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Una noche, hacia finales de octubre, Harry Arno le dijo a la mujer con la que mantenía relaciones en los últimos años:

– He tomado una decisión. Te diré una cosa que nunca le he dicho a nadie en toda mi vida.

– ¿Te refieres a algo que hiciste cuando estabas en la guerra?

Esto le frenó.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Cuando estabas en Italia y mataste al desertor?

Harry se quedó mirándola sin decir nada.

– Ya me lo contaste.

– Venga. ¿Cuándo?

– Estábamos tomando unas copas en la terraza de Cardozo, poco después de que volviéramos a salir juntos. Lo dijiste de la misma manera que ahora, como si fueras a contarme un secreto. Por eso lo sé, sólo que no recuerdo que dijeras nada sobre una decisión.

Ahora estaba confuso.

– Por aquel entonces no bebía, ¿verdad?

– Ya hacía tiempo que no bebías. -Joyce hizo una pausa y añadió-: Espera un momento, ¿sabes qué? Aquélla fue la segunda vez que me contaste que habías matado al tipo. En Pisa, ¿no es así? Me mostraste la foto donde aparecías sosteniendo la torre inclinada.

– No fue en Pisa -dijo Harry-. No fue allí donde maté al tipo.

– No, pero por allí.

– ¿Estás segura de que te lo conté dos veces?

– La primera vez fue cuando trabajaba en el club y salimos en un par de ocasiones. Entonces todavía bebías.

– Eso fue hace unos seis o siete años.

– Me disgusta decirlo, Harry, pero son diez. Lo sé porque tenía casi treinta cuando dejé de bailar.

Harry dijo «caray», pensando que debía ser verdad, si Joyce rondaba ahora los cuarenta. Recordó su piel blanca alumbrada por el reflector, el pelo oscuro y la piel como la nieve, la única bailarina en topless que había visto llevar gafas mientras actuaba; nada de lentillas, gafas de verdad con montura negra. Para su edad Joyce se conservaba muy bien. El tiempo pasaba tan rápido. Harry había cumplido los sesenta y seis hacía dos semanas, tenía la misma edad que Paul Newman.

– ¿Me oíste alguna vez decírselo a alguien más?

– No lo creo -dijo Joyce, que añadió de inmediato-: Si la quieres contar otra vez, fantástico. Es una historia maravillosa.

– No, está bien -contestó Harry.

Estaban en el apartamento de Harry en el Della Robbia, en Ocean Drive, escuchando a Frank Sinatra, a Frank y Nelson Riddle que interpretaban I’ve got you under my skin. Harry hablaba en voz baja, Joyce se mostraba distraída. Harry estaba decidido a contarle lo ocurrido en aquella época en Italia cuarenta y siete años atrás y a preguntarle después -ésta era la decisión que había tomado- si ella querría ir allí con él a finales de enero. En cuanto terminara el torneo de la Super Bowl.

Pero ahora no estaba seguro de querer llevarla.

Porque desde que había conocido a Joyce Patton -Joy, cuando era bailarina en topless- siempre se había preguntado si no podía haber encontrado algo mejor.


Harry Arno ganaba unos seis o siete mil a la semana dirigiendo un negocio de apuestas clandestinas desde tres locales situados en South Miami Beach. Repartía el cincuenta por ciento con un tipo llamado Jimmy Capotorto -Jimmy Cap, Jumbo- que tenía una participación en todo lo que era ilegal en el condado de Dade, excepto la cocaína, y Arno debía pagar los gastos de su bolsillo: los teléfonos, el alquiler, los planilleros y otras minucias. Pero no estaba mal. Harry Arno sisaba de los beneficios otros mil a la semana y llevaba veinte años haciéndolo, desde que tenía como cómplices a gente lo bastante lista como para hacer la vista gorda. Antes de Jumbo Jimmy Cap había un tipo llamado Ed Grossi y antes de Grossi, unos cuarenta años atrás, Harry había trabajado de corredor para el sindicato de apostadores S &G.

La idea original era la de dejar el negocio a los sesenta y cinco, con un poco más de un millón depositado en un banco suizo a través de su sucursal en Bahamas. Pero llegado el momento cambió de opinión y siguió trabajando. Así que se retiraría a los sesenta y seis. Ahora mismo la temporada de fútbol estaba en su apogeo y sus clientes preferían apostar en eso más que en cualquier otro deporte excepto el baloncesto. Ese domingo se embolsaría un par de cientos o quizás hasta unos cuantos miles -tenía algunos jugadores fuertes- y miraría los partidos en la televisión. Así que esperaría hasta después de la Super Bowl, el 26 de enero, para largarse, tres meses más tarde. Qué más daba retirarse a los sesenta y cinco o a los sesenta y seis, de todas maneras nadie sabía su edad. Ni tampoco su nombre verdadero.

Harry Arno se consideraba un tío sofisticado; se mantenía en buen estado físico, no se sentía a punto de cumplir los sesenta y seis y sabía que Vanilla Ice era un tipo blanco; todavía conservaba el cabello, que llevaba peinado con raya a la derecha y se hacía remozar cada dos semanas con unos toques de tinte en la peluquería de Arthur Godfrey Road. De vez en cuando Joyce se apartaba un poco, le miraba y decía: «Tenemos casi la misma estatura, ¿no te parece?» O preguntaba: «¿Cuánto mides? ¿Uno setenta y tres?» Harry le contestaba que tenía la altura del soldado medio americano en la Segunda Guerra Mundial, uno setenta y tres. Ahora quizá medía un poco menos, pero se hallaba en bastante buena forma después de estar a punto de sufrir un infarto, una arteria obturada que abrieron con angioplastia. Todas las mañanas corría casi una hora por el parque Lummus, con el Della Robbia y el resto de los remozados hoteles art déco a un lado, la playa y el océano Atlántico en el otro, y con las calles casi desiertas. La mayoría de los viejos jubilados y las ancianas damas judías con sus pamelas y protectores nasales se habían marchado, y en cuanto a los nuevos habitantes de South Beach, los pijos de Nueva York, los modistos y las modelos, los actores y los gays elegantes, nunca se les veía por la calle antes del mediodía.

No tardaría en llegar el día en que sus apostadores llamarían preguntando: «¿Qué ha pasado con Harry Arno?», y comprenderían que no sabían nada de él.

Desaparecería y comenzaría una nueva vida, una que le estaba esperando. Basta de presiones. Basta de trabajar para gente a la que no respetaba. Quizá se tomaría una copa de vez en cuando. Quizás incluso fumaría un cigarrillo por la tarde mirando la puesta de sol en la bahía. Tendría a Joyce junto a él.

No estaba seguro. Probablemente hubiera mujeres allá adónde iba. Quizá primero iría y tras instalarse, si le apetecía, la llamaría para que fuera a visitarlo.

Estaba preparado. Tenía dos pasaportes con nombres distintos, por si acaso. Veía el campo despejado, sin problemas. Hasta la tarde en que Buck Torres le dijo que estaba metido en un lío. El 29 de octubre delante de Wolfie’s en la avenida Collins.


Wolfie’s era el único restaurante que conocía Harry donde todavía servían gelatina Jell-O. Un amigo suyo del Miami Herald dijo: «Y lo hacen sin inmutarse.» En la carta de bocadillos figuraba un «Harry Arno», que le estaba prohibido comer pues estaba compuesto de pastrami y mozzarella con tomate, cebolla y salsa italiana. Harry podía comer delicatessen e incluso comida cubana si iba con cuidado y no se pasaba con las judías pintas. A lo que no conseguía acostumbrarse era a todos esos restaurantes nuevos que servían tofu y polenta, le ponían salsa al pesto a todo y pasas y almendras al mero, ¡santo cielo!

29 de octubre. Harry recordaría que tomó sopa de verduras, unas cuantas galletas, té helado y el Jell-O de fresa. Después salió a la luz del sol, abrigado con sus calentadores beige de ribetes rojos y calzado con sus Reeboks. Allí estaba Buck Torres junto a un coche camuflado, un Caprice azul del 91. Buck Torres había arrestado a Harry unas seis o siete veces; se conocían bastante bien y eran amigos. No socialmente, pues Harry nunca había conocido a la esposa de Buck, pero eran amigos en el sentido de que confiaban el uno en el otro y siempre tenían tiempo para hablar de otras cosas que no fuera lo que hacían para ganarse la vida. Buck Torres nunca le había preguntado a Harry por sus negocios con Jimmy Capotorto, como forma de cazar a este último a través de Harry.

Este 29 de octubre por la tarde era diferente. Harry lo notó.

– Tío, estás más cachas que nunca -dijo Torres-. Sube. Te llevaré a tu casa.

Harry le dijo que tenía su propio coche.

– No pasa nada -afirmó Torres-. Sube, daremos un paseo.

Fueron hacia el sur por Collins y no tardaron en doblar al oeste hacia Washington; aún no había mucho tráfico, en diciembre el atasco sería de cuidado.

El interior del coche olía a tabaco. Harry abrió la ventanilla.

– Me gustaría que echaras una mirada a los papeles que están en el asiento trasero -dijo Buck Torres.

Harry ya lo había hecho.

Un montón de documentos con el título:


solicitud para intervenir

comunicaciones telefónicas


Dirigida al Juzgado del Distrito, División Criminal, del Undécimo Circuito Judicial en y para el condado de Dade, Florida. Debajo estaba el nombre del juez y bajo éste, Harry vio que el texto se hacía personal y se solicitaba la autorización para pinchar los teléfonos de sus tres locales de apuestas, «contratados a nombre de harry jack arno», con su nombre en mayúsculas.

– ¿Y por qué os vais a tomar tanto trabajo? -le preguntó-. Todo el mundo sabe lo que hago.

– Esta vez va en serio -dijo Torres-. Tenemos anotadas todas tus llamadas telefónicas desde el comienzo de la temporada de fútbol. Sabemos qué números te han llamado y a cuáles llamaste tú, las veinticuatro horas del día. Mira la página catorce.

– Te creo -afirmó Harry.

– El domingo pasado tus teléfonos recibieron ciento ochenta llamadas mientras estabas en plena faena, justo antes de que comenzaran los partidos.

– Tengo muchos amigos.

– Dilo en el juicio -comentó Torres-. Conseguirás que se rían y te pongan una multa de quinientos dólares. Esta vez es diferente.

Harry seguía mirando los documentos.

– Este juez apuesta en los partidos universitarios a través de un amigo suyo, un abogado -le explicó-. Toda la Conferencia Sudeste. Apuesta siempre a los favoritos: Florida, Florida State y Miami. No le importa cómo van las apuestas.

– Busca la página veintiocho -dijo Torres-. Mira la fecha y la firma.

– ¿Ya me tenéis pinchado?

– Se aprobó hace semanas la intervención de esos tres números, pero no del de tu casa.

– ¿No sabes que grabo todas mis transacciones? Podía haberte dado las cintas y así ahorrarte el gasto.

Torres torció a la derecha en Washington y siguió hacia el norte. Las blancas fachadas de las viviendas parecían cerradas a la luz del sol. Los colores pastel y los carteles luminosos que invadían South Beach todavía no habían llegado hasta aquí.

– Es una operación del FBI -dijo Torres-. Como cada año, organizan un gran alboroto para trincar a Jimmy Cap. Nosotros le seguimos los pasos y ellos presentan los resultados a un juez federal.

– ¿Lo que quieres decir -preguntó Harry-, es que podrían enchironarme con Jimmy, acusado de mafioso?

Vio que Torres le miraba, muy serio, y esto comenzó a preocuparle.

– Al principio se planeó así -contestó Torres-. Te encerrarán a menos que declares, que les ayudes a mandarle a la trena. Le dije al agente encargado de la investigación, «¿Cómo piensas conseguir que Harry Arno se chive? No cruza las fronteras interestatales. La suya es una falta menor». McCormick, el agente a cargo del caso dijo, «Sí, tendría que estar desesperado, ¿no te parece?». Así que se lo pensó y añadió, «Vale, ¿y si ese Arno cree que Jumbo se lo quiere cargar?».

– ¿Por qué iba a hacerlo? -Harry frunció el entrecejo.

– Para evitar que le acuses.

– Y yo qué voy a decir, ¿que el tipo es un jodido gángster? Todo el mundo lo sabe.

– ¿Crees que hablo en broma? -preguntó Torres. No, lo decía en serio, estaba nervioso, pero se tomó su tiempo para acercarse al bordillo y aparcar. Se volvió en su asiento para encararse a Harry y se lo soltó-: Lo que quieren es ponerte nervioso, que creas que Jumbo quiere matarte y entonces vayas corriendo a pedir protección al Departamento de Justicia.

– Lo que siempre he querido ser -dijo Harry-, un chivato.

– Escúchame. McCormick dijo, «Lo podemos hacer de forma que Arno termine muerto y tú arrestes a Jumbo por asesinato. ¿Qué habría de malo en eso?». Después dijo que era una broma, pero no estoy seguro. Se lo pensó un poco más y se le ocurrió otra idea: «¿Y si hacemos correr el rumor de que el tal Arno le está robando a Jumbo parte de las ganancias?» -Torres siguió hablando a pesar de que Harry negaba con la cabeza-. «Jumbo actúa en consecuencia y Arno, al ver lo que pasa, se asusta y acude rápidamente a los federales.»

– Todos los encargados de los locales de apuestas que conozco roban -dijo Harry-. Se da por hecho, sólo hay que ser discreto. Puedo quedarme con cien a la semana para gastos, Jimmy está al corriente y mientras reciba su parte no dirá ni una palabra.

– Sí, pero McCormick habla de otra cosa, quiere que Jumbo crea que le estás robando cantidades importantes. -Harry volvió a mostrar su desacuerdo moviendo la cabeza mientras Torres decía-: Mencionaste la parte de Jumbo. ¿Cuánto es? ¿La mitad?

– Exactamente la mitad.

– ¿Sabe cuánto ingresas a la semana?

– Claro que lo sabe.

– ¿Sabe la cifra exacta?

– Yo se la digo -afirmó Harry-. Si no me cree puede escuchar las cintas cuando quiera.

– ¿Lo ha hecho alguna vez?

– ¿Estás de coña? Es demasiado vago.

– Bueno, McCormick tiene gente que controla todas tus apuestas y suma los totales.

– Venga ya, ¿se ocupan de todo eso?

– McCormick quiere saber si lo que ingresas y lo que le dices a Jumbo que ingresas coincide.

– Ese tipo está loco -dijo Harry-. ¿Qué me dices de lo que gano con mis corredores? Casi nada de eso está registrado. Hay jugadores que son amigos y me llaman a casa. ¿Qué me dices de la manera en que la gente procedente de otras partes del país, como Jersey, hace sus apuestas?, el lenguaje que usan. Un tipo llama y te dice, «Me gustan los Vikings y seis por cinco duros». Llama otro tipo, «Harry, los Saints menos siete treinta veces». El tipo pierde, ¿cuál es el beneficio, un diez por ciento limpio? Si se olvidan del beneficio nunca averiguarán la cantidad real. Guardo las cintas por si surgen dudas sobre quién le debe a quién, o por si cuando voy a cobrar el tipo dice que nunca hizo la apuesta. Ocurre pocas veces, porque si surge cualquier duda sobre lo que apuesta el jugador yo lo aclaro rápidamente. A veces llama un tipo y dice, «Harry, dame los Lions y los Niners veinte veces inversa. Bears diez centavos, Chargers diez centavos. Giants cinco veces, New England diez veces si los Rams van a diez». Esto ocurre dos veces al día los sábados y domingos cuando recibo apuestas directas, múltiples, y todas las variantes, tenemos la NBA en marcha, escucha, incluso acepto algo de hockey. ¿Me estás diciendo que los tipos del FBI conseguirán sacar algo en limpio de todo esto?

– Harry -dijo Torres-, te escuchamos hablar con Jumbo, decirle los totales de la semana, cuánto habías reunido. En esa ocasión, Jumbo te preguntó sobre aquel tipo, ese negrazo vestido de domingo con cadenas de oro; aquél que se le acercó en el bar de Calder mientras Jumbo se tomaba una copa entre carreras, y que le dijo-: «Tío, la semana pasada me hiciste polvo.» Dice haber soltado diez mil y pagado otros mil por el Vig. Escuchamos a Jumbo preguntarte quién era el tipo. ¿Lo recuerdas?

Harry tardó un poco en contestar.

– Le dije a Jimmy que no sabía nada, ¿no es así? ¿Lo escuchaste? Aquel tipo estaba equivocado, apostó con algún otro. Le dije a Jimmy que podía comprobar mis cintas.

– Sí -replicó Torres asintiendo-, pero según Jumbo, el negrata le dijo que había apostado contigo y con nadie más, que se encontró contigo en Wolfie’s y tú anotaste la apuesta.

– No es cierto -objetó Harry-. Le dije a Jimmy que diera con el tipo para que me dijera a la cara si fui yo quien recibió su apuesta. Yo no hago negocios de esa manera, con gente que no conozco. Un jugador tiene que venir recomendado. -Harry notó que le hervía la sangre, igual que cuando habló con Jimmy Cap por teléfono, y al recordarlo comprendió de qué se trataba-. Le dije a Jimmy: «Este tipo me quiere joder, eso es todo, y ni siquiera sé por qué.» Bueno, ahora sí lo sé.

– Al tipo lo pillaron en una redada de narcóticos -dijo Torres-. Haciendo lo que le dijo McCormick consiguió que le rebajasen los cargos de intento de tráfico de drogas a simple tenencia. ¿Ves cómo trabaja? No puedes probar que el tipo no hizo la apuesta contigo, y ahora Jumbo se pregunta en cuántas apuestas le habrás estafado. También escuchamos otra conversación en la que Jumbo comentaba con uno de los suyos que si el negro tuvo el valor de presentarse ante él, la historia tenía que ser cierta, y le indicaba después que se ocupara del tema. Eso fue ayer por la tarde.

– Que se ocupara. ¿Eso fue todo lo que dijo? -preguntó Harry.

– Sí, no dijo nada de cómo quería que se hiciera.

– ¿Con quién hablaba?

– Un par de veces lo llamó Tommy.

– Tommy Bucks -dijo Harry-. Un tipo moreno. Cuando llegó de Sicilia hace doce años se llamaba Tommy Bitonti.

– El que me imaginaba, Tommy Bucks -dijo Torres y sacó su libreta-. Es de los que te mira como diciendo: «No jodas conmigo.» Sí, es moreno, pero el tipo viste bien. Siempre que le veo va de traje y corbata.

– Como en los cincuenta -dijo Harry-. Salías de noche para ir a un club y te ponías traje o una americana elegante. Lo primero que aprendió Tommy cuando llegó fue a vestir bien. Siempre iba de veintiún botones, como un tío con dinero. De ahí le viene el apodo, Tommy Bucks, pero sigue siendo un palurdo. -Harry vio cómo Torres anotaba el nombre en la libreta. Tommy, Jimmy, como si hablaran de críos. Harry pensó un instante y dijo-: Si escucháis las conversaciones de Jimmy con otra gente es que también tenéis pinchado su teléfono. -Vio que Torres le miraba y sonreía por primera vez.

– ¿Conoces su casa en Indian Creek? Está prácticamente delante del Eden Roc -dijo Torres-. Le vigilamos desde el hotel. Suele aparecer en el patio vestido con esos shorts gigantes. ¿Cuánto pesa, ciento treinta kilos?

– Por lo menos. Quizá ronde los ciento cincuenta.

– Le vigilamos, siempre usa teléfono móvil. Así que pusimos a unos tipos en un bote amarrado al muelle del hotel con un escáner que sintoniza con su señal, con su frecuencia, y así graban sus conversaciones. Es un teléfono móvil, no necesitas una orden del juez. -Por unos momentos reinó el silencio en el interior del coche-. Lo que captas en el aire -añadió Torres-, ya sabes, las ondas de radio, son libres. Por eso no necesitas una autorización.

Harry asintió y el silencio se prolongó.

– Agradezco que me digas lo que pasa -dijo Harry-. Sé que te juegas la cabeza.

– No quiero que te hagan daño por culpa de ese imbécil de McCormick.

– Bueno, no me voy a preocupar -dijo Harry-. Si hubiera sido hace diez o doce años y Jimmy le hubiera dicho a Tommy Bucks con las mismas palabras: «Ocúpate», sería otra historia. Me refiero a cuando llegó aquí. Tommy es un Zip. ¿Sabes qué quiero decir? Uno de esos tipos que traían de Sicilia para que se ocupara de los trabajos sucios. El tipo, que parece un campesino salido de la Edad Media, mira a su alrededor y está en Miami Beach. No se lo puede creer. Le dan un arma y le dicen: «A ése, a ese individuo.» Y el Zip se lo carga. ¿Entiendes? Traen a esa clase de tipos a los que les encanta disparar. No tienen antecedentes; a nadie le importa una mierda si le pillan, le condenan y le encierran. Si acaba en el talego, mandas a buscar a otro Zip. El tipo llega de Sicilia, con traje negro, la camisa abotonada hasta el cuello, sin corbata y con una gorra en la cabeza. Así era Tommy Bucks diez, doce años atrás cuando se llamaba Tomasino Bitonti.

– Así que esperas que haya cambiado algo más que su traje -comentó Torres, mirando a Harry-. No pareces muy preocupado.

– Siempre puedo dejar la ciudad -replicó Harry.

– Eres un tío con cojones -dijo Torres, con una sonrisa-. Lo reconozco.

Harry se encogió de hombros. Al menos lo intentaba.

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