El día antes de salir para la universidad, Rob terminó de hacer la maleta a última hora de la tarde, y entonces se preguntó si no se dejaba algo. Comprobó el montón de maletas y de cajas de cartón que llenaban su habitación, pero no eran la respuesta. La visión que había estado distrayendo su atención mientras hacía los preparativos lo atrajo a la ventana. Una procesión de camiones de la construcción estaba emergiendo de las puertas de Nazarill. El espectáculo hizo que se sintiera vacío, abandonado por el año que había pasado desde que conociera a Amy. En aquel precisó momento podría estar reunido con ella para decidir cuándo se verían una vez que él se hubiese establecido en su nuevo alojamiento. Tragó saliva con esfuerzo, se volvió hacia su habitación y allí se encontró con el póster que ella le había regalado.
Podía quedarse en la pared, decidió en aquel momento. Llevárselo consigo sería como intentar llevarse a Amy, y además no serviría de nada. Incluso sin él, no podría evitar que los recuerdos lo despertasen en mitad de la noche. Lo peor de todo era pensar en las acciones que debería haber llevado a cabo. Sus padres no dejaban de repetirle que haría nuevas amistades, puede que algo más que amistades, y él suponía que sería así. Quizá se sintiera mejor una vez que le dijera a Amy que se marchaba; quizá el visitarla lograra llegar hasta él de una manera que aquel puñado de rostros misteriosos y llenos de suficiencia, rodeados de nubes, era incapaz de conseguir. Ahora el grupo y la magia falsa de sus letras le gustaba todavía menos, y de no ser por Amy sus rostros ya no estarían en su cuarto. Pero eran lo más parecido que tenía a una foto de ella. Después de mover el brazo para aliviar su hombro de la punzada de dolor que todavía lo asaltaba de tanto en cuanto, bajó deprisa las escaleras y salió de la casa.
El cielo de septiembre estaba velado por las nubes. El indistinto disco de luz descendía hacia el horizonte del páramo, más allá de Nazarill. El aire olía al humo del otoño temprano. Normalmente, aquella primera señal de la decadencia del año conmovía a Rob (cuando era más joven había supuesto la promesa de fuegos artificiales y de la llegada de la Navidad), pero ahora le recordaba al hedor de las ruinas de Nazarill el día después del incendio, el día que había despertado de su sueño medicado para enterarse del desastre. Encogió los hombros al recordarlo, volvió a moverlos para sacudirse el dolor de encima y caminó por la accidentada carretera en dirección a la iglesia.
Al final de la fila de casas que había sobre la valla metálica, una vereda discurría por una espinosa extensión de zarzas a lo largo de la cresta. Había sido abierta por generaciones de parroquianos que acudían a la iglesia, y finalmente acabó por llevarlo a lo largo de la verja de la iglesia hasta la puerta. Ahora, la hierba y las flores silvestres estaban reclamando la vereda, y Rob tuvo que soltarse de más de una ramita puntiaguda. La senda estaba rodeada por elaborados candelabros de aulaga que ocultaron su llegada. Quizá pudiera ver quién seguía llevando flores a la tumba de los Priestley.
La tumba se encontraba cerca de la cresta de la ladera que se alzaba hacia la iglesia. Cuando Rob salió de las zarzas junto a la verja, el edificio le tapaba la visión. Más que descubrir quién era el anónimo doliente, prefería contar con la visita para él solo. Se encontraba a medio camino del límite cuando la tumba apareció a su vista. Shaun Pickles se estaba incorporando después de haber depositado una corona de flores junto a la lápida.
Rob se vio invadido por una cólera tan fiera que su mirada pareció reflejar todo cuanto estaba viendo, pero entonces amainó. El último lugar en el que hubiera querido pelear con su antiguo enemigo era la tumba de Amy. Estaba haciéndose a un lado para esconderse cuando su tobillo tropezó con una enredadera espinosa y, mientras trataba de librarse, el crujido de la vegetación llamó la atención del guardia.
El rostro de Pickles se puso rígido y su rubor aumentó más que nunca, resplandeciendo mientras la palidez del rostro se intensificaba. Entonces pareció controlarse, después de, presumiblemente, haber comprendido que Rob no estaba allí para espiarlo.
– Me habré ido enseguida -murmuró.
Sin duda se sentía incómodo, pero sus palabras sonaron más bien como una despedida brusca.
– También yo -dijo Rob, caminando hasta la puerta.
Pickles murmuró unas pocas palabras frente a la lápida y se persignó antes de descender por la ladera cubierta de hierba.
– Te vas de viaje, ¿no? -dijo, con un tono de humor grave que era nuevo para Rob.
– Al menos mi mente sí.
Pickles se frotó las cejas, pero no hizo más comentarios.
– Tampoco creo que ella se hubiese quedado mucho tiempo por aquí -murmuró en cambio.
– Puede que yo haga algunas de las cosas que ella habría hecho.
– No me sorprendería -dijo Pickles, en un tono concebido para expresar que la mayor parte de su desaprobación se la guardaba para sí-. Ella no tenía una opinión demasiado elevada de nosotros.
Rob concluyó que se refería al pueblo, puesto que al decirlo lanzó una mirada a su alrededor. Siguió mirando más allá de Rob mientras se lamía los labios, y chasqueó la lengua antes de declarar:
– Creía que estaba haciendo lo correcto, ¿sabes?
El hombro de Rob le estaba recordando su lesión pero hizo cuanto pudo por permanecer inmóvil, porque llamar la atención hacia allí los hubiera distraído de la suerte de Amy.
– Está bien -dijo.
– De ningún modo -gruñó Pickles mientras golpeaba con el envés de una mano la parte alta de la puerta que se interponía entre Rob y él-. Pero nunca hubiera podido saber lo que le pasaba, ¿no? Uno nunca piensa que se comportarán como él cuando están locos. Uno nunca piensa que puedan ser tan convincentes y astutos como para que nadie se dé cuenta de lo que les pasa.
– Algunos lo sospechábamos.
– Sí, bueno, puede que por eso tú vayas a irte a la universidad y yo me quede aquí clavado, porque tú eres tan listo. -O bien se arrepentía de haber permitido que su amargura se mostrara o estaba determinado a persuadir a Rob de su punto de vista-. Mis padres nunca se dieron cuenta, ¿sabes? Uno nunca sabe lo que le pasa por la cabeza a un hombre como ese. Quiero decir que encerrarla fue ir demasiado lejos.
– ¿Solo lo de encerrarla?
– Él no debía de pretender prenderle fuego al lugar, ¿verdad? No cuando sabía que ella no podía salir. Nadie está tan loco, y de ningún modo el señor Priestley.
Rob tuvo la impresión de que, por muy seguro que quisiese aparentar estar Pickles, estaba casi suplicando. No se sentía con ánimo para decir algo que lo ayudara, pero lo intentó.
– Creo que el incendio estaba esperando para ocurrir.
– ¿Qué quieres decir con eso? Hablas como ella.
– Ojala me hubiera parecido más a ella.
Pickles lo miró pestañeando y devolvió su atención al pueblo. Después de una larga pausa, dijo:
– Mi madre piensa que el señor Priestley nunca superó la muerte de su mujer.
– Eso lo explicaría todo, ¿no? -dijo Rob, que se sintió avergonzado de su sarcasmo-. Pero había algo más. Aim tenía razón. Nunca debieron mudarse a ese lugar. Puede que nadie debiera hacerlo.
– No empieces otra vez con eso, nadie quiere oírlo. Necesitamos toda la sangre nueva que podamos conseguir. La gente nueva significa negocios. -Pickles abrió la puerta como si, pensó Rob, fuera el guardián, y entonces la retuvo mientras miraba ladera arriba en dirección a la tumba. Rob no estaba seguro de si el otro pretendía que escuchara lo siguiente que dijo-. Yo nunca podría ser como él.
– Reza para que no sea así.
Pickles lo miró para indicar que había muertas respuestas que podría ofrecerle. Sin duda, una de ellas era cuestionar el derecho de Rob a aconsejarle que rezara. No obstante, mientras abría la puerta, todo lo que dijo fue:
– Ya veo que tu brazo está curado.
– Más o menos.
– Bueno, ahí está -dijo Pickles como si le estuviera dando la razón; no fue hasta que sacudió la palma de la mano hacia ella que Rob se dio cuenta de que se refería a la tumba-. Tu turno. Toda tuya.
Rob acalló su resentimiento.
– Tú eres el que se está ocupando de la tumba -dijo, pasando torpemente alrededor de Pickles para dirigirse ladera arriba.
Escuchó el chasquido de la puerta al cerrarse. Al llegar junto a la tumba, se volvió sobre su dolorido hombro. El guardia ya había desaparecido de la vista por la calle principal. A pesar de su ausencia, Rob no se sintió menos incómodo mientras contemplaba la guirnalda que descansaba contra la lápida de granito situada al final de un rectángulo de gravilla, que era como una muestra del paseo que conducía a Nazarill. No tenía la menor idea de cómo debía actuar o lo que debía decir, y no porque se sintiera observado, sino porque no sentía ninguna presencia.
El nombre de Amy y su fecha de nacimiento, en dorado, estaban ocultos tras la guirnalda, pero esa no era la única razón. ¿Cómo podían esperar que descansara con su padre? Rob se preguntaba si, de no haber legado tanto dinero a la iglesia, le hubieran permitido descansar en el lugar de su elección. Quizá Rob debería despedirse de Amy en el páramo… y entonces se preguntó a regañadientes si debería visitarla allí donde había muerto. Ella había creído que aquel lugar podía retener a los muertos, y si eso era lo que había creído durante sus últimos momentos… quería creer que no significaba nada, pero no se había atrevido a acercarse a Nazarill desde el día después del incendio. Ahora quería estar seguro de que no estaba guardando ningún secreto referente a ella. Le dio la espalda a la lápida y se dirigió a toda prisa hacia la puerta.
Algunos habitantes del pueblo estaban subiendo por las calles que se dirigían a Nazarill. Parecía un ritual, y de hecho lo era, del regreso a casa. Ni una sola de las personas a las que observó mientras entraban en sus casas levantó la vista hacia lo alto de la colina. Acaso preferían ignorar la vista de las ventanas de la casa, cada una de las cuales estaba cubierta por una sustancia pálida que el viento hacía ondear.
Pasó con andares pesados junto al mercado y entró en Nazareth Row. La señal colgada de la puerta izquierda de Nazarill ondeó para ofrecerle un rígido saludo. REMODELACIÓN COMPLETA, proclamaba la señal. APARTAMENTOS DE LUJO – SOLO 13 DISPONIBLES. Los números separables temblaron mientras el polietileno que cubría las ventanas se hinchaba, como si el lugar hubiese inhalado profundamente.
– Estás muerta -declaró Rob, caminando entre los pilares de piedra.
La alargada fachada estaba tan pálida como siempre. Mientras andaba con aire furtivo hasta el paseo, empujando piedras a patadas en dirección a Nazarill, los páramos se escondieron tras el tejado, dejando ver el cielo blanquecino; se sintió como si la palidez estuviese tratando de introducirse en su cráneo. La vaciedad de las ventanas volvió a sacudirse hacia él mientras llegaba al umbral y probaba las manijas de las enormes puertas de roble. Naturalmente, las puertas estaban cerradas, y retrocedió unos pasos para contemplar la ventana que había sido de Amy.
En realidad, ninguna de ellas había pertenecido a la chica. Al contrario que él, ella no había tenido vistas propias. No podía soportar la idea de que el último rastro de ella pudiera estar atrapado en aquella habitación sin ventanas. Eran las ventanas de la habitación de su padre las que estaba mirando, y cuando el polietileno que las cubría aleteó como todos los demás, supo que se trataba solo del viento.
– No está ahí, sé que no. Espero que estés en un lugar que te guste -dijo. El viento arrastró su voz hada los páramos, y estaba a punto de apartarse del edificio, cuya sombra había empezado a tender un insidioso frío sobre él, cuando escuchó que algo se batía como unas alas, aunque todas las ventanas cegadas habían quedado inmóviles.
Era en el suelo, en la esquina del edificio que había incluido el apartamento de los Priestley. Mientras miraba en aquella dirección, entrevió un movimiento que se escabullía de su campo de visión, no un gato, pensó, sino un animal menos común. Sin embargo, cuando dobló la esquina no pudo encontrar el menor signo de vida… solo el viento soplando sobre la hierba y sobre la cumbre de la colina, arrastrando consigo un pedazo chamuscado de papel.
Mientras el trozo bailaba hasta la cresta de la colina, logró atraparlo con las yemas de los dedos. Era el fragmento de una página de un libro de poemas, vio al darle la vuelta. Del pie de la página, dedujo. Contenía tan solo dos líneas.
Los monjes y los otros nos quieren aplastar
Pero el poder de la colina nos liberará.
Ese era todo el alcance de las palabras, pero no todo el del mensaje. Tras la última de las palabras, y tan borrosa como la huella, había una cruz pintada con tinta. Era muy parecida a la que Amy había dibujado en la tarjeta navideña que le había enviado.
Rob contempló los páramos mientras doblaba cuidadosamente el pedazo y lo guardaba en el más seguro de sus bolsillos. Se sintió como si estuviera compartiendo el paisaje con ella: las hileras de brezos convirtiéndose en niebla mientras retrocedían en dirección al horizonte, las hondonadas ocultas tras las sombras, el crepúsculo que redescubría los sutiles colores del páramo. Permaneció allí hasta el anochecer, cuando la imaginó explorando los misterios de la oscuridad.
– Adiós -dijo a un silencio tan amplio como los páramos-, y gracias.
Apretó la mano sobre el bolsillo en el que había guardado el fragmento y caminó colina abajo de regreso al mundo.