A mitad de la primera clase de aquella tarde, la profesora de Inglés dijo:
– ¿Señorita Priestley?
La mirada de Amy estaba posada sobre los pensamientos que había escrito al respecto de las ilusiones en Macbeth, una daga, el fantasma de Bancquo y la sangre en las manos de, como ella lo había llamado, el Señor Big Mac. Su atención había estado dividida entre algún lugar situado entre la pizarra y la imagen similarmente aplanada de la cabellera de Carolyn Henderson, amontonada para exponer su pecosa nuca en el pupitre de enfrente.
– ¿Sí, señorita Burd? -dijo Amy.
– ¿Puedo serle de alguna ayuda?
Había alzado la cabeza lo suficiente como para partir por la mitad su barbilla, y abrió la boca hasta que fue casi tan redonda como su cara, todo lo cual significaba que la pregunta no era solo una oferta, sino más bien la amenaza de una reprimenda.
– Estaba pensando en las brujas -dijo Amy.
– Siga.
– Hacen que él vea cosas, ¿no? Se meten en su mente y entonces él empieza a no saber lo que es real y a actuar como un loco.
– Supongo que nos estamos refiriendo a las hermanas extrañas y a la manera en la que empujan a Macbeth hacia lo sobrenatural.
– A ellas, sí.
– Interesantes pensamientos, más apropiados para un asunto diferente, quizá la cuestión sobre lo mucho que algunos personajes utilizan la predestinación como excusa para lo que hacen.
Hasta que Amy había hablado no había sabido que estaba teniendo esos pensamientos, no representaban por completo lo que había estado imaginando. Alguna duda debía de haber escapado a su rostro, porque la profesora dijo: -¿No está de acuerdo?
– Lo recordaré si usted lo dice -Amy creía que esto era mostrarse suficientemente de acuerdo, pero la señorita Burd puso cara de no haber oído una respuesta. Todo lo que Amy podía decir ahora era la verdad.
– Sigo pensando sobre las brujas.
– No deje de compartirlo con el resto si cree que puede suponer una iluminación.
– No lo creo -dijo Amy, y vio que eso no bastaba-. Creo que antes las había donde yo vivo.
– Tengo la terrible sospecha de que no está hablando de iluminación.
– Acabo de enterarme -protestó Amy-. Las Brujas de Partington. Se supone que solían subir a la colina en la que yo vivo en este momento. ¿No ha oído hablar de ellas?
– Me complace bastante decir que no. Tiene poco que ver con mi área de…
Amy se sintió cercana al pánico que estaba tratando de mantener a raya. Por un instante, la oscuridad en la que había yacido despierta hasta que encendió la luz pareció haber entrado en el aula. Se levantó a medias de la trampa formada por su pupitre y su silla y miró a su alrededor.
– ¿Y el resto de vosotras?
La mayoría de sus compañeras de clase sacudieron las cabezas y le ofrecieron toda clase de variedades de sonrisa, algunas de ellas divertidas y otras no tanto. El silencio se prolongó hasta que la señorita Burd se aclaró la garganta con un tono que era como el raspar de una tiza contra la pizarra.
– Señorita Priestley.
Amy volvió a sentarse.
– Lo siento -murmuró.
– Estaba a punto de decirle que la persona más apropiada a la que consultar sobre ese asunto es posiblemente el señor Berrystone.
– Supongo que sí.
– De modo que si está usted contenta con eso, quizá podamos regresar a nuestro tema del día.
Amy no sabía cómo hubiera podido sentirse menos contenta, entre otras razones porque el profesor de Historia era el que más le desagradaba. Inclinó la cabeza sobre el cuaderno para ocultar sus sentimientos y, cuando no pudo pensar en nada más que escribir, empezó a alargar todas las eses. La puerta de la clase contigua se cerró de un portazo y una ráfaga de viento la tocó, como si el secreto y pétreo frío de Nazarill hubiese venido a buscarla. La noche, demasiado cercana en cualquier caso, se agazapaba muy cerca. Tenía que descubrir todo lo que pudiera, con la esperanza de encontrar algo que incluso su padre tuviera que advertir, de modo que al finalizar la clase de Inglés salió a buscar al profesor de Historia.
Este se encontraba en el patio del colegio, vigilando a las niñas. Su expresión, que sugería que estaba contemplando un espectáculo puesto en escena para su beneficio, estuvo a punto de hacerla volver por donde había venido. Mientras la veía acercarse muy despacio, él sacó una mano del bolsillo de su chaqueta de ante verde y apoyó un dedo contra su barba, lo que afiló todavía más su pequeño y pulcro rostro.
– Sí -dijo en el tono que utilizaría para responder a una oferta que, acaso solo en las actuales circunstancias, resultaba aceptable-. Sí.
Amy se abrazó el pecho mientras el viento azotaba las solapas de su chaqueta.
– La señorita Burd me ha dicho que hable con usted.
– Y aquí estás -dijo él recalcando lo evidente, uno de sus rasgos que más desagradaba a Amy-. Supongo que te dijo por qué.
– Estábamos hablando en clase y ella dijo que usted era la persona apropiada para preguntarle.
– Como suele ocurrir -dijo él, divertido-. ¿Sobre?
La concisión seca de la palabra sugirió que se tomaría la pregunta con condescendencia, y solo la desesperación hizo que Amy dijera:
– Unas brujas que se supone que había por aquí. Las Brujas de Partington.
– Ese es tu territorio, ¿no? De ahí es de donde vienes.
– Partington.
– Un refugio acogedor -asintió él, y se rascó la barba mientras el viento la hacía erizarse-. Bueno, mi querida colega tenía razón. Algo sé sobre ellas.
– ¿Qué?
– Todo cuanto se sabe, me atrevería a decir. Amy guardó silencio, sospechando que eso era el preámbulo a un chiste malo y, por tanto, insoportable. Por fin, dijo: -¿Que es…?
– Trece mujeres con las que a los habitantes de tu pueblo, cuando era la mitad de grande que ahora, no les gustaba encontrarse después de que oscureciera, especialmente en determinadas noches del año.
– ¿Por qué? ¿Qué es lo que hacían?
– Algunas de ellas, probablemente nada más que preparar viejos remedios. Pero otras tenían la reputación de conseguir que cualquiera que se cruzara con ellas enfermara con solo una mirada. En cuanto a lo que hacían cuando se reunían todas, bien, ¿quién puede saberlo? Si los aldeanos les tenían tanto miedo, nadie se hubiese atrevido a espiarlas, ¿no crees?
Eso le pareció muy lógico a Amy, pero resultaba de poca ayuda.
– Entonces, ¿qué les pasó? A las brujas…
– Poca cosa, para las costumbres de la época. Puede que una o dos fueran colgadas de un árbol conveniente y el resto pareció haber comprendido el mensaje y se asustó. Debes tener en cuenta que todo esto ocurrió supuestamente después de que las cazas de brujas oficiales hubieran terminado, y algo más parecido a la cordura se estuviera poniendo de moda de puntillas.
De pronto, se hizo evidente para ella que la emoción que el profesor experimentaba mientras pasaba revista a la historia o al presente era una resignación que le permitía mantener a raya a la desesperación. Ese descubrimiento no hizo que se sintiera mejor.
– Eso no puede ser todo -protestó-. Alguien debe de saber más.
– Estás asumiendo que hay algo más que saber, y no menos.
– ¿Cómo puede haber menos?
– Puede que tus brujas nunca existieran. Yo solo sé de ellas gracias a una abuela que apenas sabía lo que estaba diciendo. Quizá no era más que una historia de miedo para asustar a los niños, la clase de cuento que, según he oído, se te da bien.
Sus palabras le trajeron a Nazarill. Igualmente podría haber estado de nuevo allí, siguiendo a su padre por las habitaciones del piso de abajo, aterrada por la posibilidad de ver algo más y al mismo tiempo ansiosa de encontrarse con alguna visión que él no pudiese negar. En una ocasión había oído una serie de jadeos trabajosos tras una puerta que él estaba a punto de abrir, ruidos que sugerían una garganta tratando de aclararse. En otra ocasión, su padre y ella habían sido precedidos en un apartamento por el sonido del arrastrar de unos pies que había ido cambiando, haciéndola pensar que, a cada paso que daba, los pies se convertían un poco más en hueso. Estaba segura de que su padre no oía nada de eso, ni tampoco el ruido hecho por algo al escabullirse sobre varios miembros mientras encendían la luz de un cuarto, algo que huía como una araña por una salida donde no había ninguna visible. Por el momento los habitantes de Nazarill se estaban ocultando, de modo que, hacia el fin de su obligado recorrido, tanta cólera y frustración se habían mezclado con su miedo que su sarcasmo no había sonado diferente de la verdad al decir que no había visto nada, oh no, nada ni remotamente capaz de asustarla. Había querido que su padre advirtiera lo poco sinceras que eran sus palabras, pero no había tenido en cuenta lo mucho que necesitaba él creer que no era así.
Y ahora el señor Berrystone se había erigido a sí mismo en portavoz de su padre… y de casi todos a los que ella conocía.
– Ten cuidado -le dijo-. O acabarás por asustarte a ti misma.
En vez de responderle como creía que se merecía, se volvió rápidamente para marcharse, cuando él dijo:
– Antes de que vuelvas con tus compañeras, algo como gracias, señor Berrystone, por devanarse un poco los sesos, no estaría del todo de más.
«¿Es eso lo que ha hecho?», estaba ella a punto de replicar, cuando vio en sus ojos que era así.
– Gracias por haberme contado lo que sabe -dijo, pero la sinceridad que pretendía infundir a sus palabras se vio abrumada por la comprensión de que, ahora que no podía dejar de recordar la pasada noche, la perspectiva de regresar a casa resultaba insoportable.
Vagó por el abarrotado patio que azotaba el viento hasta que vio a una amiga que posiblemente podría ayudarla.
– Lorna, ¿tu hermana Cathy ha vuelto ya a la universidad?
– Se fue el lunes. El baño vuelve a ser mío por completo.
– Su habitación está libre.
– Hasta Pascua. Puedes venir cuando quieras.
– ¿Qué tal esta noche?
– Supongo que no les importará. No tendría por qué, ¿verdad? ¿Y tu padre? ¿Por qué quieres venir?
– Solo es una cosilla que tengo que solucionar -dijo Amy con vacilación, al mismo tiempo que se preguntaba cómo iba a solucionarlo cuando al día siguiente tuviera que ir a casa. Tenía tiempo suficiente para decidirlo hasta que llegara el día siguiente, pensó, solo tenía que dedicar la tarde a ello. Al menos las clases habían terminado, y de camino a casa de Lorna se detuvo en una cabina de teléfono para llamar por si su padre había regresado ya.
El timbre del teléfono empezó a latir como si el corazón de Nazarill estuviera cobrando vida, y de pronto tuvo la horripilante idea de que no sería su padre el que contestara. Entonces su voz dijo:
– Priestley.
– Papá -dijo, con más calidez de la que había sentido en mucho tiempo.
– Sí, Amy. ¿Qué quieres?
Amy apoyó una rodilla contra la puerta, que ya había cerrado firmemente para protegerse del viento, de modo que Lorna no la oyera mentir.
– Una de mis amigas quiere que me quede en su casa esta noche para que podamos hacer los deberes juntas.
– No creo que sea buena idea. Dile a tu amiga que venga a casa contigo.
Para empezar, su tono no había sido especialmente amistoso, y ahora era tan frío y cortante como el viento que se colaba por debajo de la puerta.
– Pero vive aquí, en Sheffield -dijo Amy, tiritando.
– Razón de más para no quedarte con ella. Vuelve a casa ya, por favor. La cena te estará esperando, y yo también -dijo él, y la dejó en compañía de un zumbido vacío que se mezcló con el gemido del viento alrededor de la cabina.
La esperaría algo más de lo que él creía. No tenía que volver a casa solo porque él lo dijera; no podría encontrarla hasta que volviera al colegio. Cerró su monedero con brusquedad, lo dejó caer dentro del bolso, que descansaba sobre la repisa metálica del teléfono, y entonces aspiró profundamente, lo que hizo que le dolieran los dientes. Volvió a abrir su bolso: se había dejado la Biblia en su cuarto.
Se había aferrado a ella durante la peor parte de la noche, sin saber si pretendía registrar sus márgenes en busca de una explicación o sostenerla como un escudo frente a lo que quisiera que pudiese estar avanzando a través de la oscuridad de Nazarill. Finalmente, en mitad de uno de los inquietos y ligeros sueños en los que no había podido impedir sumirse, el libro se había deslizado hasta el suelo y era de presumir que allí siguiera todavía.
Se sintió como si se hubiera gastado una broma pesada a sí misma, o como si Nazarill lo hubiera hecho. Lo que había escrito en los márgenes era una evidencia que no podía arriesgarse a dejar en Nazarill, a pesar de que no supiese qué peligro podía suponer. Al menos, si su padre la estaba esperando no estaría sola cuando llegara a casa. Se colgó el bolso bajo el brazo y abrió la temblorosa puerta.
– Has estado un buen rato -se quejó Lorna, mientras se apartaba el pelo color rojo ladrillo con las yemas de los dedos del rostro pecoso-. Vamos a correr. Escucha cómo castañetean mis dientes.
– Lo siento por ellos -dijo Amy mientras su amiga se lo mostraba-. Y lo siento, pero no voy a poder ir, después de todo.
– ¿Por qué no?
Una mentira inofensiva resultaba menos complicada que la verdad.
– Mi padre no se encuentra bien. No puedo dejarlo solo.
– Entonces te veo el lunes -dijo Lorna, que se marchó corriendo.
Amy se volvió justo a tiempo para ver cómo paraba el autobús, detenido por Bettina o Deborah o Zoé, todas las cuales estaban mostrando sus tarjetas de transporte al conductor. El siguiente no pasaría hasta dentro de una hora, como mínimo. Sacó el rectángulo laminado que contenía la suya desde el pasado año, un espécimen enjaulado, y las puertas se cerraron con un aleteo. Lanzó una mirada feroz y de soslayo a las tres chicas que se encontraban en los asientos traseros, antes de sentarse de espaldas y en diagonal con el conductor.
El autobús se puso en marcha con una sacudida y empezó a avanzar trabajosamente por la autopista que recorría el páramo. Muy pronto, Amy no pudo seguir ignorando la visión de Nazarill, cerniéndose sobre el pueblo. Pasaron diez minutos y la casa se escondió tras los edificios para esperarla mientras el vehículo entraba en Partington.
– Ya estamos aquí -advirtió Deborah a Amy mientras un viento frío como la piedra abría las puertas, y entonces Zoé dijo, más ansiosa por ayudar si cabe.
– En casa.
El viento arrastró las risillas y algunas de las palabras del trío tras Amy mientras subía por Vista del Coto. Casi un vendaval, que la hacía imaginar que Nazarill estaba inhalando con un hálito inhumanamente gélido y prolongado para arrastrarla hasta ella. Bajo un cielo lleno de mezquinas tinieblas, la avenida semejaba, un corredor cuyo techo era inestable a causa de la humedad. Al final del mismo, la pálida masa de Nazarill abría por la fuerza el espado que existía entre las demás casas con cada paso involuntario que ella daba. Vio su destino esperándola en su jaula de verjas y recordó el día que su padre le había hecho mirar por las ventanillas; se dio cuenta, para su consternación, de que prefería aquel recuerdo. Al menos en aquel momento nadie había ayudado al lugar a fingir que no era tal como ella lo había visto, vado y desvencijado, y al mismo tiempo lleno de vida secreta.
Borró todo lo demás de su visión mientras el vendaval la empujaba hacia Nazareth Row. Mientras entraba tambaleándose en la avenida, parte de la verja tembló, y luego otra, como si estuviera ansiosa por confinarla dentro de la jaula de aquellos barrotes. Bajo el cielo cada vez más sombrío, la fachada parecía trepidar con la inminencia de su propia luz, que de pronto saltó sobre ella, borrando su sombra de la gravilla. Vio cómo las ventanas del piso inferior se entornaban contra aquel brillo, para poder vigilarla mejor. El serrín había empezado a bailar dando vueltas y vueltas en la franja de terreno donde antaño se encontrara el roble. Trozos de corteza se pusieron en pie y raptaron sobre la hierba, y ella supo al instante que, si de hecho alguna bruja había sido ahorcada en Partington, lo habría sido en aquel árbol. Quizá habían bailado a su alrededor mientras todavía estaban con vida… quizá no solo entonces. Mientras estos pensamientos e impresiones, no más controlados que el serrín sacudido por el viento, hervían en su cabeza, la ventolera la empujó hacia los escalones de Nazarill.
Por fin la lívida piedra se cerró sobre ella e invadió los extremos de su visión, y entonces las puertas de cristal le mostraron el pasillo tenuemente iluminado que fingía que el primer piso estaba desierto. Sus dedos, helados y temblorosos, registraron a tientas su bolso, pero dejaron las llaves donde estaban. Si era admitida en Nazarill antes de entrar por su propia voluntad, se sentiría un poco menos sola. Apretó el puño para contener el temblor y tocó el timbre.
La puerta de cristal se estremeció como si la propia Nazarill estuviera preparándose para abrirse a sí misma. Amy estaba a punto de tocar el timbre por segunda vez, cuando la rejilla que había junto a las dos columnas de nueve botones emitió un siseo que se convirtió en una versión fina y delgada de la voz de su padre.
– ¿Amy?
– ¿Cómo sabías que era yo?
– Te sorprendería lo mucho que sé -dijo él en un tono imposible de identificar por las distorsiones del micrófono- Entra.
Mientras la rejilla enmudecía sonó un zumbido en la puerta principal, un sonido que hizo que pensara que había saltado una trampa. Inspiró profundamente mientras el vendaval hacía lo posible por arrebatarle el aliento, y extendió la mano hacia la puerta. Su palma apenas había rozado la gélida placa de metal de la cerradura cuando esta se abrió. Un momento más tarde estaba huyendo por Nazarill.
Escuchó el titubeo del viento y un ruido sordo, semejante a una campanada, al cerrarse las puertas y entonces se vio rodeada por un silencio antinatural que solo invadía el sonido de sus pasos sobre la moqueta, un sonido que le hubiese gustado que fuera más intenso o que no estuviera presente, porque el primer piso había dejado de molestarse por fingir frente a ella. Podía sentir a su alrededor más habitaciones de las que se suponía que contenían los apartamentos, una impresión que hacía que el pasillo pareciese insoportablemente prolongado y tornase la iluminación, de por sí ya apagada, desigual. Creyó ver cómo se entreabría con un crujido la habitación tras la que el fotógrafo había muerto, creyó escuchar cómo unos dedos arañaban el pomo de la puerta. Se precipitó hacia las escaleras, tropezó mientras subía y se golpeó las rodillas. Se encontraba casi en el recodo cuando se percató de que un objeto voluminoso estaba descendiendo lentamente hacia ella. Mientras tendía una mano hacia la pared para apoyarse y apartaba el brazo con un movimiento brusco, temiendo lo insólito de su aparición para los paneles de madera, apareció Donna Goudge, arrastrando una maleta.
Verla no resultó un alivio tan grande como debiera haber sido, en especial porque su marido venía detrás de ella, con más equipaje.
– ¿Dónde vais? -dijo Amy, demasiado consternada para preocuparse por si parecía pueril.
– A tomar un poco el sol -dijo Donna con una sonrisa demasiado ladeada como para suponer una disculpa.
– ¿Por cuánto tiempo?
– No estaremos más de un par de semanas.
Amy podría haberle pedido que fuera más precisa, pero Dave Goudge no parecía demasiado complacido por la urgencia de sus preguntas.
– ¿Quieres venir un momento -dijo a Donna, con cierta desesperación- para hablar con él?
– ¿De qué, Amy?
– De eso que hablamos. Ya sabes.
– Recuérdamelo cuando regresemos.
– ¿No podría ser ahora?
– Tenemos que marcharnos. No nos quedará mucho tiempo para coger el avión cuando lleguemos al aeropuerto. No te preocupes, no me olvidaré de ti. Te mandaré una postal.
– No podrás escribir mucho en una postal.
– El resto tendrá que esperar -dijo Donna, y luego, con más amabilidad-: Recuerda que las cosas que solo puedes ver no pueden dañarte.
Amy recordó el brazo alargado que había apagado la luz en el cuarto de Dominic Metcalf. Observó cómo los Goudge bajaban su equipaje dando tumbos por la escalera.
– Que tengáis buen…
Mientras Donna depositaba la maleta sobre el pasillo del primer piso sin dar señales de que el lugar le pareciera temible, Amy oyó cómo murmuraba a su marido.
– Ya te lo contaré cuando estemos en el coche.
Eso se refería a Amy, que no pudo evitar sentirse el objeto de un análisis, como un paciente al que no se le permite que esté al tanto de su condición. Caminó penosamente escaleras arriba, tratando de pensar que cada escalón ponía un poco más de distancia entre ella y el primer piso, a pesar de que mientras los Goudge abandonaban el edificio sintió como si un enorme aliento la persiguiera. Acababa de llegar al pasillo de arriba cuando su padre apareció en el umbral más alejado.
– Has tardado. ¿Qué ha pasado?
– Estaba hablando con Donna y Dave. Con Donna, vamos.
– ¿Y qué tenía que contarse esta vez la señora Goudge?
– Se han marchado.
– ¿Cuál es ese viejo dicho sobre un barco que se hunde? Solo que nosotros no nos estamos hundiendo en absoluto. Eso está por verse.
O habían sido sus palabras «se verá pronto». Tuvo la inquietante impresión de que, a pesar de que su mirada se dirigía a ella, no le hablaba tanto a ella como a una audiencia situada a su espalda. Entornó la mirada.
– Entra. No te quedes en el pasillo. La cena no tardará.
Amy cerró la puerta tras de sí y trató de evaluar lo mucho que la aislaba eso de Nazarill. Cuando su padre abandonó su examen y se dio la vuelta, se forzó a apoyar una mano sobre el panel más próximo de la pared. Su tacto era el esperado: madera. Eso resultaba moderadamente tranquilizador, pero no podía cambiar la totalidad de Nazarill.
– Tomaré algo más tarde -dijo-. Ahora no tengo hambre.
Su padre giró sobre sus talones en el umbral de la cocina. Su mirada era tan opresiva como el rectángulo de oscuro cielo dejado vacante por las ramas del roble.
– He preparado tu plato favorito. Lleva todas esas verduras que tanto te gustan. No tengo nada en contra del ayuno con un propósito, pero no quiero que te mueras de hambre.
– Lo tomaré en otra ocasión. Creo que voy a comer algo con Rob.
– Yo no lo creo.
La mano que había tocado el panel estaba de repente húmeda y fría.
– ¿Y qué va a detenerme?
– He hablado antes con él.
– ¿Y? -al ver que eso solo conseguía una mirada tan pacientemente triunfante como las respuestas de su padre, inquirió con voz imperiosa-. ¿De qué habéis hablado?
– ¿Te refieres a cuál ha sido el contenido de la conversación?
– Exacto, esa clase de cosas.
– Lo habitual. La fórmula estándar. El ritual. Y cuando le he informado de que no podía porque no estabas aquí, ha logrado reunir las fuerzas necesarias para decir que no podría verte esta noche. Según he colegido, por una vez se ha plegado a los deseos de su familia y ha salido a cenar con ellos para celebrar la visita inesperada de un pariente lejano.
Amy se sintió ahogada por tanta palabrería superflua.
– ¿Cuándo ha llamado?
– Mientras tú estabas en el proceso de regresar al seno de tu familia.
Al instante ella estuvo convencida de que eso significaba «mientras había estado hablando en las escaleras». Él había sabido que ya estaba en la casa, pero no le había pedido a Rob que esperara. Arrojó su bolso sobre la silla más cercana y cogió el teléfono para arrancarle el número de Rob a golpes de las uñas de sus dedos. Después de dejarlo sonar el tiempo suficiente para que cualquiera que pudiera haber en la casa pudiera cogerlo, colgó, volvió a marcar y, después de esperar otra vez mucho tiempo, abandonó. En el mismo instante en que colgó el aparato, el rostro ostentosamente pariente de su padre asomó por la puerta de la cocina.
– Cuando hayas tenido la oportunidad de calmarte, podríamos empezar nuestra cena.
– Estoy todo lo calmada que voy a estar, y cuando he dicho que no tenía hambre lo decía de verdad.
– Amy, hija, por el amor de Dios. No te entiendo. No sé si no sabes lo que estás diciendo o estás hablando solo para hacer ruido. Primero ibas a quedarte en casa de una amiga en Sheffield y al mismo tiempo pretendías cenar con tu amigo, que vive al otro lado de la calle.
– Lo hubiera llamado desde Sheffield. Él hubiera venido a verme y si no, no me importa -ahora eran sus propias palabras las que la ahogaban-. No voy a cenar, ya te lo he dicho. Estaré en mi habitación.
– Para limpiarla, confío.
– Leyendo.
– ¿Puedo sabe el qué?
– ¿Que te parece un libro?
– Eso depende de su naturaleza -su voz se había vuelto tan fría y afilada como había sido a través del intercomunicador. Su mirada trató de inmovilizarla, pero ella abrió la puerta de un empujón y encendió la luz.
– Te informaré cuando la cena esté preparada, por si cambias de opinión -dijo.
La única respuesta de Amy fue cerrar la puerta. Se quitó el uniforme y lo dejó tirado sobre sus deberes, sintiendo que el caos de la habitación era una especie de defensa, una especie de afirmación de su yo. Se puso sus vaqueros más rotos y la camiseta de Nubes como Sueños, que mostraba una versión más suave del mismo retrato del póster; rescató su cuaderno de notas del montón. Después de recoger la Biblia junto con el lápiz que descansaba sobre ella en la moqueta, se sentó en la cama. Iba a leer lo que había escrito en los márgenes, por mucho que hacerlo le provocase dolor de cabeza.
«…y, sin embargo, utilizar las palabras de Dios como escondite para las mías hasta que llegue el día en que hayan de ser leídas me permite compararme en mis propios pensamientos con uno de estos miserables, cosa que no soy».
Con esto, Amy dio por fin por terminada la página. Mientras escribía apresuradamente en su cuaderno, se sentía entregada a una carrera entre su comprensión y lo que quería que estuviera a punto de ocurrir en Nazarill. Al menos por el momento sentía la cabeza clara y no constreñida, y había empezado a leer las siguientes palabras cuando la voz de su padre sonó al otro lado de la puerta:
– ¿Recuerdas esto, Amy? Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Antes te gustaba tanto como a tu madre. Solías bailar con esta música para ella.
Debía de tener el mando a distancia en las manos porque la música empezó al punto. Había sido la banda sonora de demasiados anuncios y películas.
– Voy a escucharla mientras ceno -dijo su padre.
– Yo no -Amy se estaba preguntando si habría sido compuesta hacia la época en que habían sido escritas las palabras de los márgenes. La idea de que su anónimo autor hubiera podido escuchar la brillante y animada música mientras las escribía la perturbó pero, ¿y si la ayudaba a comprender? Sujetó la Biblia con tanta fuerza que pudo oler el moho del papel, y la volvió de lado.
«Debo rogar que Dios me comprenda. Suplicaré su perdón y que me devuelva a mi habitación, donde mis posesiones tornan el mundo pequeño. Piadoso Dios, permite que Sus VVELKIN desaparezcan de mi vista para que mi cabeza no estalle. Ahora debo volverme llano y conciso para aprovechar el espacio que Dios me ha concedido en Su margen».
Un escándalo de cubiertos y platos se había unido a la danza de la música en el aire. Su padre estaba haciendo todo el ruido que podía; puede incluso que estuviese abanicando un aroma vegetariano hacia su puerta. Tragó saliva y dio la vuelta a la Biblia invertida.
«Enfermo todo un día. Gracias a Dios, he encontrado un espacio entre los ladrillos para esconder el lápiz. Ayer, al oír que Clay se aproximaba, no di con otra solución que metérmelo en la boca mientras él se asomaba. ¡Dios me concedió la enfermedad para salvarme de sus purgas!
Estas palabras estaban precedidas por una cruz y seguidas por otra: la manera que tenía el autor de separar las anotaciones, advirtió Amy. El cuerpo inferior de la primera cruz era ligeramente más pequeño que el de la segunda. Omitió las cruces de su copia e inició un nuevo párrafo.
«Me visten y me permiten salir al exterior. Al principio pensé que era un nuevo tormento ideado por mis carceleros… que Dios me ayude, los temo más que a los miserables entre los cuales me cuento. Pero me conducen bajo la sombra del gran roble, cuyo follaje estival enmascara el empíreo. Allí puedo sentarme durante horas, con este o aquel guardia, porque solo a mí, entre todas las mujeres, me dejan libre. Por ventura, esta parodia de libertad que Clay me concede no es más que mi recompensa por revelarle la Plegaria del Señor, la prueba de fe que Hopkins pide a aquellas a quienes ha cazado, pero rezo por que esta concesión signifique la inminencia de la llegada de aquel a quien debo probar que he sido injustamente juzgada entre los descarriados».
Este párrafo ocupaba los márgenes de tres páginas y terminaba con una cruz cuyo cuerpo superior era ligeramente mayor que el inferior. La última palabra preocupó a Amy más que el resto por alguna razón. No se había dado cuenta del mucho tiempo que había invertido dándole vueltas y transcribiendo el pasaje hasta que escuchó cómo entraba su padre en la cocina, hacía ruido con los cacharros y luego lo amortiguaba con agua. La música calló en mitad de una frase y al instante llamó a su puerta.
– Voy a hablar con algunos clientes.
Amy se levantó de la cama y caminó a trancas y barrancas, utilizando lo mejor que podía los entumecidos bultos que eran sus pies recién despiertos, para abrir la puerta.
– ¿Quieres decir que vas a salir?
Tanto él como los ojos saltones de la pared la miraron fijamente.
– ¿Por qué? ¿Quieres que lo haga?
– No importa.
– ¿Me estás pidiendo que me quede?
Ella no podía admitirlo del todo, no hasta que estuviera completamente segura de lo que tenía entre las manos para mostrárselo, para que él lo leyera.
– Te pregunto qué vas a hacer, eso es todo.
– Estoy diciendo que quiero hablar con gente sin tener que competir con el ruido de tu habitación, o de cualquier otra parte de la casa, ya que estamos.
– Pues habla. No estaré escuchando.
– Eso será una bendición -dijo él, presumiblemente tras haber deducido que se refería a estar escuchando música, y miró detrás de ella. Algo en sus ojos pareció apagarse hasta recordarle a Amy los ojos que había bajo el espejo-. ¿Puedo saber lo que vas a estar haciendo?
– Leyendo. Escribiendo.
– Eso ya lo veo. ¿El qué, si puede saberse?
– Cosas del colegio -más tarde tendría que retractarse de esa mentira… confiaba en tener que hacerlo-. Para Religión. Para la señora Kelly -dijo.
– Esa buena señora -por un momento pareció que iba a decir mucho más. Entonces, la falta de expresión se extendió desde sus ojos y murmuró mientras se volvía-. Debemos hacer lo que se requiere de nosotros.
No tenía del todo claro cómo la incluían estas palabras a ella. Él sacudió la cabeza sobre el hombro, con tal violencia que Amy podría haber imaginado que estaba imitando a un ahorcado, y la miró fijamente durante el tiempo que tardó en decir:
– Para variar, no te hará daño quedarte un poco en casa.
Eso sirvió para recordarle no solo lo poco que él comprendía, sino también que era viernes y que normalmente estaría celebrando la llegada del fin de semana. La lectura de los márgenes de la Biblia le había borrado la idea de la cabeza. Cerró la puerta y pateó el suelo varias veces para revivir sus pies mientras regresaba a la cama. Le costó recuperar su concentración, entre otras razones porque se sentía como si sus pies, hinchados y plomizos, estuviesen encadenados a la cama. Movió los dedos hasta que la sensación de tenerlos atravesados por agujas se fue haciendo menos difícil de soportar. Por fin, al cabo de un buen rato, acabó por desaparecer y entonces volvió su atención a la escritura, ahora más grande y descuidada, que seguía a la cruz anterior.
«Una de mis compañeras de sufrimiento se ha dirigido a mí. A menudo escucho sus gritos mientras las sangran o apalean o llevan al baño por sorpresa, pero nunca hasta ahora había visto la cara de una sola de estas pobres desgraciadas. Debe de conservar en su interior algo de fuerza que ha logrado ocultar a nuestros torturadores, porque esta noche logró arrastrarse hasta el límite de sus grilletes, y eso sin atraer la atención de mi centinela. Asomó su cabeza, esquilada como la mía, por la reja de la ventana, mientras sus ojos y sus sangrantes labios pronunciaban palabras que la prudencia le impedía decir en alta voz. Es Alice, hija de Hepzibah Keene».
La cabeza de Amy se alzó como si la hubiesen cogido con un lazo corredizo. ¿Debía de significar algo para ella el nombre Hepzibah? Miró a su alrededor por toda la habitación, y su atención se posó en los cuatro gorros colocados en fila en la pared; luego se encontró con su propio reflejo, detrás de los tres collares de cuentas negras que colgaban del espejo. Su cuello parecía demasiado delgado para soportar su peso, y su rostro mostraba la misma confusión que ella sentía. Cuando su mirada empezó a vacilar nerviosamente, la devolvió a la lectura.
«…hija de Hepzibah Keene. Los Keene supervivientes se encuentran tras estas paredes monstruosas y erizadas de púas, así como los Crowther, los Whitelaw, la familia Elgin y Jane Gentle y sus hijas. Aquellos que habían huido de Partington regresaron para caer en manos de otros todavía peores que los que les habían hecho escapar. Los lugares como nuestra prisión no son refugios para los enfermos y los menesterosos, sino para las torturas de los tratamientos de recristianización y caza de brujas. Todo esto me confió ella junto con su nombre, y ahora que he oído su voz dentro de mí debo hacerlo de nuevo. Entonces regresó a su celda, revelando en el rostro la agonía que le provocaba su sigilo».
Amy dejó el cuaderno y el lápiz a su lado. Sus dedos habían empezado a doblarse los unos sobre los otros, a causa de la tensión y del recuerdo de las figuras que había visto alzarse en la oscuridad de Nazarill. La idea de lo que habían sufrido (o estaban quizá sufriendo todavía) los volvía más temibles si cabe, no menos. Al ver que el lápiz rodaba hacia ella, lo recogió junto con el cuaderno, a pesar de que cada vez se sentía más incómoda con las revelaciones que podía encontrar. De hecho, las siguientes frases estuvieron a punto de hacer que soltara el lápiz.
«Esta mañana, mientras mi carcelero me traía viandas que ni un perro hubiera aceptado, escuché cómo sangraban a Moll Keene. Antes de que ahogaran sus aullidos con himnos, ella gritó que le estaban poniendo sanguijuelas en los ojos. Creo que Ben Clay está medio loco. Sin duda, nunca le hubieran permitido llevar a cabo tales torturas en Bedlam, pero desde que entró en posesión de la herencia de su padre y erigió el Refugio de Nazareth Hill, es el señor de todo cuanto ocurre entre sus muros. Su hermano Joseph puede decir de sí mismo que es cirujano con toda impunidad, mientras que la esposa de Clay, Liza, es la responsable de la porquería en la que vivimos y con la que nos alimentan, utilizando un embudo si es necesario o divertido. Ruego a Dios que no puedan esconderle todo esto al Comisionado».
Amy cerró los ojos y volvió a abrirlos, pero ni aun así logró poner fin al parpadeo de su visión. La escritura de los márgenes parecía estar dando diminutos saltos, tratando de recuperar su atención alzándose por encima del texto impreso. Ya no estaba segura de comprender todo lo que transcribía, pero le parecía importante seguir escribiendo mientras pudiera hacerlo. Al otro lado del salón su padre estaba hablando, era de presumir que por teléfono, aunque parecía estar murmurando para sí. Volvió la delicada página, en la cual ponía fin al párrafo una cruz con los cuatro brazos iguales.
«Moll Keene está riega y Alice ya no puede llegar hasta su ventana, pues sus manos y pies están encadenados y martirizados por grilletes y cadenas oxidadas. Sé todo esto y más cosas, porque Alice ha respetado su promesa de que volvería a hablarme. De noche, sus susurros llegan hasta mí entre los ladrillos, para que ninguno de nuestros torturadores pueda oírnos. Clay las acusa a ella y a su hermana con la máxima crueldad, no solo por mantener las viejas creencias, sino también por el estado de todos los lunáticos de este manicomio privado. Le tenía miedo a los ojos de Moll y Alice teme que los suyos sean también objeto de sus atenciones. En una ocasión las ha quemado a su hermana y a ella con antorchas, diciendo que es el anticipo de los fuegos del Infierno. Sin embargo, siento que Amy espera alguna especie de liberación y, ¿qué otra cosa podría ser salvo la visita del Comisionado?».
La mirada de Amy saltó sobre la cruz hasta las siguientes palabras. Los hechos sobre los que estaba leyendo habían ocurrido siglos atrás, y a pesar de ello su corazón se le encogía como si las entrañas se hubiesen convertido en arenas movedizas, como si le estuvieran pasando, o estuvieran a punto de pasarle, a ella.
«Que Dios nos ayude, todo está perdido. El Comisionado nos ha visto. Mi intención era convencerlo primero de mi cordura para luego poderle referir los horrores en los que estamos sumidas, pero él desdeñaba cada prueba que yo le ofrecía de la sensatez de mi mente como muestra de mi locura. Al final perdí el control de mis palabras. Puede que no tenga palabras a las que pueda llamar propias, sino solo aquellas que mi padre nos leía en voz alta hasta que me vi incapaz de contener mis argumentos contra las falsedades a las que llaman ley natural, ese sistema que sostiene que Dios creó a los lunáticos con algún propósito y que, por tanto, se merecen su suplicio. ¡Ay de mí, mis padres! Han jurado que nunca me visitarían hasta que estuviera curada, pero, ¿por qué iba Clay a liberarme, renunciando de este modo a su dinero? Después de la visita, Clay vino desde sus aposentos para informarnos de que el Comisionado no puede retirarle la licencia, por muy penosas que sean las condiciones o los malos tratos que hubiera presenciado, sino que estaría limitado a presentar un informe en el Real Colegio de Médicos, a un mundo de distancia, en Londres. Sus triunfantes gritos podían oírse en Partington, y desde mi ventana pude ver algunas personas sonreír al oírlos, como hacen cuando escuchan nuestras súplicas y chillidos».
La cruz que ponía fin a este párrafo parecía estar desvaneciéndose, y Amy cerró los ojos mientras sus fragmentos se agitaban. Solo el dolor que el lápiz y la uña le provocaban en el pulgar la hicieron volver a mirar y, si bien temblando, seguir escribiendo.
«La visita ha centuplicado la diabólica perversión de Clay, y Alice ya no tiene lengua; sin embargo, sigo escuchando cómo me susurra de noche. Él le ha prometido que sufrirá el gran fuego al llegar Candelaria, y desvaría hablando de purificar a todas las mujeres que están a su cargo. Pero Alice y sus discípulas casi parecen dar la bienvenida a este destino. Clay quiso alzar su prisión y su tumba cerca de su lugar sagrado, sin saber que lo había hecho en el lugar mismo, como antaño fuera erigido el monasterio para aplastarlo. Esta es su colina de celebración y renovación, susurra Alice, y esconde un poder en la muerte que no puede encontrarse en la vida. Pero, ¿cómo puedo creer tales cosas o siquiera creer que es verdad que la estoy oyendo? ¿Es que ella o el tratamiento han confundido mi mente? ¿Por qué debería entregarme a su escritura? ¿Acaso no prueba esto que estoy trastornada? No debería seguir mutilando estas páginas, sino buscar solaz en ellas».
Amy pasó la página, que apenas le pareció sustancial a sus temblorosos dedos. Contradiciendo a la anterior frase, la escritura continuaba y ahora era tan grande que cada margen solo podía contener una línea. Estaba precedida por una cruz cuyo cuerpo superior era significativamente más grande que el inferior.
«Candelaria ha llegado y con ella el fuego. Escucho los gritos de las que todavía pueden gritar y huelo su carne quemada. Clay debe de pretender someterme también a mí a las llamas, creyéndome manchada por las antiguas creencias, porque me han encadenado. ¿Debería haber hecho caso a las exhortaciones de Alice para que encontrara el arcaico poder en mi interior? En mi interior descubro que me consuelan las bromas de su mascota Perkin, el gato con el rostro de un Keene. Escribiré hasta que Clay venga a buscarme, para que alguien pueda algún día saber del trato monstruoso que ha deparado a las miserables encomendadas a su cuidado. Entonces Perkin se llevará…»…-
Una mayúscula mostraba que la escritora se había interrumpido a sí misma.
«El fuego está en mi puerta. Al menos Clay no podrá deleitarse con mi muerte, porque las llamas han demostrado ser más grandes que él. Los Clay han ardido como el forraje y ahora el Infierno consume su refugio. ¿Es que Alice y las demás encontraron el poder para volver las llamas contra nuestros torturadores? ¡Ojala el humo me ahogue antes de que me alcancen!
La escritora había hecho una última marca en la página siguiente, que contenía los versos primeros de Mateo. Era una cruz desafiantemente invertida, trazada de forma tan salvaje que el lápiz se había hundido profundamente en las páginas sucesivas, y tan ancha en su perfil que la barra vertical podría haber sido usada como nicho para el propio lápiz. No obstante, no había ningún lápiz allí. Quizá, pensó Amy, se hubiera caído cuando la escritora había arrojado la Biblia por la ventana, si es que era eso lo que había hecho. Apenas era consciente de lo que estaba pensando. Dejó el cuaderno sobre el edredón, la Biblia encima de él, y levantó la cabeza. La jaqueca que había estado esperando a ese momento explotó al instante.
Se levantó muy cuidadosamente y caminó tambaleándose hasta la puerta, desde donde cruzó el salón para recoger su bolso. Cuando logró localizar las pastillas que Beth Griffin le había recetado, descubrió que solo quedaban dos en el pequeño bote de plástico. Tendría que bastarle con eso hasta que llegase la mañana. Era más de medianoche, y en algún momento su padre se había marchado a su cuarto. Chupó las diminutas pastillas de hierbas mientras se dirigía a trancas y barrancas al cuarto de baño, y se las tragó antes de lavarse los dientes. Ahora lo único que quería era cerrar los ojos; en su cabeza no había sitio siquiera para el miedo. Sin embargo, perdió algo de tiempo colocando el lápiz en el nicho de la Biblia y luego guardó esta en la carpeta, bajo su almohada. Entonces apagó la luz y dejó que sus párpados se abrieran a la oscuridad, que le dio la bienvenida como una vieja amiga y la guió hacia la última noche de sueño tranquilo de su vida.