viento inesperadamente frío en pleno rostro-. Sabes ser honesta cuando quieres. Creo que una chica como tú, que lee la Biblia, podría llegar a sentirse muy orgullosa de sí misma.

Para entonces, Amy apenas tenía la sensación de que se estuviera dirigiendo a ella, y no tenía la menor idea de cómo responder.

– Mm -dijo. Y, consciente de lo inadecuado que resultaba, añadió-. Mm hm.

– No puedes leer el libro sin más y apartarlo de ti. Tú eres una chica inteligente. Eso lo sabes, ¿verdad?

Amy tuvo que preguntarse qué quería de ella; incluso comparada con la mayoría de los profesores que conocía, la señora Kelly parecía sentirse con la obligación de usar el idioma de la manera más imprecisa posible.

– Gracias -dijo.

– Demasiado inteligente como para… ¿Sí?

Esta última palabra estaba dirigida sin apenas entusiasmo a una chica de tercero que se disponía a llamar a la puerta abierta.

– Perdone -dijo la niña, que escondió las manos manchadas de tinta detrás de la espalda-. Perdone -repitió, aparentemente por haberse detenido-. Perdone, ¿es Amy Priestley?

– Oh -la sílaba contenía tanta desaprobación que, por un momento, la profesora pareció dispuesta a restringirse a ella-. ¿Es que tu reputación ha llegado hasta los pequeños?

– No, no lo creo, señora Kelly. ¿Lo ha hecho? -la niña estaba lo suficientemente confusa para hacerle a Amy esta pregunta, como si ella pudiese ayudarla-. ¿Eres ella? -dijo entonces.

– Lo es. Quizá ahora tengas la amabilidad de presentarte y explicarme…

– La señorita Adler me pidió que la encontrara y la mandara a su oficina.

– Bueno, pues ya lo has hecho, y puedes decirle a la directora que estamos de camino. ¿A qué clase vas y cuál es tu nombre?

– Gillian Fairbrother, de 3o A, señorita… señora Kelly.

– Estoy impaciente por tenerte en mi clase el año que viene.

La niña había estado esperando un elogio. La implícita amenaza hizo que retrocediera, tratando de no parecer demasiado consternada. La señora Kelly le ofreció a Amy un brusco gesto de cabeza para indicarle que siguiera su ejemplo, cosa que ella hizo entrando en el pasillo, con el maletín en una mano y la mochila sobre el otro hombro.

– Entonces, ¿Qué es eso que he oído? -preguntó la señora Kelly.

Aunque Amy suponía de qué le hablaba, no tenía razón alguna para admitirlo.


– No lo sé -dijo, con mayor énfasis del que hubiera utilizado con su padre-. ¿Qué?

La señora Kelly esperó hasta que Amy le hubo abierto las puertas del pasillo de personal y estas se hubieron cerrado con un golpe sordo.

– Sabes que hiciste mal.

– No, no es así. No es así.

– En clase ya hemos hablado sobre dar falsos testimonios y sobre adorar a falsos dioses. Una chica como tú sabe lo que eso significa.

Amy no sabía si sus palabras era una acusación o una afirmación en su favor.

– No sé qué tiene que ver eso conmigo.

La señora Kelly perdió pie o tropezó, y se detuvo a pocos metros de la puerta abierta de la señorita Sadler.

– Adorar a falsos dioses, recuerdo que estabas el día que hablamos de ello porque trataste de demostrar que el capital era uno de ellos. ¿Qué harías, pensar en tus cosas mientras yo os advertía contra el espiritismo? Ese es uno de los caminos hacia los falsos dioses, y no es mejor que la brujería. Y dar falso testimonio es mentir.

– Yo no miento.

– Lo otro es todavía peor -la mano de la señora Kelly voló hacia ella, pero solo para recuperar el maletín; entonces, la brusquedad del gesto se transmitió a su voz.

– No pretenderás decirme que crees en las cosas que le dijiste a ese… ese sujeto de la radio.

Amy sentía que ya había respondido a eso, de modo que no podía hacer más que observarla directamente.

– Dios mío, qué mirada. Me estás dando dolor de cabeza -se quejó la señora Kelly antes de mirar más allá de ella, a la oficina de la señorita Sadler. Por un momento, Amy se sintió victoriosa, aunque, presumiblemente, la distracción se debía a la directora. Pero cuando se volvió se encontró con su padre.

La sorpresa no resultó agradable y no le dio tiempo para elegir las palabras.

– ¿Qué quieres? -demandó.

La señora Kelly emitió un sonido que era una mezcla de gruñido y jadeó, al que el padre de Amy respondió con una sonrisa que sugería que iba a tener que emplear una paciencia de santo a la que ya estaba acostumbrado.

– He venido para llevarte a casa -dijo a Amy-. No queremos que cojas un resfriado por la lluvia y tengas que perder clases.

– Tengo que ir a la biblioteca.

– Hoy no, jovencita.

– Sí, hoy.

La señora Kelly volvió a proferir su sonido, y esta vez lo completó con palabras:

– Me temo, señor Priestley, que tenemos aquí lo que en mi juventud hubiéramos llamado una chica testaruda.

– ¿Es usted una de sus profesoras?

– De Religión.

– Haré lo que pueda para que vea usted una mejora la próxima vez. Amy, mírame.

Amy obedeció, en medio de lo que ya era más un gruñido y menos un jadeo por parte de la señora Kelly, que entró acto seguido en la sala de profesores.

– Bien, Amy -dijo su padre-, los dos sabemos que no quieres ir a la biblioteca a hacer tus deberes.

– Tú no sabes nada sobre mí.

– Oh, vaya, Amy -esta era la directora, que salía de la sala y cruzaba los brazos como para asegurarse de que sus grandes pechos no distraían en absoluto la atención de su solemne rostro-. Si me dieran un día libre por cada chica que ha creído que… Quienes trabajamos en la educación tenemos la extraña convicción de que nuestros consejos podrían resultaros útiles si os pararais a escucharlos. Después de todo, hemos sido como vosotros.

A Amy le gustaba lo suficiente como para no querer enfrentarse a ella, de modo que esbozó una sonrisa tan próxima a un asentimiento como le fue posible, a la cual respondió la señorita Adler:

– Tú padre y yo estábamos diciendo…

– ¿Qué le ha contado sobre mí?

– ¡Amy!

– Gracias, señor Priestley. Estaba a punto de contarte, Amy, que decíamos que normalmente eres una chica razonable, de la que puede esperarse que trabaje bien, y que si en este momento tienes problemas cualquiera de nosotros puede ayudarte: es parte de nuestro trabajo.

– Entonces dígale que me deje ir a la biblioteca. Eso es ser razonable.

– No puedo interponerme entre vosotros dos, por supuesto. No es eso a lo que me refería, debes de saberlo. ¿Hay algo más que quisieras decirme?

Aunque no era exactamente una invitación para disculparse, a Amy se lo pareció.

– No -dijo.

– ¿Puedo dejarla entonces en sus manos, señor Priestley? Siempre hay trabajo que hacer y esas cosas. Es igual para usted, supongo. Los dos hacemos todo lo que podemos para cuidar a las personas de las que somos responsables -abrió los brazos en un gesto que Amy encontró desconcertantemente maternal-. Ya sabes dónde estoy, Amy -dijo.

Amy lo sabía, en efecto: al menos a una generación de distancia y mucho más lejos de la comprensión de lo que ella misma creía. Como para demostrarlo, la señora Sadler dijo:

– Antes de que te marches a hacer las paces con tu padre, hay algo que tenía que hablar con él.

– Me da igual.

– Se lo he dicho a él -dijo la directora con una mirada que confiaba en que Amy la hubiese malinterpretado genuinamente- y ahora te lo digo a ti. No seas tan severa con tu pelo, por favor. La moderación en todas las cosas es la vía a la armonía social.

– Tu directora quiere decir que no le gusta ese pelo en su colegio.


– Estoy preparada para no llegar tan lejos esta vez, teniendo en cuenta el pasado historial de Amy. Déjalo crecer de forma natural, Amy, si no te importa. En la mayoría de los aspectos ha demostrado ser una chica apacible y obediente. Estoy seguro de que esta rebelión no es más que un episodio -dijo la señorita Sadler y luego, dirigiéndose todavía menos a Amy-: ¿Les importa que les deje solos para seguir hablando? Por favor,

venga a verme cuando le plazca, en horario escolar.

Su mano estaba ya sobre el picaporte interior cuando Amy dijo:

– ¿Me oyó en la radio?

La señorita Sadler pareció decepcionada.

– Me alegra decir que no, Amy -dijo, antes de cerrar la puerta.

Amy no había esperado otra cosa. Se dirigió a la salida de incendios, la dejó abierta con un pie, el tiempo suficiente para que su padre no pudiera acusarla de haberla dejado cerrarse sobre su cara, y caminó con paso vivo por el colegio. Para cuando llegó a la siguiente puerta, él se encontraba lo bastante detrás como para no tener que preocuparse por mantenerla abierta. Oyó cómo se repetía el crujido de la puerta a su espalda y la voz de su padre, aguda y baja, llamándola, «Amy, Amy». Sonaba como si estuviera llamando a un perro y tratara de no admitir su enfado, pensó ella. Ella podía seguir caminando, salir del colegio y dirigirse a la biblioteca central. ¿Cómo iba a detenerla? Seguramente la biblioteca sería una de esas en las que no puede hacerse el menor ruido, de modo que él tendría que dejarla sola para que llevara a cabo su investigación. Pero los grandes ventanales del pasillo habían empezado a trepidar, recorridos por los zarcillos de agua, y cuando salió por la gran puerta principal de la escuela se dio cuenta de que la lluvia no le dejaba ver.

Se estaba frotando los ojos con los nudillos en un vano intento por limpiárselos, y era furiosamente consciente de que parte de la humedad se debía o se debería muy pronto a las lágrimas, cuando su padre la cogió del brazo que estaba utilizando.

– No te quedes ahí, te vas a empapar. Ven por aquí. Nuestro coche está allí.

Tuvo que obedecer. Llevaba la Biblia de Nazarill en la mochila y, mucho antes de que llegara a la biblioteca, estaría empapada y el mensaje resultaría ilegible. Y, sin embargo, no podía dejar de sentir que sus ojos habían sido afectados para que él la atrapara. Se dejó guiar por el empapado hormigón, que parecía estar emitiendo alfilerazos de lluvia hasta el grumo rojizo y lleno de manchas que resultó ser el Austin. Su padre no la soltó hasta que hubo abierto la puerta del copiloto y la hubo metido en el coche, y entonces ella estuvo sola durante unos segundos, con el rostro empapado de agua de lluvia, un chorrito que a pesar de sus esfuerzos por evitarlo cayó sobre la mochila, que ahora descansaba sobre su regazo. Para cuando hubo terminado de secarse la cara, su padre ya se encontraba a su lado y la puerta estaba cerrada.

Él encendió los faros para ver mejor bajo la lluvia, activó los limpiaparabrisas y esperó a que tres chicas pasaran corriendo y chillando delante de las puertas antes de incorporarse a la carretera. Mientras aceleraba cautamente por la calle que se alejaba de Sheffield, Amy inquirió:

– ¿Te llamó ella?

– No era necesario. Tenía que venir.

Eso resultaba casi tan claro para ella como la borrosa calle que había más allá de la ventanilla.

– ¿Qué le estabas contando sobre mí?

– No entremos en quién dijo qué. La cuestión es que los dos coincidimos en que tienes problemas que no pueden ignorarse. Decidimos lo que yo ya sabía, que tiene que ver con tu visión del lugar en el que vivimos. Si arreglamos eso, seguro que mejorarás.

Amy miraba fijamente los limpiaparabrisas mientras se balanceaban frente a ella.

– ¿Qué-le-has-contado-sobre-mí?

– Puedes seguir todo cuanto quieras, no vas a agotarme como a… -se interrumpió mientras las luces de un paso de peatones aumentaban su brillo delante de él, pero nadie estaba esperando para cruzar. Una vez que las luces naranjas se hubieron apagado, llevándose consigo las siluetas de la ciudad, aceleró en dirección a la autopista-. Lo que sí puedo decirte es que escuchamos cómo te reprochaba una profesora tu reputación -dijo.

Amy guardó silencio y permaneció inmóvil hasta llegar casi a la autopista, pero mientras el Austin aceleraba por el carril de entrada, estalló:

– ¿A quién te referías al decir que no iba a agotarte?

Él se situó tras la estela descolorida de un camión de gasolina, miró por el retrovisor y pasó al carril central. El acomodarse a la velocidad del tráfico que discurría delante y detrás de él pareció darle una oportunidad de reflexionar, porque entonces dijo:

– Me has exasperado. No estaba sugiriendo que hubieras agotado a nadie, solo que podrías haberlo hecho si tu situación fuera diferente.

– Estabas hablando de mi madre.

– Yo sí. Yo.

Al instante, Amy supo con qué había tropezado él.

– Le has hablado a la señorita Sadler de ella.

– Puede que hayamos intercambiado algunas palabras sobre el particular.

– ¿Sobre cómo la maté? -Amy tuvo que enfurecerse o hubiera roto a llorar-. ¿Sobre cómo le destrocé los nervios hasta que tuvo el accidente?

– Ya vuelves a imaginarte cosas horribles. Tú no eras así – en vez de añadir «entonces» en voz alta, dijo-: Si alguien le destrozó los nervios fue su madre.

– Nunca has dicho que no fuera culpa mía.

– No estás siendo razonable. Eso es solo autocompasión -pasó al carril lateral antes de volverse a mirarla con el ceño fruncido-. No habrás estado culpándote de ello todo este tiempo, ¿verdad?


– No todo el tiempo.

– De veras, no puedo imaginarme una razón por la que debieras hacerlo, así que por favor no lo hagas. Eso no puede ser bueno para tu estado mental. No creo que recuerdes a su madre, ¿verdad?

– Tampoco recuerdo a la tuya.

– Mis padres dejaron de hablarme cuando descubrieron que iba a casarme con Heather. Debo añadir que ambos éramos mucho mayores que tú. Su madre fue la razón de los problemas con mis padres. Tenía una historia detrás, ¿sabes?

– Oh, pensaba que no creías en la Historia.

– Tienes que saber esto. Es hora de que lo hagas -pasó al carril central tan abruptamente que ella pensó que el limpiaparabrisas había tomado el control de las ruedas-. Cuando fuiste lo bastante mayor como para viajar, ella y el padre de Heather se habían mudado al sur. Nos invitaban a menudo, pero siempre lográbamos encontrar alguna excusa para no ir.

– Tú nunca mientes. Tú no.

– Lo hicimos por tu bien, quizá deberías tenerlo en cuenta. Eso demuestra lo serio que era el problema para nosotros. Ella siempre estaba viendo cosas y oyendo cosas, pero cuando se estaban preparando para mudarse, todo empeoró. No se atrevía a salir de la casa hasta haber leído todos los horóscopos y consultado las hojas de té y haber echado las cartas. Y después de que se mudaran, todas las cartas que recibíamos de la madre Heather contenían alguna nueva historia. No dejaba la casa porque todo el mundo al que conocía sabía que ella podía ver el futuro y pretendía hablar con ella, y si no era eso, era ella pensando que podía prevenir el futuro que predecía cuando se mantenía lo bastante atenta. Heather fue a visitarla un par de veces, pero eso solo sirvió para angustiarlas a ambas, la madre tratando de convencerla de Dios sabe qué y poniéndose histérica cuando ella trataba de calmarla.

– Recuerdo haberme quedado sola algunas veces cuando era pequeña -dijo Amy, pero no tenía tiempo para la nostalgia-. ¿Qué tiene todo eso que ver conmigo?

– Desde mi punto de vista, el miedo la hizo perder el juicio por culpa de sus bobadas.

– Yo no tengo miedo.

– Puede que debieras tener un poco en algunos sentidos.

– Quieres decir de ti.

– Eso no me hace daño -sus ojos pestañearon mientras la señal de Partington emergía entre las profundidades grises del diluvio. Una vez que se hubo vuelto a incorporar al desfile del carril lateral, se volvió hacia ella todo el tiempo que pudo mantener la mirada apartada de las luces rojas que se extendían delante de él- ¿Es que no ves que estoy asustado por ti?

– Bueno, no lo estés. No hay necesidad.

– Si no estuviera asustado por ti… -su mano izquierda avanzó con una sacudida hacia su rostro y subió la palanca del intermitente para indicar que estaba a punto de abandonar la autopista-. Ojala tu madre estuviera con nosotros -dijo, con voz apenas audible-. Ella podría haberse enfrentado mejor a todo esto.

– Entonces intenta ser como ella.

– Te crees que a ella podrías haberla toreado, ¿eh? Creo que no le hubiera quedado más remedio que estar de acuerdo conmigo -si se le había ocurrido ofrecer alguna concesión a Amy, era evidente que había cambiado de opinión. Entró en el carril de salida, tras el cual aguardaba más lluvia para asaltar el coche, y volvió a hablar consigo mismo-. Soy yo el que tiene que vivir con ello y me corresponde a mí ocuparme. Si me equivoco en mis decisiones, que Dios me perdone.

Amy se sintió como si el frío gélido de los páramos se hubiese prendido de sus empapadas ropas. Había asumido que los recuerdos de su padre sobre su abuela habían sido la fuente del miedo con el que estaba determinado a enfrentarla, pero ahora… Se estremeció y dijo, furiosa:

– ¿De qué estás hablando?

– De cosas que deberían haberse hecho hace tiempo.

El Austin aceleró por la cuesta de la carretera de Partington y Amy vio parpadear repetidamente las luces del mercado mientras los limpiaparabrisas segaban la lluvia. Parecía como si alguien estuviese tratando en vano de apagar un incendio bajo el pálido manchón que era Nazarill. La idea hizo que se sintiera enfebrecida, tan caliente como antes había estado fría.

– No me lo cuentes, entonces -dijo, casi con la indiferencia que quería aparentar-. Mira si me importa.

– Muy pronto lo verás. Si esto no logra curarte, solo Dios sabe lo que lo conseguirá.

Si se sentía tan incómodo como parecía, pensó Amy, quizá dejaría la amenaza en el aire, dispuesta para ser renovada cada vez que no aprobase su comportamiento. Ella no iba a hacer más preguntas, no fuera que demostrasen su propio nerviosismo. El coche se precipitó colina abajo entre los terraplenes inundados de la carretera, mientras los limpiaparabrisas se esforzaban por anegar la ciudad. Por supuesto, Partington no era más pequeña de lo habitual y, sin embargo, mientras se aproximaban a ella, Amy se sentía como si las calles se estuvieran cerrando. Cada vez que una nueva rociada de lluvia gris inundaba el cristal, podían verse menos casas al otro lado del limpiaparabrisas, y se imaginaba que la vista mostraba que la ciudad había menguado al tamaño que tuviera en el pasado. Al cruzar el coche el linde urbano, las farolas parecían menos luminosas y numerosas de lo habitual. Las calles estaban desiertas, al igual que las iluminadas riendas, salvo por sus empleados, que se volvían uno tras otro para presenciar el paso de su coche. Sus rostros eran tan borrosos, bolas de carne tras los cristales, que imaginó que todos sabían a qué estaba destinada; quizá incluso anhelaban que tal destino le fuera impuesto. Entonces el coche se detuvo junto a la colosal cruz empapada que reforzaba el muro junto a la calle de Rob. Amy estaba pensando en escapar, al mismo tiempo que se decía que su padre era incapaz de nada que pudiera asustarla tanto como para justificar su fuga, cuando el autobús de Sheffield que les había hecho parar se puso en marcha perezosamente y el coche giró por la Vista del Coto.

Las casas se deslizaban tras la lluvia en las ventanillas laterales. La calle se alejaba de Nazarill tan deprisa como ella era llevada hacia allí. Los edificios interrumpían el brillo del mercado, pero a pesar de que las luces de seguridad estaban apagadas por el momento, el edificio resplandecía con la palidez de algo que hubiera permanecido durante mucho tiempo en la oscuridad. A cada balanceo del limpiaparabrisas, la pálida mole oscilaba para volverse más grande y más sólida. Solo la verja se interponía entre ella y el destino que su padre le había preparado: la verja y las puertas que habían sido levantadas desde que había salido hacia el colegio aquella mañana. Solo que, sin duda, nadie podía haber trabajado a la intemperie en un día como aquel, y al darse cuenta de esto advirtió que no había tales puertas.

La verja y la cancela se retorcieron, y entonces ellas y la vaciedad que había entre ellas se calmaron. Sus frías manos y sus fríos pies se entumecieron mientras aquella fugaz visión la hacía sentirse vulnerable a la posibilidad de ver algo peor que unas puertas que no existían, o que habían dejado de existir. Se frotó los dedos contra las palmas para recuperar el control; movió los dedos de los pies hasta sentir que la piel se irritaba por el contacto con la suela mojada de sus zapatos, mientras el coche atravesaba Nazareth Row y viraba para entrar en el camino de grava.

Mientras Nazarill magnificaba su palidez y se cernía sobre ella, la lluvia redobló su ataque contra el tejado del coche. Así podría haberse imaginado que la iluminación estaba causada por los rayos, pero en vez de desaparecer en un parpadeo, se hizo más implacable. Paralizó sus pensamientos mientras el coche se detenía en la entrada.

– Corre adentro y espérame -le dijo él-. Yo iré en cuanto aparque.

– Estaré arriba.

Él volvió la cabeza y la miró fijamente. Cualquier emoción que pudieran contener sus ojos estaba oculta tras el brillo de Nazarill.


– No -dijo-. Nada de arriba.

– Donde sea. No me importa -dijo Amy, que trató de hacer honor a sus palabras mientras rebuscaba en el interior de su bolsa. El revés de su mano rozó la Biblia y sus nudillos se toparon con la cruz. No podía asegurar de qué lado se trataba. Cerró los dedos alrededor de las llaves y las liberó de la maraña del interior del bolso.

En los segundos que tardó en rodear corriendo el coche, la lluvia le golpeó en los ojos como si la cenicienta llama de Nazarill estuviese cobrando sustancia, haciéndose astillas en el aire. El coche se apartó con un chirrido, levantando agua y gravilla con las ruedas, mientras ella llegaba frente a la enorme puerta y trataba de meter la llave en la cerradura. Apenas le parecía haber sentido que el metal se deslizaba dentro del metal cuando el mecanismo cedió. Entró a trancas y barrancas, frotándose los ojos y tratando de perforar una oscuridad más intensa que la que el pasillo debiera contener.

Escuchó cómo se cerraban las puertas tras ella. Seguían sonando como el cristal. Quizá fuera la lluvia lo que hacía que el pasillo pareciera oscuro y parpadeante pero, ¿cómo podía ser? Respondiendo a su pensamiento, la visión que tenía frente a sí se aclaró, pero lo que apareció no resultó demasiado tranquilizador: no le costaba imaginarse que los tres pares de puertas que se miraban las unas a las otras bajo la tenue luz estaban compartiendo un mensaje silencioso. Si eran sus ojos en vez de la luz lo que había estado parpadeando, eso tampoco la tranquilizaba. Sentía que, de alguna manera, Nazarill había cambiado o estaba preparada para cambiar; después de guardar la llaves en el bolso, alargó la mano hacia el picaporte de la puerta. En aquel momento, apareció una figura encapuchada tras el cristal, una figura cuyo perfil se enfocaba y desenfocaba constantemente.

Las puertas se abrieron y se llevaron consigo el agua que se arrastraba por ellas. El recién llegado era su padre; lo había sabido a pesar de no haber oído cómo se acercaba por el camino de grava. Echó atrás la capucha de su chubasquero y se limpió las cejas con el lado de la mano, un gesto que hizo que pareciera estar escudriñando lo que tenía delante. Entonces sus ojos se posaron sobre Amy y se abrieron ligeramente, como si pretendiera hacer sitio a algo más que la determinación que contenían.

– ¿Quieres subir a cambiarte antes?

– ¿Antes de qué?

O bien quería que lo obedeciera o bien creía que ella estaba fingiendo no saber a qué se refería, porque su mirada se endureció.

– Pensándolo mejor, no importa. No estás tan mojada como tu padre, y esto no debería de llevarnos demasiado tiempo.» Además, aquí dentro nunca hace frío.

Amy pensaba que sí lo hacía o que iba a hacerlo; sin duda, sus manos y pies estaban fríos. Tenía la triste impresión de que su entumecimiento la mantenía cautiva mientras observaba cómo desaparecían los dedos de su padre en el bolsillo de su chaqueta. Escuchó un tintineo metálico y él sacó un manojo de llaves: no las que solía llevar habitualmente.

– ¿Para qué son? -inquirió-. ¿De dónde las has sacado?

– ¿Para qué supones que estaba en Sheffield? En cuanto a su propósito, eso es cosa tuya. Dímelo tú -aquello sonaba bastante amenazante, pero Amy no le encontró sentido hasta que él dijo-. ¿En qué habitación estuve a punto de dejarte? ¿Ya te has olvidado? -eran las llaves de los apartamentos del primer piso. Las había obtenido en Houseall… ¿para qué?

– No vas a encerrarme ahí -dijo.

– No he dicho que fuera a hacerlo -dijo él, pero su expresión no vaciló-. Solo quiero que veas de una vez para siempre que no hay nada que temer.

– Está bien, no hay nada que temer

– No, eso no basta. Tienes que verlo. Quiero ver cómo te das cuenta de ello-dijo él, e hizo tintinear las llaves-. ¿Cuál era?

– No me acuerdo.

– Como quieras. Tengo todo el tiempo del mundo. Pasaremos por todas ellas.

– Ponme a prueba -dijo Amy, que entonces vio la posibilidad que se estaría perdiendo. Si veía algo esta vez, también él tendría que verlo-. ¿Y tu? ¿No te acuerdas? -preguntó.

– Fue en la parte delantera, lo sé-frunció el ceño, sospechando que lo que ella pretendía era forzarle a admitir más de lo que estaba dispuesto; señaló con una llave-. Creo que fue en ese. Donde vivía con su hijo ese anciano caballero que empezaba a imaginarse cosas.

– Si tú lo dices, debe de ser. Allí, sí.

No lo era, Amy lo sabía. La habitación era la del otro lado del pasillo, donde el fotógrafo había muerto y el anciano lo había encontrado… y no solo a él. De repente, la idea de aventurarse allí, incluso en compañía de su padre, no resultaba tan sugerente. Por ahora, estaría satisfecha con haberlo convencido de que la había persuadido de su error; y, por otro lado, no creía que hubiera razón para sentir miedo del apartamento en el que el anciano no había encontrado nada que temer, le advirtió una vocecilla mal recibida, para ahogar la cual, dijo:

– Vamos, entonces. Ábrela.

Quizá no debería haberse mostrado tan ansiosa. Cuando él alzó las llaves frente a su rostro, pensó que la estaba desafiando hasta que se dio cuenta de que cada una de ellas llevaba un número. Él identificó la que necesitaba y la metió en la puerta que había pertenecido durante breve tiempo a los Roscommon; Amy escuchó un tenue sonido desgarrador que creyó emitido por la cerradura. Empujó la puerta hacia dentro y sacó la llave con un movimiento rápido y brusco.

– Entra ahí -dijo.

A Amy le chocó que la iluminación del pasillo no llegase tan al interior del salón como debiera.

– No irás a…

– Ya te he dicho que no iba a hacerlo. Entra antes de que cambie de idea -se asomó al apartamento, suspiró y apretó el interruptor de la luz con los nudillos antes de devolver el manojo de llaves a su bolsillo-. Ahora puedes ver. Confío en que esto sea el fin de todas esas bobadas.

Amy contempló el salón, que guardaba un gran parecido con el pasillo panelado de una casa de campo. Sus cinco puertas, dos a cada lado y otra, la de la cocina, en la pared de enfrente, estaban cerradas; empezaba a darse cuenta del gran esfuerzo y valor que iba a costarle abrir cualquiera de ellas. Al menos no estaría sola. Se obligó a cruzar el umbral y se estremeció, lo que hizo que su padre emitiera un brusco y severo suspiro.

– ¿Ya empezamos?

Estaba detrás, muy cerca, ya en el salón. No serviría de nada decirle lo que ella, demasiado tarde, había sentido: que el apartamento los había estado esperando y que ahora los tenía. Su apariencia, burlonamente inalterada, hacía que deseara gritar, golpear las paredes hasta que los paneles se quebraran, pero se limitó a decir la menos importante de las verdades:

– Aquí hace demasiado frío.

– El tipo de Houseall debe de haber apagado la calefacción mientras el piso está vacío. Camina deprisa y no te darás cuenta.

Ella escuchó el traqueteo de la cadena y giró sobre sus talones. Su padre estaba cerrando la puerta que daba al pasillo.

– Déjala abierta -le rogó-. Que entre un poco de calor.

Él cogió el picaporte y dejó la puerta como estaba, más que medio cerrada.

– Lo haré si abres una de esas.

Amy se obligo a volverse hacia el salón. Ni sus manos ni sus pies estaban ansiosos por moverse, y su fría rigidez parecía haberse transmitido a su mente. A un lado se encontraba el dormitorio principal, al otro la habitación que correspondía a la suya, pero no estaba segura de cuál era cada una. La perspectiva de abrir la puerta que daba a la habitación sin ventanas y tener que meter la mano para encender la luz la asustaba tanto que no podía pensar. Al menos el dormitorio principal no estaría por completo a oscuras. ¿O habría cerrado su padre las cortinas cuando estuvo allí? Tendió la mano hacia la puerta izquierda, luego alargó la otra hacia la derecha y entonces se quedó inmóvil.

– ¿Qué ceremonia es esta? -preguntó su padre con dureza-. ¿Es que se supone que estás en una cruz?

– ¿No lo oyes? -dijo Amy, mientras sacudía los dedos tanto para señalar como para moverlos-. ¿Qué es eso?

– Buen Dios, niña, no vamos a llegar muy lejos si sigues haciendo esas tonterías. Por supuesto que lo oigo. En mis tiempos a eso se le llamaba lluvia.

Ella giró el torso y lo miró.

– ¿Cómo es que lo oímos? Yo ni siquiera podía oír cómo cortaban el árbol.

– Porque… porque está… -agitó una mano hacia el pasillo exterior y ella vio que se percataba de que el lento y profundo goteo provenía de algún lugar del interior del apartamento-. No me mires así -dijo, apartándose de la puerta-. Si no es la lluvia, debe de ser un grifo.

Amy sujetó la puerta, que la fuerza del movimiento de su padre estaba cerrando, y después de abrirla de par en par apoyó su bolso de tela contra ella. Él había pasado a su lado hasta la puerta de la cocina, que abrió de un manotazo antes de encender la luz. El brillo incoloro de un doble fluorescente se prendió fugazmente de las superficies de la pulcra cocina antes de reunir la suficiente fuerza como para aferrarse a ellas. Para entonces, el padre de Amy había llegado junto al fregadero, situado bajo la ventana, silenciosa e inundada y se había vuelto. Regresó al salón y levantó las manos, para expresar su incertidumbre respecto a la situación del baño. Se dirigió hacia la izquierda, tomó el picaporte y desapareció en la habitación, desde donde Amy pudo oír cómo era encendida una lámpara de cordel de forma casi simultánea al fin del goteo del líquido. Mientras trataba de encontrar alguna razón para relajarse siquiera un poco, su padre regresó al salón.

– ¿Estás más contenta ahora?

En cierta medida lo estaba, puesto que el baño tenía que ser contiguo a la otra habitación sin ventanas. Se forzó a caminar hasta la puerta del dormitorio principal y tomó el gélido pomo de latón del picaporte. Tuvo que sumar su otra mano, igualmente insegura, antes de conseguir que el picaporte girara. Entonces lo hizo y no pudo sino abrir la puerta.

Las cortinas de las ventanas no estaban echadas. Los Roscommon se las habían llevado consigo, por supuesto. Salvo las incisiones abstractas dejadas en la alfombra por el mobiliario, no había señal de que la gran habitación cuadrada hubiera estado ocupada alguna vez. Sin embargo, titubeó en el umbral, porque las paredes de los dos lados parecían empapadas de humedad.

Asomó la cabeza justo lo suficiente para localizar el interruptor y lo encendió a tientas. No había en las paredes, empapeladas con un discreto dibujo de hojas, el menor movimiento. Debía de haber visto una sombra de la lluvia, se dijo, a pesar de que lo que había vislumbrado parecía haber sido una pared de ladrillos desnudos y mojados. Logró no sobresaltarse al sentir cómo agitaba la respiración de su padre el cabello de su nuca.

– Y ahora -dijo él-, muéstrame cualquier cosa que pueda aterrorizar a una niña con la mitad de tu edad, por no hablar de una chica tan mayor como se supone que tú eres.

Amy apagó la luz. Las paredes empezaron a cambiar al instante y las sombras parecieron empapar y difuminar el papel, aunque no expusieron todavía los ladrillos.

– ¿Me lo vas a enseñar? -dijo su padre mientras la obligaba a entrar en la habitación.

Era más fría de lo que a ella le hubiera gustado… tan fría como una habitación de ladrillos desnudos y mojados.

– No puedo -tartamudeó.

– Por supuesto que no puedes. Eso ya lo hubiera predicho yo. ¿Ya has visto suficiente? -Sí, oh sí.

– Ven conmigo, entonces. -Mientras él retrocedía se sintió liberada, pero entonces vio que no se dirigía al pasillo, sino a la habitación principal. Debió de pensar que se demoraba en seguirlo, porque abrió la puerta con cierta impaciencia al llegar Amy a su lado…


– ¿Y bien? -dijo.

El frío de las paredes se arrastró hasta ella. Dado que la habitación era más grande, hacía en ella más frío que en el dormitorio, y estaba también más oscura.

– Lo mismo -le dijo.

– Enciende la luz para estar segura.

Amy apretó los puños y se forzó a cruzar el umbral. Apretó el interruptor de un golpe y la luz pareció hacer retroceder varios centímetros las paredes, al mismo tiempo que su papel cobraba vida. Durante el instante transcurrido entre que encontraba el interruptor y se hacía la luz, el espacio que había frente a ella había parecido constreñido, como si hubiera estado dividido en más de una habitación. Su padre la estaba mirando fijamente, con expresión dolorida y las cejas alzadas.

– ¿Satisfecha? -dijo.

– No hay nada que ver.

– Eso es satisfactorio, ¿no te parece? ¿O es que estabas esperando lo contrario? -al ver que ella no respondía, pasó furtivamente a su lado y apagó la luz de la habitación-. Por favor, no te vuelvas destructiva solo porque no puedas ganarme. Podrías haber roto ese interruptor. La próxima vez ejercita un poco el control, si no te importa.

Amy podría haber señalado que se estaba conteniendo más que un poco, de no ser porque una discusión hubiera demorado su marcha del apartamento. Recorrió el salón hacia la salida mientras él cerraba las tres puertas que habían abierto.

– Eso es, ve -dijo él.

Había pasado junto a la puerta de la habitación sin ventanas cuando su padre dijo a su espalda:

– Fuera no. No te pases de lista. Tienes que volver a hacerlo o tendré que poner en duda que estés curada.

Quería que abriera la última puerta. Amy se detuvo más cerca de ella que del pasillo. Estaba casi al alcance de su mano, razón por la cual apretó los brazos contra los costados.

Mientras se detenía, llevada no tanto por las palabras de su padre como por la noción de lo irracionales que eran, escuchó movimientos en el interior de la habitación sin ventanas.

Poco después de que se hubieran instalado en Nazarill, ella había visto un ratón en la vieja cocina. Lo había escuchado en la oscuridad y había encendido la luz a tiempo de ver cómo se escabullía por un agujero de la pared. Ahora había escuchado un sonido semejante a aquel (el sonido de algo que había sido descubierto en la oscuridad y estaba preparándose), solo que su fuente era mucho más grande. Apartó la mirada de la puerta para comprobar la reacción de su padre, y vio que estaba frunciendo los labios, volviéndolos del color del exterior de Nazarill. Los abrió solo para decir:

– ¿A qué esperas?

– ¿No lo has oído?

– No he oído nada. No hay nada, por mucho que te empeñes -sin previo aviso se le acercó, tan violentamente que ella se encogió y retrocedió-. No te atrevas a marcharte de este apartamento -dijo-. Quédate aquí.

Se había detenido al otro lado de la habitación cerrada y parecía dispuesto a apartar a Amy a empellones para cerrar violentamente la puerta exterior. Mientras pudiese ver el pasillo, al menos podría recordarse que alguien podría llegar a casa en cualquier momento, y entonces no estaría a solas con su padre y su obcecación. A regañadientes se colocó a su lado, pero no pudo hacer nada más. Al ver que él señalaba el pestillo de la puerta, enterró los nudillos entre sus rodillas.

– Supéralo, por el amor de Dios -dijo él-. Solo es una puerta.

– Entonces ábrela tú.

No había dicho ni dos de estas palabras antes de desear no haberlas pensado siquiera. Su padre la fulminó con la mirada y entonces se lanzó hacia delante. Ella tenía miedo de que pretendiera coger una de sus manos y obligarla a girar el pestillo, pero en cambio lo hizo él mismo. Tras la alta puerta de madera reinaba el silencio… un silencio expectante. Mientas su padre giraba el picaporte y empujaba la puerta, un olor a muerte salió reptando de la habitación, y Amy se encogió y se apoyó en uno de los paneles del salón. Entonces jadeó y su padre se volvió y la miró con severidad.

– ¿Qué demonios pasa ahora?

No podía hablar… no podía moverse. El revés de su mano derecha había tocado la pared y no había sentido madera, sino ladrillo desnudo. Por eso había soltado un jadeo y se había apartado de la pared, pero esa no era la razón de que ahora estuviera paralizada. Las oscuras paredes de la habitación sin ventanas estaban desconchadas y manchadas de humedad, lo mismo que el rostro de la figura que había retrocedido y se encontraba bajo la bombilla apagada.

Era más alta que su padre y tan delgada como el hueso. A través de un desgarrón en los harapos que podían ser lo que quedaba de su piel, entrevió una abertura arrugada que sugería que había sido una mujer. Una masa que parecía compuesta tanto de telarañas como de cabellos colgaba de su cráneo marrón. Su ojo izquierdo resplandecía, o al menos lo hacía el contenido de la cuenca antes de que volviera la cabeza para mostrar el otro ojo. Incluso si la figura no podía ver a Amy, esta podía asegurar que era consciente de su presencia, porque su brazo derecho hizo un gesto para señalar su propio rostro.

El miembro era espantosamente largo. Uno de los dedos se agitó frente al agrietado entrecejo, acaso describiendo una cruz o un signo menos angular. Quizá Amy lo supiese cuando la cosa hablase, porque un objeto ennegrecido estaba empezando a sobresalir entre los dientes sin labios. Entonces la mandíbula se abrió y cayó sobre la nudosa garganta, en un remedo de risa o un chillido mudo y desesperado, y el objeto salió arrastrándose y se escabulló entre dos costillas de la criatura.

El padre de Amy estaba escudriñando su cara y musitando de descontento. De súbito, alzó la voz como si pretendiera penetrar alguna barrera existente entre ellos.

– No te molestes. No digas una sola palabra si te supone demasiado esfuerzo el hablar con tu propio padre. -Inspiró y Amy pensó que se había percatado del olor que emergía de la habitación, pero entonces vio que estaba respirando de nuevo. Ella trataba de proferir algún sonido, siquiera un grito, cuando él le dio la espalda e introdujo una mano en la habitación.

Estaba inclinado sobre el umbral de la puerta cuando la luz se encendió. Amy vio que la figura sin ojos, con la inmensa y consumida boca, levantaba su brazo imposible. Era más que un brazo, comprendió mientras la cosa blandía el desgarrado muñón a la altura de su codo. La mano que había al extremo de aquel miembro compuesto chocó con la bombilla y la luz se desvaneció en medio de un amortiguado tintineo de cristales. Las sombras inundaron la habitación como si las brillantes paredes las hubieran exudado, y la figura se escabulló hasta el rincón más alejado de la puerta. Al cabo de un instante había desaparecido por la pared que el apartamento compartía con su vecino, atravesando una puerta donde no debía haber umbral alguno.

El padre de Amy seguía asomado a la habitación. Sus hombros se habían estremecido y alzado, pero por lo demás no había hecho el menor movimiento. Ella no podía verle el rostro. Estaba preguntándose si debería tocarlo o recordarle de alguna otra manera su presencia (y lo histéricamente que podía reaccionar si lo hacía), cuando él dijo:

– Confío en que no vayas a hacer ningún numerito por esto.

Amy abrió los labios, que estaban rígidos e hinchados, pero incluso después de habérselos humedecido y frotado entre sí, solo fue capaz de decir una palabra:

– Por…

– Por la maldita luz que ha estallado. Registra la habitación si crees que hay algo que no has visto. Estoy dispuesto a acompañarte si lo deseas.

Amy no pudo pensar en una respuesta. Él había mirado directamente al interior de la habitación mientras la luz estaba encendida y no había visto la figura, no había visto aquella mano con medio brazo, ni aquel rostro parcial y vivo. Se sentía como si la incapacidad de su padre para percibir se hubiese aposentado en su mente para aplastar sus pensamientos. Cuando él se asomó un poco más, ella se encogió, pero solo estaba apagando el interruptor para cerrar la puerta. Se volvió hacia ella y la determinación se apoderó de su semblante.

– Prepárate para un pequeño paseo -dijo, mientras registraba su bolsillo-. Vamos a visitar todas las habitaciones a partir de aquí.

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