24. Más de una celda

– Tu madre está muerta y tú estás loca y te vas a quedar aquí, en Nazarill.

Mientras despertaba con la voz de su padre en los oídos, Amy tuvo que recordarse que había sido solo un sueño. Su propio grito debía de haberla despertado, y seguramente sus padres la habrían oído. Solo tenía que yacer tendida con los ojos cerrados hasta que vinieran a tranquilizarla. Si contenía la respiración y dejaba de jadear y temblar, si lograba aspirar largas, lentas y profundas bocanadas de aire, la duración de la siguiente inhalación bastaría para traerlos. Para estar a salvo, dos inhalaciones. Las prolongó todo cuanto le fue posible, aunque hicieron que le doliera la mandíbula, sin duda porque había estado tumbada de forma incómoda sobre ella mientras dormía. Cerró los labios con obstinación después de la segunda bocanada, a pesar de su sabor rancio, y escuchó con atención, pero no oyó otro sonido que el siseo de la sangre en los oídos. Tendría que llamarlos para que la tranquilizaran, y estaba abriendo la boca para hacerlo cuando la clase de dolor que estaba esperando que se manifestara en su frente hizo acto de aparición en su mandíbula. El dolor le hizo abrir los ojos. Tiró del cordel de la luz y vio que se encontraba precisamente allí donde más temía estar.

Quizá no fuera por entero la habitación que había visto en la pesadilla que tuvo después de que su padre la llevara a Nazarill, pero la mayor parte de ella era igual: los cuatro sombreros colgados de la pared, los tres collares que adornaban la aplanada garganta de cristal del espejo. Durante todo el tiempo que tardó en lograr que sus pulmones funcionaran, esperó que la puerta se abriera para mostrar a su padre delante de un incendio, y entonces recordó que ya le había oído decir lo que diría: el eco de sus palabras era lo que la había despertado. Las había pronunciado justo antes de meterla en el dormitorio de un puñetazo y magullarle la mandíbula. Con visión retrospectiva, su dolor de cabeza no parecía más que una premonición de todo aquello, pero, ¿por qué sentía que el nuevo dolor podía ser un presagio de algo peor? ¿Qué podía ocurrir ahora que él había pronunciado las palabras de su pesadilla?

Lo peor, pensó, podría ser yacer allí, tendida e inmóvil, esperando a que algo ocurriera. Empujó el cuerpo hacia la parte superior de la cama, hasta que sus hombros tropezaron con el rechoncho cabecero. Dado que el movimiento no había empeorado los diversos dolores que aquejaban su cabeza, se agarró al borde del edredón y desplazó lentamente los pies hacia el trecho de suelo que siempre mantenía limpio para dar el primer paso al levantarse. Sin embargo, al apoyar las frías y húmedas manos sobre las rodillas y levantarse, tanto ella como la habitación vacilaron, esta última en tal medida que tuvo miedo de que estuviera a punto de presenciar cómo se transformaba. Para conservar el equilibrio extendió una mano hacia su helada y plana gemela de cristal, y los collares danzaron sobre el espejo como si estuviesen tratando de atrapar a su reflejo. Vio un estremecimiento amenazante que recorría la más oscura de las dos habitaciones en las que se encontraba y se apartó de él haciéndose a un lado. Una vez hubo recuperado el equilibrio cerró los ojos con fuerza, y cuando los abrió se sentía lo suficientemente segura como para llegar hasta la puerta.

Apoyó un pie delante de ella y otro a cierta distancia, en un espacio vacío. Después de ahuecar una mano sobre la oreja, apoyó la palma sobre la resbaladiza madera e inclinó la cabeza sobre ella. Todavía no podía escuchar ningún ruido en el exterior. Movió la mano hasta el picaporte y sintió que el metal se humedecía con su sudor, hasta que limpió tanto éste como la mano con un puño sin abotonar de su chaqueta. Cogió de nuevo el picaporte y lo giró lenta, muy lentamente, para que pasara muy despacio a la altura del crujido que solía hacer cuando estaba a mitad del giro completo. Sintió que llegaba al final y cerró las dos manos a su alrededor para controlar el movimiento de la puerta, mientras la abría apenas unos centímetros. O, más bien, mientras lo intentaba; porque la puerta se movió apenas una fracción de centímetro y entonces se detuvo por completo.

Al principio pensó que, después de todo, no había girado por completo el picaporte. Relajó la mano antes de intentarlo con las dos, con todas sus fuerzas. Esta vez escuchó cómo rozaba el cerrojo contra el metal y sintió la sacudida de la puerta. Llenó los pulmones de aire, haciendo que el cráneo se le antojara frágil como un huevo, y entonces sujetó el pomo con tal fuerza que las palmas de sus manos empezaron a palpitar. Tiró de él tan violentamente como pudo… tanto que, cuando la puerta se negó a ceder, estuvo a punto de soltar el picaporte y caer de espaldas. Se imaginó a su padre sujetando el pomo desde el otro lado, los pies apretados contra el marco, antes de preguntarse si no sería un miembro que había dejado de parecerse a una mano lo que estaba sujetando el pomo al otro lado del eje del picaporte que ella había vuelto a asir. El pensamiento hubiera hecho que se encogiera de no haber recordado que, seguramente, ninguno de los habitantes de las secretas estancias de Nazarill tenía la fuerza necesaria para ello. Soltó la puerta y entonces, como si pretendiera coger al obstáculo por sorpresa, tiró de ella. Esta vez escuchó un sonido tenue y desconocido a través de la ranura que había entre la puerta y su marco: un tintineo constreñido, un crujido metálico. Como si su voz hubiese sido desencadenada por el metal, su padre habló.

No estaba lejos de la puerta, quizá ni siquiera al otro lado del salón. Parecía atontado, como si acabasen de despertarlo de su sueño, pero preparado para estar más despierto.

– Empuja todo lo que quieras-murmuró en voz alta- Agótate. Ese cerrojo te mantendrá ahí dentro, te lo garantizo.

Por un segundo, ella se sintió tan incapaz de moverse como la misma puerta, y entonces empezó a lanzarse con el hombro contra ella, a darle patadas salvajemente, a tirar del pomo, sacudiendo el cuerpo como si se estuviera debatiendo para liberarse de una cadena. Al ver que sus acciones no tenían demasiado sentido, y que de hecho se agotaría si insistía, abrió la mano, se apartó tambaleándose y se sentó dejándose caer una vez que las partes traseras de sus piernas toparon con la cama.

Su padre no tardó en saludar al silencio.

– Confío en que empieces a recuperar el sentido. Debes quedarte ahí hasta que yo esté convencido de que puede liberársete.

– Ven a verlo -susurró Amy, consciente de que era algo que él no podía hacer. La voz de su padre sonaba increíblemente apagada, muy próxima al sueño… seguramente demasiado próxima como para que se diera cuenta de que le había dejado un medio de escape. Si desatornillaba las bisagras de la puerta, la habitación no podría mantenerla encerrada. Permaneció sentada en el borde de la cama mientras buscaba una herramienta a su alrededor.

No había ninguna a la vista: ni entre el desorden que reinaba sobre el suelo ni entre el que cubría la mesa. Podría haber utilizado una percha del armario, de no ser porque las perchas eran tan finas que cualquiera que tratase de utilizar probablemente se doblaría o incluso se partiría antes siquiera de que uno solo de los tornillos se moviera. Estaba empezando a alzar los puños con desesperación mientras atrapaba un chillido entre los dientes, cuando su mirada vagó hasta el bolso que había olvidado en medio de la habitación. Cayo de rodillas a su lado y vació las pocas cosas que contenía sobre el suelo.

¡Si hubiera pensado en recoger las pastillas que Beth le había dado! No obstante, en aquel preciso momento, lo más importante era que tenía el peine de metal. Se inclinó para recogerlo y lo colocó a su lado, bajo una arruga del edredón, y esperó, y luego se obligó a esperar mucho más. No tenía idea de cuánto -muchísimo- tiempo pasó antes de que su paciencia fuera recompensada por un sonido al que le dio la bienvenida con entusiasmo: los ronquidos de su padre.

– Tú sigue durmiendo -susurró-. Hace rato que ha pasado tu hora de acostarte. Duerme y sueña con… -No sabía con qué le gustaría que él estuviera soñando: ciertamente, no con ella; la idea amenazaba con encerrarla una vez más en la pesadilla que había construido a su alrededor. Quizá debería estar soñando con su madre, si eso tenía la capacidad de despertar su viejo yo, pero Amy no quería imaginarse el recuerdo de su madre engullido por el cerebro que su padre tenía ahora. Todo lo que le importaba era que permaneciera dormido mientras ella sacaba los tornillos de la puerta; si necesitaba el sueño tanto como los ojos de ella, que lo tuviera. Se levantó de la cama, asegurándose de que el crujido del edredón no resultaba audible fuera de la habitación. En dos pasos sigilosos llegó hasta la puerta, donde insertó la punta de la empuñadura metálica en el tornillo superior. En cuanto hizo girar el peine, la punta se deslizó de la ranura.

Ya lo había esperado. Colocó el borde de la empuñadura dentro de la ranura y, tras asegurar la improvisada herramienta con una mano, trató de hacerla girar con un golpe del borde de la otra. El tornillo permaneció firme mientras el peine empezaba a doblarse. Lo intentó con el siguiente tornillo y luego con el siguiente, y tuvo que arrodillarse para alcanzar el último, el ángulo de cuya ranura hizo casi el peine tocara el suelo. Ninguno de los tornillos cedió ni tan siquiera un milímetro, pero cada uno de ellos dobló un poco más el peine. Cuando por fin volvió a incorporarse, temblando y secándose el sudor de los rescoldos que eran sus ojos con el revés de la mano libre, el peine estaba doblado como una sonrisa. No se estaba burlando de ella, se dijo, le estaba mostrando cómo proceder. Se sentó en el borde de la cama de nuevo y pisó con fuerza la punta de la empuñadura mientras, con las dos manos, sujetaba el peine y lo doblaba hacia ella. Al instante, antes de lo que ella esperaba, se partió.

La mayor parte de la empuñadura estaba temblando bajo su talón pero, un par de centímetros más o menos sobresalían todavía del peine. Seguramente eso sería lo bastante fuerte. Volvió a acercarse subrepticia a la puerta, alentada por los ronquidos de su padre, y encajó lo que quedaba de la empuñadura en el primero de los tornillos, o al menos creyó que lo había hecho. Necesitó dos intentos, en cada uno de los cuales el metálico muñón resbaló sobre el disco, para convencerse de que su proyecto de destornillador era más grueso que las ranuras.

Al segundo intento, el metal le arañó la mano. Envolvió el peine en su pañuelo e intentó mover el tornillo utilizando el borde del corte, pero no logró que permaneciera alojado en la ranura. Ella persistió y el peine se deslizó sobre el tornillo y arrancó una astilla a la madera. Entonces su padre emitió un sonido más ruidoso, rayano en lo articulado, como si hubiese sentido el peligro y estuviera tratando de despertar. En cuanto estuvo segura de que había vuelto a sumirse por completo en el sueño, reanudó el ataque contra el tornillo con una fuerza tal que hizo que le temblaran las muñecas, mas solo logró arrancarle otra astilla a la madera.

– Hijo de puta -dijo con los dientes casi apretados, antes de darse cuenta del dolor que experimentaría si llegaba a juntarlos. Entonces dejó caer el peine al suelo. No sabía si se había referido a su padre o a su improvisada herramienta o a la totalidad de la vida y a quienquiera que pudiera ser responsable de ella. La tela se abrió para mostrar el peine; estaba a punto de recuperar el pañuelo cuando se percató de que era posible que lo hubiese estado utilizando de manera errónea-. No quería decirlo -murmuró, sin estar muy segura de a quién se estaba dirigiendo, seguramente a alguien que pudiera ayudarla. Recogió de nuevo el pañuelo e insertó el extremo de la púa más alejada de la empuñadura en la ranura del primero de los tornillos.

Encajaba a la perfección. El ángulo, sin embargo, era difícil, puesto que la ranura estaba casi en vertical. Volvió a envolver el peine en su pañuelo y apretó la púa contra la ranura con todas sus fuerzas. Entonces sujetó los nudillos de la mano que estaba empuñando el peine y ejerció toda la fuerza que pudo. Sintió que el metal se doblaba al instante.

Era el extremo del peine, pensó; ahora había roto eso. Ni siquiera cuando lo bajó hasta su cara y vio que no parecía haberse doblado, pudo creer que hubiera aguantado. Volvió a colocarlo en la ranura, que seguía estando casi vertical, y ejerció más fuerza de la que hubiera pensado que le quedaba en las muñecas. Esta vez sintió y oyó y, lo mejor de todo, vio que el tornillo giraba por lo menos un par de milímetros.

Sus esfuerzos previos habían resultado fructíferos, después de todo; debían de haber aflojado los tornillos. Esperó hasta que un ronquido despreocupado indicó que el tenue chirrido del metal dentro de la madera no había alertado a su padre y entonces siguió adelante con su tarea. Después de tres giros, cada vez más sencillos, fue capaz de sacar el tornillo con los dedos, aunque estuvo a punto de cortarse las yemas con los bordes afilados antes de protegérselos con el pañuelo. Sintió que el tornillo abandonaba la madera y de pronto lo tuvo en la mano, brillando. Mientras salía, creyó escuchar ruidos al otro lado de la puerta.

Podría haberse tratado de su padre que cambiaba de posición mientras seguía roncando, pero tenía la impresión de que había sido más cerca de lo que él estaba. Había sonado como si algo se hubiera dejado oír mientras se escabullía con torpeza hasta su puerta y se sentaba para esperarla.

Amy cerró el puño alrededor del tornillo, se clavó las protuberancias en la carne y miró ferozmente la puerta con sus cansados ojos.

– No puedes alcanzarme -musitó-. Tienes que quedarte ahí fuera. No me das miedo. Trata de darme miedo.

Sus palabras parecieron al menos ofrecerle la promesa de tranquilidad. A menos que creyese en ellas no podría continuar, y no debía titubear mientras el sueño de su padre le estaba dando una oportunidad. Como ninguna respuesta llegara desde el otro lado de la puerta, se obligó a relajar la mano que apretaba nerviosa el tornillo y lo dejó sobre la cama, para poder utilizar el peine y sacar el segundo de la bisagra superior.

No colaboró tanto como su compañero. Amy volvió a sujetar una mano con la otra y se esforzó por hacerlo girar con todo su cuerpo, utilizando sus brazos extendidos como una palanca. Sintió que el metal se movía -la púa estaba saliendo de la ranura- y volvió a colocarla en su lugar, mientras una gota de sudor le entraba en el ojo izquierdo. Este había empezado a parpadear como si lo hubiera asaltado un tic nervioso imposible de controlar -estaba desesperada por limpiarse la picazón, pero incluso más determinada a no cejar en su empeño-, cuando el tornillo dio media vuelta con un chirrido de protesta, se limpió el ojo y luego dejó que sus temblorosos brazos cayeran a ambos lados. Su frente y su mandíbula estaban esforzándose por unir sus respectivos dolores por toda su cara. Puede que se sintiera peor antes de haber terminado, se dijo resueltamente, pero debía intentar no ponerse tensa. Aparte de aquellos ronquidos mecánicos, no parecía haber actividad alguna tras aquella puerta. Sus esfuerzos resultaban tan cansados, tan adormecedores para el cerebro, que si se lo permitía olvidaría incluso que había algo ahí fuera. Cuando el temblor de sus brazos se redujo a una pulsación que podría, con tiempo, haber resultado agradable, hundió la púa en la ranura y retorció las manos junto con su doloroso y puntiagudo contenido. El tornillo dio casi una vuelta completa de inmediato.

Pudo cogerlo entre el índice y el pulgar, aunque durante un desagradable segundo, mientras lo desatornillaba, su uña quedó atrapada bajo el borde. Antes de que su padre hubiera roncado tres veces, el tornillo descansaba en su mano. A punto de girar sobre sí misma y arrojarlo sobre la cama, se quedó paralizada. Algo había entrado en la habitación tras ella.

Creyó que podía oler el aroma húmedo y mohoso del intruso. Estaba segura de sentir su frío gélido en la espalda. No estaba haciendo ruido alguno, así que era incapaz de juzgar lo cerca que se encontraba de ella, tenía que mirar… tenía que hacerlo, por mucho que su cuerpo estuviera temblando como si pretendiese sacarla de sí misma a sacudidas para aumentar sus posibilidades de escape. Se volvió sobre sus temblorosas piernas y levantó la mano que empuñaba el peine. Había olvidado que ya no tenía punta, aunque era poco probable que le hubiera servido como defensa.

Pero la habitación parecía estar vacía. Lo que quisiera que se había unido a ella se había escondido, y no podía más qué esperar hasta que se decidiera a asomar lo que le quedara de cabeza por debajo de la cama o por el armario.

– Te he visto -susurró, pero las palabras apenas habían salido de su boca cuando dejó de comprender cómo era qué había esperado que la tranquilizaran. Sin embargo, parecieron provocar una respuesta: un movimiento apenas entrevisto que trató desesperadamente de localizar. Estaba en el espejo del vestidor, advirtió. Estaba en la habitación del espejo, que ya no era su habitación.

No se veía gran cosa en el cristal: ni siquiera la luz de la lámpara del techo. Donde debería haber visto su póster de Nubes como Sueños al revés no había más que una superficie de ladrillo desnudo, empapada por regueros de humedad cuyo movimiento era el que había llamado su atención, y que parpadeaban con la luz de alguna antorcha. Su cama no estaba en el espejo, ni tampoco la mesa desordenada. Para obtener una visión del resto de la celda tendría que atreverse a alejarse de la puerta.

Dio un paso inseguro y vio que la pared desnuda retrocedía para acomodarse a ella, mostrándole más de aquellos brillantes ladrillos. Un paso más y vio que estaba ayudando a la vacilante oscuridad del espejo a expandirse, como si pretendiera atraerla; la imagen de la celda adquiría mayor profundidad mientras su percepción de la habitación menguaba. Un paso más la llevaría hasta la cama, pero de pronto temió que, dado que era incapaz de proyectar un reflejo, no pudiera tocarla con la mano que era la única parte de ella atrapada hasta el momento en el espejo. Entonces su habitación se habría convertido en la celda del espejo… su celda.

Solo que no sería más que una imagen, se dijo, mientras no la dejara apoderarse de su mente. Si le daba la espalda no podría hacerlo, si le daba la espalda vería su póster, no una pared de ladrillos. El póster había estado en el límite de su visión todo el tiempo que había pasado tratando de destornillar las bisagras, estaba casi segura de que había sido así. Cerró los ojos para expulsar la visión del espejo, se volvió hacia la puerta y se obligó a volver a abrirlos.

El póster de Nubes como Sueños colgaba de la pared junto a la puerta, los cuatro rostros andróginos enmarcados por las cabelleras rizadas. Pasó su mano libre sobre ellos para convencerse, aunque deseó no poder sentir los ladrillos bajo las capas del póster, el papel de la pared y el yeso. Se agachó frente a la bisagra inferior mientras, con gran esfuerzo, reprimía la tentación de preguntarse qué más vería si se volvía hacia el espejo. Una vez estuviera fuera de la habitación, y ni un minuto antes, miraría atrás. Colocó el fiel peine en el tercero de los tornillos y concentró todos sus pensamientos en la promesa que quería que fueran sus acciones.

Al principio el tornillo se resistió tenaz a girar. Tuvo que inclinar todo su peso sobre su izquierda, una posición que amenazaba peligrosamente con hacerla caer sobre el suelo. Si estaba tan indefensa, aunque solo fuera un momento, sabía que no podía impedir echar una mirada al espejo. Se agachó hacia delante, apoyando el hombro derecho sobre la resbaladiza madera, y justo cuando había decidido que esta estaba sujetando demasiada parte de su peso como para que afectara al tornillo, este cedió con un chirrido y la dejó caer sobre sus rodillas.

La puerta le había arañado el hombro a través de la chaqueta y la sudadera, y parecía como si la alfombra no hubiese estado allí, de tanto como le dolían las rodillas. Sin embargo, no se movió y permaneció con los ojos cerrados, confiando en que su padre no hubiera oído nada. Un murmullo se le escapó y entonces se produjo un silencio roto tan solo por los latidos de su corazón en los oídos. Estaba tratando de colocarse en una posición en la que fuera capaz de permanecer inmóvil si oía crujir la silla de su padre y sus pasos acercándose a la puerta, cuando él roncó una vez, luego otra, de forma menos enfática, y entonces reanudó su ritmo. Al instante, le dio una vuelta completa al tornillo que le permitió sujetar su borde entre el pulgar y el índice.

Estaba tan aliviada por tener el tornillo en su poder que estuvo a punto de volverse para arrojarlo sobre la cama. Lo dejó junto a su predecesor, que en algún momento se le había caído de la mano, y volvió a cerrar el puño sobre el peine. El último tornillo sería el más difícil de sacar, pero solo más difícil, no imposible. Alineó la punta del peine con la ranura casi vertical del tornillo y se agachó hasta adoptar una posición incómoda que hizo que sus piernas empezasen a temblar; liberó una de sus manos para limpiarse la frágil y palpitante frente. Creyó que el olor de la piedra húmeda había regresado, pero no iba a dejar que eso la detuviera. Aspiró profundamente una bocanada de aire que sintió como si fuera metal en el pecho, cerró ambas manos alrededor del peine y entonces sonó el timbre de la puerta.

Fue algo tan inesperado que por un momento irracional se encontró deseando que quienquiera que estuviese en la entrada se marchase para ofrecerla la oportunidad de ocuparse del último de los tornillos. Escucho que su padre profería varias sílabas que no se parecían a ninguna palabra que ella conociera, y entonces empezó a despertar.

– Espere hasta que vaya -protestó, y su voz pasó frente a su puerta-. Tengo las piernas dormidas. ¿Por qué han de despertarme? ¿Qué hay aquí que nadie quisiera ver?

Su voz recordaba todavía menos que antes a la de su padre, y de ningún modo parecía despierto. Quizá estuviera tan poco despierto como para no darse cuenta de que no solo podían oírlo a él por el intercomunicador. Amy apoyó el oído contra la puerta y cerró la mirilla por la que podría haber vislumbrado el espejo. Escuchó detenerse los pasos de su padre y luego se hizo un silencio que resultó ominoso, especialmente cuando él habló.

– ¿Qué ingenio es este?

Había olvidado cómo utilizar el intercomunicador, pensó ella presa del pánico. Para cuando lo hubiese recordado, si es que lo hacía, el que había llamado podía haber decidido que era demasiado tarde o demasiado pronto, según la hora que fuera, para llamar. Trató de envolver todo su yo alrededor de un silencioso deseo. Mientras su visión empezaba a palpitar a causa de la presión de sus párpados cerrados, su padre habló.

– ¿Quién está ahí?

Le respondió un estallido de estática que, mientras Amy dejaba que sus párpados se abrieran y soltaba el peine que le estaba arañando la mano, se convirtió en una voz. No podía distinguir a quién pertenecía, o el nombre que había anunciado, a causa de la estática y de la puerta, pero eso tampoco importaba. Alguien real y vivo, y seguramente no relacionado con Nazarill; estaba a su alcance, y en cuanto su padre volvió a hablar empezó a dar patadas a la puerta y a golpearla con los puños.

– ¡Socorro!-gritó-. ¡Estoy atrapada aquí! ¡Me ha encerrado! ¡Venga a sacarme o hará algo peor!

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