1. Lo nuevo por lo viejo

Hedz no Fedz era la más pequeña de las tiendas de aquel extremo del Paseo del Mercado, pero su escaparate ofertaba más artículos que los de sus vecinos, Empeño con Tesón y Caridad Mundial, juntos. El aviso de la esquina inferior derecha de la ventana, ESTAS PIPAS SON SOLO DE ADORNO, no conseguía tapar la vista. Alguien, o el viento, había tirado el letrero portátil que alertaba a los clientes del mercado de la existencia de la tienda. Amy desdobló la señal (HEDZ NO FEDZ: TODO LEGAL) todo lo que daba de sí la cadena y la plantó en la acera, antes de echarse su bolso mexicano de lona al hombro y entrar en la tienda.

Los móviles de cascabeles anunciaron su llegada, pero Martie apenas se molestó en levantar la vista y continuó pegando etiquetas con precios en el contenido de una caja que tenía sobre el mostrador.

– ¿Qué clase de pipa es esa? -preguntó Amy, por encima de los compases de una voz grabada que la animaba a «pasar sin llamar».

– Eléctrica. Se aprieta aquí y no hace falta chupar.

– Qué competitiva.

– Justo a tiempo para Navidad. -Martie apretó una etiqueta con un pulgar regordete-. A ver si así descubrimos dónde se esconde el dinero. Ya que estás ahí de pie con esas piernas tan largas que tienes, ¿por qué no me haces un poco de hueco en el escaparate?

Amy soltó la bolsa en el suelo y se produjo un golpeteo de libros sobre los tablones desnudos, los cuales siempre le parecían sucios de la tierra acumulados durante los años que la tienda había sido una frutería. Tuvo que retirar collares de cuentas, colgantes de amonites, incensarios, pegatinas holográficas y cristales recogidos en cajitas acolchadas antes de dar con un hueco de su agrado, entre una talla africana y un libro de filosofía oriental, para la pipa nueva. Salió para ver qué tal llamaba la atención desde la calle y regresó a tiempo de escuchar el traqueteo de una puerta metálica que se cerraba en otra tienda de la plaza del mercado.

– Yo la compraría.

– Seguro que te iban a mirar de modo raro en casa.

– Ya lo hacen. -Amy se metió la boquilla en el agujero izquierdo de la nariz.

– De lo contrario, te llevarías una decepción, ¿a que sí? Recuerdo que yo me sentía igual cuando todavía andaba intentando decidir quién era. -Martie miró más allá de Amy y frunció el ceño-. De todos modos, siempre hay miradas sin las que podría pasar.

Amy se giró y no vio más que una coronilla, una mata de pelo aún más corto que el de Martie, una cabeza agachada como si fuese a embestir la ventana. El guardia de seguridad de la plaza del mercado se enderezó, dejó de escrutar la pipa eléctrica y entró en la tienda, poniéndose la gorra y tirando de la visera hacia sus ojos, tan pequeños como suspicaces. El tintineo del móvil resultó apenas audible por culpa del siseo del transmisor que pendía del cinto del hombre.

– ¿Podemos echarte una mano en algo? -preguntó Martie.

– Que corra el aire. -Dedicó un momento a hurgar entre los discos compactos hasta que los primeros de cada hilera se hubieron inclinado hacia delante, momento en el que apuntó al amplio y sereno rostro de Martie con el suyo, huesudo y abigarrado, tan barbilampiño que parecía depilado-. No me gustaría tener que preguntar dónde han estado metidas esas manos delante de esta señorita.

– O sea, que prefieres esperar hasta que estemos a solas.

– Entonces sí que descubriría si eres una puntillosa o qué, enseguida, además. -El guardia enseñó los dientes superiores con un chasquido, antes de afanarse en componer un ceño compungido que meció la visera de su gorra y dirigirse a Amy-. No me diga que no encuentra aquí nada de su gusto.

Su interés, tanto si era genuino como fingido, le revolvió el estómago.

– Pues sí. Mi amiga Martie.

– ¿Dónde? -dijo el guardia, antes de señalar a Martie con la suela de una bota-. Ah, esa. Diminutivo de Martin, ¿verdad?

– Martha -respondió Amy, furiosa consigo misma por haberse dejado provocar y contestar-, y tú lo sabes, Shaun Pickles.

– ¿Cómo va a saberlo nadie, sin acercarse más de lo que debería una persona decente? Si fueses mía, no permitiría que trabajases aquí los sábados.

– No creas que vas a recibir ofertas como esa todos los días, Amy.

– No podría soportarlo -dijo Amy, lo cual no era bastante-. Ya que tanto te preocupas, ¿por qué no le dices a tu hermana Denise que deje el trabajo en el estanco? -le preguntó al guardia.

– Porque ella tiene dieciséis años y es legal.

– Yo también -dijo Amy, añadiendo el «casi» para sus adentros.

– Entonces debes de ser lo único que pueda llamarse así aquí dentro.

– Lo que te excluye. -Amy se sentía como si acabara de regresar al patio del colegio de primaria de Partington, apuntándose tantos dialécticos de tan baja estofa que resultaba imposible enorgullecerse de ellos-. ¿No tendrías que ir a comprobar si está todo cerrado para pasar la noche?

– Ya haré mis rondas, no tengas miedo. Por eso he venido, para avisarte de que si quieres pasar por el precinto para ir a casa, más vale que te vayas despidiendo de ella. Si quieres cruzar ahora, esperaré para cerrarlo.

– Gracias, no te preocupes. No osaría interrumpir tu ronda.

– Si no te vienes pronto conmigo, tendrás que ir…

– ¿Tú no te das cuenta de lo pelmazo que eres? -Ni siquiera aquello parecía suficiente para disuadirlo. Amy estaba preguntándose cómo de brusca tendría que ponerse cuando se escuchó de nuevo el repiqueteo de las campanitas-. Hola, Rob -saludó, con tanto entusiasmo que su novio compuso cejas, párpados y barbilla en punta, como un mimo que fingiera sorpresa-. Rescátame.

– De… ah. -Rob se tiró del pendiente que llevaba en la oreja y le dedicó al guardia un parpadeo de aquellas pestañas que eran la envidia de Amy-. Recuerdo cuando nos conocimos.

– Como todos los culpables.

– Mi primera semana en la escuela, eso fue -le dijo Rob a Martie, que profirió un bufido burlesco-. Me acorraló contra una esquina y me preguntó qué clase de nombre era Robin. «¿Es el pipiolo que va con Batman, no?» y, para cambiar un poquito, «¿A que te gusta Batman?» y pum, pum, pum en las costillas. Y cuando le dije que claro que sí que lo era, va y tampoco aquello le puso de buen humor.

El transmisor que llevaba Shaun al cinto siseó y él le puso la mano encima como si fuese un pistolero.

– Bueno -dijo, con voz tensa-, pues aquí me tienes.

– Ya, aquí nos tenemos los dos. Qué patético, ¿no?

– ¿Piensas hacer algo al respecto?

– Pues mira, a lo mejor le cuento a mis amigas cómo solíamos llamarte en el colegio.

– Basura, como todo lo que sueltas por la boca. -Shaun descubrió la encía superior antes de alcanzar la puerta a largas zancadas-. Algunos de nosotros nos hemos dedicado a trabajar en lugar de a perder el tiempo con jueguecitos estúpidos – declaró. Se esforzó por salir dando un portazo, pero perdió el pulso con el brazo metálico de la puerta, que la cerró con la misma tranquilidad automática de siempre.

– Obsoleto -entonaron al unísono Rob y Amy, un insulto privado. Rob añadió-: Además, ¿qué quería, Aim?

– Llevarme al mercado.

– Donde mejor están los… -dijo Martie, y pensó en una palabra improvisada- chorizos como él.

– Colgado en la charcutería es donde tenía que estar.

– Bueno, algo tendrá que hacer para llevar a casa el… mejor no lo digo -dijo Rob.

– Ya pasó, y me alegro -dijo Amy, antes de dedicarle a Rob el tono brusco de voz que sabía que a él no le importaba-. ¿Y qué querías tú?

– Saber lo que vamos a hacer el domingo.

– Da igual. Podíamos ir a Sheffield, o a Manchester, ahora que abren todas las tiendas, si madrugamos para coger el autobús. Donde sea, lejos de aquí. No me refiero a aquí, aquí, Martie.

– Ya lo sé. Solo que nuestro simpático amigo tenía razón en una cosa, ya puedes darte prisa si no quieres quedarte encerrada.

– No tenían que poder cercar tanto. Cuando era pequeña nunca lo hacían. -Amy cogió su bolso de lona y, al ver que aquel gesto no conseguía aplacar su ira, descargó un puñetazo contra el pecho de Rob.

– ¿Y yo qué he hecho? -dijo él, con voz atiplada.

– Ser un hombre. -Amy sabía que su enfado era en vano, lo que solo conseguía empeorarlo. Abrió la puerta y lo empujó afuera con una mano bajo la cálida y sedosa melena que le caía sobre la nuca-. Hasta el sábado -se despidió de Martie, y desapareció detrás de Rob.

La mayoría de las tiendas que rodeaban la plaza del mercado ya habían cerrado: franquicias de una agencia de viajes, una vinatería y una cadena de restaurantes de pasta, concepto que siempre evocaba en la mente de Amy eslabones compuestos de espaguetis, dos tiendas de ropa, una biblioteca de vídeos para toda la familia, una librería que vendía más tarjetas de felicitación que libros, una tienda de electrodomésticos llena de televisores, cámaras y aparatos de alta fidelidad, todos ellos de un negro reluciente… Hacía cuatro años, Houseall, una empresa de Sheffield, había adquirido los derechos de propiedad de la plaza y ahora solo podían permitirse el alquiler el tipo de tiendas que se veían en cualquier ciudad inglesa. Houseall seguía permitiendo la continuidad del mercado, aunque la mayoría de los vecinos iba a aprovisionarse al gigantesco centro comercial que había abierto en una salida de la autovía. Pickles y otro guardia más veterano se paseaban por las baldosas de la plaza, comprobando que las tiendas hubiesen cerrado. Ambos tintinearon sus llaves en dirección a la pareja que cruzaba por su territorio. Rob y Amy los ignoraron y se apretaron las manos con más fuerza, atravesaron las puertas de cuatro metros y medio de altura para adentrarse en el Camino de la Poca Esperanza y encaminarse hacia el cielo que cubría el coto.

El fulgor crepuscular había teñido el horizonte occidental con el verde lúcido de un rayo de luz que atravesara un prisma. Recortados contra el fulgor, la cadena aserrada y sus filamentos de brezo se perfilaban con una claridad que la luz del día les negaba, la claridad de la estrella solitaria prendida de la negrura que avanzaba procedente del este. Amy comenzó a imaginarse las distancias que la oscuridad traía al cielo, pero su atención se vio atraída hacia el colosal pedazo de anochecer que coronaba la colina al otro lado de Nazareth Row.

– Cuando era pequeña, la llamaba la casa de la araña.

– Aracnológico. ¿A qué fin obedecía?

– ¿Que por qué la llamaba así? Creo que eso mismo me preguntaron una vez. La llamaba así porque… -Una ventana a la izquierda de las puertas de entrada se iluminó, tirando de sus recuerdos, que tampoco estaba esforzándose por rescatar, hacia la oscuridad-. Se me ha olvidado.

– A veces conviene.

– Qué sagaz. -Amy le besó la delgada mejilla para darle a entender que no pretendía zaherirlo-. ¿Entras o qué?

– Tengo que escribir un trozo de historia. Luego te llamo.

– Venga ya -dijo Amy, con pasión-, historia. Fechas aburridas de gente aburrida que hizo cosas todavía más aburridas. No te duermas. -Tras resignarse a soltarle la mano, le propinó un empujón. Las despedidas siempre le hacían sentir torpe, predispuesta a demorarse, incapaz de encontrar la manera de decir adiós-. No tengo pensado ir a ninguna parte. -Ascendió el sendero de grava que dividía los amplios jardines enfrente de Nazarill.

Aunque Houseall había destripado la casa antes de reconstruirla, la fachada apenas había cambiado. Los coches se aparcaban en un extenso rectángulo de grava a la izquierda del edificio: el Landrover del fotógrafo, el Morris Minor de la homeópata, el Célica de uno de los bibliotecarios, el Porsche de segunda mano de uno de los periodistas. Cuando Amy se hubo puesto a la par del roble, desgarbado e inclinado, el edificio de color hueso la saludó con una explosión silenciosa de luces de alarma. Salió del paseo y llegó al umbral de piedra blanca de las puertas con ventanas redondas, donde miró el buzón junto a las columnas gemelas con nueve botones de timbre; encontró un sobre marrón como la arena mojada, destinado a su padre. Lo sostuvo entre los dientes mientras hurgaba con la llave en la cerradura y se vio a sí misma con el rostro compuesto en una mueca adornada con una lengua desmesurada cuando la puerta se abrió hacia dentro. Acababa de poner un pie en el edificio cuando las puertas volvieron a tocarse tras ella con un sonido similar al eco de una campana que repicara a lo lejos.

Cada vez que llegaba pensaba que debería sentirse como si hubiese entrado en una casa de campo o en un hotel de lujo. El suelo del amplio pasillo se veía engordado por una alfombra de un marrón aún más oscuro que los paneles de las paredes, cuyas mitades inferiores palidecían por el fulgor que emanaba detrás de los rodapiés. Tres puertas de caoba ocupaban cada pared, pero cuatro de ellas conducían a apartamentos que se habían quedado vacíos un año después de que Nazarill hubiese sido renovada y pregonada como la residencia más apetecible de toda la ciudad. Una veintena aproximada de pasos la condujeron hasta la escalera, recubierta de pared a pared por una alfombra tan gruesa como su muñeca.

No podía escuchar el sonido de sus pisadas mientras subía, tan solo el goteo de la calefacción central, que discurría por una cañería oculta, y unos discretos arañazos, presumiblemente los intentos de fuga del gato perteneciente a la juez que vivía en la planta de enmedio. Amy continuó palmeando el pasamanos, aunque la barandilla de bronce estaba húmeda al tacto, a fin de conjurar una tenue nota hueca que acompañara sus pasos. Ya en la planta de arriba, jugueteó con las llaves a lo largo de todo el pasillo, donde dos versiones borrosas de sí misma se deslizaban por los paneles. Una de ellas parecía que estuviese royendo un hueso y que se hubiera tatuado el número trece en la cabeza cuando asió un borde del sobre entre los dientes, mientras abría primero la cerradura embutida que había instalado su padre y luego la cerradura de cilindro.

Las puertas interiores estaban cerradas con fuerza, indicio de que el final del recibidor artesonado estaba a oscuras. Unos olores tan tenues que solo consiguió reconocer a fuerza de estar familiarizada con ellos le dieron la bienvenida: cubiertas de cuero, volutas de incienso en su dormitorio, la mayor de dos habitaciones alargadas y estrechas en la pared de la izquierda. Encendió la luz con el codo y cerró la puerta con las nalgas mientras se iluminaba el recibidor, para revelar sus ilustraciones enmarcadas tomadas de un libro infantil Victoriano que, de pequeña, había reducido a trizas y ni siquiera su madre había sido capaz de restaurar. Le pareció recordar lo poco que le gustaban las cabezas desproporcionadas y los ojos enormes de todos los retratados, pero ahora aborrecería la idea de ponerles pegas cuando la idea de enmarcarlos había partido de su madre. A pesar de todo, tras sujetar el sobre con la misma mano con la que sostenía las llaves, mientras entraba en su cuarto le sacó la lengua a la anciana que volaba hacia la luna dentro de una cesta.

Ya casi había conseguido que aquella habitación pareciera un hogar. La luz del techo, dentro de su pantalla redonda y multicolor, la encontró en el espejo de la mesa tocador enfrente de la puerta. Cuando se agachó para comprobar que su complexión no se había desmejorado desde la última vez que se mirara, pareció que por un momento estuviese contemplando los dos collares que decoraban el arco del espejo. Colgó su gorra puntiaguda y recamada junto a sus dos amigos de la pared, entre el póster de Nubes Como Sueños, desde el que las cuatro caras pálidas y andróginas de los miembros de la banda vigilaban la puerta, y el estante para los libros, donde libros, discos: compactos y cintas de música se apiñaban bajo la ordenada estantería llena con los libros que su madre había encuadernado para ella. Tiró su abrigo tapizado cerca del armario y el uniforme del colegio encima del abrigo. Cuando se hubo puesto una camiseta y una falda lo bastante negra para su gusto, se acordó de llevar la carta de su padre al salón.

Este, al contrario que su dormitorio, pero al igual que el de enfrente, tenía una ventana. A través de los marcos de las ventanas esmeriladas, Amy veía todo Partington, las calles que discurrían colina abajo igual que tentáculos oscuros de la plaza del mercado para capturar la serpiente luminosa que era la carretera principal, con la cabeza y la cola cortadas por la oscuridad de los cotos. Varias estrellas se habían prendido del cielo oriental, pero la noche que cubría la plaza del mercado siempre era lisa. Cuando dejó el sobre encima de la superficie de cristal de la bruñida mesa ovalada, vio al guardia veterano cerrando las puertas de hierro con volutas bajo las bombillas apagadas de principios de la Navidad. Echó las cortinas de terciopelo y metió una cinta con un concierto de Vile Jelly en la platina de la torre de alta fidelidad. El indicador del volumen le salpicó las manos de rojo cuando se enderezó para encaminarse a la cocina, con la intención de prepararse una taza de té de hierbas.

Al encender el fluorescente, las ramas más altas del roble se agitaron al otro lado de la ventana de la cocina, contra la oscura joroba que coronaba la colina, el primer peldaño que comunicaba con la oscuridad más pronunciada del coto. El árbol continuó manoteando al viento mientras ella colocaba un sobre de té en su taza y despertaba el ojo rojo de la tetera eléctrica. La luz de la cocina debía de haber sobresaltado a un pájaro que había renunciado a su asidero. Vile Jelly cantaban «No somos más que una chispa en las tinieblas del tiempo» mientras ella recogía su mochila del lugar donde la había tirado en el salón. Para cuando el solo de mandolina eléctrica hubo terminado, ella ya había desparramado sus libros de texto encima de la mesa del salón. La tetera la llamó con un silbido de vapor y el chasquido de su interruptor al apagarse y, en el silencio entre canciones, escuchó un movimiento cerca de la puerta del salón: un sigiloso rechinar metálico y el sugerente murmullo de una respiración… el radiador comenzaba a llenarse. Se hubo callado antes de que Eve Exman pronunciara «Quédate conmigo hasta la próxima vez que nos veamos», mientras Amy llenaba su taza de agua. Por fin consiguió rescatar la bolsita fláccida y tirarla al cubo de plástico, esperó a que las ramas dejaran de mecerse al otro lado de la ventana y, como tardaban, apagó la luz de un manotazo. «Hinca los codos», se dijo, y se encaminó con paso lento pero seguro al encuentro de los deberes de clase.

El arte de Shakespeare se apoya en la inconsistencia y en el contraste. Arguméntese tomando Macbeth como referencia. Amy se acordó de cómo había enfurecido al profesor de inglés al insistir en que le explicara cómo era posible que Lady Macbeth pudiera haber dado de mamar cuando no tenía hijos, pregunta que, según él, era la más antigua, aburrida e irrelevante que podía hacerse acerca de la obra. Paseó la mirada por el cuarto, ya que no en busca de inspiración, al menos para distraerse y no pensar en aquella eterna pregunta sin resolver. Vio el juego de sofás de piel sintética, cuyas orejas parecían brazos de gitano esculpidos; el cuero auténtico se reservaba para ensalzar algunos de los libros encuadernados por su madre. Vio el televisor agazapado encima del reproductor de vídeo junto a un par de baldas llenas a rebosar con las cintas de música que había grabado de la televisión. Se inclinó para retirar del brazo del sofá el mando a distancia que controlaba todo el equipo de audio y vídeo, y habría bajado el volumen de la música si la pista no hubiese comenzado su último minuto de silencio, lo cual le permitió cerciorarse de que había oído cómo llamaban a la puerta.

Apartó la silla de patas estevadas de la mesa y se apresuró a recorrer el recibidor para espiar por la mirilla. Una figura cubierta hasta los tobillos por un vestido negro enhebrado con plata comenzaba ya a menguar dentro de la sección globular del pasillo. Amy reconoció aquella melena, recogida con fuerza en la cabeza con una cinta para resaltar los rizos y los distintos tonos rubios que se derramaban hasta la mitad de la esbelta espalda. Le dio un pellizco al pestillo y empujó la puerta.

– Estoy aquí, Beth.

Beth Griffin se volvió, con una llave medio apuntando a la

cerradura de la última puerta del pasillo.

– No quería interrumpir, que a lo mejor estás con amigos.

– Estoy sola.

Beth se frotó su amplia frente y dejó que la mano corriera por su larga nariz hasta pasársela por los labios, tan delgados que se diría que eran la timidez encarnada.

– Me pareció que hablabas con alguien cuando salías.

– Qué va. Sería la cinta.

– Sería eso. -Acababa de terminar el punteo de bajo que anunciaba la siguiente canción, pero Beth no parecía del todo convencida-. En fin -dijo, descartando aquel tema con un vigoroso zangoloteo de cabeza-. Ya sé que, a tu edad, escuchar música a ese volumen no tiene por qué significar que no te duela la cabeza pero, ¿no habrás tenido fiebre de un tiempo a esta parte?

– Desde la semana pasada, no.

– Y, cuándo te… -Beth miró de soslayo en dirección al sonido de una puerta que se abría, aunque no era en aquella planta-. Te toca.

– Después del fin de semana, espero.

– Y me decías que los dolores de cabeza te asaltan, por lo general, durante el día.

– Se llaman profesores, algunos de ellos.

– Igual que antaño, cuando yo iba al colegio -dijo Beth, tras bizquear al salón de los Priestley como si esperara encontrar allí la puerta que se cerraba-. Tú sigue con el nat mur. Toma una pastilla cada vez que te haga falta y, si eso no te alivia, ya sabes dónde encontrarme.

– Si quieres pasar, la bajo.

– Ahora no. Llego tarde, ¿no? Espero que la reunión siga en pie.

– Debería.

– Valdrá la pena, ¿no? -dijo la homeópata. Cuando Amy omitió su respuesta entusiasta, añadió-: Por fin vamos a conocernos, todos los que somos.

– A lo mejor salgo.

– Qué pena. En fin, será mejor que… -Beth balanceó las llaves en un gesto que daba a entender que su puerta se había convertido en un imán que tiraba de su mano y, por fin, del resto de ella-. Espero que nos veamos más tarde -se despidió, antes de abandonar a Amy a la discreta luz del pasillo.

Mientras cerraba la puerta, Amy pensó que, lejos de su oficina, la inseguridad que sentía Beth en compañía de otras personas podía llegar a resultar alarmante, lo que sin duda explicaba su nerviosismo durante toda la conversación. En cualquier caso, en cuanto tuvo el mando al alcance de la mano, subió el volumen. «Así es como se acaba tu mundo», voceaban Eve Exman y el resto de Vile Jelly, «no hagas planes…». La música no le dejaba pensar, pero puede que fuese capaz de trabajar cuando se le hubiese despejado la cabeza. Las guitarras aullaban igual que misiles y sirenas hasta que, en el preciso instante en el que comenzaban a volverse insoportables, enmudecieron. Una broma de la banda; al cabo de cinco segundos, atacaban de nuevo, más salvajes que antes. Aquel ínterin le permitió escuchar cómo una llave giraba la cerradura. Se apresuró a esperar en el recibidor y no tardó en encontrarse dando la bienvenida al recién llegado.

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