Mientras el rostro de la chica se apartaba de los nudillos de Oswald y sus intolerables ojos se ponían en blanco y se unían sus ojerosos párpados, él experimentó tal oleada de alivio que tuvo que persignarse de gratitud. Tuvo tiempo de completar el gesto mientras la espalda de la muchacha golpeaba la parte trasera de la cama. El cuerpo vestido de negro se tambaleó como si estuviera a punto para ejecutar una danza convulsa, y entonces cayó de espaldas sobre el edredón y se quedó inmóvil.
Por el momento el rostro de su hija estaba en paz, a menos que también eso fuera un truco. El libro que había amenazado con destruir yacía a su lado, como si se hubiese quedado dormida leyéndolo… como si estuviese interpretando una perversa parodia de la niña que era antes. El pensamiento le hizo apretar los puños, pero no debía dejar que la cólera lo abrumara, por muy justificada que fuera. No debía hacer más que lo que era necesario, y no tenía razón alguna para sentirse consternado por la marca de su frente: su rostro mostraba otras señales mucho peores que ella misma se había infligido. Quizá ese había sido el comienzo de todo, quizá todo ese metal que se había insertado en el cuerpo la había envenenado. Tan pronto como se le ocurrió esta idea, se inclinó para sacarle los pendientes de las orejas, siete impíos y cálidos pedazos de metal, y los arrojó por la puerta. Se sintió como si estuviera expulsando al mal, o más bien como si estuviese empezando a aprender cómo hacerlo. Mientras el último de los aros chocaba contra el cristal de la fotografía que había al otro lado de la habitación, después de haber dejado una marca rojiza sobre las fosas nasales de Amy, se secó la mano con aire fastidioso sobre la manga y levantó la muñeca de ella.
Encontrarle el pulso fue una tarea más desagradable de la que había sido la de limpiar su rostro de las desfiguraciones. La agitación inconsciente de la huesuda muñeca parecía en demasía una infestación de la carne, algún parásito que su falta de hábitos saludables hubiera animado a crecer. En cuanto estuvo seguro de haber encontrado el pulso, arrojó el brazo lejos de sí y los dedos de su mano inerte golpearon sin fuerza la pared antes de caer sobre la almohada. Si su inconsciencia hubiera sido fingida, el dolor la hubiera obligado a traicionarse. Podía dejarla sola mientras se aseguraba de que se quedaría donde no pudiese hacer más daño.
Recogió el libro antes de salir de la habitación. Apagó la luz, cerró la puerta y, después de haber dejado el libro en la estantería, se dirigió al armario que había frente al baño. Cogió las dos primeras sábanas del montón -solo Dios sabía cuándo había sido la última vez que ella había cambiado las de su cama- y las ató juntas con todas sus fuerzas. Enrolló un extremo de su improvisada cuerda alrededor del picaporte del cuarto de su hija y la puso tirante mientras ataba el otro extremo al de la puerta del baño. Eso debía de bastar para mantenerla encerrada si recobraba la conciencia antes de lo que él pensaba.
– No tardaré mucho -dijo en voz alta, y después de negarse el lujo de esbozar una mueca ante el desorden del salón, salió del apartamento. Echó la llave de la cerradura de muesca y corrió escaleras abajo. A medio camino creyó escuchar cómo se cerraba una puerta pero, dado que esto no era posible, no le importó. Se apresuró junto a los seis apartamentos cerrados del primer piso y dejó entrar la noche.
Las luces de seguridad señalaron su sombra a lo largo del paseo y tuvo la impresión de que Nazarill lo apremiaba, se comprometía a mantener encerrada a su prisionera hasta que él regresara a ella. Eso sería lo antes posible, entre otras cosas porque se sentía indefenso con solo el cielo cuajado de estrellas sobre la cabeza. Cuando se refugió en el coche, su techo le pareció liviano y demasiado cercano a la cabeza. Sus manos y sus pies se dedicaron a sus tareas, hicieron girar el coche en el aparcamiento y lo enviaron en persecución de su sombra salpicada de gravilla.
No había tráfico en Nazareth Row, así que su pie no tocó el freno. El coche se incorporó sin detenerse al Camino de la Poca Esperanza, en dirección a la puerta de hierro que había más allá de las pocas tiendas que antecedían al mercado. Entonces un guardia uniformado se interpuso en el camino del vehículo y alzó una mano.
– Lo siento, pero no puede seguir, señor.
Oswald recordó el lugar en el que se encontraba y usó los frenos antes de salir del coche.
– Esa nunca ha sido mi intención, Shaun.
– Oh, señor Priestley. Yo no… -el joven apartó la mirada de lo que lo había confundido y encontró otra excusa para hacer su trabajo.
«¿No quiere apagar las luces?
Aparentemente, Oswald se había distraído por su ansiedad por regresar a Nazarill. Se inclinó dentro del coche y, mientras identificaba el interruptor, escuchó cómo era echada la reja en la puerta de una tienda.
– Espero que no sea demasiado tarde -rogó.
– ¿A qué tienda va?
– Carpintería -dijo Oswald, que a punto estuvo de llamarlo el trabajo del Señor-. Algo de trabajo en casa -dijo con cierta vehemencia.
– Hágalo usted mismo -pareció aconsejarle Pickles, y entonces se explicó-. Bricolaje. Les pediré que no cierren todavía si se da usted prisa -dijo, marchándose por el pavimento iluminado por las farolas mientras lanzaba miradas hacia atrás, para asegurarse de que Oswald le seguía los pasos-. ¿Y en casa…?
Oswald pensó que le estaba ofreciendo algún consejo más, hasta que se dio cuenta de lo que le estaba preguntando.
– Está recibiendo tratamiento -dijo, adelantando al guardia bajo el cielo, que no resultaba más tranquilizador a pesar de haber sido exprimido y reducido sobre su cabeza. La palidez derivada del brillo del mercado sugería que estaba a punto de hacerse
pedazos. Fue el primero en cruzar la entrada de El Paraíso del Mañoso, pero fue Pickles quien habló:
– Tenemos un caballero aquí que necesita ayuda.
El mayor de los tres hombres vestidos con monos amarillos, sobre los que sendas letras H se apoyaban mutuamente, les indicó con un leve movimiento de la cabeza que podría ser persuadido para levantar la vista de los papeles que estaba examinando con el ceño fruncido.
– Dígame lo que necesita y yo se lo traeré.
Más que la profusión de estanterías esqueléticas, era el olor metálico de la gran habitación lo que estaba confundiendo a Oswald, pues le recordaba al de la sangre, así que nombró los objetos según se le fueron ocurriendo.
– Un martillo, por encima de todo. Clavos… creo que no. Un cincel podría resultar útil, y, por supuesto, un destornillador. Hoy en día los hacen con puntas, ¿no?
El más joven de los dependientes estaba registrando la tienda en busca de lo que había dicho. Se detuvo para añadir un destornillador con puntas a su pedido y examinó a Oswald con una paciencia tan visible que era su propia contradicción.
– Eso es lo que más necesito -dijo Oswald, cogiendo la caja.
Su insistencia en pagar en metálico le valió una mirada de desaprobación del encargado, presumiblemente por haber aumentado el papeleo, pero un instinto le había vuelto reacio a firmar con su nombre.
– Dejémoslo en trece -dijo el encargado, ahorrándole a Oswald algunos peniques y a sí mismo la necesidad de perturbar el cambio de la caja. Su ayudante envolvió las herramientas y precedió a Oswald a la puerta, donde le entregó el paquete como preámbulo al cierre de aquella.
Pickles se encontraba fuera y se ajustó la gorra sobre la frente a modo de saludo.
– ¿Todo bien? ¿Le importa si vamos con un poco deprisa? Es hora de cerrar las puertas.
Oswald no necesitaba que le metiesen prisa; de hecho, le hubiera gustado entrar directamente en Nazarill al salir de la tienda. Estaba tan concentrado en llegar al coche que había abierto la puerta antes de darse cuenta de que Pickles lo había seguido y le estaba hablando.
– Lo que quería decir, señor Priestley, es que si quiere que le eche una mano, en casa yo me encargo de todas las chapuzas.
– Crees que tendrías la oportunidad de ver a la chica.
Al instante, el rostro del guardia redobló su rubor.
– No quiero, es decir, si hay algo que yo pueda… -tomó aliento, lo que le dio más aire para barbullar-. No pretendo meterme donde no me llaman, pero viendo al otro río, el que iba con…
– No quiero que se acerque a mi propiedad. Ya no hay razón para ello -Oswald había entrado en el coche y estaba hablando sobre la ventanilla bajada-. Puedes prohibírselo si llega a ser necesario.
– Confíe en mí, señor Priestley -dijo Pickles con un vigor que le falló de inmediato-. Y en cuanto a ella, ¿está…?
– Está con un pariente que sabe cómo ocuparse de ella -dijo Oswald, subiendo la ventanilla. El guardia se agachó.
– ¿Le dirá que he preguntado por ella?
– ¿Quién sabe cuándo volveré a tener noticias? -murmuró Oswald, que arrancó el coche marcha atrás bruscamente para recibir un golpe urgente en el techo, propinado por el guardia. Giró hacia delante y estuvo a punto de chocar contra el escaparate de una tienda, pero entonces el coche lo llevó hacia la seguridad. Recorrió veloz Nazareth Row frente a un vehículo cuadrado que marchaba de vuelta a casa, y cuyos furiosos faros significaban para él infinitamente menos que la manera en que Nazarill se iluminaba a sí misma para recibirlo. Mientras entraba en esa luz, le pareció sentir que sus ojos iluminaban todo el camino hasta el estacionamiento.
Ya no estaba vacío. Tres coches habían aparcado y de uno de ellos estaba bajando una mujer a la que no tardó demasiado en reconocer como la juez. Todo lo que iba a hacer era legal porque era necesario, así que no sintió el menor escrúpulo al ver que ella esperaba para hablar con él. Cuando su estruendosa bolsa y él llegaron por fin a su lado, después de que Oswald se hubiera vuelto al recordar que no todas las luces que había en sus faros emanaban de Nazarill, la pregunta que pasó hasta él sobre la sombra de la mujer le pilló desprevenido.
– ¿Algo va mal?
– ¿Qué podría ir mal?
Aunque pareció desconcertada por su rudeza, respondió con educación.
– Veo que está pesando en hacer algunas reparaciones.
Podría haber replicado que veía que ella estaba pensando en embriagarse, como era su costumbre todas las tardes, teniendo en cuenta el apagado coloquio que mantenían las botellas de la bolsa que cubría su pecho. En cambio, respondió:
– Nada que vaya a molestar a mis convecinos. No creo ni que se enteren.
– Puede estar seguro de que yo no estaré escuchando – dijo la juez, que jadeó tras Oswald mientras este se apresuraba para poder llegar a la entrada de Nazarill cuanto antes-. Supongo que tendrá usted las suficiente preocupaciones sin necesidad de que nadie las aumente -dijo con tal esfuerzo que no alcanzó a terminar la última vocal mientras Oswald llegaba a la puerta.
Ya estaba dentro de Nazarill. Metió una de las llaves en la cerradura y abrió de par en par la puerta de cristal para poden volver a ser el hombre que había visto en el discretamente iluminado pasillo. Una vez se encontró al otro lado del umbral, dejó de sentirse impelido y se detuvo para abrirle la puerta a la juez.
– ¿A qué preocupaciones se refiere? -preguntó mientras las puertas glaseaban la luz.
– Ninguna, supongo, si usted considera que no las tiene. -La juez lo observó como si no estuviera del todo segura de lo que estaba viendo en aquella penumbra-. Solo quería que usted supiera que conozco gente que podría ayudarle si considera usted que es necesario.
– ¿Qué ayuda considera usted que me hace falta?
– Le ruego que me lo diga si estoy hablando de más. -Al ver que Oswald guardaba silencio, continuó-. Mi trabajo me pone en contacto con profesionales que tratan con lo que en su caso podría llamarse… ¿problemas mentales?
– Eso requeriría que yo identificara al sujeto de la discusión.
– Señor Priestley -la voz de la juez sonó tan acusadora que Oswald creyó que contenía la respuesta-. ¿No estamos hablando de su hija?
– Ah, ahora entiendo el malentendido. Ella ha dejado de ser un problema.
– Si usted lo dice.
– De hecho, así es. -Eso debiera haber sido suficiente, pero se dio cuenta de que tenía sentido satisfacer su curiosidad-. Ya está recibiendo los cuidados apropiados -dijo.
– Perdóneme, no lo sabía. ¿Puedo preguntar dónde…?
– Se encuentra en un lugar en el que atienden tales problemas.
– Oh, querido. Lo siento. Creo que ninguno de nosotros se había dado cuenta de que la situación fuera tan grave. ¿Cuándo cree usted que podremos volver a verla?
– Cuando esté preparada para que la vean -dijo Oswald, consciente de que le había ofrecido a Pickles una versión diferente de los acontecimientos. Era poco probable que ambas versiones llegaran a ser comparadas y, en cualquier caso, nadie tenía derecho a demandar la verdad o a interferir. Se quedó mirando a la juez para indicar que no deseaba seguir hablando del tema, y vio que ella refrenaba una pregunta más. En vez de formularla, murmuró:
– Confiemos en que haya más gente para cuando regrese a casa.
– Con lo cual quiere usted decir que…
– Pensaba que estaba preocupada por las habitaciones vacías.
– Dudo que eso vuelva a preocuparla.
– Eso está bien. -La juez no pareció convencida por entero, pero al ver que Oswald no se daba por enterado, añadió-: ¿Subimos?
– ¿Con qué objeto? -Por el espacio que medió entre dos latidos de corazón, Oswald pensó que como juez ella tenía derecho a revisar los arreglos que pensaba hacer, y entonces se dio cuanta de que solo estaba ansiosa por volver a su apartamento-. Claro, subamos -dijo.
Las botellas revelaban su presencia todo el camino hasta su piso, mientras que el contenido de la bolsa de Oswald estaba audiblemente impaciente por ser utilizado; tenía un comentario preparado por si a ella se le ocurría hacer alguna pregunta; Mientras la juez llegaba a su pasillo, se volvió hacia él.
– Le agradecería que, cuando la vea, le diga, naturalmente si es que se siente así, que no debería culparse por lo de mi pobre Brinco. He visto un gatito que me gusta mucho.
– Me alegra saber que también eso se ha resuelto.
La juez frunció el ceño y su boca se abrió, pero solo para decir:
– Buenas noches.
– Sí, buenas noches -respondió Oswald, que se dirigió con aire resuelto escaleras arriba, sintiéndose al mismo tiempo triunfante y alentado por la soledad y el silencio que lo recibían. El piso superior era tan tranquilo como el de cualquier hospital, tan tranquilo que la paz reinante casi podría haberlo persuadido de que su tarea ya estaba hecha. Por supuesto, no era así, y reunió fuerzas para recordárselo mientas abría la puerta.
Pero el apartamento estuvo también en silencio hasta que se deslizó a su interior por la más pequeña abertura que lo admitiera. Entonces, su pie tropezó con un suave sonido contra un objeto que descansaba en el suelo. Una mirada nerviosa le mostró la Biblia, que antes había enviado al salón de una patada; y fue consciente de su falta de respeto. Había dejado que lo engañaran, si bien durante breve tiempo, para comportarse como podría haberlo hecho la chica. Debía estar doblemente alerta frente a esa clase de trucos. Cerró la puerta, dejó la bolsa en el suelo sin hacer ruido y cruzó sigilosamente el salón hacia el cuarto de su hija.
No pudo escuchar nada en su interior, ni siquiera cuando apoyó una oreja sobre la puerta. Colgó el abrigo, puso la chaqueta sobre el respaldo de una de las sillas y se remangó la camisa en preparación de la tarea que lo esperaba. Mientras trataba de desatar con los dedos el nudo del picaporte de la puerta, se recordó tratando de descolgar al gato del roble y se preguntó si era posible que su hija lo hubiera ahorcado en un primer estadio de su locura. Trajo la bolsa con las herramientas hasta su puerta e introdujo el destornillador entre las vueltas del nudo, que cedió de inmediato.
Arrojó las sábanas atadas hacia el baño, donde el otro nudo tendría que esperar, y dispuso las herramientas sobre la alfombra del salón. Cogió el picaporte y levantó el martillo. Antes de ponerse a trabajar debía asegurarse de que no había ninguna interrupción planeada. Giró el picaporte con tal delicadez que no hizo el menor ruido, y apartó unos centímetros la puerta de su marco hasta que pudo distinguir apenas una figura tendida sobre la cama. Al ver que no se movía abrió la puerta un poco más: estaba a punto de abrirla del todo cuando vio que la luz del salón se extendía por el suelo. Antes de poder siquiera respirar una vez más, retrocedió dando tumbos y estuvo a punto de dejar caer el martillo mientras arrastraba la puerta tras de sí.
No había visto mucho, pero tampoco hubiera podido soportar ver más. Aunque la muchacha tendida sobre la cama había cambiado su posición desde la última vez que la viera, no se había agitado al ser tocada por la luz. Pero algo sí lo había hecho. Podría haber creído que eran las sombras de las cosas desperdigadas por el suelo, de no haber sido porque escuchó el rumor de unos pies arrastrados, del movimiento de muchas cosas pequeñas que ya no se molestaban en esconderse. Mientras cerraba la puerta, había visto cómo la perseguía la oscuridad, unas tinieblas tan sólidas que tuvo que decirse que no podía ver cómo destruían el papel de las paredes y resplandecían como humedad sobre los ladrillos que estaban mostrando. El portazo puso fin a estas visiones, pero Oswald retrocedió hasta que sus talones se toparon con el resto de las herramientas que había comprado, que emitieron un sonido metálico semejante a una campanada que lo convocara a su tarea. Ahora que la puerta estaba cerrada, podía apartar de su mente lo que quiera que estuviera en su interior. Quizá eso lograra devolverle el sentido. ¿O podría acaso dar la bienvenida a una maléfica invasión de su cuarto? ¿Por eso había empezado a vivir como una criatura menos que humana en su guarida? El pensamiento hizo que arañara el aire frente a su rostro y luego se arañara las mejillas, que habían empezado a picarle.
El ruido sordo del martillo sobre la alfombra le hizo recordarse a sí mismo, y logró controlar sus manos antes de inclinarse sobre las herramientas. Hundió el cincel en el marco de la puerta a la altura de los ojos y lo sujetó por la empuñadura mientras le propinaba golpes con el martillo. Para cuando hubo logrado excavar un agujero en la madera del doble de la anchura de su pulgar, las manos le dolían y temblaban. Todavía no podía descansar, a pesar de que ningún sonido llegaba desde el interior de la habitación pestilencial… ninguna señal, constató cuando se atrevió a bajar la mirada, de patas arácnidas buscando a tientas bajo la puerta. Arrancó el celuloide de su caja de cartulina y extrajo el cerrojo metálico, que le hirió el índice y el pulgar mientras lo sostenía recto en el astillado nicho abierto en el marco de la puerta y lo aseguraba con un par de tornillos. Vio que la cabeza de cada tornillo estaba grabada con una cruz y pensó que eso debía, sin duda, ayudar a mantener encerrado a lo que quiera que contuviera esa habitación. Deslizó el perno del cerrojo, que era delgado como el dedo de una niña pero mucho menos fácil de romper, en su encaje para alinearlo. Introdujo la punta del destornillador en la puerta a través de los agujeros de la placa de metal, insertó los cuatro tornillos y los giró para clavarlos todo cuanto su dolorida mano le permitió. Solo cuando cada una de las cuatro cruces estuvo absolutamente vertical cedió y dejó el destornillador al pie de la puerta. Mientras juntaba las manos para frotárselas, cayó de rodillas para dar gracias por la fuerza que le había permitido completar su tarea.
Podía rezar mientras trabajaba. Todavía tenía que limpiar el desorden que su hija había organizado y que le había obligado a organizar a él en el salón. Si la pulcritud estaba próxima a la divinidad, ¿a qué le acercaría su opuesto? Guardó las herramientas en el armario que había bajo el fregadero y entonces empezó a llenar una caja de embalaje con toda la basura: las astillas de madera, los pedazos de metal que le había quitado a su hija de la cara, los fragmentos del teléfono que le había obligado a destrozar.
– Demonio enloquecido -musitó, que era todo lo que por el momento parecía capaz de decir. Sin duda podría rezar una vez que recuperara el aliento. Entretanto, la visión de los contenidos de su bolso desparramados por el suelo lo enfureció y cruzó el salón, airado.
Devolvió el billete de cinco libras y las monedas a su bolsillo, de donde habían salido, al fin y al cabo. Arrojó a la caja una tarjeta en un sobre y algunos papeles pintarrajeados, así como un tubo lleno de una falsa medicina, y consideró la posibilidad de meter también la Biblia. Pero a pesar de que había sido mancillada, no fue capaz de hacerlo; que Dios le perdonase, era la única Biblia que había en el lugar. Arrancó las páginas sueltas en las que ella parecía haber garabateado su ficción, las tiró entre los restos de plástico y levantó el libro. Su encuadernación parecía desagradablemente suave. Llevó el volumen rápidamente a la habitación principal y lo dejó en la mesa junto con su gemelo borroso e indistinto. Gran parte de la mesa estaba ocupada por el material escolar de Amy, que podría esperar mientras él terminaba de limpiar el salón.
Todavía había un objeto en el suelo que esperaba a que lo llevaran con el resto de la basura, y pretendía desembarazarse de él sin examinarlo, pues no quería ver sus ojos. Sin embargo, cuando se inclinó para recoger la tarjeta de transporte, se encontró con su rostro vuelto hacia él.
Su respiración escapó temblorosa como si fuera el comienzo de un suspiro, y entonces tomó una larga y áspera bocanada de aire. Casi había dejado que los recuerdos le hicieran flaquear, pero no volvería a dejarse engañar. Por mucho que lo intentara, no podía ocultar que ella ya había sido así cuando le habían tomado esa fotografía. Su cabello no estaba rapado todavía, pero ahora eso le hacía preguntarse de forma enfermiza cuándo habría sido infectada por el mal. Sus ojos estaban haciendo cuanto podían por fingir una inocencia que a su madre le hubiera gustado ver, pero cuanto más los miraba él, más falsos le parecían. Todos esos meses atrás, justo después de que le dijera que había encontrado una vivienda para ellos en Nazarill, su rostro había sido invadido por los emblemas mentales de la testarudez, al mismo tiempo que el veneno se vertía en su sangre. Se sentía como si aquella mirada de plástico lo hubiera obligado a adoptar una postura acurrucada que no era demasiado diferente de una genuflexión, pero él le había enseñado quién tenía el poder. Levantó la resbaladiza imagen de su hija y la dobló hasta que se partió por la mitad.
Arrojó las dos mitades a la caja mientras la llevaba a la cocina, donde la tiró a la basura. La acción disipó su cólera lo suficiente como para permitirle estar calmado mientras devolvía los libros de Heather a su lugar.
– Aquí -les dijo a cada uno de ellos, alisando las páginas arrugadas antes de cerrarlos y acariciar la encuadernación-» Ahora descansad. Ella ya no puede haceros daño. -Para cuando hubo devuelto el último libro a su lugar, las palabras habían adquirido algunas de las características de una plegaria. Ahora ya podía rezar como era debido, pensó mientras traía el aspirador de su habitación.
Mientras aspiraba el suelo del salón encontró dificultades para pensar en las palabras, pero al acercar la ancha y sucia boca a la puerta de ella se le aparecieron.
– Por favor, Dios, no dejes nada con vida -dijo mientras progresaba con más lentitud por todas las habitaciones abiertas, apretando la boca contra toda superficie accesible. Pero las palabras volvían una vez tras otra. Cada vez que reemplazaba la boca con la boquilla estrecha y la metía en los recovecos del apartamento, sentía que estaba aplastando todo lo malo que ella había llevado a su casa. Cada vez que cambiaba los accesorios apagaba el aspirador y escuchaba, pero ningún sonido llegaba desde el otro lado de la puerta cerrada.
– Sé que estás ahí -murmuró mientras el tubo que empuñaba aspiraba frente a un par de ojos hinchados-. Haz lo que quieras. Dios me da fuerzas.