– Bueno, de vuelta a los libros -dijo Max Greenberg.
George vio cómo Úrsula murmuraba una despedida a Ralph Shrift en la otra punta del pasillo, cuya tenuidad resultaba frustrante. El tratante de arte echó la cabeza hacia atrás como si quisiera atrapar la carcajada que soltó en cuanto hubo entrado en su apartamento, que iluminó el pasillo solo para renovar, e incluso intensificar, la penumbra.
– Ah -dijo George. Tras pensar que aquella falta de entusiasmo bordeaba la descortesía, añadió-: Sí, ¿no?
– Todavía quedan unas cuantas horas antes de planchar la oreja. -El relojero levantó sus ojos embotellados para enfatizar que se estaba rascando el cogote con una uña limpia y arreglada, pero George estaba concentrado en el descenso de las escaleras de Úrsula, cuyo vaporoso vestido verde oscuro sugería el balanceo de sus caderas, con el lustroso colgante negro de su cabello ahora en reposo, protegido del viento que azotaba el coto.
– Mientras no se te cansen los… -respondió George. En un veloz intento por adelantarse a la palabra que estaba a punto de pronunciar, se corrigió-: Aunque siempre merece la pena, leer, digo.
– Me viene de vocación.
– Ya veo. -Ya habían llegado a la escalera, pero Úrsula era apenas un susurro de pisadas y un rastro de perfume a la vuelta del rellano, lo que hizo que George se sintiera atrapado por la conversación-. Quiero decir que sí que me doy cuenta -continuó. Mientras descendían, el silencio comenzaba a volverse intolerable-. Yo, en cambio, soy un caso perdido.
Max Greenberg esperó a llegar al rellano para dedicarle a George una mirada de sorpresa aumentada que no carecía de reprimenda.
– ¿No te parece que a la larga repercutirá en tu contra?
– Pues, a lo mejor cuando me haga viejo encuentro el camino de vuelta al, cómo decirlo, al buen camino. -George se dio cuenta de que, si hubiese estado menos pendiente de Úrsula, no habría permitido que aquella conversación se le escapara de las manos-. ¿Estudias todas las noches? -preguntó, al tiempo que daba una zancada lo bastante larga para verla a punto de abrir su bolso frente a su puerta, a mitad del pasillo-. Mi abuelo lo hacía. Todas las noches, un capítulo, sin falta, solo que él leía la Biblia y no lo que, eso que leas tú. Tampoco estoy sugiriendo que no se parezcan, ni nada -continuó, viendo cómo sus palabras saltaban por la borda, una tras otra-está claro que una cosa no tiene por qué ser mejor que la otra, si se me permite opinar.
La cháchara lo había llevado a la planta de en medio, donde se dio cuenta de que el relojero ya había comenzado a observarlo con expresión divertida.
– Ya no hablamos de mis libros -dijo, o preguntó, Max Greenberg.
– Ah, pues yo pensaba… creí que no…
– Yo me refería a los libros que voy a preparar para mi contable.
– Ah. Claro. Me tendría que… -George consiguió morderse la lengua, aunque aquello le dejaba sin excusas para quedarse en aquel piso, y le proporcionaba más excusas que nunca para sentirse azorado. Vio cómo Greenberg abría su puerta mientras Úrsula metía la mano en el bolso en busca de sus llaves.
– ¿Qué hora tiene? -espetó Max.
Su tono de voz no aclaraba si aquello era una despedida o la perspectiva de una venta.
– Las diez y veinte -dijo George, tras comprobar la pantalla grisácea de su reloj digital.
Úrsula aprovechó que se acercaba un diminuto dial redondo a la cara como excusa para dejar las llaves en el bolso.
– Pasan casi diecinueve minutos.
Max descubrió su reloj, no sin poca ceremonia, y exhibió las numerosas manillas y diales de su Rolex.
– Diecinueve minutos y treinta segundos -dijo, con el dejo de una leve reprimenda. Con un gesto de cabeza que le despedía de sus interlocutores como la pareja que intentaban no parecer, entró a buen paso en su recibidor.
Úrsula sacó las llaves del bolso y, tras abrir la puerta, miró a George.
– Cómo es -dijo él-. No tiene remedio. Es incapaz de distinguir los libros de cuentas del Talmud.
Ella le propinó un empujón a la puerta con el bolso y anduvo hacia él, casi sin hacer ruido.
– George…
– Es incapaz de llamar a las cosas por su nombre en el momento justo, o en cualquier otro momento.
Úrsula se detuvo a dos pasos de distancia, no como su perfume.
– ¿Quieres pasar y tomar un último trago? Descubrió que no podía negarse al malsano placer de hacerse la víctima.
– ¿Qué tienes?
– De todo lo que te apetezca llevarte a la boca. Si quieres un mordisquito, también.
– Con eso vale. Espera, mejor no, no vaya a ser que se ponga como ya sabes tú que se pone. A ver si le va a dar la murga a los Priestley.
Úrsula parecía ajena al hecho de que su mano derecha estuviese acercándose a él, de que estuviese flexionando los dedos de forma tan imperceptible que no se los podría acusar de incitación. Él sabía lo suave y lo firme que podía llegar a ser aquella mano, y aquel brazo, y aquellos senos con los pezones enhiestos para darle la bienvenida… Úrsula miró de reojo a la puerta entreabierta.
– A ver si te vas a sentir abandonada -dijo George-. Por mí, digo.
– Solo quiero asegurarme de que en mi piso no hay nada que yo no quiera que haya. -¿Como qué?
– Me imagino que no será nada. Es que me pareció ver una cosa pequeña corriendo escaleras arriba esta noche, cuando volví a casa. Sería el gatito de la señorita Blake. Eso no me importa que me visite. -Paseó la mirada por el pasillo antes de volver a concentrarse en él-. ¿Qué decías?
– Que seguro que el viejo empieza a llamar a todos los vecinos como se piense que ya lleva solo demasiado rato.
– Ya veo que tendré que regar las plantas y conformarme con acostarme con el Inspector Wexford. -Se retiró de improviso. Encontró una mano de George, la apretó y la soltó antes de que su contacto se convirtiera en irresistible-. No me hagas caso, ya tienes bastante encima, aunque tampoco es que te mande nadie hacerlo tú solo. ¿No va siendo hora de que nos presentes?
– Pronto, a lo mejor.
Úrsula volvió la cabeza, atrapando la penumbra con su cabello.
– Será mejor que deje que te marches. A menos que… Su pausa pareció que se aferrara a la entrepierna de George.
– ¿A menos que qué? -preguntó, no exento de urgencia.
– Pensaba que podías bajar, si te apetece, ver si está dormido y volver a subir.
– Pero podría despertarse.
– Déjalo, era una bobada.
– No tanto -dijo George, que sentía cómo ella se alejaba aunque no hubiera dado ni un paso-. Si está dormido, supongo que podría dejarle una nota.
– ¿Diciendo qué?
– Ya se me ocurrirá -repuso, para contrarrestar su súbito escepticismo-. Que no estoy donde los Priestley y que ellos no saben adonde he ido, para empezar.
– ¿Me llamarás si vas a quedarte abajo?
– Eso sí. -A George se le ocurrió que parecía que hubiese tomado la decisión de eludir cualquier decisión-. Deja que vea qué es lo que ocurre. -Se apresuró a bajar las escaleras, cogiendo las llaves del bolsillo del pantalón por el camino. Atacó la cerradura de la puerta de la izquierda al llegar al rellano y entreabrió la hoja, aguantando la respiración.
Lo recibió el olor a cuero y a betún para los zapatos. Aunque el rastro de betún era reciente, eso no tenía por qué implicar que su padre siguiera despierto. Encendió la luz del recibidor y cerró la puerta despacio. Había dado un paso amortiguado cuando el anciano comenzó a rezongar en el salón.
– ¿Quién es? ¿Eres tú?
– ¿Quién va a ser? -En voz más alta y con más aplomo, anunció-: Soy George, padre.
– Procura no dejarte la luz encendida. Todo es dinero que se gasta, hasta que te das cuenta un buen día.
– Cualquiera se olvida -masculló George. Descargó un manotazo sobre el interruptor. Las tinieblas, al igual que los penetrantes olores, se hicieron visibles y manaron de las paredes estucadas mientras arrastraba los pies en dirección a la única luz y al resuello de su padre-. Creí que te habrías acostado.
– Conque eso creías. -Su padre asió los brazos de la butaca reclinable con sus manos artríticas e irguió el tronco, arrastrando las piernas detrás. Por encima de las severas rayas de su pijama y su albornoz, el rostro abolsado parecía fláccido por culpa de la inactividad. Los grises mechones de las cejas pendían sobre unos ojos cuyo color castaño se había difuminado igual que una fotografía antigua, las mejillas se veían cada vez más incapaces de sostenerse, ni a ellas ni a las ojeras; las aletas de la nariz, larga y achatada habían dejado de molestarse en ocultar sus pelillos; el labio inferior exponía su cara interior en un sempiterno rictus petulante-. Te crees que soy un despistado que no sabe ni dónde está, ¿no? -Las últimas palabras se perdieron en un resuello-. Yo sé cómo tener los ojos bien abiertos, ya se lo puedes decir a cualquiera. Toma, recoge esto, ya que estás de pie.
Había bruñido otro par de botas, estas para caminar en vez de para escalar, con las suelas tan gruesas como la palma de su mano. George colocó el trapo y la lata de betún encima de ellas y las llevó al dormitorio de su padre. Cuando encendió la luz con el codo, la pila de equipo (botas, mochilas, cuerdas, clavijas, martillos) frente al pie de la cama, arrugada y potreada, emitió un crujido apagado, sin duda porque había sacudido el suelo al pisar, aunque por un momento se imaginó que podría haber algún animal al acecho allí dentro y se quedó consternado. Depositó las botas encima de otro par y apagó la luz con los nudillos, antes de regresar al salón.
– Padre, de verdad que me parece que podría intentar encontrar a alguien que aprecie…
– No empieces. Puedes vender lo que te apetezca cuando me hayas plantado, pero mientras tengas que soportarme, todo se queda donde está.
– Yo creía que no le gustaban los desperdicios.
– Nada de eso se desperdiciaría si lo utilizaras en vez de dedicarte a dar tumbos por los jardines de los demás. Ponte en forma ahora que todavía tienes piernas -dijo el anciano, antes de descargar un manotazo sobre las suyas y proferir un gruñido de dolor.
– Padre, no sea usted así. La jardinería me mantiene en forma, hágame caso.
– Así que arrancar margaritas es lo que tú llamas ejercicio, ¿no? Mírate. Más escuchimizado que nunca -dijo el anciano, aunque, más que mirar a George, se limitaba a arquear el cuello hacia atrás-. Siempre a remolque de tu pobre madre y de mí y quejándote cada vez que queríamos escalar.
– Si se va a poner así, me acuesto.
El anciano retrajo la mirada de sus recuerdos, y George vio que tenía los ojos húmedos.
– Por lo menos, antes de pedirme que cierre la boca en mi propia casa, tendrás la decencia de contarme lo que pasaba ahí arriba.
– Estaba a punto -dijo George. Parpadeó para aclararse los ojos-. Lo pasábamos bien, madre y nosotros, ¿verdad? Cómo nos reíamos.
– Mucho. Puñeta, siempre el pasado. -Su padre se frotó los ojos para enfocarle-. Ella sí que estaba orgullosa de ti, eso no te lo voy a discutir. Le gustaba decir que tú aprovechabas la tierra, mientras que los demás nos limitábamos a pisarla.
– También podíamos aprovechar el presente, ¿o no? Yo creía que se alegraba de haber aterrizado aquí.
– Me gustará más cuando sepa cuántas habitaciones tenemos.
– Cinco, como todo el mundo -dijo George, preguntándose si su padre se habría convencido de que les habían dado un apartamento inferior a los demás-. Esta, dos dormitorios, la cocina, y esa sin la que nadie podría vivir.
– Aquí hay más de cinco. Algunas son más pequeñas.
– Qué va, de verdad, lo juro. Solo la despensa de la cocina, que es igual para todos.
– No vayas jurando por ahí. Nunca sabes quién puede andar a la escucha.
Estaba desvariando, pensó George, intranquilo; era la edad.
– Vamos, acaba. Llama a quienquiera que sea.
– No sé de qué me habla, padre.
– No te pienses que he perdido la chaveta todavía. Es la cuarta vez que miras el teléfono desde que has entrado.
George no se acordaba de haberlo mirado tan a menudo. Se sintió como si cierta parte de sí mismo que aún no hubiera madurado hubiese conspirado con su padre para traicionarlo.
– Me lo llevo -dijo, y cogió el inalámbrico de al lado de la silla de su padre-. ¿Preparo algo de beber para los dos?
– A esta hora, y con esta vejiga, no. -La mirada de su padre declaraba que sabía que la oferta era una excusa para que George saliera de la habitación.
George abrió el grifo del agua fría en la cocina y llenó un vaso para sentirse deshonesto del todo. Observó los relucientes capós de los coches aparcados mientras el teléfono de Úrsula comenzaba a sonar. Un timbre querría decir que lo había estado esperando con ansia; dos, que se había resignado a no verlo; tres, que quería que se diese cuenta de que se sentía defraudada; cuatro, que ya estaba harta de él…
– ¿Diga?-contestó, sin aliento, a tiempo de interrumpir el quinto tono.
– Hola.
– Ocupado.
– Más me vale.
– Estoy contigo.
– Ojala lo estuvieses.
– En otro momento, a lo mejor.
– A lo mejor. -Se temió, con retraso, que ella pensara o decidiera pensar que él estaba refiriéndose a algo más que a conocer a su padre, así que tartamudeó-: Pronto, espero, para ti y para mí.
– Eso espero. No -dijo Úrsula. Tras negarle el aliento que estaba a punto de inhalar, añadió, igual que una madre que le prometiera una recompensa a su hijo-: Me atreveré a decir que puedes contar con ello. Tú cuidas de tu papá esta noche, y yo te cuido a ti otra.
– Eso suena mucho mejor. -George se hubiese conformado con prolongar aquel silencio de camaradería, de no ser por el perentorio resuello de su padre-. Bueno, será mejor que…
– Anda, y cuídate.
– Y tú, quiéreme -repuso, sorprendiéndose a sí mismo.
– Claro. Besa fuerte la almohada.
– Que no te pique nada. -George sintió que acababa de echar a perder el romanticismo del momento. Cuando su padre resopló aún con más energía, cortó la conexión y devolvió el teléfono a su horquilla, en medio de los manuales de escalada y trozos de rocas de recuerdo colocados en las baldas del salón-. Pensaré que es tu cara -musitó, tras darse cuenta de que eso era lo que tendría que haberle dicho a Úrsula.
– Primeros síntomas de demencia -advirtió su padre. Endureció la mirada-. Lo que me recuerda, ¿quién era esa loca que no dejaba de desternillarse de risa como una bruja?
– Nadie, que yo sepa.
– Pues será que vas por ahí con los ojos vendados y tapones en los oídos. No paraba de reírse mientras hablaba por teléfono con tu amigo el de arriba.
– Que no había nadie haciendo eso. Se cruzarían las líneas.
– Yo pensé que se reía de mí. -Para alivio de George, parecía que su padre se apaciguaba, al menos a ese respecto-. Bueno, ¿y qué me he perdido ahí arriba? -preguntó, aferrado a las solapas de su bata para cubrirse el frágil pecho.
– Casi toda la conversación ha girado en torno a la seguridad del edificio.
– ¿Qué pasa con ella?
– Nada, padre. No hay razón para preocuparse. Habrá que cortar ese árbol viejo, para que no amenace al edificio. No me da pena. Para empezar, está muy oscuro debajo de él.
– Muy oscuro, ¿para qué?
– Para que crezca nada más, por lo visto. También se ha mencionado algo acerca de unos turnos de vigilancia, aunque no creo que haya mucho que vigilar. Este sitio es como una fortaleza. Nadie que tenga dos dedos de frente intentaría robar aquí.
– ¿Cómo se supone que voy a saber quién vive aquí y quién no?
– ¿Por qué no invitamos a un trago a todo el mundo? Podíamos celebrar una fiesta de Navidad temprana antes de que te lleve a visitar a tus amigos. Cuando mejore el tiempo, te llevaré a algunos de los lugares donde solías pasear y escalar.
– Qué bueno eres a veces. -El anciano hincó los dedos en los brazos de la butaca e intentó incorporarse, antes de rendirse con un resuello desinflado-. A ver, échame una mano, ¿quieres? Con tanto esperarte en vela, estoy derrengado.
– No tenías por qué esperar. Ya te lo había avisado por la mañana.
El anciano le dedicó una mirada que resumía todo un párrafo lleno de reproches. -Calla y levántame.
George se inclinó sobre la butaca y metió las manos debajo de los sobacos húmedos de su padre para ayudarle a ponerse de pie.
– Me haces cosquillas -rezongó su padre, revolviéndose con tanta violencia que George estuvo a punto de soltarlo. Emitió una serie de protestas completamente fortuitas mientras George conseguía deslizar un brazo a su alrededor y lo incorporaba. «No tan rápido», «que me cortas el aliento», «cuidado, que me…» y «no ves que…» formaron parte de su repertorio antes de que George consiguiera llegar al recibidor. Cuando intentó girarlo hacia el dormitorio, dijo «quiero el…», George sostuvo la puerta abierta y la cerró mientras su padre trastabillaba hasta el retrete, palmeteando las baldosas de la pared a cada paso. Luego se produjo un breve silencio, delatado por el sonido de la cisterna al término de una tímida micción, y su padre emergió para bizquear a uno y a otro lado, sin saber qué camino tomar. George lo condujo del codo hasta el dormitorio principal pero, en cuanto su padre se hubo sentado en el borde de la cama con una serie de movimientos intermitentes como diapositivas, protestó-: Puedo yo solo.
George estaba cerrando la puerta cuando los faros de un coche traspasaron la oscuridad donde el coto se juntaba con el cielo, antes de perderse en la noche. Aunque el anciano pretendía que la vista que su hijo había insistido en que disfrutara significaba poco o nada para él, George le había visto asomado a la ventana cuando creía que nadie lo observaba. Cerró la puerta para dejarle a solas con ella, y ya se dirigía al cuarto de baño cuando su padre dijo, con una voz que podría haber sido solo para sus oídos:
– Antes había alguien aquí.
Dado que lo siguiente que se escuchó fue todo un minuto de crujidos de la cama, George reanudó su viaje al servicio. Se lavó la cara y se arañó el cráneo con un peine a través del aplastado matojo de pelo, se cepilló los dientes y despertó los nervios con un puñado de agua, dirigió el chorro por encima del remanso de la taza para no molestar a su padre y, por último, apagó la luz del aseo y caminó de puntillas por el salón en penumbra hasta llegar a su dormitorio.
Estaba prácticamente desamueblado. Eso le gustaba, así como la sencillez de los escasos arreos: el armario y la cómoda, tan blancos como el rectángulo de la cama, con la almohada aplastada por las sábanas encajadas bajo el colchón; la mesa tocador, en cuyo espejo comprobó que su perfil no se había desmejorado durante el día. Se escurrió en la cama, procurando no descolocar las sábanas, algo a lo que jugaba desde que era pequeño. Encontró el cordón por encima de la almohada y dejó que la habitación revelara su auténtica naturaleza: la oscuridad absoluta.
Le gustaba la oscuridad. Conseguía que el cuarto pareciese más pequeño, próximo, como los bordes de la cama, como si las paredes se hubiesen movido para contenerlo en una celda tan alejada del resto del mundo como quería que estuviese su sueño. Mantener las manos debajo de las sábanas para no sucumbir a la tentación de sacarlas fuera de los límites de la cama le hacía sentir como si hubiese hecho un trato con la habitación. Cerró los ojos, invitando a la oscuridad a dejar su mente en blanco. Comenzaba a sumirse en el sueño, dejando atrás recuerdos que afloraban a la superficie y se perdían en la noche, cuando se le ocurrió, con demasiada vaguedad y sutileza como para despertarlo, que, de algún modo, la casa de los Priestley era idéntica a la suya.