21. El último mensaje

Sacó la llave y la guardó en el bolsillo de sus pantalones, y mientras se volvía hacia Amy tuvo tiempo de advertir la mucho que ella lo temía… demasiado hasta para acercarse y recoger sus pertenencias del suelo. Ella no pudo evitar retroceder un paso al ver su rostro, aunque no era del todo capaz de definir lo que había visto. Algún rasgo en el que no hubiera reparado mientras estuviera allí había desaparecido, reemplazado por un brillo inflexible de los ojos. Si dejaba que el miedo se apoderase de su mente podría acabar imaginando que solo estaba fingiendo ser su padre, que las cejas que se habían vuelto más pobladas y grises a través de su infancia y que las mejillas y la barbilla, que el peso de los años había aflojado, eran los rasgos más convincentes de una máscara. No quería volver a oír su voz, no ahora que se había vuelto tan fría y pesada y opresiva como las viejas piedras que la sepultaban. Sin embargo, mucho menos podía soportar el silencio, y vio que él estaba esperando que hablara. Quizá hubiera alguna manera de conmoverlo. Se obligó a respirar de forma regular a pesar de los estremecimientos que recorrían su cuerpo, pero no se le ocurrió nada que decir, solo la verdad.

– He perdido las llaves.

La mirada de su padre se cerró a su alrededor, pero ella no fue capaz de interpretar el brillo. Puede que algo más de sinceridad jugase en su favor, si de verdad él quería protegerla.

– Estaba asustada -dijo, y reprimió otro estremecimiento-. No podía entrar.

– No deberías haber salido. Te comprometiste a no hacerlo.

– Ya sé que lo dije, pero cuando te fuiste no pude… tenía que -la verdad no había funcionado, pero era incapaz de elaborar una historia que pudiera convencerlo-. ¿No has visto nada al entrar? -preguntó, aunque si su terror hubiera sido un poco menos reciente, se habría guardado la pregunta-. ¿No has oído nada en las escaleras?

– Oí cómo alguien le causaba daño a la propiedad y recé para que no fuera mi hija. Quizá tú misma puedas decirme lo que he visto.

– Ya te lo he dicho, estaba tratando de entrar. Hubiera creído que eso te complacería -dijo Amy, dándose cuenta de que incluso a ella misma sus palabras le parecían una locura-. Es lo que te he dicho, había perdido las lleves y no esperaba que regresases tan pronto.

– Esperabas que no lo hiciera, más bien.

– ¿Por qué hubiera esperado eso -dijo Amy, tan confundida que ya no se daba cuenta de que era verdad- cuando te necesitaba para entrar?

Era evidente que él pensaba que estaba tratando de engañarlo; la negrura endurecida que cubría su rostro se movió.

– Tus llaves las tengo yo.

– ¿Dónde las has encontrado? -dijo Amy, extendiendo la mano.

Él contempló el gesto con una incredulidad fatigada y la miró a la cara.

– Donde tú las dejaste.

– ¿Por qué no me las diste sin más? -dijo sin apartar la mano-. ¿Puedes devolvérmelas? Son mías.

– No las hubiera cogido si pudieras tenerlas.

Amy tuvo miedo de temblar de nuevo, pero, por el contrario, el frío que había invadido repentinamente su cuerpo la mantuvo inmóvil.

– ¿Cogido de dónde?

– Me temo que tu descuido ha terminado por ser tu ruina – dijo él mientras empujaba su bolso con el pie-. Puede que recuerdes que dejaste esto olvidado cuando buscaste asilo con una amiga de Sheffield.

– No te creo -dijo Amy con voz intranquila, interpretando su comportamiento-. Me has robado las llaves.


– Quizá deberías recordar que solo las tenías porque yo lo permitía. Esta casa es tu único refugio y solo me estaba asegurando de ello.

– ¿Un refugio de qué? -demandó Amy al ver su oportunidad.

– De los ojos de todos los que han visto en qué te has convertido.

– Si tanto me odias, devuélveme las llaves y no volverás a verme.

– Creo que no. No le voy a dar la espalda a la responsabilidad que me ha sido confiada.

La jaqueca de Amy se estaba agolpando detrás de sus ojos, y cada vez le importaba menos lo que decía.

– Si no hubiera sido por mamá, no me habrías tenido. Trata de pensar en cómo me hubiera tratado ella. Ella nunca se hubiera comportado como tú lo estás haciendo.

– Tu madre está muerta.

Un asco tan total que parecía capaz de extinguir cualquier emoción que quedara en él había llenado sus ojos, pero esa no era razón suficiente para el miedo que Amy estaba sintiendo despertar en su interior. Como si su desprecio la hubiera hundido, su mirada bajó hasta su bolso y su contenido desperdigado por el suelo.

– Limpia este desorden -dijo su padre con voz pétrea.

Al principio Amy creyó que no podría, creyó que no podría atreverse a ponerse a su alcance mientras este miedo nuevo permanecía indefinido, aunque al mismo tiempo tan próximo a la definición, pero entonces vio la Biblia y las hojas que la cubrían a los pies de su padre. Si la perdía, la cosa más parecida a una prueba que tenía habría desaparecido. Se obligó a agacharse para recoger su bolso, el objeto principal, y sintió como si su desprecio estuviera sujetándola de la nuca y empujando su cabeza hacia abajo.

– Si no te importa -logró decir, con más timidez de lo que había pretendido-, dame algo de espacio.

Quizá su mirada había revelado sus intenciones. Cuando su padre se movió fue para acercarse pesadamente a ella, dispersando los objetos con los pies, salvo la Biblia y las páginas, que dejó detrás de sí.

– Deja de darle patadas a mis cosas-gritó ella-. Creía que no te gustaba que las cosas sufrieran daño.

– Esta ya no es tu Biblia -dijo él como si ella no hubiera hablado-. Ya no habrá más profanaciones aquí.

– Yo la encontré. Es mía -mientras hablaba, Amy estaba guardando el peine en el bolso para no caer en la tentación de clavárselo; ¿qué hubiera pensado su madre de ella?-. Tú no la quieres ahora que está pintarrajeada -le dijo, mientras le lanzaba la más dura de sus miradas.

– Es mi deber estar al corriente de tus desvaríos -dijo, acariciándose la mejilla con las yemas de los dedos. El brillo de sus ojos aumentó-. Este es el último secreto que me ocultas.

– Yo quería que leyeras lo que hay escrito en ella. ¿Es que no lo entiendes?

– No voy a escuchar más mentiras tuyas -volvió a acariciarse las mejillas, alargando de tal manera sus ojos que su aspecto rivalizó con los aumentados por el cristal de los marcos de los cuadros; esta vez las uñas de sus dedos dejaron marcas-. Que Dios nos ayude, creo que tú las crees.

Amy agachó la cabeza y cayó casi de rodillas, como si él hubiese logrado sacar lo mejor de ella. Recogió la piedra, que había perdido su cara de niño, y la guardó en el bolso, seguida por el paquete de pañuelos. Ahora la Biblia estaba al alcance de su mano. Si hubiera sido capaz de pensar con más claridad, se hubiera dado cuenta de que fingir que la ignoraba no servía más que para poner en evidencia su plan. Alargó una mano rápida, y hubo tocado el fajo de hojas sueltas; cuando su padre puso uno de sus tacones sobre su frente y empujó.

Fue la brutalidad del gesto, tanto como su fuerza, lo que la hizo caer. El tacón le había parecido duro como un ladrillo, y olió un aroma a vegetación podrida. Mientas sus codos golpeaban el suelo, apretó los dientes para que no la viera encogerse. Por un instante demasiado breve como para que pudiera estar segura de haber visto algo, él pareció consternado por su caída y por su acto, y entonces la negrura se renovó en sus ojos. Parecía como si hubiesen olvidado cómo pestañear.

– No me hagas enfadar-dijo-. Haz lo que se te ha dicho, y ya…

Su voz se alzó hasta convertirse en un grito. Amy había utilizado sus doloridos brazos para ponerse en pie y estaba retrocediendo por el salón. Arrojó su bolso a través del umbral sobre la cama para tener ambas manos libres, y recorrió a la carrera la habitación hasta la ventana.

Bajo un cielo que parecía helado, George Roscommon estaba observando un macizo de flores que había junto a la cerca. Amy dio un tirón al tirador de la ventana y se magulló las yemas de los dedos. No iba a ceder. Incluso cuando logró introducir el costado de la mano izquierda bajo el extremo del semicírculo de metal, mientras golpeaba con la otra el otro punto, desgarrándose casi la piel, el tirador se negó a moverse. Oyó cómo su padre se encaminaba a grandes pasos hacia allí y sintió cada uno de ellos como la amenaza de una nueva magulladura en la frente. Liberó las manos del tirador y empezó a golpear las ventanas con los puños.

– ¡Socorro! -gritó-. ¡Mi padre me está atacando, no sé lo que va a hacer!

El cristal vibró con sus golpes y pareció también que la vista tras él lo hacía, un fenómeno que tornó la presencia del jardinero incluso más lejana y menos convincente. Había dejado de trabajar para anotar algo en su panel, pero a pesar de todo el ruido que ella hacía, que amenazaba casi con ensordecerla, ni siquiera levantó la mirada. No debiera haber abandonado el bolso: tal vez hubiese podido romper el cristal con la piedra. Se volvió, desesperada por encontrar cualquier otra cosa que pudiese utilizar, y se encontró mirando a su padre a los ojos.

Él la observaba desde el salón, con las manos cruzadas frente a sí. Al principio no entendió por qué el hecho de que permanecerá allí debía asustarla, y entonces se dio cuenta de que él sabía que no necesitaba aproximarse, sabía que no sería capaz de abrir la ventana o de hacerse oír fuera de Nazarill. La frente le dolía como si sus anteriores jaquecas hubieran sido una premonición de su herida, pero se aferró a sus pensamientos y tragó saliva amarga.

– ¿Quién te ha dicho que no podrían oírme a través de la ventana? -dijo, y su aguijoneante mirada se endureció sobre su padre.

Nunca hubiera creído que su mirada podría hacerse aún más vacía, pero así fue. No era una respuesta, pensó, era una pretensión, aunque él no lo supiera, así que la aguantó. Enseguida, él empezó a mover la cabeza de un lado a otro como si pretendiera desalojar la idea que Amy había plantado allí. Al ver que la mirada de su hija no lo abandonaba, separó las manos y se arañó las mejillas, y ella tuvo la repentina y terrible impresión de que estaba a punto de ver cómo su rostro se trocaba por el de cualquier otro. Pero antes de que eso pudiera ocurrir, su padre entró en la habitación. En vez de discutir su pregunta o considerar siquiera lo que implicaba, pretendía volcar su confundida rabia sobre ella.

Había recorrido la mitad del cuarto cuando Amy se precipitó hacia el salón. Tuvo que rodear la mesa para permanecer lejos de su alcance, pero no se había dado cuenta del mucho tiempo que eso le daría a su padre para adelantársele, que dio tres pasos deliberados y se encontró entre ella y la puerta, con las manos estiradas de forma negligente a ambos lados. Su rostro pareció haber abandonado todo interés en adoptar una expresión, hasta que ella cogió una silla por el respaldo y la volcó delante de sí. Mientras él se apartaba para no ser derribado, enseñando los dientes con los ojos saliéndose de las órbitas, Amy huyó al salón.

Su primer e instintivo pensamiento fue el de dirigirse hacia el pasillo. Eso no tenía sentido alguno hasta que encontrase sus llaves, si es que alguna vez tenía la oportunidad de hacerlo. Estaba corriendo hacia su habitación y pensando en el mejor modo de bloquear la puerta cuando se le ocurrió otro curso de acción, el único que podría tener éxito. Descolgó el aparato de teléfono de la placa de la pared y se metió a toda prisa en el cuarto de baño, arrojando todo su peso contra la puerta mientras su padre saltaba sobre la silla y corría por el salón. Estaba echando el cerrojo con la mano izquierda, que no parecía poseer la fuerza necesaria para hacerlo, cuando él chocó contra la puerta.


Los apenas dos centímetros de cerrojo que habían entrado en su encaje estuvieron a punto de saltar de nuevo, y Amy creyó ver que empezaba a doblarse. Trató de enterrar los talones en el linóleo y sintió cómo se deslizaban sobre el suelo mientras ella no lograba atrancar la puerta. Entonces la presión de su padre disminuyó y pudo echar el cerrojo por completo mientras la puerta se estremecía por un golpe de su puño.

– Devuélveme eso inmediatamente -gritó él.

Amy apretó el receptor con ambas manos para controlar sus temblores. Apretó el botón de comunicar y esperó, pero el auricular solo le ofreció silencio. Estaba empezando a pensar que Nazarill se había desconectado de la línea telefónica cuando el receptor estableció contacto con una línea, al mismo tiempo que su padre le propinaba a la puerta una serie de golpes que hicieron que la frente le palpitara.

– Abre ahora mismo -su voz entró como un cuchillo afilado a través de la madera.

El ruido le estaba borrando de la cabeza cualquier número al que pudiera llamar. Durante unos escasos e insoportables segundos, la única persona en la que pudo pensar fue el anciano señor Roscommon, pero no lograba recordar su número y, además, ¿estaría en su casa? Se le ocurrió entonces consultar el reloj, tratando de discernir quién podría encontrarse en aquel momento en casa. Su reloj se había parado por primera vez… se había detenido casi en el momento, o acaso exactamente en el momento, en que había abandonado el piso. El tiempo transcurrido desde entonces se le antojaba una incursión en las profundidades de la noche, pero el último vistazo que había echado por la ventana sugería que todavía no había oscurecido, aunque seguramente era lo bastante tarde como para que la gente hubiera vuelto ya. Su padre volvió a golpear la puerta, con tal fuerza que vio cómo se estremecía en su marco. Mientras él gritaba «Esta puerta no es tuya. Ábrela de inmediato», marcó el único número que podía recordar.

El teléfono sonó cinco veces como si pretendiera desanimarla antes de saludarla con un mensaje completamente impersonal y alquilado.

– Hola. En este momento no hay nadie en casa. Por favor, deje su nombre y su número de teléfono y le devolveremos la llamada tan pronto como sea posible.

Su modernidad la desconcertó, como si fuera el sonido de un futuro del que estaba siendo excluida.

– ¿Rob? -suplicó-. ¿Estás ahí? Que estés ahí…

El receptor emitió un pitido agudo y entonces guardó silencio. Si no hablaba, la cinta se desconectaría.

– Soy yo -dijo con voz temblorosa-. Siento…

No fue solo el recuerdo de cómo le había fallado él en el Té para ti lo que le hizo vacilar. Tuvo la sensación de que era escuchada: ¿Por Nazarill, por su padre o por ambos? No debía dejar que eso la silenciara.

– Siento haber dicho que te fueras a tomar por saco – dijo, mientras un nuevo golpe estremecía la puerta en su marco-. Me sentía como si todo el mundo estuviera contra mí. No es cierto que estés del lado de mi padre. No puedes estarlo, ya no es mi padre. Ven y lo verás. Por favor, no te limites a llamar.

Hubo un tenue sonido en la línea… ¿la insinuación de que alguien al otro extremo estaba escuchando? Si su padre hablaba, alguien más podría escuchar su voz y advertir cómo había cambiado, pero estaba demasiado ocupado arrojándose contra la puerta, que no parecía ir a durar mucho más. Apretó el teléfono contra su rostro con tal fuerza que el auricular amplificó un crujido de plástico o hueso.

– Ven y recógeme -dijo con voz asustada-. No me deja salir. Traté de hacerlo mientras estaba en el trabajo pero… no pude. Ha regresado antes de lo normal. Creo que lo llamó, creo que este lugar lo hizo.

No había mencionado por qué no había sido capaz de salir, pero quizá había dicho demasiado.

– Quiero decir… -continuó para retener su presencia en la cinta mientras trataba de dar con una explicación que no requiriera demasiada fe por parte de Rob-. Es como… – añadió, pero no había pensado nada más que decir cuando una voz de mujer habló a su oído.

– Amy, creo que ya es suficiente.

Parecía todavía menos amigable que la vez en que no la había dejado entrar en su casa, pero en esta ocasión Amy no podía dejar que la despidieran.

– ¿Está Rob, señora Hayward?

– No. Está en la escuela, donde habría esperado que estuvieras tú.

– ¿Sabe cuándo regresará a casa? -No sabría decirte.

– ¿De veras no lo sabe? -suplicó Amy. Al ver que la única respuesta era un silencio sin duda ofendido, dijo, con no menos desesperación-: Le dejará escuchar lo que he dicho cuando vuelva a casa, ¿verdad?

– Me temo que no puedo hacerlo. Voy a borrar la cinta.

Amy se sintió como si acabase de recibir otro golpe en la frente, y se sentó apresuradamente sobre el borde del baño.

– ¿Por qué? -se oyó protestar.

– Para empezar, no voy a permitir que ese lenguaje se utilice en mi casa, y confío en que Rob tampoco lo utilice en ninguna otra parte.

En tal caso, pensó Amy, no conocía a su hijo tan bien como pretendía, pero ese pensamiento no la ayudaba.

– Estaba diciendo que lo sentía -dijo con toda la contrición que pudo reunir.

– Al menos de eso me alegro.

– Entonces, ¿va usted a…? -Amy cerró los ojos con fuerza e hizo voto de tratar de parecer razonable-. ¿Va usted a decirle que necesito verlo en cuanto regrese, no más tarde que esta noche, para poder decírselo a la cara?

– No, Amy. Perdóname, pero me temo que no.


– ¿Por qué no? -sollozó Amy; su débil y estridente voz en el auricular pareció penetrar en su cerebro.

– Porque no es a Robin a quién necesitas ver, y confío en que tu padre se esté ocupando de eso.

– ¿Es que no oye cómo está tratando de ocuparse de mí? – casi gritó, y entonces se dio cuenta de que ya no podía oírlo; no sabía cuándo había dejado de hacerlo ni dónde se encontraba ahora-. ¿A qué se refería al decir eso?

– Oh, Amy, si vas a obligarme a decir esto lo haré. Solo con lo que he oído mientras tú no sabías que estaba escuchando, salta a la vista que necesitas ayuda médica, pobre niña.

– Debería usted hablar con mi padre -dijo Amy con amargura-. Se daría usted… -y se tapó la boca con la mano libre. Acababa de decirse a sí misma cómo distraer a su padre, e incluso cómo persuadirlo para que la sacara de Nazarill. Dejó que su mano cayera, descubriendo su resuelto y sencillo rostro en el espejo-. Me refiero a que debería usted hablar con él. Alguien tiene que decirle que necesito ayuda. Espere y yo…

Al principio fue el ruido del exterior de la puerta lo que la distrajo, un tirón violento que resonaba a través de la pared. Pensó que su padre estaba intentando arrancar algunos de los ladrillos que lo separaban de ella. Entonces el ruido dio paso a un crujido astillado, y el teléfono quedó repentinamente en silencio.

Amy estuvo unos pocos segundos apretando botones y tratando de asegurarse de que no había colgado de alguna manera el receptor, hasta que se convenció de que su padre había arrancado el teléfono de la pared. Apretó el inútil aparato contra su diafragma y miró, con los ojos temblando a causa de la falta de sueño, a la puerta. Se estaba preparando para ver cómo se estremecía, pero su padre solo habló:

– ¿Qué más vas a obligarme a hacer?

La frialdad de su voz se apoderó de su cuerpo entero. La antena del receptor dio unos golpecitos contra el espejo, luego lo arañó, y entonces ella extendió el brazo para retraerla;

El revés de su mano tocó el reverso de una mano fría como el cristal y se vio a sí misma empuñando un arma. Apretó el aparato sin interferir con la antena, e hizo lo que pudo por mantenerse firme y mantener el tono de voz.

– Si te apartas de la puerta, saldré -dijo.

Había respirado dos veces, con un sabor a jabón en la boca que no resultaba del todo agradable, cuando escuchó una respuesta: un crujido plástico. Su padre había pisado un fragmento de la carcasa, a no muchos metros de distancia, en el salón.

– Ya me he movido -dijo la pared con su voz.

– No, donde pueda verte. Ve a la habitación grande. Ve directamente allí y sigue hablando.

– Deja que mis palabras entren en tu alma -mientras hablaba, ella escuchó otro crujido de plástico y los pesados pasos de su padre regresaron por el salón. Creyó que se había detenido junto a la puerta del baño cuando escuchó cómo empezaba a rezar en la habitación principal-. Padre Nuestro…

Amy se atrevió casi a llegar hasta la puerta, pero solo para poder entender lo que estaba ocurriendo. Su voz había dejado de sonar como si se encontrase en la habitación que ella conocía. Incluso una vez que se dio cuenta de que estaba hablando más bajo con cada paso que daba, tuvo que convencerse de que no vería nada extraño al abrir la puerta… nada salvo el hombre que estaba gritando su plegaria, como si el vacilar pudiera privarle de la habilidad para rezar. Cuando abrió el cerrojo y entreabrió una rendija en la puerta, estaba entonando su plegaria por segunda vez.

Estaba de pie junto a la ventana, con los hombros apoyados contra el cristal. Más allá, la sombra de Nazarill estaba alentando a la noche, una oscuridad que Amy creyó ver solidificándose alrededor de su rostro, como un líquido capaz de disolver su perfil.

– Y líbranos del mal -rugió, mientras ella abría la puerta un poco más. Sus ojos se encontraron y él profirió un jadeo entrecortado, guardando silencio.

Se había quedado sin aliento por fin, pensó Amy, pero inmediatamente resultó evidente que él no lo creía así, que la culpaba por su vacilación. Se rascó la cara a ambos lados de la boca, que había apretado con tal fuerza que sus labios casi habían desaparecido. Caminó hacia delante mientras su menguante figura se sumergía en la oscuridad de la noche. Amy permaneció firme y blandió el aparato, agitando la antena en dirección a él.

– Mejor no vuelvas a tocarme -dijo.

Él levantó las manos abiertas y entonces las dejó caer, como si el espectáculo que estaban presenciando fuera demasiado para ellas.

– ¿En qué clase de criatura te has convertido como para ofrecer violencia a tu propio padre?

A pesar de todo, eso la afectó, la obligó a imaginar cómo habría hecho sentirse a su madre.

– No es peor que lo que tú me has hecho -gritó.

– Eso fue una desagradable obligación. Yo soy tu padre.

– Entonces actúa como tal. Si se supone que estoy enferma, llévame a un médico.

– Ya te he oído.

Ella creyó que había logrado al fin encontrar algo a lo que aferrarse en sus palabras, cuando él dijo:

– No necesito que ningún extraño me explique mi deber. Para mí es evidente que toda esta vergüenza debe permanecer entre estas paredes.

La había oído hablando con la madre de Rob. Amy se sintió como si las respuestas de su padre la estuviesen aprisionando, obligándola a caminar una vez tras otra por un área delimitada por las mismas y estrechas ideas. Había soltado ligeramente el receptor, pero ahora lo levantó como una advertencia.

– No lo harás -dijo, escabulléndose por el salón.

Los ojos apretados de los cuadros parecían estar mirando con incredulidad el caos que su padre y ella habían dejado en el suelo. Después de mirar hacia atrás para asegurarse de que él no se encontraba a la vista, se precipitó hacia la habitación de su padre. Apenas había llegado al umbral cuando se detuvo, demasiado confundida hasta para pensar en cerrar la puerta.

La pulcritud de la habitación ya resultaba de por sí suficientemente desalentadora: las disciplinadas filas de objetos que llenaban la mesa, cuya simetría era duplicada por el espejo; los tres pares de zapatos que se apoyaban los unos sobre los otros, con los talones alzados, en el suelo, al pie de la cama; la almohada, que no revelaba ni el menor rastro de una cabeza, el pálido edredón tan liso como una lápida. La habitación parecía muerta, ya no estaba habitada por nadie que ella conociera, y era tan fría como para hacerle temblar hasta los mismos huesos. Si su padre no tenía las llaves en su poder, debían de encontrarse allí. Estaba mirando a su alrededor, se sentía como si la indefinible extrañeza de la habitación estuviera ayudando a esconder las llaves, cuando escuchó pasos en el salón. Corrió hasta el guardarropa y abrió de par en par las puertas cubiertas de paneles.

A la izquierda, las camisas de su padre, una alisada masa de color blanco, dejaban caer sus muchos brazos; a la derecha, los trajes con las perneras levantadas. Todos los contenidos del guardarropa parecían representar el estado ausente de su dueño. Mientras se asomaba a la sofocante oscuridad, un tenue olor a moho se prendió de su garganta. No tenía tiempo para registrar los bolsillos uno por uno, pero dio a los trajes un fuerte manotazo que habría hecho tintinear cualquier llave presente. Solo escuchó el sonido discordante de las perchas, y entonces su padre entró en la habitación.

– ¿Qué maldita cosa has traído aquí? -gritó.

Mientras Amy se apartaba del guardarropa, le palpitó la cabeza a causa de la amenaza que su aparición representaba y azotó el aire con la antena del receptor a escasos centímetros de su cara.

– No he traído nada -dijo ella, mientras apartaba la antena bruscamente de su alcance-. Estoy buscando las llaves que me has robado.


– Si yo fuese un orate, puede que las hubiese dejado ahí para que las encontrases -dijo antes de sacar las llaves del bolsillo; de su pantalón y mostrárselas.

¿No podía ser una palabra antigua escuchada a sus abuelos? Durante el tiempo que tardaron las llaves en reflejar dos veces la luz parecieron menos importantes que la pregunta, y luego lo único que importó fue el recuperarlas, fuera como fuese.

– Gracias -dijo mientras extendía su mano vacía, aunque no demasiado.

– Esta es mi habitación y quiero que salgas de ella.

Al menos no había guardado las llaves. Mientras retrocedía por el umbral haciéndolas tintinear, ella lo siguió. Los ojos de los cuadros parecían asombrados por el comportamiento de Amy, si no es que se estaban mofando de ella; era incapaz de interpretar la luz que brillaba en los de su padre.

– Cierra la puerta -le dijo tan pronto como hubieron salido; después de que ella lo hubiera dicho, añadió-: Aléjate de mi cuarto.

Estaba retrocediendo hacia la cocina, sosteniendo en alto las llaves, que seguían emitiendo un brillo hipnótico. Pretendía atraparla en su cuarto. Mientras retrocedía y pasaba junto a él, vio que pretendía cerrar la puerta de la cocina, acaso para negarle el acceso a los cuchillos que contenía. Tanteó a su espalda en busca del picaporte y, en el momento mismo en que su atención vaciló, ella se abalanzó sobre él. La puerta se cerró de golpe. Un fragmento de plástico que no había logrado evitar crujió bajo sus pies y su padre levantó las llaves por encima de su cabeza como una llama.

– Ya no son tuyas. Vete a tu cuarto.

– No voy a marcharme hasta que me des las llaves.

– Ya lo creo que vas a hacerlo -dijo, y se le acercó con una rapidez que dejó claro que el arma que ella empuñaba no iba a detenerlo más.

Amy huyó a la habitación principal. Al final del paseo, las puertas de la cancela estaban teñidas de rojo. Corrió hasta la ventana a tiempo de ver cómo se demoraba en la carretera el camión de George Roscommon. Buscó frenéticamente a su alrededor algún objeto con el que romper la ventana. Una silla podría valer, y soltó el aparato para poder coger una. En aquel momento, la puerta se volvió gris como un incendio extinguido y el camión se perdió por Nazareth Row.

Su padre había vuelto a guardar las llaves en el bolsillo y

estaba avanzando hacia ella con las manos extendidas.

– Ahora cálmate -dijo-. Ya ves que no puedes vencerme. Ve a tu habitación.

Amy corrió alrededor de la mesa para colocarla entre los dos. Una vez más tenía la impresión de que su padre y ella estaban condenados a seguir repitiendo las mismas palabras, las mismas acciones.

– No pienso quedarme aquí, en ninguna parte -chilló-. ¿No te das cuenta de que solo consigue hacerme empeorar? Déjame salir o acompáñame fuera, eso no me importa, o verás lo que hago.

Él retrocedió hasta el umbral de la puerta y cruzó los brazos.

– No puedes hacer nada que me obligue a apartarme de mi deber -dijo.

Amy sintió que sus manos se convertían en garras, ansiosas por encontrar cualquier cosa que desgarrar o destrozar. El mobiliario, el equipo de música, la televisión o el vídeo… y entonces vio lo que podría sin duda afectarlo si lograba reunir los arrestos para hacerlo. Caminó hasta la estantería siguiendo la pared de la puerta. Susurrando «Lo siento» tan débilmente que apenas pudo escucharse a sí misma, tomó entre las manos un montón de los libros que su madre había encuadernado y los arrojó al suelo.

El rostro de su padre ni siquiera se movió. Amy enterró una mano tras el siguiente libro de la estantería y lo miró con aire acusador. Sobre su conciencia empezaba a acumularse en capas la consternación: consternación por sus propias acciones, por la faltan de respuesta de su padre, por el hecho de que su madre la hubiera abandonado para siempre… y lo peor de todo, por el descubrimiento de que aquellos libros amorosamente encuadernados significaban ahora tan poco para ella como sus banales contenidos. Presa de una cólera que hizo que la cabeza le palpitara y pareciera hinchársele, tiró el libro de la estantería y, después de arrancar las tapas de piel, las sostuvo crujiendo con la mano izquierda mientras con la derecha sujetaba los haces de páginas-. O me llevas al médico o hago esto pedazos -chilló.

Ella no supo si fue la amenaza o su mirada lo que lo afectó. Vio que sus manos buscaban con torpeza sus mejillas y el gesto le hizo bajar la guardia, de modo que demasiada parte de su atención estaba concentrada en el libro cuando él se abalanzó sobre ella y cubrió la distancia que los separaba mientras Amy dejaba escapar un jadeo desalentado.

– Demonio -dijo su padre con voz fría y monótona-. Estás loca y te vas a quedar aquí en Nazarill.

La sujetó por los hombros, magullándoselos, pero sus palabras ya la habían alcanzado. Se las había oído pronunciar una vez, en su pesadilla, antes de que la alzara como un sacrificio delante de Nazarill, y ahora se sintió tan pequeña e indefensa, como entonces. Antes de que hubiera podido reunir las fuerzas para luchar, él la había arrastrado por todo el salón.

Para su sorpresa, no la llevó a su cuarto. En vez de ello, la empujó con relativa gentileza por el umbral, aflojó ligeramente su presa sobre sus hombros y apoyó sus manos sobre ellos mientras lanzaba una mirada vacía a su frente. Ella estaba a punto de sacudírselo de encima y esquivarlo cuando él habló:

– Debo hacerlo -dijo y, tras echar atrás el puño derecho, le

propinó un golpe en pleno rostro.

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