La mujer que acompañaba a Harry en el Gran Café Rapallo el sábado por la tarde se parecía a Gina Lollobrigida. Bueno, algo. Tenía un aire; el pelo oscuro, corto y rizado, era más bien gruesa, con las tetas grandes; una Gina Lollobrigida cuarentona. Estaban sentados entre palmeras y macetas debajo de una marquesina naranja en la Vía Veneto de Rapallo. La mujer dijo que se llamaba Maura.
– Mora es un nombre bonito -comentó Harry, pronunciándolo a la inglesa.
– No Mora. Mau-ra, con acento en la «a».
Tenía la voz ronca, quizá de hablar tanto. Sus muslos eran gruesos, llevaba tejanos lavados a la piedra y mantenía las piernas cruzadas. Maura le dijo a Harry que era de Génova. Tenía acciones en una compañía cinematográfica de allí, donde su esposo había muerto de un ataque cardíaco en la sala de montaje dos años atrás. Maura tenía un apartamento aquí, en la montaña, donde la gente de Génova y los pijos milaneses habían comprado casas de fin de semana o para cuando se retiraran. Le preguntó si él había visto Swept Away, la película de Lina Wertmuller. Las mujeres «bien» que aparecían en ella hablaban como los pijos milaneses. Dijo que venía aquí todos los fines de semana (Génova estaba a menos de media hora por la autopista) excepto en invierno. La de hoy sería su última visita hasta la primavera.
– Pero si todavía hace calor -señaló Harry, creyendo que el tiempo aquí era similar al del sur de Florida. Parecía un lugar tropical, con todas esas palmeras y flores.
– Espere al mes que viene -dijo la mujer.
Llevaba una chaqueta de piel, de coyote o lince, Harry no estaba seguro, cuando la vio por la mañana en el funicular, bajando de Montallegro. Volvió a verla después, paseando por el paseo marítimo, con las caderas oprimidas por los tejanos. La chaqueta colgaba ahora del respaldo de la silla.
Cuando ella le preguntó por qué había venido a Rapallo, Harry contestó que era su quinta visita en los últimos cuarenta y siete años y que esta vez había decidido quedarse. El año pasado había comprado un coche, había encontrado un lugar en la montaña… Harry parecía satisfecho.
– ¿Por qué diablos escogió esta ciudad? -preguntó Maura-. ¿Por qué no Roma? Sentarse en una terraza de la verdadera Vía Veneto, el centro del mundo.
– He estado allí -dijo Harry-. Me gusta más esto porque queda un poco apartado, fuera de las rutas habituales. No ves a los turistas con sus cámaras por todas partes. Los únicos que hay, como usted dice, son de Génova, Milán, Turín. Ésta es vuestra Riviera, y me atrae, el escenario tropical, los olivos. Me gusta el paseo a lo largo del rompeolas por donde pasea todo el mundo.
Se oyó a sí mismo y sonaba como otra persona.
Ella le dijo que se llamaba lungomare, no paseo, y añadió:
– ¿Se oculta de alguien? ¿De su esposa?
Harry sonrió, paciente, tanteándola con cautela. Dijo que le gustaba el viejo castillo de la bahía, las palmeras y el color, las persianas de madera de las casas, los tendederos en el cuarto piso, los calzoncillos puestos a secar. Pensó en las palabras postal y pintoresco pero no las utilizó.
– ¿Lo dice en serio? ¿Por qué? -Maura añadió que los edificios, los hoteles y los apartamentos frente al mar, se caían de viejos. Los construidos en la montaña, donde tenían sus apartamentos la gente de Génova y los pijos milaneses, eran mucho mejores, tenían aire acondicionado.
– Tengo una «villa» -dijo Harry.
Creyó que la había dejado sin habla porque ella se mostró sorprendida y por un momento permaneció en silencio. Maura bebió un trago de vino. Harry, que no tenía prisa, se acabó el café exprés. Le gustaba ese café y deseó que hubiera una manera de hacerlo durar: se acababa en dos sorbitos.
Maura dijo que las villas, a menos que tuvieras dinero para modernizarlas y repararlas, estaban muy bien para mirarlas de lejos, pero que eran frías y húmedas en invierno.
Harry replicó que su casa tenía calefacción central. La había alquilado amueblada y ahora buscaba una cocinera y una criada.
Eso sí que la dejó pasmada.
– Oh -dijo ella.
Harry no le mencionó que se alojaba en el hotel Liguria y que todavía no se había mudado. Llevaba dos semanas en el hotel. Subía a la villa y paseaba por las habitaciones, el jardín, contemplaba el panorama. La casa necesitaba un sillón cómodo y una buena cama, también a alguien que supiera cocinar.
– Esta mañana -comentó Harry-, la vi en el funicular bajando de Montallegro.
– El funivia -le corrigió Maura.
– El funivia. Si no voy en coche -continuó Harry-, cojo el funivia a Montallegro y después bajo a pie hasta mi villa. Está cerca de Maurizio di Monti.
Esta mañana había subido para ver si había goteras después de la fuerte lluvia del día anterior.
– Tengo mi coche aquí -dijo Maura-. Lo prefiero a tener que venir en tren desde Génova.
– Usted fumaba en el funivia -dijo Harry, sin querer apartarse del tema del funicular.
Ella fumaba un cigarrillo mientras sorbía la copa de vino. Daba la impresión de que fumaba sin parar, con chupadas rápidas, como si tuviera prisa por acabar. Dijo:
– ¿Sí?
– Había un cartel en el funivia. Creo que ponía «prohibido fumar».
– No lo vi.
– Un hombre no dejaba de apartar el humo con la mano y decía algo en voz alta, como: «Aquí no se puede fumar.» Muy molesto. Y usted le dijo algo.
– ¡Ah sí! Ese tipo. Le dije que se ocupara de sus asuntos. Mire, este verano estuve en Barcelona para ver los Juegos Olímpicos y le diré algo por si no lo sabe: todo el mundo fuma en Barcelona.
– Yo lo dejé el año pasado.
Maura dio una chupada y le lanzó el humo a la cara.
– Así que me vio en el funivia. Tantos años viniendo aquí cuando vivía mi marido y ahora nunca visito el santuario di Montallegro. Así que hoy fui allí. -Apagó la colilla y se apoyó contra la chaqueta de piel.
– El santuario de la Santa Virgen de Montallegro -dijo Harry. Hizo una pausa y añadió-: Al principio, cuando vine aquí de visita, pensé que viviría en Sant’Ambrogio. ¿Sabe dónde está?
– Desde luego. No está lejos de aquí.
– Donde vivió el poeta Ezra Pound.
– Sí, lo oí mencionar.
– Durante la guerra en 1944, los alemanes le desalojaron de su apartamento, el número doce de la Vía Marsala. Hay una placa a este lado del edificio. -Harry señaló-. Allá abajo, cerca del quiosco de la banda. Vivía allí con su esposa.
– ¿Sí?
– Los alemanes se fortificaban ante el ejército americano que avanzaba por la costa desde Roma, lo que obligó a Ezra y a su esposa a irse a vivir con la amante de Ezra, Olga Rudge, en Sant’Ambrogio.
– ¿Lo dice en serio?
– Olga tenía una casa allí.
– ¿La mujer y la amante bajo el mismo techo?
Harry asintió.
– Sí, así fueron las cosas.
– No puede ser -opinó Maura.
– Me imagino que no fue fácil.
– ¿La esposa -preguntó Maura-, mató a la amante, al marido o a los dos?
– Se las apañaron.
– No me lo creo.
– En la casa de Sant’Ambrogio también hay una placa que dice que Ezra Pound vivió allí. El año pasado cuando buscaba un lugar para quedarme, estaban reparando la casa… Aquel día llovía.
– ¿Quería vivir en esa casa?
– Pensé que era posible. La primera vez que la vi fue en el sesenta y siete, pero entonces no pensaba en comprar. Ezra Pound vivía otra vez allí y le hice una visita.
– ¿Le admiraba?
Era una buena pregunta.
– Le conocí la primera vez que estuve aquí, durante la guerra. Eso fue en 1945. Yo iba y venía de Pisa, y le conocí.
– Ezra Pound -dijo Maura-. Me suena el nombre, pero no recuerdo haber leído ninguno de sus poemas.
– Cuando yo le conocí, lo tenían en una jaula. La llamaban la jaula del gorila. Le detuvieron acusado de traición, por hacer programas de radio en Roma durante la guerra.
– ¿Sí? ¿Qué hicieron con él?
– Le llevaron a los Estados Unidos… Es una historia muy larga. Pero yo le conocí. Hablé con él. Le volví a ver aquí en el sesenta y siete. Luego, el año pasado, cuando vi su casa bajo la lluvia… Era agosto y llovió casi todo el tiempo que estuve aquí. Al día siguiente subí a Montallegro por primera vez y decidí buscar una casa por allí.
Harry hizo una pausa. La mujer esperó que dijera algo más y él no sabía qué decir, ni cuánto le quería decir.
– ¿Así que compró una villa?
– La alquilé por dos años.
– Y prefiere vivir donde la Virgen María se le apareció a un hombre hace cuatrocientos años y no en la casa donde ese poeta vivió con su mujer y su amante, que por alguna extraña razón no le mataron. No le culpo.
Harry comprendió que la iba a dejar marchar, que no desperdiciaría más esfuerzos con ella. Maura era demasiado corpulenta para él. Joyce era casi tan alta como Maura pero delgada, sin esos muslos tremendos. De todos modos, le preguntó a Maura si quería visitar su villa, sin tener muy claro por qué lo hacía. Ella se lo pensó, como si fuera a aceptar la invitación, y después negó con la cabeza.
– Hoy no -respondió.
Así que él dejó de darle conversación y la mujer de Génova no tardó en coger su chaqueta de piel y marcharse.
Harry pensó en ella, una mujer desagradable. Se imaginó al marido en la industria cinematográfica viviendo un romance con una atractiva actriz de pelo oscuro que hacía demostraciones de instrumentos electrónicos y a Maura enterándose: los sorprendería en un decorado a oscuras o en la sala de montaje. Si el marido no se murió de un ataque de corazón, quizá Maura se lo cargó.
Era muy capaz.
La mujer despreció o estuvo en desacuerdo con todo lo que él dijo. Harry se alegró de que no le aceptara la invitación de ir a visitar su villa: no le apetecía subir en el funicular con esa mujer. Después habría tenido que invitarla a cenar y hacer el trayecto otra vez con ella.
En cuanto regresó a su habitación en el hotel Liguria, llamó a Joyce e imaginó su sala de estar iluminada por el sol del mediodía mientras sonaba el teléfono.