14. Visto desde fuera

La Biblioteca Central de Sheffield era la parte gris de una amplia extensión de niebla iluminada por el sol. Mientras Oswald salía del paso subterráneo que cruzaba bajo Arundel Gate, varias decenas de niñas pequeñas vestidas con uniformes casi igual de grises habían sido reunidas por dos monjas en el exterior de la biblioteca para que las sermoneara la más voluminosa de las dos. Autobuses de diferentes tamaños y colores discurrían retumbando sobre el túnel, que les prestaba su grave amplificación, de modo que Oswald se preguntó cómo era posible que aquella suave voz irlandesa se hiriese oír. Contaba con el respeto de las niñas, por supuesto, un respeto basado en la fe en Dios. Mientras las dos primeras niñas sujetaban las puertas para permitir que sus compañeras de clase entraran en fila de a dos y las monjas caminaban al unísono para controlar el paso de la comitiva, se dirigió hacia la oficina de Houseall, pensando y decidiendo. Solo había dado unos pocos pasos cuando una voz lo detuvo.

Acababa de pasar junto a una casa con un umbral cuyo arco remedaba un haz de llameantes rayos petrificados y cuyas ventanas estaban rodeadas por símbolos demasiado ocultistas para su gusto, entre ellos un sol con ocho rayos arácnidos. Había creído que alguien había dejado un saco de desperdicios a la entrada para que se los llevaran, pero ahora vio que no era el viento gélido lo que agitaba el fardo. El montón alzó una cabeza cubierta por un andrajo de lana negra y mostró un rostro que parecía resignado a su cabellera revuelta y descolorida y a su piel fofa, porosa y amarillenta.

– Atención comunitaria -repitió en una voz que era la única razón que permitía a Oswald suponer que era una mujer; asintió con un gesto de la cabeza que hizo temblar sus mejillas en dirección a la taza de plástico que descansaba junto a la manta con la que se cubría.


La mano de Oswald se introdujo en el bolsillo, donde uno de sus dedos se coló en la argolla que llevaba las llaves del piso inferior de Nazarill. Mientras se sacudía la argolla tuvo tiempo de reflexionar.

– Ese es el nombre de la organización para la que pide, ¿no?

Ella asintió de forma enérgica tres veces y luego sacudió la cabeza otras tres con no menos vigor. Hecho esto, enterró su velluda barbilla bajo la manta, desde la que sacó una mano de venas gruesas para señalar al otro lado del enlosado azotado por el viento.

– Fui allí.

Las últimas alumnas estaban atravesando las puertas bajo la supervisión de la segunda monja y Oswald no supo si la mujer hablaba de la biblioteca o el colegio.

– Nos echaron, eso hicieron -dijo ella, sin que resultara evidente a cuál de los dos se estaba refiriendo.

– No me estaba negando a ayudarla -dijo Oswald, al mismo tiempo que encontraba algunas monedas en su bolsillo-. Solo porque una organización la haya dejado tirada no quiere decir que no puede haber otra que haga algún bien, ¿no le parece?

Ella cruzó las manos sobre el pecho para sujetar la manta, como si hubiera empezado a sospechar que él fuera a robársela. -¿Quién eres? ¿De dónde vienes?

– No tengo nada que ver con eso. Quiero decir, quién soy o de dónde vengo. Solo estaba pensando que quizá una de las iglesias pudiese ayudarla un poco.

La mujer cerró los ojos hasta que las pupilas estuvieron casi por completo ocultas por los párpados inferiores, y pareció estar dirigiéndose a alguna parte oculta de sí misma.

– Este es uno bueno. Si no es una de esas monjas tratando de meterse en tu cabeza es del rebaño de Dios, y estos dos son los peores.»

– Perdóneme, señora, pero yo vendo seguros.

Ella levantó la cabeza de una sacudida, se golpeó contra el muro de la casa, con un ruido sordo cuya suavidad confiaba fervientemente Oswald que se debiera a su gorro, y empezó a gritar con los ojos cerrados.

– ¡Quiere venderme una póliza! ¿Puedo asegurar mi manta? Me cubro el coco con ella, ¿cuenta como un techo?

– No pretendía decir… no he dicho… Por favor, señora, por su propio bien, si sigue así conseguirá que alguien llame a alguien -conforme sus intentos por calmarla lograban tan solo que se volviera más ruidosa e incoherente, Oswald empezó a sentir pánico. Sacó la mano del bolsillo y vació su contenido en la taza: tres monedas de una libra, mucho más de lo que pensaba que estaba donando. Retrocedió antes de sentirse tentado de recuperarlas mientras ella seguía con los ojos cerrados, y esperó a que hiciera una pausa para tomar aliento-. Confío en haberle sido de alguna ayuda -dijo, y se apresuró a alejarse mientras ella sacaba un pie cubierto con una pantufla de felpa para atraer la taza hacia sí.

No creía haberlo sido, no como era debido. «La caridad empieza por uno mismo», se recordó, y no fue consciente de haber hablado en voz alta hasta que una mujer, que paseaba a un niño protegido del mundo por un escudo de plástico colocado delante de su carrito, lo miró con severidad. Dobló varias esquinas, tras cada una de las cuales el viento pareció renovar su gelidez, y pasó frente a una catedral varios siglos menos medieval de lo que aparentaba a primera vista. Para entonces, el rumor del tráfico que discurría a sus espaldas había cedido el paso a su gemelo de Fargate.

La oficina de Houseall se encontraba allí, bajo una gárgola cuya mueca parecía estar forzada por la tubería oxidada que sobresalía de su boca. Unas letras plateadas rezaban HOUSEALL – PROPIEDADES A LA VENTA a lo largo del amplio escaparate de cristal cilindrado, en el que vio, junto a las fotografías colgadas allí para atraer la atención de los transeúntes, la fachada de Nazarill. Recordó la sombría tarde en la que Dominic Metcalf había tomado la fotografía de Nazarill y todos sus habitantes. Ahora el roble del jardín ya no estaba y Oswald se sintió desorientado, incapaz de imaginar cuándo podía haber sido fotografiado el edificio. Arkwright debía de haberlo hecho durante su última visita, pensó mientras entraba cansinamente en la oficina.

Al otro lado de una moqueta tan verde y tan mullida como el moho, la recepcionista levantó la cabeza para examinarlo. Con el polo negro que ocultaba su garganta, el pelo confinado con tal severidad a la parte superior de su cabeza que igualmente podría haber estado llevando un lustroso sombrero negro, por no mencionar la agudeza de la barbilla y los pómulos y el exagerado arqueo de sus cejas pintadas, parecía tan temible como de costumbre.

– Ah, sí, el señor… sí -comenzó, nombrándolo más o menos-. Tendrá las llaves, supongo.

– Para eso estoy aquí -Oswald metió la mano en el bolsillo que acababa de vaciar de monedas y atravesó la habitación. Dado que ella no extendía una mano para recogerlas, las dejó sobre el impecablemente blanco escritorio, donde ella las separó con una uña para asegurarse de que seguía habiendo seis.

– Gracias -dijo ella, o al menos algo parecido, lo que hizo que Oswald se sintiera tan despechado que dejó escapar:

– Nadie quiere oír una palabra.

Ella no parecía preparada para la pregunta a la que él se refería.

– El señor Arkwright -dijo él.

– Ya sabía a quién se refería -lo miró como si quisiera imprimir su gramática en él. Si podía vivir con las miradas de Amy, pensó Oswald, los ojos de una recepcionista no lo desalentarían. Después de no demasiados segundos, al menos de acuerdo con la medida del tiempo, ella alargó la mano hacia la centralita que, a juicio de Oswald, trataba como si fuese un juego de campanillas para el servicio. En aquel momento, la puerta que había a su lado se abrió.

– Ahórrese el esfuerzo -dijo Oswald-. Aquí está.

Era de hecho Arkwright, el rubicundo cuero cabelludo tan desnudo y limpio como las alargadas y suaves mejilla, o la cuadrada barbilla.

– Si están ustedes contentos, yo también lo estoy -le estaba asegurando a una pareja de mediana edad mientras se abrochaban sendos abrigos que parecían más pesados que la moqueta -. Cada vez que le encuentro a alguien una casa pienso que es una nueva muesca en mi libro personal. -Los acompañó hasta la puerta y, tras habérsela abierto, se volvió hacia Oswald-. El señor Priestley, y ni tan siquiera un día tarde. Es bueno saber que todavía hay gente en la que uno puede confiar. Pase un minuto.

Después de haberlo precedido al interior de aquella oficina llena con doce escritorios, cada uno en el interior de un cubículo de tres lados cuyas partes traseras se unían en mitad de la alargada habitación, Oswald dijo:

– ¿Algo para nosotros?

– ¿A qué se refiere?

Oswald se dejó caer sobre una silla de cuero que parecía haber estado conteniendo la respiración, y esperó mientras Arkwright se sentaba, arrancándole un jadeo a su propia silla.

– La pareja a la que ha acompañado hasta la puerta, me preguntaba si podrían ser para nuestro piso inferior.

– Se mudan a un apartamento. A su edad, es la primera casa que tienen, ¿puede creerlo? Y acaban de casarse.

Oswald recordó el día en que Heather y él habían elegido su casa, recordaba haber estado sentado con ella de la mano frente a una mesa como esa. Al recordar cómo le había apretado la mano mientras ambos decían casi al unísono que se habían decidido por una casa, se le encogió el estómago. Ella se había ido, pensó, y él debía ser dos personas para Amy, tan fuerte y tan sabio como dos y, si era necesario, tan insensible a los argumentos. Ese pensamiento se le antojó tan importante, tan capital para fijarlo en su mente, que hizo falta que Arkwright se aclarara la garganta y tosiera para recordarle dónde estaba.

– Lo siento -dijo, y al ver que eso resultaba insuficiente-: ¿Disculpe?

– ¿Cuándo va a contármelo? Lo de ayer, como quiera que lo llame usted. El experimento de ayer.

– Funcionó. Estoy seguro de que lo hizo.

– Eso resulta tranquilizador. ¿Algo más que pueda contarle a mi jefe? ¿Algún detalle?

– Lo que prometí. Pasamos por todas las habitaciones y no había nada que ver.

– Eso es lo que su hija dijo, que no había nada…

– Exacto. Le pregunté y lo hizo.

– Y lo decía en serio…

– Bueno, ya sabe cómo son a esa edad. Supongo que todas son lo mismo. Si les pides una respuesta te miran como si les estuvieses poniendo las palabras en la boca. Pero como le he dicho, respondió. Dos veces, a decir verdad.

– Obviamente usted, siendo su padre, sabrá si eso es suficiente.

– Ella es consciente de que ha hecho mal, eso es lo principal.

– Si usted lo dice, señor Priestley…

Oswald se sintió reprendido, como si no hubiera hecho suficiente. Quizá fuera así por el momento, pero sin duda Arkwright podría ayudar en vez de limitarse a desaprobar su conducta.

– Estoy asumiendo que usted no sabe de nada que pudiera volver a asustarla -dijo entonces.

– No estoy muy seguro de entenderlo.

– Creo que ella es consciente de lo mucho que me enfadaría yo si tratara de sacar algo más para seguir organizando escándalo. Viejos fragmentos de historia, digamos. Usted y yo sabemos que no hay nada más que eso, pero me estaba preguntando si alguien que la hubiera escuchado en la radio podría tener razones para pensar de otra manera, si podría existir algo más que ese alguien pudiera contarle.

– No puedo prever lo que cualquiera pueda ir a contarle.

– Solo para dejar clara la situación, eso significa que no hay nada que saber, ¿verdad? Ya sabe cómo funciona su mente. ¿No habrá nada que ella haya podido exagerar pero que existiera desde el principio?

– Pues sí. Yo pensé eso mismo después de conocerla, de modo que lo comprobé. Ni siquiera creo que su hija… no, no veo cómo pudo saberlo, cuando fue hace tanto tiempo. En todo caso, quizá no debería usted contárselo.

– Creo que debo ser yo quien juzgue eso.

– Por supuesto, sin duda. No estaba tratando de… Estamos hablando de hace cientos de años. Doscientos, como mínimo, y más bien cerca de trescientos.

– No tiene que convencerme de que se trata de historia antigua. Cuéntemelo sin más, de hombre a hombre.

Arkwright se inclinó hacia delante en su silla, que ya se había desahogado con una exhalación inadvertida.

– ¿Cuánto sabe usted sobre Nazarill?

– Es mi casa y la de mi hija.

– Muy bien. No obstante, es posible que haya usted oído que antes de eso, en la era victoriana, era la sede de unas oficinas. Y antes de eso, no demasiado.

– Sin duda debe de haber sido algo.

– Oh, por supuesto. No por mucho tiempo, claro. Durante un largo período, no fue más que una osamenta. Había sufrido un incendio, ¿sabe?

Oswald creía que sí, pero sentía que debía ver algo más en ello, o al menos eso era lo que el otro esperaba de él.

– Muy bien, un incendio. No creo que ella pudiera sacar demasiado de eso.

– De un simple incendio no, no creo que nadie pudiera hacerlo.

– Por sus palabras, se diría que hubo algo más.

– Bueno… sí. Lo que ocurre muy a menudo cuando se quema una casa, aunque déjeme que le asegure que nunca ha habido uno en una propiedad vendida por nosotros.

– Quiere decir que alguien murió.

– Esa es la cuestión. Para ser totalmente precisos, y no es que ello tenga la menor importancia al cabo de tanto tiempo, estoy seguro de que estará usted de acuerdo, unas cuantas personas.

– ¿A qué llamaría usted unas cuantas personas?

– No sabría decírselo en términos numéricos. Algunas, si no estoy confundido. Por lo que yo sé, todos los internos y el personal.

– Todos los…

– Del hospital. No un hospital como nosotros utilizaríamos el término, entiéndame, no en aquella época. Supongo que a nosotros nos costaría creer lo poco seguros que eran algunos de esos lugares, sin nadie por allí para comprobar las cosas, sin nadie como usted para asegurarse de que los internos estaban seguros.

– Algunas cosas han mejorado -los pensamientos de Oswald se demoraron momentáneamente sobre ello, pero no era ese el asunto que quería traer a colación-. Internos es la palabra que ha utilizado usted, ¿verdad? Solo lo pregunto para estar preparado en el caso de que algo llegue a oídos de mi hija, pero, ¿de qué clase de lugar estamos hablando?

– No sé cómo lo llamarían en aquella época, pero, ¿sabe?, era lo más cercano a lo que nosotros llamaríamos un hospital mental.

– Un manicomio.

– Esa es la idea, aunque supongo que es usted consciente de que en aquella época trataban a los pacientes de manera diferente a como lo hacemos hoy en día con las personas con un historial psiquiátrico.

– Demasiados de ellos están vagando por las calles en vez de recibir atención.

– Eso se lo concedo. Puede que en Nazarill no los tratasen mal. Las cosas debieron descontrolarse un poco, pero no creo que necesitaran lo que nosotros habríamos considerado una excusa para prenderle fuego al lugar.

– ¿Eso es lo que usted cree que ocurrió, o lo sabe a ciencia cierta?

– Es parte de una historia que la prometida de mi sobrino pudo encontrar en los archivos del periódico en el que trabaja.

– No debió de ser algo fácil de desenterrar.

– No lo fue. Mi sobrino dice que les debo a cada uno de ellos una botella de buen vino… Oh, sigo -dijo Arkwright, al tiempo que bajaba las cejas para mostrar su comprensión-. Los archivos no están informatizados, sino en microfichas. A menos que alguien supiera lo que estaba buscando y cómo buscarlo, nunca lograrían encontrarlo.

– Y esa vieja historia no puede ser conocida por la gente…

– Nada de eso. No me importa decirle que ni siquiera nos lo olimos cuando adquirimos la propiedad.

– Confío en que no hubiese supuesto diferencia si lo hubieran hecho.

– Tiene usted mi palabra sobre eso -dijo Arkwright, que miró a Oswald.

– Usted tiene la mía de que mi hija no sabrá nada de esto por mi boca.

– Gracias.

– Y, suponiendo que alguien que conociera la historia hubiera escuchado a Amy en la radio y pretendiera ponerse en contacto con ella, a estas alturas ya lo habría hecho, ¿no cree?

– Yo diría que sí.

– Y no es que se me ocurra ninguna razón para que nadie quisiera hacerlo.

– Estoy seguro de que no la hay, pero en el improbable caso de que ambos nos equivoquemos, quizá me permita pedirle que haga cuanto esté en su mano para alejar cualquier problema.

– Aquí está mi mano.

Arkwright reflexionó un instante antes de aceptarla, mientras se ponía en pie. Quizá la elección de palabras de Oswald lo había desconcertado, aunque este no las consideraba demasiado anticuadas.

– Gracias por pasar por aquí -dijo Arkwright para poner fin a un apretón flojo y rápido-, y gracias por todos sus esfuerzos.

– Es lo menos que podía hacer.

Arkwright se detuvo como si pensase que las palabras eran más ciertas de lo que habían pretendido.

– Sé que podemos confiar en que tomará usted todas las acciones necesarias -dijo mientras se deslizaba entre la mesa y la partición-. Después de todo, no lo estaría usted haciendo solo por nosotros.

– Comprendo -dijo Oswald. Volvió a estrecharle la mano y la sujetó hasta que Arkwright respondió con igual firmeza, lo que le hizo sentirse como si este estuviera satisfecho por el momento, o exhortándolo a hacer más. Oswald no necesitaba que lo exhortaran. Quizá había esperado que el encuentro lo convencería de lo contrario, pero ya sabía que no había hecho lo suficiente.

Mientras salía de la oficina de Houseall, el viento lo azotó en el rostro y el frío gélido se coló por el cuello de su camisa. Hasta que se puso el abrigo sintió el frío como imaginaba que debía de sentirlo la mujer de la manta. Al menos sabía que no estaba del todo solo. Había oído lo suficiente como para saber que alguien tenía una visión de Amy que podía ayudarla: su profesora de Religión.

Se volvió de cara al viento y la fotografía de una Nazarill desierta apareció ante sus ojos. Fuera lo que fuese lo que Amy pudiera inventar sobre el lugar, era preferible a que descubriera que había sido una vez, no importaba cuántos años atrás, un manicomio. ¿Cómo podía haber sido tan débil como para permitir que lo forzara a contarle la verdad sobre su abuela antes de que estuviera seguro de que había llegado el momento de hacerlo? No era Nazarill lo que fallaba, era él.

El viento lo apremió a doblar las esquinas que había hasta la casa con los símbolos secretos. La mujer de la manta había desaparecido, pero no tenía la menor dificultad en recordar sus ojos, fijos en sí mismos y resplandecientes con una pátina de miedo. Las revelaciones de Arkwright le habían dejado ansioso por ver a Amy, por asegurarse de que se encontraba bien o, por lo menos, de que no había empeorado. Se apresuró a cruzar el paso subterráneo, que ululó como un enorme búho de piedra mientras una ambulancia a la carrera detenía el tráfico, y subió al aparcamiento.

Para cuando hubo cruzado la barrera de salida, el tráfico discurría con la acostumbrada rapidez. Una vez que logró incorporarse a la corriente, esta lo llevó hasta el extremo de Sheffield. No tardó en divisar a las chicas con el uniforme rojo oscuro del que Amy tanto se quejaba. Mientras hacía virar el Austin para entrar en la calle lateral, las últimas recorrieron corriendo el patio para entrar en un edificio que parecía haberle prestado al uniforme su color. En vez de utilizar el aparcamiento del colegio, siguió conduciendo hasta que el muro lo ocultó del edificio.

No le preocupaba que Amy pudiera verlo, a pesar de todos los problemas que eso podía causar. Pero quería observarla antes de que ella supiera que estaba siendo observada. Paseó hasta el lugar en el que el muro daba paso a una verja, a través de la cual pudo ver cómo aparecía la directora en la clase de Amy y comenzaba a dirigirse a las niñas que se sentaban invisibles bajo las altas ventanas. El vendaval lo empujó hacia el patio al mismo tiempo que tiraba de su capucha.

La secretaria del colegio, una mujer de rostro alargado con una gran cabellera pelirroja apartada de su alta frente y recogida a la altura de su nuca, apareció en su ventana del vestíbulo decorado con paneles.

– Señor Priestley, ¿tan pronto de vuelta?

– No pueden librarse de mí, ¿eh?

– ¿Ocurre algo…?

– Quería tener una charla sobre los progresos religiosos de Amy. La última vez no tuve la oportunidad de hablar con la señora Kelly. ¿No está?

– Debe de estar en la sala de profesores. Al otro lado del pasillo de la oficina de la señorita Sadler. Ya conoce usted el camino.

Así era: pasaba junto a la clase de Amy. El sonido de un coro que ensayaba en el salón de actos flotó hasta él. Las voces, jóvenes y puras, entonaban «Majestuosa Gloria» mientras él pasaba junto a habitaciones llenas de niñas que trabajaban, con los rostros vueltos hacia sus profesores o posados en sus libros. La salida de incendios que había junto a la clase de Amy se cerró de un golpe a su espalda y tres pasos más le ofrecieron una visión de su aula a través del cristal que ocupaba la mitad de la puerta. La encontró al instante y sus entrañas se volvieron frías y vacías.

Estaba sentada en la segunda fila, con la cabeza inclinada sobre un libro de ejercicios… la cabeza sin casi rastro del pelo que a Heather tanto le gustaba cepillar. Entre sus compañeras de clase resultaba completamente inapropiada, como si acabara de llegar desde un lugar diferente. Mientras veía cómo recorría su bolígrafo la página a toda prisa, no pudo evitar preguntarse si no estaría fingiendo para la directora. Las puertas de incendios temblaron mientras el viento entraba en el edificio, y repentinamente tuvo miedo de que ella levantara la mirada hacia él… no miedo de que lo viera, sino de lo que vería él en sus ojos. Se pegó a la pared opuesta y se apartó de la puerta antes siquiera de que la profesora advirtiera su presencia.

La señora Kelly lo estaba observando desde la clase de al lado. Abrió la puerta de inmediato y alzó las cejas tanto como le era posible.

– ¿Puedo ayudarlo?

– Venía a verla. Siento no haber podido concertar una cita, pero me encontraba por la zona.

El rostro de ella no se había relajado todavía cuando por fin dijo:

– Usted es el padre de Amy Priestley.

– Confío en que eso sea un cumplido.

Aquel desesperado deseo era casi una plegaria, y ella no le prestó atención.

– Si no le importa cerrar la puerta -dijo mientras caminaba cojeando hasta la mesa, llena por completo con libros de ejercicios-, no nos molestarán.

Oswald cerró la puerta y se apoyó sobre la mesa, frente a ella. Emitió un crujido agudo y la señora Kelly la miró con el ceño fruncido, y luego a él.

– Puede sentarse si lo desea.


Oswald obedeció, sacando una pierna al pasillo que formaban las sillas. Después de observar sus esfuerzos por ponerse cómodo, la señora Kelly dijo:

– Si me permite decírselo, señor Priestley, parece usted preocupado.

Su voz resonó como un eco en la vacía sala. Él pensó que era capaz de atravesar las paredes, y habló en voz baja para hacérselo saber a ella.

– ¿Cree que debería estarlo?

– Francamente, sí.

Oswald descubrió, con asombro, lo profundamente que había deseado que ella no dijera eso… con asombro por su propia debilidad.

– Por favor, dígame lo que piensa -dijo, sintiéndose como un alumno no especialmente capaz pero sí muy cooperativo-. Quiero oírlo.

– Tengo la sensación de que usted piensa como yo, señor Priestley. Las niñas de esa edad necesitan una dirección firme y a nosotros nos ha sido encomendado proporcionársela.

– Lo mismo creo yo.

– Más aún cuando hay influencias poco saludables involucradas.

– ¿Se refiere usted a algo en particular? -dijo él, y al oírse de dio cuanta de que no parecía un estúpido, sino algo peor: deshonesto, renuente a admitir lo que sabía-. Ayer escuché el final de su conversación. Por eso estoy aquí, para averiguar lo que quería usted decir.

– Hubiera creído que usted lo sabría.

– Estoy seguro de que lo sé, pero oír a alguien más que sé preocupa por ella expresándolo con palabras…

– Le estaba diciendo a su hija que parece que algunos de sus intereses no son solo poco saludables, sino impíos. Me pregunto si sabe usted lo lejos que ha llegado esto.

– Se refiere a ese asunto del fantasma. Eso está solucionado. La llevé al lugar en el que aseguraba haberlo visto y le mostré que allí no había nada.

– Así que ella creía que lo había.

– En ese momento no lo dijo. Apenas tenía la mitad de su edad actual, ya sabe, la edad de los cuentos de hadas. Puede que lo soñase y creyera que lo recordaba, pero ahora ha visto con toda claridad que no podía haber sido así.

– Supongo que eso debe de tener cierta importancia.

– Pero usted no lo cree.

Oswald vio al instante que se había precipitado, pero aparentemente esa no era la causa de su desagrado.

– Me temo que pienso que, si fue capaz de llegar a pensarlo, es porque ya estaba hacía tiempo en el mal camino.

De nuevo, Oswald se encontró deseando que ella hubiera dicho otra cosa.

– ¿Y tiene usted alguna sugerencia? -dijo con una rudeza que estaba completamente dirigida a sí mismo.

– Voy a decirle algo ahora que he contado a muy poca gente.

– Vaya, gracias -dijo Oswald antes de preguntarse si la gratitud acabaría por ser apropiada para la ocasión-. ¿Qué es?

– Cuando yo tenía su edad -dijo la señora Kelly mientras alzaba las cejas para señalar a la clase que había tras él-, caí bajo el influjo de alguien poco recomendable. Un chico, para ser exactos.

Inseguro de la sorpresa que se esperaba que expresara, el señor Oswald asintió.

– Ajá.

– Y mis padres reaccionaron como ha hecho usted últimamente.

– Ah, ajá. ¿Cómo fue eso?

– Me encerraron en mi habitación hasta que juré sobre la Biblia que nunca volvería a acercarme a él.

– Sin duda, eso es una posibilidad.

Quizá la señora Kelly creyera que se estaba tomando su revelación demasiado a la ligera; frunció sus arrugados labios hasta arrebatarles virtualmente todo color.

– Puede que nuestros derechos ya no sean los que eran pero, ¿no puede castigarla en casa por las noches hasta que vea usted un cambio?


– No veo por qué no.

– Entonces debería hacerlo, señor Priestley, antes de que sea demasiado tarde.

Esto le sonó a Oswald como una liberación a la que dio las gracias. Estaba dolorosamente tieso tras el pupitre y se había raspado la parte alta de los muslos con la tabla; entonces escuchó la voz de una chica que se alzaba en una discusión.

– ¿Es…?

– Creo que es muy posible que lo sea.

Era Amy preguntando algo. No había nada objetable en ello, pero la estridente agresividad de la voz que llegaba desde detrás de la pared lo consternó. Tardó pocos segundos en darse cuenta de que debía de haber levantado la mirada de su mesa.

– ¿Hay alguna otra salida que pueda utilizar?

– ¿Otra? -dijo la profesora, y luego, con cierta incredulidad-: Oh, ya veo.

– No quiero empezar dándole una excusa para enfadarse cuando llegue a casa.

La señora Kelly dejó que el silencio se prolongara durante un período de tiempo incómodamente largo. Por fin, dijo:

– Si pasa usted junto al despacho de la señorita Sadler podrá salir sin ser visto.

Oswald le dio las gracias con, esperaba, suficiente vigor para abarcar toda la charla, y salió al pasillo. Una ráfaga de viento lo ayudó a cerrar la puerta con algo más de fuerza de lo que había pretendido. Una vez se encontró en el pasillo reservado para el personal se sintió un poco menos asustado, pero se apresuró a dirigirse hacia la imponente puerta que había frente a la oficina de la señorita Sadler. Mientras se escabullía por el lado del colegio opuesto al de la clase de Amy, y junto a una sucesión de voces que llegaban desde detrás de los cristales, el viento no dejaba de azotarle el rostro.

Entró en el Austin dando un portazo y cerró la ventanilla por completo, para que no entrara el gélido viento. Tenía la impresión de que ya sabía todo cuanto necesitaba saber y solo necesitaba ordenarlo. Pero ningún pensamiento parecía capaz de ubicarse en su mente, y entonces una campana tañida al viento se hizo oír para anunciar el recreo de la tarde en el colegio. Se alejó tan rápidamente como le fue posible arrancar el coche.

Ya en la autopista, las ráfagas de viento hicieron lo que pudieron para sacarlo de cualquier carril que se hubiese empeñado en elegir. Al llegar a la salida se encontró con un vendaval que por algunos segundos pareció capaz de empujarlo hacia atrás. Siguió acosándolo y, más tarde, tendiéndole emboscadas, mientras se aferraba al volante y conducía por el páramo. Entonces Partington apareció frente a él y su pie vaciló en el acelerador.

El coche había sido golpeado por una ráfaga de viento tan fuerte que el parabrisas se estremeció, pero no era eso lo que había hecho que Oswald se sintiera inseguro de repente. Nazarill se había alzado sobre las amontonadas calles como si la ciudad la estuviera expulsando y, contra todo lo que creía, la visión le hizo preguntarse si no habría sido un error traer a Amy a vivir allí. Ahora que le había contado lo de sus antecedentes familiares, ¿cómo se sentiría si, a pesar de todos sus esfuerzos por evitarlo, acababa descubriendo que Nazarill había sido antaño un manicomio?

El coche dio una sacudida y casi se detuvo en seco. Agarró el cambio de marchas, lo movió violentamente por todas sus posiciones, describiendo una especie de cruz, y, después de meter primera, pisó el acelerador. Por el momento no parecía haber otra posibilidad que avanzar contra el inhóspito viento. No podía, sin más, sacar a Amy y a sí mismo de Nazarill, entre otras razones, y no la menos importante, porque eso supondría desdecirse de promesas que, cuanto menos, había hecho implícitamente al representante de Houseall. Pero, ¿acaso no era el bienestar de Amy más importante que cualquier otra cosa?

La carretera descendió bruscamente y luego ascendió para entrar en la ciudad, que blandió la señal del límite de velocidad frente al coche. Las primeras casas no solo interrumpieron su visión de Nazarill, sino también, se diría, su capacidad de tomar una decisión. Giró el Austin en Vista del Coto, donde una teja de una casa yacía hecha añicos en mitad de la calzada. Justo en el mismo momento en que una de sus ruedas destrozaba un fragmento de teja, Nazarill reapareció al final de la avenida. Al instante supo, sin la menor duda, que había estado equivocado.

El parabrisas volvió a trepidar mientras el coche emergía en Nazareth Row, pero la verja de Nazarill permaneció firme. Ya no había un roble para inclinarse y sacudirse y agitar sus ramas; quizá era por eso por lo que la propiedad parecía tan inmóvil. Cuando entró en el camino de grava, el viento menguó como si el edificio lo hubiese aspirado. Una vez encontró su lugar en el estacionamiento, una nueva brisa le levantó la capucha mientras lo empujaba al otro lado de la esquina. Deslizó la llave en la cerradura y se refugió en Nazarill.

Allí lo esperaban la calidez, el silencio y una luz tan suave como el brillo de las velas en una iglesia, para aliviar cualquier duda que pudiera albergar. Aquel era su hogar y el de Amy, y solo necesitaba encontrar la manera de conseguir que ella se sintiera como él. Las plegarias podrían ayudar, y comenzó a murmurar para sus adentros al mismo tiempo que subía las escaleras. Mientras se dirigía hacia su puerta no se encontró con nadie que lo interrumpiera. Tras ella, los grandes ojos de las fotografías enmarcadas parecían asombrados por su deseo de ser guiado por el buen camino. Dejó las luces apagadas y caminó entre las habitaciones a oscuras, hasta que por fin cayó de rodillas al pie de la cama.

– Por favor, ayúdame a mantenerla aquí. Sé que es el mejor lugar para ella. Pensé que tal vez no lo fuera, pero ahora veo que estaba confundido. Bastaría con que ella la lo viera como nosotros sabemos que es. Por favor, dime lo que debo hacer.

Sintió la piedra fría bajo la calidez de Nazarill. Juntos, sugerían una vida sostenida en equilibrio. Creyó que podía sentir la verdad, reuniéndose como la oscuridad; pronto resultaría clara para él. Pero todavía había un residuo de luz en la oscuridad y él seguía rezando, soñoliento y paciente, cuando sonó el teléfono.

Hundió los codos en el colchón para ponerse en pie y corrió hasta el aparato.

– Priestley. -Papá.

– Sí, Amy. ¿Qué quieres? -dijo Oswald, e inmediatamente lo supo.

– Una de mis amigas quiere que me quede en su casa esta noche para que podamos hacer los deberes juntas.

No solo había estado él en lo cierto, sino que creyó detectar la mentira en su intento por parecer despreocupada. Apretó el receptor con fuerza. El plástico era tan delgado como la muñeca de Amy cuando la había llevado a Nazarill.

– No creo que sea buena idea. Dile a tu amiga que venga a casa contigo.

– Pero vive aquí, en Sheffield.

– Razón de más para no quedarte con ella -al escuchar el crujido del plástico, Oswald relajó su mano. No era necesario mostrarse violento, solo firme-. Vuelve a casa ya, por favor. La cena te estará esperando, y yo también -dijo, y le colgó.

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