Amy estuvo completamente despierta en cuanto abrió los ojos. Recordaba todo cuanto había descifrado y ahora lo comprendía. Tenía que contárselo a alguien, todavía no a su padre. Alguien que no fuera tan difícil de persuadir. Levantó la mano hacia donde sabía que se encontraba el cable de la luz, la cerró alrededor del tirador de plástico y tiró. La luz hizo que el caos de su habitación cobrara vida, una visión que en aquel momento resultaba irrelevante, pero que revivía la amenaza del dolor de cabeza de la pasada noche. Mientras se incorporaba y apartaba de una patada el enmarañado edredón, sintió en el interior del cráneo el mismo dolor que palpitaba detrás de sus ojos. Beth tendría que darle más pastillas, pero primero tenía que hablar. Se frotó los fríos pies y luego dejó que cada una de sus manos se ocupase de la otra mientras ella saltaba de una franja de moqueta visible a la siguiente. Abrió la puerta y se encontró de cara con su padre.
Estaba sentado en una silla de comedor, en el umbral de su dormitorio. Tenía las manos unidas en el regazo pero, mientras ella miraba, sus dedos soltaron los nudillos, se alzaron y se extendieron en su dirección como los zarcillos de una planta con ambiciones animales. Varias repeticiones de una sonrisa momentánea que parecía expresar (o por lo menos fingía expresar) sorpresa alzaron las comisuras de sus labios y luego las dejaron caer. Su mirada era tan firme en su resignación que igualmente podría haber estado vacía.
– Esto no es propio de ti -dijo.
Amy se acercó furtivamente a la placa que sostenía el teléfono.
– ¿El qué?
– Estar levantada un sábado antes del mediodía. ¿Has dormido mal?
– No, perfectamente. ¿Y tú? -replicó Amy porque él parecía llevar varias horas con el traje que se había puesto. A su lado descansaba una taza de café intacta, cuya superficie estaba manchada de nata. Puso los ojos en blanco, casi tanto como ésta, antes de decir:
– El sueño de los justos.
Ella no sabía si se estaba refiriendo al suyo o haciendo un comentario solapado con respecto al de ella. Estaba a punto de descolgar el teléfono cuando le preguntó:
– ¿Puedo saber cuáles son tus planes para hoy?
Podría haberle dicho que utilizar el teléfono, pero no pudo evitar reaccionar.
– Hacerme mayor, comprarme un coche y vivir en mi propio apartamento cuando vaya a la universidad.
– Trata de ceñirte a los próximos minutos.
– Telefonear a Rob.
– ¿No crees que podrías molestarlo?
– Si no está despierto se levantará para mí -dijo Amy, con la mirada puesta en el día que había al otro lado de la ventana; Tenue como era, la luz del exterior parecía una promesa de liberación de Nazarill-. Tampoco es tan temprano -le dijo a su padre. Descolgó el aparato y marcó el número de Rob.
Dos pares de llamadas y la primera sílaba de la tercera bastaron para proporcionarle una respuesta.
– ¿Sí?
– ¿Rob?
– No se ha levantado todavía. De hecho, creo haber oído
cómo se iba a dormir. ¿Eres tú, Amy?
– Hola, señor Hayward. ¿Podría decirle a Rob…?
– Soy su madre.
– Lo siento, señora Hayward. Dígale que voy a salir a dar una vuelta.
– Si es que alguna vez viene al salón.
Amy había dicho tanto como podría haber hecho con Rob delante de su padre. Colgó el aparato, se volvió y se encontró con su padre, que seguía mirándola como si no hubiera siquiera pestañeado.
– ¿Algún problema? -inquirió.
– Me parecen una pareja rara.
– ¿Cómo lo sabes? Ni siquiera los conoces. -Amy se estaba preparando para una discusión, cuando se dio cuenta de que eso solo la demoraría. Por un momento, tuvo la impresión nerviosa de que Nazarill la había preparado precisamente con ese propósito.
– ¿Dónde vas? -preguntó su padre.
– A ver a Beth.
– ¿Con qué fin?
– El habitual -sus preguntas habían empezado a alcanzarla, y se estaba dirigiendo hacia el pasillo exterior cuando se dio cuenta de su estado-. No pensarías que iba a salir así.
– No estoy seguro.
Su voz sonaba tan sombría que ella sintió haber bromeado. Entró en su dormitorio para coger un montón de ropa y llevarla al baño, donde se quitó la camiseta que llevaba para dormir y se dio una ducha rápida antes de vestirse. Mientras quitaba el pestillo de la puerta, tuvo miedo de pronto de encontrarse a su padre en la puerta, pero él seguía donde lo había visto por última vez, esperándola con la mirada. Arrojó la camiseta
arrugada sobre la cama y cerró la puerta.
– No voy a llevarme las llaves -dijo.
– Bien. Yo estaré aquí. La cerradura no está echada.
Amy no tuvo tiempo de interpretar su tono porque, mientras llegaba al final del salón, entrevió movimiento por el rabillo del ojo. Beth salía de su apartamento. Amy cogió el picaporte, abrió la puerta y descubrió entonces que se había quedado sin palabras. Un bolso ominosamente grande estaba apoyado contra la pared, al lado de Beth.
– ¿Qué es eso? -logró preguntar.
– Vaya, hola, Amy -Beth se apartó el rubio cabello de su alta frente-. Solo mis cosas de noche. Bueno, de un par de noches.
– Tú también te vas.
– Solo para ver a una tía a la que no he visto desde hace demasiado tiempo. Te refieres a la señora Ramsden.
– No, a los Goudge. Vas a ver a la señora Ramsden al salir -asumió Amy, y entonces una interpretación más siniestra se le ocurrió-. No querrás decir que también ella se marcha.
– El señor Roscommon ha tenido un infarto y ella se va a trasladar con su hijo para ayudarlo a ocuparse de él. ¿Qué pasa?
– Os vais todos. No es solo una coincidencia.
– ¿Y qué otra cosa crees que podría ser? -dijo Beth con una brusquedad impropia de ella, antes de recuperar la simpatía en la que su profesión trocaba su natural timidez-. Amy, no dejes que eso te preocupe. Algunos de nosotros vamos a regresar, y luego están también los Stoddard y el señor Greenberg y la señorita Blake y el señor Shrift y el señor Inky Doughty y nuestro músico, el señor Kenilworth, ¿no?, y ese, ¿cómo se llama?, como se llame, el periodista.
Todo ello sirvió meramente para recordarle a Amy lo poco que conocía de esa gente, o lo poco que ellos conocían de ella. Ahora Nazarill estaba medio vacía, al menos de sus habitantes vivos, y creyó sentir cómo se reorganizaba la vaciedad frente a sí, cómo se hacían más pequeñas y más oscuras las habitaciones y, lo que era peor, cómo aumentaban sus habitantes.
– Ya he cerrado pero, ¿puedo hacer algo por ti?
– Venía a verte a por más pastillas. Se me han acabado.
– Oh, querida -Beth empezó a hacer un gesto que parecía destinado a consultar su reloj, pero en vez de ello terminó sacando las llaves del bolso-. ¿El problema habitual?
– Estaba leyendo de noche y me dio una jaqueca.
– Quedarse despierto leyendo no es la mejor idea del mundo, me parece. Cosa de la luz artificial, ¿sabes? -Como si pretendiera demostrar sus inconvenientes, miró fijamente las llaves en la oscuridad del pasillo antes de meter una de ellas en la cerradura-. ¿Qué libro era? Algo picante, supongo.
– Una especie de… -el áspero ruido de la llave le dio tiempo a Amy a reconsiderar lo que pretendía explicar-. Sobre las brujas que hubo aquí.
– Ah. -No resultaba evidente cuánto de eso había oído Beth, o cuánto había querido escuchar, sobre el ruido de la cerradura. Entró en el piso como una exhalación y Amy escuchó desde el interior el ruido de otras dos puertas que se abrían. Entonces, mientras volvía a sacar las llaves, Beth colocó un bote de pastillas en sus manos-. Tómate dos cuando las necesites y trata de evitar lo que te moleste.
– Puede que algunas lecturas tengan que molestar.
– Puede -asintió a medias Beth y, después de haber dejado caer las llaves dentro de su bolso, alargó un brazo hacia su equipaje-. ¿De dónde has dicho que eran esas brujas?
– De aquí. De Nazarill, cuando era una institución mental. Debieron de encerrarlas aquí porque la gente pensaba que solo estaban locas.
– Supongo que tiene sentido.
Ahora Amy se dio cuenta de que no quería que fuera así.
– ¿A qué te refieres?
– La gente dejó de torturar a las brujas aproximadamente al mismo tiempo que empezaron a construir manicomios. He oído que este lugar había sido un hospital. Probablemente, las pobres criaturas que estaban encerradas aquí no encontraban mucha diferencia con las torturas. La lectura de la historia de la medicina fue lo que me decidió a explorar el tratamiento alternativo -dijo Beth, que se rascó una arruga que había aparecido repentinamente en su frente-. ¿Y dices que la gente pensaba que esas brujas tuyas solo estaban locas?
Eso requería una gran explicación por parte de Amy, y estaba considerando cómo empezar cuando la mirada de Beth parpadeó y pasó sobre ella, y entonces la mujer trató de parecer despreocupada.
– ¿Puedo intervenir? -dijo el padre de Amy a su espalda.
– Oh, señor Priestley, solo estábamos…
– Ya las he oído.
– Oh, nos ha oído-su brusquedad había chocado a Beth, al igual que el hecho de que se hubiera abierto furtivamente la puerta lo había hecho con Amy-. Y…
– Le estaría de lo más agradecido sí en el futuro se abstuviera usted de discutir tales asuntos con mi hija.
– En realidad, señor Priestley, era…
– Además de lo cual, ¿puedo preguntarle lo que le ha dado usted?
– Solo sus pastillas. -Al ver que él parecía esperar alguna explicación adicional, Beth dijo-: Las que toma.
– Quizá podría usted explicarme qué propósito tienen.
Amy cerró el puño sobre el bote.
– Hacen que mi cabeza mejore. Ya lo sabes.
La mirada de su padre no dejaba que Beth se marchara.
– Lo que no sé, o puede que sí, es qué hizo que empeorara, para empezar.
– Señor Priestley, si pretende usted sugerir que…
– Es algo malo que ha estado tomando, eso lo sé perfectamente. Si no se lo ha dado usted, lo habrá obtenido de esa perniciosa tienda a la que nunca se le hubiera debido dejar abrir, aunque no me sorprendería descubrir que fuera una combinación de ambas.
Amy vio que la confianza de Beth empezaba a flaquear.
– Te acompaño, Beth -dijo-. Voy a coger mi abrigo.
En cuanto estuvo en el salón, su padre se interpuso entre la puerta y ella.
– ¿Adonde vas?
– A casa de Rob.
– No creo que esté despierto.
– ¿Cómo lo sabes? Yo no lo sé -Amy alzó la voz y gritó, frente a su cara-. Vámonos, Beth.
– De hecho, Amy, tengo mucha prisa. Dije que a estas alturas ya estaría en camino -mientras hablaba se iba alejando, y sus palabras se perdían por el pasillo-. Estaré de vuelta la semana que viene -se despidió a voz en grito y se marchó.
Amy irrumpió en su habitación, apartó la almohada y la arrojó a un lado. Arrancó del cuaderno las páginas que contenían el material que había copiado, envolvió la Biblia con ellas y estaba guardándolo todo en su bolso mientras sacaba un abrigo del armario-. ¡Espera, Beth! -gritó y cerró la puerta de su habitación al mismo tiempo que trataba de meter los brazos en las mangas sin soltar el bolso.
Su padre seguía entre el pasillo y ella, esbozando una sonrisa levemente arrepentida, tan fija como su mirada.
– Ya está bastante lejos. Parece que por fin se ha decidido a ejercitar la discreción, así que no hay razón alguna para correr, que yo sepa.
Amy terminó de ponerse el abrigo con un movimiento brusco y caminó con aire decidido hacia él.
– ¿Cuánto tiempo has estado espiando por tu rendija?
– Más que suficiente -dijo, extendiendo los brazos. Podía estar esperando a que corriera hacia él para abrazarlo, como hacía antes muy a menudo, años atrás, salvo que en aquellas ocasiones su semblante no había sido nunca la máscara pétrea que era ahora. Estaba retrocediendo hacia la puerta para impedirle el paso. Amy se abalanzó sobre él y, en el último momento, se agachó bajo su brazo derecho. Su padre lanzó hacia ella una mano, que golpeó una de las ilustraciones de ojos saltones, y Amy oyó cómo se quebraba y casi se hacía añicos el cristal al tiempo que salía al pasillo.
Mientras su mano libre se apoyaba contra la pared opuesta, la esquiva iluminación pareció aumentar y luego retroceder como el brillo parpadeante de una antorcha. Se apartó de un empujón del panel, que al menos parecía hecho de madera, y corrió por el pasillo.
La voz de su padre la persiguió.
– Vuelve, Amy. Quiero hablar contigo. Vuelve inmediatamente. Te prohíbo que salgas de esta casa -estaba en el pasillo, que amplificaba sus gritos, como si fuera una enorme boca rígida. Se fueron desvaneciendo mientras ella huía escaleras abajo, aunque continuó oyéndolos en el piso medio y tuvo la terrible sensación de que podrían despertar a los moradores de las habitaciones abandonadas. Se obligó a recorrer a la carrera la persistente oscuridad hasta llegar al más terrible de los pisos, donde se precipitó hacia la puerta. Después de abrirlas apresuradamente, salió al patio de grava bajo un cielo sellado por las nubes, a una luz apagada que se parecía demasiado a la iluminación del interior de Nazarill, y corrió frente a la pálida fachada en dirección al aparcamiento.
Beth se había marchado. Amy vio por un instante la parte trasera de su coche blanco, ondeando como una bandera al final de Nazareth Row antes de desaparecer. Sin embargo, había algunas personas entre los coches aparcados; Paul Kenilworth se estaba despidiendo de Peter Sheen y preparándose para subir a su Honda, tras el cual Amy vio un estuche negro con forma de violín que le sugirió un pequeño ataúd.
– Tú también te vas -dijo, con un tono de desesperación tan profunda que era casi resignación.
– En una gira de conciertos que me hacía mucha falta.
– ¿Cómo?
– Creo que es un pecado no ejercitar tus habilidades todo lo posible -dijo el violinista, que, después de estrecharle la mano al periodista, subió a su coche y se puso en marcha en medio de un estrépito de gravilla.
Amy vio cómo las luces de freno señalaban una puerta invisible antes de que el coche virara para incorporarse a Nazareth Row. Parte de su anhelo por ser comprendida debió de mostrarse en su mirada, porque Peter Sheen dijo: -Yo sigo aquí.
– ¿Puedo hablar contigo? -dijo Amy mientras aguzaba el oído en busca de cualquier sonido que traicionase la presencia de su padre.
– Yo diría que ibas a hacerlo.
– Sobre algo que quiero que publiques en tu periódico.
– Mis oídos están a la escucha -dijo el periodista, pero por una vez no pareció ansioso por sacar su bolígrafo-. Si se trata de una noticia, cuéntamelo.
– Es una historia que nadie conoce. Eso debe de ser una noticia, ¿no?
– ¿La historia de…?
– De aquí. Del lugar en el que vivimos.
– Ah, eso. Me temo que no me interesa, no me interesa en absoluto.
– Pero si no la has oído.
– He oído suficiente. Puede que fuera una noticia antes de que lo contaras en la radio, pero, por lo que a mi periódico se refiere, eso lo convierte en zona vedada. Y además, para ser honesto contigo, tu padre nos ha dejado muy claro a varios de los que vivimos en el edificio que no le complacería en absoluto que alguno de nosotros fuera, ¿qué palabra utilizó?, tu víctima.
Amy sintió que la sombra de Nazarill, pálida como era, tendía su gélido abrazo a rastras hacia ella. Se quedó mirando fijamente a Peter Sheen, que tuvo al fin la elegancia de apartar los ojos y girar sobre sus talones. Un fragmento de piedra chocó contra la fachada mientras ella se precipitaba hacia la puerta, y creyó que había alertado a Nazarill de su huida… como si, pensó alocada, necesitara que se lo dijeran.
Sintió que la casa se cernía amenazante a su espalda mientras corría bajo el cielo apagado hacia el Camino de la Poca Esperanza. La distancia cada vez más grande parecía incapaz de reducir su presencia. Amy se subió el cuello y lo cerró sobre su garganta para combatir el frío que estaba tratando de introducirse en ella por su nuca. Al llegar al mercado, varios de los dueños de los puestos se volvieron para mirarla, ninguno de ellos de manera
favorable. Pasó corriendo junto al puesto de libros, cuyo propietario estaba demasiado ocupado atendiendo a un cliente como para reparar en su presencia, y siguió por el Paseo del Mercado, donde la visión de la tapiada fachada de Hedz no Fedz se le antojó un nuevo triunfo de Nazarill. Hasta que tiró de las riendas de su imaginación, el pensamiento le hizo creer que el lugar era capaz de bajar el cielo hacia ella, de estrechar la de por
sí estrecha calle, o incluso de cerrar su extremo.
– Pelotas. Cojones. Basura. Mierda -empezó a repetir para convencerse de que llegaría a la calle principal.
La cruzó a la carrera, pasando bastante lejos de un camión que a pesar de todo tocó el claxon, y subió por la destartalada calle que llevaba a las casas que había sobre el muro limitado por una cruz. Su posición elevada solo sirvió para que Nazarill se irguiera y se enfrentase a ellas sobre el pequeño pueblo. Parecía estar prestándole su palidez a aquel cadáver que era el cielo, y Amy se la imaginó cerrando el firmamento a su alrededor como si fuera una taza sobre un insecto. Le dio la espalda, corrió por la vereda de la última casa y llamó al timbre.
Tuvo que volver a apretar el botón (apoyar su mano sobre él) antes de ver algún movimiento tras el cristal opaco que ocupaba la mayor parte de la mitad superior de la pesada puerta. Los colores que formaban el manchón de aquella cara eran demasiado brillantes y variados para pertenecer a Rob, y la apertura de la puerta confirmó que se trataba de su madre, una mujer de cabello cano vestida con una bata cuyos hombros acolchados subrayaban lo anguloso y ancho de su figura. La elevación del pasillo en comparación con la vereda le permitía mirar a Amy directamente a los ojos, si bien con cierta renuencia que resultaba visible.
– Amy. Pensé que podías ser tú.
– ¿Se ha levantado ya?
– No le he oído -la mirada de la madre de Rob no titubeó mientras alzaba su rostro de mandíbulas cuadradas-. Seré del todo honesta contigo, esto es un poco incómodo. Tu padre ha llamado para pedirnos que te enviáramos a casa.
– No lo harán, ¿verdad?
– Esto es algo entre tu padre y tú. No creo que debamos involucrarnos.
Esa respuesta no impresionó demasiado a Amy, pero la impasibilidad de la postura de la señora Hayward sí lo hizo. Se sintió paralizada por ella y por el peso del cielo que parecía extenderse desde Nazarill, y solo el sonido de una persiana al descorrerse le hizo levantar la cabeza. Rob había abierto la ventana de su dormitorio, por la que asomaba su torso, envuelto en un edredón.
– Eh, no sabía que hubieras venido.
– Algunas personas no querían que lo supieras -no podía impedir que su boca temblase, y la furia provocada por su incapacidad solo servía para agravarlo-. Bueno, pues estoy aquí y necesito hablar contigo.
– Estaré abajo en cinco minutos.
– No sé si yo estaré aquí -dijo Amy, y miró a la señora Hayward, que suspiró trabajosamente, haciendo que su bata se hinchase.
– Puede acompañarte a casa, Amy. Espéralo aquí si quieres. Perdona si te cierro la puerta, pero no quiero que entre frío – dijo, y lo hizo de inmediato.
Amy cruzó la calle para apoyarse sobre el muro y desafiar a Nazarill por encima de los apelotonados tejados. Al sentir un movimiento entre los codos pensó que los ladrillos iban a precipitarse sobre la calle, como si a su alrededor la solidez de las cosas estuviera siendo socavada, pero lo que estaba suelto era solo moho. Volvió la mirada hacia Nazarill hasta que las calles parecieron retorcerse, inclinarse convulsamente hacia la casa,
como si las estuviera atrayendo para reducir la distancia que mediaba entre ambas. No pudo observarlo durante demasiado tiempo, así que se ocupó dando patadas en el suelo y frotándose las manos hasta que Rob apareció corriendo.
– ¿Qué has estado haciendo? -dijo él.
Sus palabras sonaban tan acusatorias que al principio Amy no pudo decir nada. Pero dado que no podía estar acusándola de nada, pasó los brazos alrededor de él y del abrigo largo y negro que había comprado en Caridad Mundial y apretó su mejilla contra la de Rob, cálida al contacto. Su temperatura debió de sobresaltarlo; sus mejillas se encogieron, sus largas pestañas parpadearon. Mientras lo estrechaba entre sus brazos con todas sus fuerzas para que él respondiera al abrazo, vio que su madre los observaba, oculta tras las cortinas de la ventana delantera como si fuera un velo.
– Vámonos -le dijo mientras lo soltaba- y te lo contaré.
Llegaron al empinado camino de bajada antes de que ninguno de los dos volviera a hablar.
– Mi madre me lo ha contado más o menos -dijo Rob-. ¿Es por mi culpa? ¿No quiere que nos veamos más?
– No es por ti, Rob. Ni siquiera creo que te eche la culpa. No puede, no lo sabe todavía. No se lo he contado a nadie.
– Ajá.
– Cuando lo sepa no le va a gustar. Tiene que ver con Nazarill.
– Cuenta.
– Encontré un libro antiguo, una Biblia. Debe de haber estado en el lugar desde quién sabe cuándo -Amy se detuvo al pie de la cuesta-. Te lo voy a enseñar. Espera, mira.
– Lo haré cuando hayamos cruzado -dijo Rob al mismo tiempo que, mientras ella le tendía la Biblia, observaba con los ojos entornados la gastada cubierta. Puso un pie en la calle. Una mole pálida, como un pedazo desgajado de Nazarill, se abalanzó sobre él.
Era un camión de mudanzas. Amy clavó las uñas en el interior de su codo y lo arrastró de vuelta a la mohosa cruz que sostenía el muro.
– Gracias -dijo él mientras se frotaba con aire dubitativo el lugar en el que ella lo había sujetado-. Ha estado cerca.
– Ojala solo sea eso. -Sujetó su brazo con más suavidad mientras miraba a ambos lados, antes de conducirlo al otro lado de la calle, donde descansó un instante, prendida todavía de él-. ¿Por qué me miras de esa manera?
– Me estaba preguntando a qué te referías al decir eso.
– Puede que nada. Ahora no importa, ha pasado. Alejémonos de la carretera.
– ¿Adonde vamos?
– A cualquier lugar que no sea mi casa. No pienso volver allí, aún no, al menos. Puede que nunca lo haga -Amy encontró esta idea difícil de concebir, como si Nazarill no le estuviera concediendo espacio para pensar-. Ya sé. El puesto de libros. Ahora que he descubierto algo más podría preguntarle algunas cosas.
Rob caminó por Vista del Coto y levantó la Biblia.
– ¿Quieres decir sobre esto?
– Ábrelo y mira.
Lo hizo a la altura del Génesis. Examinó los márgenes con la mirada entornada, acercó el libro a su rostro y, después de haber vuelto la Biblia tres veces, la miró y pestañeó.
– No lo entiendo, Aim.
– Lo he escrito aquí, mira. -Sacó las páginas plegadas de su bolso y le mostró la primera de ellas-. Puedes leerlo, es mi letra.
Él abrió un poco los ojos, pero por lo demás no pareció demasiado aliviado.
– Será mejor que me siente si tengo que leer todo esto.
– Los pubs no están abiertos todavía, ¿verdad? -Amy estaba reflexionando sobre la escasez de lugares para salir que ofrecía Partington-. Tendremos que ir al salón de té que hay junto al mercado -dijo.
No era solo su proximidad a Nazarill lo que la desagradaba, era el propio Té para ti. La totalidad de las más intolerantes señoras de Partington se congregaba allí, y observaba el mercado con inagotable desaprobación prendida de rostros que parecían pañuelos de papel arrugados y alisados lo mejor posible, y luego cubiertos de talco, especialmente en las arrugas. Incluso a un desconocido de su generación lo hubieran hecho sentirse como un intruso. Mientras Amy ponía el pie en las enceradas tablas del suelo, cobró conciencia de su delgadez y del estado ruinoso de su pelo, y de cada gramo de metal que llevaba en la cara. La más joven de las dos camareras vestidas de lecheras parecía dispuesta a repeler a los invasores, pero Amy había reparado en una mesa para dos, vacía aunque sin recoger, en una esquina. Arrastró a Rob hacia ella a través de una congregación de severas cabezas tocadas con sombreros y un cloqueo de lenguas que le hizo pensar en un insecto saltando de una a otra mesa, emitiendo su llamada desde cada una de ellas.
– Puedes leer mientras esperamos -le dijo en voz alta.
Varios rostros se apartaron de ella como si los hubiera abofeteado y comenzaron a murmurar, para que ella los oyera: «¿No se dan cuenta de su aspecto?», «¿En qué estarán pensando sus padres?». Este último comentario la afectó en más de un sentido, así que se volvió hacia Rob.
– Ignóralas -dijo con los dientes apretados-. Tú solo lee.
– Eso intento. -Había limpiado un espacio entre las copas manchadas de carmín y los platos llenos de migas y mermelada, y estaba pasando páginas y volviendo la Biblia sobre el mantel rosa y blanco. Al ver que ella le ofrecía las páginas arrancadas de su cuaderno, se limitó a mirarlas.
– No las necesito. Empiezo a acostumbrarme.
– Estupendo -dijo Amy, que se lamentó de no haberse ahorrado un dolor de cabeza si él encontraba los márgenes más fáciles de leer de lo que le habían sido a ella. Miró a la camarera más joven, que apartó el rostro-. Cuando pueda, nos gustaría tomar dos cafés.
Por sí sola, la petición de café había merecido una mirada despectiva.
– No sois las únicas personas aquí, ¿sabes? -le dijo la camarera.
– Ya me he dado cuenta -replicó Amy mientras le prestaba más atención al perfil de la muchacha, que parecía haberse consagrado por completo a la producción de una nariz afilada-. Yo te conozco. ¿No eras monitora cuando yo estaba en segundo? Querías confiscarme un libro que había traído para enseñar cómo los encuadernaba mi madre, porque decías que debía de haberlo robado.
El silencio se había reunido alrededor de su voz, pero entonces escuchó un comentario que pareció flotar hasta allí sin provenir de ninguna de las mesas circundantes.
– Como si no lo hubiera hecho.
Amy podría haber reaccionado de manera que toda la clientela la hubiese oído, pero eso hubiera sido igual que ponerse a la altura de las actitudes más miserables de Partington; las mismas, pensó, que hubieran justificado que el manicomio continuara abierto y en funcionamiento. Antes de que pudiera decir nada, intervino la camarera.
– No lo hizo. Parecía muy caro, esa fue la causa del error.
En tono de apoyo para el comentario ofensivo, una mujer con un sombrero tan blanco como el mármol y decorado con borlas perladas dijo:
– Quizá podrías servirnos nuestros pasteles.
Amy ofreció a la camarera una sonrisa alentadora y miró a Rob para comprobar si el incidente lo había distraído, pero él parecía ajeno a todo ello; estaba dando vueltas a la Biblia y escudriñando sus márgenes con el ceño fruncido, ya no por la preocupación sino por algo que parecía una cierta incomodidad. La mirada de Amy voló hacia el mercado mientras la puerta se permitía un modesto tintineo. Su cuerpo se estremeció e hizo temblar la porcelana que descansaba sobre la mesa. En el umbral se encontraban su padre y Shaun Pickles.
Pickles la vio primero y señaló. Su rostro lampiño parecía aún más lleno de granos que de costumbre, sin duda a causa del ansia de justicia.
– Sabía que la había visto entrar aquí, señor Priestley. Esperaré, ¿le parece? -dijo, y miró a Rob con severidad-. No quiero que haya problemas.
– No creo que los haya. Todavía sigue siendo mi hija -dijo el padre de Amy mientras caminaba entre las mesas-. Ven conmigo, Amy. Te han dicho que tenías que venir a casa.
– No es una buena casa.
– Aunque tu amigo te anime a decir tonterías, te ruego que no lo hagas conmigo -dijo, volviéndose hacia Rob-. ¿Te han dicho tus padres que acompañaras a mi hija?
– Algo parecido.
– No lo creo -dijo el padre de Amy con aire triunfante; su mirada se posó sobre la Biblia. Su rostro pareció marchitarse y Amy vio cómo se enrojecían sus ojos-. ¿Qué haces con eso?
– Lo leo -admitió Rob en voz baja.
– Entonces no tenía que preocuparme por dónde estaba ella. Ya veo que esta es una reunión de lectura de la Biblia -dijo el padre de Amy en voz alta, dirigiéndose al guardia de la puerta. Entonces, renunciando a la ironía y a un poco más de su autocontrol, se volvió hacia ella-. ¿Es que no te da vergüenza mostrar esto en público? Si mutilar la palabra de Dios no es todavía un crimen, debería serlo. Antes de que nos dejes solos, quizá podrías decirme cuál es tu participación en todo esto. Esta última frase estaba dirigida a Rob, que respondió: -Es la primera vez que lo veo. Aim lo ha traído para enseñármelo.
– Que es como decir que podía confiar en que la perdonarías y la animarías.
– Tú no lo has leído -dijo Amy-. Rob sí. Él te lo dirá, ¿verdad Rob? Te contará lo que dice sobre ese lugar.
– Que Dios te perdone, y a mí por permitir que te extravíes. Ya he leído más que suficiente de tus enloquecidas e impías bobadas.
– Ni siquiera le has echado un vitazo, pero Rob…
– Pude leerlo ayer, cuando lo olvidaste en medio de tus demás posesiones. Vi cómo habías mancillado la Biblia que me hiciste creer que guardabas por el bien de tu alma.
– Entraste en mi cuarto… -No tuvo tiempo para pensar en ello por ahora, entre otras razones porque la mayor de las camareras había salido de la cocina y parecía dispuesta a intervenir-. Deberías haberlo leído con cuidado y te hubieras dado cuenta de que no es mi letra. Y habrías leído la verdad sobre Nazarill. Rob lo ha hecho, ¿no es así, Rob?
La mirada de Rob estaba puesta sobre dos páginas de las Lamentaciones. Había leído más que suficiente para poder dar una respuesta, pensó ella, y lo miró hasta que él alzó la cabeza y, lentamente, pestañeó dos veces.
– No lo sé -dijo.
– ¿Cómo que no lo sabes? ¿Qué has leído?.
– Toda clase de cosas -no parecía seguro de si debía dirigirse a ella o a su padre, y por fin dejó que su mirada se hundiera en la Biblia -. Sobre brujas y sobre que aquello era un hospital mental y sobre un incendio. Pero, Aim…
Amy estaba observando a su padre, que parecía desconcertado; parte de ello le había afectado.
– Pregunta en Houseall. Me apuesto algo a que te dirán que hubo un incendio -dijo-. O si no quieren reconocerlo, tendrá que haber algo sobre ello en alguna parte. Lo buscaré.
– Aim.
Rob había bajado la voz, y eso hizo que ella se sintiera inexplicablemente nerviosa.
– ¿Sí, qué? -casi le espetó.
– Puede que todo eso ocurriera, si tú lo dices, lo sacaras de donde lo sacaras. Pero…
– Lo he sacado del mismo sitio del que tú acabas de hacerlo.
– No digas eso. No sé por qué lo dices. Solo jode más las cosas.
Sus ultimas palabras levantaron un murmullo de desaprobación a su alrededor.
– ¿Qué tonterías estás diciendo? -demandó Amy-. ¿Qué estás tratando de…?
– No tiene sentido decir que tú no lo escribiste cuando es evidente para él que sí lo hiciste.
Todas las sensaciones de la habitación parecieron cernirse sobre ella: el calor mezclado con los olores de los polvos y la carne desecada, atravesado por el fino aroma de un té demasiado dulce; el escrutinio subrepticio de toda la clientela, que no la observaba abiertamente; el rascar de una cucharilla dentro de una taza, un sonido que era como el producido por una llave oxidada dentro de una cerradura.
– No lo hice -dijo, como si las palabras pudiera hacer que todo ello se evaporara.
– Mira, Aim, eres tú. No empieza como tu letra pero termina así. Mira, la escritura en estas páginas es la misma que la de tus hojas. ¿Para qué lo escribiste dos veces? Para que…
En cuanto su voz se desvaneció, Amy supo por qué había callado. Debía de pensar, y no quería admitirlo, que ella lo había preparado todo para fingir que había trascrito el diario secreto. Se puso en pie haciendo chirriar las patas de su silla contra el parqué, dobló las hojas sobre la Biblia y la metió en su bolso.
– Muchísimas gracias, Rob -le dijo a la cara, tan cerca que su respiración hizo vibrar sus párpados-. Has sido de mucha ayuda.
– No hubiera servido de mucho que hubiera dicho que no lo veía, ¿verdad, Amy? Todos los demás lo ven.
– Pensaba que no eras como todos los demás.
– Dime qué otra cosa podía hacer.
Debió de ver la respuesta en sus ojos, porque la mano que le estaba ofreciendo se retiró.
– Creo que aquí hemos terminado -dijo el padre de Amy.
Ella supuso que era así. Los olores y los sonidos metálicos y la luz neuróticamente adusta del salón de té empezaban a conformar una jaqueca que muy pronto los volvería insoportables. Rodeó la mesa por el lado opuesto al de su padre y se abrió
camino dolorosamente en dirección a la puerta. El guardia la abrió, dejando entrar la barahúnda del mercado, y se quedó fuera, con aire presumido. Rob había ido tras ella, con una mirada que suplicaba una segunda oportunidad para ayudarla. Ella lo odiaba ahora más que a Pickles. Sin apenas énfasis en las palabras, le dijo:
– Vete a que te jodan, Rob.
Se alzó un coro de chillidos y jadeos asombrados entre las clientas, y la camarera joven soltó una risilla contenida. Su compañera avanzó resueltamente hacia Amy mientras Rob titubeaba. No obstante, el padre de Amy estaba más cerca y tomándola por el codo, la condujo fuera del salón de té.
– Me disculpo por mi hija -dijo sin mirarla-. Les aseguro que no tendrán que volver a presenciar una escena como esta.
Pickles esperó hasta que la puerta se cerró, haciendo sonar la campanilla.
– No quiero preocuparle, señor Priestley, pero la razón por la que la he buscado en primer lugar, aparte de la preocupación que generalmente me inspira, es que alguien se ha quejado de que venía por la calle diciendo obscenidades para sí.
– Nos ocuparemos de ello, puedes decírselo a cualquiera que la haya oído.
– El padre de Amy soltó su brazo izquierdo para poder cerrar ambas manos alrededor del otro-. Dios te bendiga por habernos ayudado en esta hora de necesidad.
– ¿Quiere que lo ayude a llevarla a casa?
– Tengo la impresión de que, ahora que se ha dado cuenta de lo equivocado de su conducta, no causará más problemas. ¿No es así, cielo?
Amy logró, por muy agónico que resultara, concentrar su atención en el mercado. Todo el mundo que había a la vista la estaba observando. Ignoró a Rob, que permanecía de pie dentro del salón de té, como un trofeo exhibido por las clientas, y volvió su atribulada mirada hacia un carnicero cuya atención resultaba demasiado impúdica. Él no tardó en apartar la mirada, pero solo para levantar medio costillar al tiempo que comentaba a un cliente:
– Esa es la chica loca que atacó al guardia de aquí la semana pasada. Vive en la casa de la colina, ¿sabe usted?
Amy supuso que tenía razón: debía de estar loca, Rob le había enseñado que lo estaba. Eso, junto al hecho de que le hubiera fallado, le parecía lo peor que podía pasarle, así que ya no le importaba dónde la llevaban… y no es que pareciese que le quedaban demasiadas alternativas. La jaqueca estaba cayendo sobre ella como una enorme piedra, aplastando sus pensamientos, y casi se sintió agradecida cuando su padre la condujo hacia el Camino de la Poca Esperanza. Al menos, dentro de unos pocos minutos podría estar tendida en su cuarto.
Las tiendas oscilaban a su paso, como cuadros mal colgado en una galería. Las voces del mercado, cuyos comentarios parecían dirigidos a ella en su conjunto, se convirtieron en el rumor de un viento pétreo en Nazareth Row. Un perro salió de la parcela de Nazarill llevando en la boca una pelota que un niño le había arrojado, y Amy lo vio silenciado por una mordaza de goma. Las dos hojas de la cancela la saludaron, primero una y luego la otra, mientras la grava le mordía los pies… mientras Nazarill se buscaba un lugar en su visión como si hubiese abierto un nicho allí tan grande como su cabeza. Aunque era demasiado temprano como para que las luces de seguridad estuviesen encendidas, vio cómo la casa se iluminaba convulsa mientras se cernía sobre ella con cada paso que daba.
Quizá estuviera robándole al cielo su muerto resplandor. Tuvo que cerrar los ojos frente a ella mientras su padre la arrastraba hacia la puerta. Volvió a mirar cuando una de las manos de su padre la soltó para introducir la llave en la cerradura; y descubrió que la oscuridad que la esperaba tras los rectángulos gemelos de cristal cubiertos por el reflejo de la avenida parecía darle la bienvenida. Eso la consternó, tanto como el hecho de sentirse agradecida por la presencia de su padre, y quizá incluso porque le hubieran arrebatado su libertad de elección. En cuanto las puertas se hubieron cerrado detrás de ella, se dirigió hacia las escaleras con tal rapidez que su padre la soltó. Que pensara que estaba ansiosa por estar en casa… que pensara lo que le diera la gana. Si le decía lo que estaba sintiendo él solo pensaría que estaba loca, pero lo cierto es que notaba cómo, detrás de cada puerta, se apretaban figuras para darle la bienvenida, figuras que la hubieran espiado por los ojos de la cerradura si les hubiera quedado algo con lo que espiar.