11

Jimmy Cap estaba cenando, un pescado asado con cabeza y cola y un plato de linguini con salsa de ostras. Se pasaba la lengua por el interior de la boca buscando algo que no debía estar allí cuando vio que el Zip aparecía en el comedor con Nicky Testa, lo conducía a la mesa y lo hacía sentar frente a Jimmy Cap, permaneciendo de pie detrás de él. Jimmy Cap se sacó una espina de la boca. El Zip, con el canto de la mano, golpeó a Nicky en la nuca.

– Díselo.

Jimmy Cap volvió a mover la lengua dentro de la boca y se sacó otra espina. Dijo:

– Maldito pez.

El Zip volvió a golpear a Nicky.

– Díselo. -Nicky encorvó los hombros mientras el Zip añadía-: Está vigilando a la amiga de Harry Arno. Esta tarde a las cinco… adelante, díselo.

Nicky se apoyó sobre la mesa, apartándose del Zip. Le dijo a Jimmy Cap, casi en confianza:

– Dile que no me toque más los cojones.

– Dime lo que me tengas que decir -le contestó Jimmy Cap.

– Dile que no me ponga las manos encima.

– Eso arregladlo entre vosotros. Ahora dime qué pasa.

– Seguí a esa tía -dijo Nicky-, desde su apartamento a la agencia de viajes en Lincoln Road.

A sus espaldas el Zip preguntó:

– ¿Qué coche conducía?

– Conducía el Cadillac de Harry Arno. Salió de la agencia de viajes, subió al coche, cogió por Julia Tuttle y la calle 112 hasta el aeropuerto y entró en el aparcamiento. Yo me puse a su lado, salí de mi coche y me ofrecí a ayudarla con las maletas. Llevaba una grande y dos pequeñas.

Jimmy Cap se tragó un linguini y dijo:

– El gran macho. No hay tía a la que no se quiera ligar.

– Eh, qué dices, ésta es una vieja.

El Zip le golpeó con el canto de la mano.

– Dile qué ocurrió.

Nicky encorvó los hombros y después se irguió poco a poco, mirando cómo Jimmy Cap se empapuzaba de linguini sin prestarle atención.

– Inicié una conversación, le dije que esperaba a alguien, a mi madre. Pensaba enredarla para que no se diera cuenta de que quería sonsacarle algo.

– Pero no se le ocurrió preguntarle a dónde iba -intervino el Zip.

– No fue necesario. Fuimos a la terminal de British Airways. ¿Y, hacia dónde salía el vuelo? Hacia Londres, Inglaterra. Le pregunté en la mesa de embarque: «¿Viaja a Inglaterra?» «Sí -dijo-, a Inglaterra». ¿Qué más quieres que te diga?

Jimmy Cap miró al Zip como si le formulara la misma pregunta.

– La mitad de la gente que viaja a Londres -contestó el Zip-, va a alguna otra parte. Allí hacen el transbordo. Así que no sabemos a dónde iba porque este stronzo no se lo preguntó.

– Pregunta en la agencia de viajes -le sugirió Jimmy Cap.

– Sí, es lo que haré.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

– Tengo que esperar a mañana, a que el tipo abra. Perdemos todo un día.

– No sabes si ella se encontrará con Harry.

– Ella usó su coche -dijo el Zip-. Espera y verás cómo algún amigo suyo lo recogerá mañana. -El Zip, detrás de la silla, miró a Nicky-. La mujer se reunirá con Harry y voy a llegar un día tarde por culpa de este capullo.

Nicky encorvó los hombros, esperando el coscorrón.


El jueves, 26 de noviembre, Raylan Givens tomó café con Buck Torres en un bar cubano un poco más allá de la jefatura de policía. Raylan pidió también un plato de arroz con frijoles; no había comido. Le preguntó a Torres si meterían a la Interpol en esto para encontrar a Harry y solicitar la extradición. Torres respondió que lo harían si hubiera matado a un ciudadano importante y no a un chorizo ex convicto empleado de Jimmy Cap. Añadió que, para hacerle un favor a Harry, estaba buscando escopetas recortadas; habían encontrado una en una casa de drogadictos y estaban analizándola.

– Le pregunto lo de la extradición -dijo Raylan-, porque me voy mañana. Voy allá a buscar a Harry.

– ¿Se va por su cuenta? -preguntó Torres, que no pareció sorprendido.

– A nadie le preocupa lo que le pueda pasar, ¿verdad? -replicó Raylan-. Pienso que incluso abandonarán la investigación de Jimmy Cap.

– Eso por descontado -dijo Torres-. ¿De verdad que irá a buscarlo? Italia es muy grande.

– Lo sé. Lo vi en los mapas.

Eso fue todo lo que Raylan dijo de Italia. Ni una palabra sobre dónde podía estar Harry, no mientras existiera la posibilidad de la extradición.

– Se me escabulló dos veces -continuó Raylan, impasible-. Digamos que ir a buscarlo es algo que me debo a mí mismo. -Removió los frijoles con el tenedor, sin mucho apetito.

– Es una lástima que no se marchara ayer -comentó Torres-. ¿Recuerda el itinerario que siguió Harry? De aquí a Heathrow y después a Milán. Es la información que me dio el agente de viajes.

– Lo recuerdo.

– Esta mañana a primera hora -añadió Torres-, un tipo se presentó en la agencia, la misma agencia, diciendo: «Quiero saber a dónde fue Joyce Patton ayer a partir de Londres.» No le metió ningún rollo ni le explicó al agente de viajes por qué quería saberlo, sólo lo miró desafiante y éste se lo dijo.

– Tommy Bucks -afirmó Raylan-, el Zip. El tipo sabía que la cosa iba en serio.

– Tenía claro que no quería tener problemas. Le mostramos las fotos y reconoció, como usted supuso, a Tommy Bucks. Así que ahora, lo comprobamos, también van para allá el Zip y un tipo llamado Nicky Testa. Salen esta tarde, a las siete y cuarto en el mismo vuelo que tomaron Harry y Joyce.

– ¿No le va a detener?

– ¿De qué le puedo acusar? Le preguntó al tipo de la agencia a dónde había ido Joyce Patton.

– ¿Sin amenazas de ningún tipo?

– Aparte de él mismo, de la pinta que tiene, ni una palabra. Ya le conoce.

– Sólo tuve con él aquel encontronazo -dijo Raylan-. Verá, primero tuve que conseguir el permiso, cosa que ya tengo, sólo que no puedo marcharme hasta mañana. Para cuando yo llegue… ¿Qué pasará si el Zip ha llamado antes a uno de sus amigos de allí para que espere a Joyce en Milán? -Raylan consultó su reloj-. Por cierto, ahora estará a punto de aterrizar. La seguirán, verán a dónde va. El Zip llegará allí mañana. -Raylan hizo una pausa-. Dudo que Harry piense llevaría directamente a donde esté. No es tan tonto. -Raylan se tomó un momento para pensar un poco más-. Lo que debo hacer es encontrarlo antes de que lo haga el Zip.

– Usted cree saber dónde está, pero no lo dice -comentó Torres.

Raylan no respondió. Se puso nervioso; deseó marcharse esa misma tarde, coger el mismo vuelo que el Zip y vigilarlo. El único inconveniente sería que el Zip y el otro tipo viajarían en primera clase y él con los turistas.


Aquel jueves, Joyce tomó un taxi desde el aeropuerto de Milán al hotel Cavour en Fatebenefratelli. La esperaban en recepción. El recepcionista, cordial, le dijo en inglés: «Sí, y hay un mensaje para usted», mientras le entregaba un sobre cerrado. Lo abrió en el acto. La nota manuscrita en papel del hotel decía:


Me envía Harry. Soy la persona con aspecto de norteafricano y chaqueta de ante sentado al otro lado del vestíbulo. Míreme si quiere pero no se acerque.


Ella miró y vio al tipo negro con chaqueta de ante, sentado, como decía en la nota, al otro lado del vestíbulo. Él le devolvió la mirada, levantando la mano para acariciarse la perilla. Joyce continuó leyendo.


Suba a su habitación y la llamaré dentro de una media hora, después de comprobar que no entra alguien con pinta de pocos amigos. Me llamo Robert.


Cuando ella volvió a mirarle, Robert leía un periódico. Joyce subió a la habitación.

Era pequeña pero aseada, moderna y a un precio módico. En el exterior se oía el ruido del tráfico de una gran ciudad y desde la ventana sólo se veía el edificio de en frente. Esperó, preguntándose si debía deshacer las maletas; si Harry estaría aquí en Milán; si era verdad que había enviado al negro, Robert; si el secador funcionaría con el enchufe del baño.

Robert la llamó a la media hora y le preguntó lo que todo el mundo pregunta cuando uno acaba de llegar a algún sitio: qué tal el vuelo, si estaba cansada y si deseaba descansar un rato. Volvería a llamarla más tarde.

– Primero comprueba si alguien me sigue y después me pregunta si quiero descansar. ¿Le parece que dadas las circunstancias quiero echarme a dormir la siesta?

– Eso lo decide usted -dijo Robert-. Si no quiere descansar, cojonudo, pero no iremos a ninguna parte hasta mañana. Un par de tipos aparecieron después de que usted subiera y todavía andan por aquí, pero no sé nada sobre ellos.

– ¿Todavía está en el hotel?

– Ahora estoy en otra parte. Dentro de una hora, usted irá al restaurante que hay en frente del hotel, un poco más abajo, y yo acudiré allí. Entre y siéntese en una de las mesas del fondo. Yo vigilaré para saber si le siguen.

– ¿Cómo puede saber nadie que estoy aquí?

– Ya hablaremos de eso, ¿vale?

– Sólo dígame dónde está Harry.

– Luego hablaremos de todo, dentro de una hora.


Viernes, 27 de noviembre, justo antes de aterrizar en Milán, Nicky observó estupefacto lo siguiente: Tommy el Zip fue al lavabo con su maletín y salió con una camisa blanca limpia y una corbata distinta. Le pidió a la azafata que le trajera la americana y le ayudara a ponérsela. Tendría que contarles más cosas de ese estilo a Gloria y a un par de tipos cuando regresaran: que Tommy apenas si hablaba a menos que tuviera que pedirle a él que hiciera algo, cómo pasaron por la aduana, sin abrir ni una maleta, hasta la terminal, donde Tommy el Zip se paró y extendió las manos con los codos pegados al cuerpo, como hacía siempre. Y esos dos tipos italianos que se acercan y cada uno le abraza y le besa en las mejillas. Tommy estaba impecable y los otros dos, más bien rechonchos y con pinta de haber dormido con la ropa puesta, llevaban trajes baratos y sin corbata. Nicky les contaría cómo habían hablado entre ellos en italiano sin parar y cómo Tommy ni se había molestado en presentarlo; cómo después fueron hasta un hotel en Milán, el Plaza, en la Piazza Díaz, donde había más gente esperando para abrazar y besar a Tommy y donde un hombre intentó fotografiar a Tommy y los tipos gordos le destrozaron la cámara y le echaron del hotel. Había dos polis con cinturones blancos y cartucheras delante de la puerta mirando lo que ocurría.

Les contaría cómo al subir a la suite reservada para Tommy, descorcharon unas cuantas botellas y montaron una fiesta, mientras él daba vueltas por la habitación, escuchándoles hablar sólo en italiano hasta que dijo: «A tomar por el culo», y se marchó a su cuarto, un par de puertas más allá. Permaneció junto a la ventana mirando los tranvías amarillos que pasaban junto al parque. O quizás eran autobuses.

Les contaría cómo Tommy le llamó y le dijo que fuera a la suite. Allí, Tommy, que ya estaba solo, rodeado de vasos vacíos y ceniceros llenos por todas partes le echó una bronca por haber insultado a sus amigos marchándose como si tal cosa.

Nicky pensó que estaba de coña. Venga, nadie le dijo ni una palabra desde que bajó del avión, y ¿él los insultó? No era más que otro de los rollos de Tommy sobre los viejos tiempos, siempre hablando de respeto, de Atlantic City. Él se había criado en Georgia del Norte, en la misma calle donde vivía Nicodemo Scarfo, y siempre se reunía con sus hombres en el club de la avenida Fairmount donde trabajaba e hizo los primeros contactos. Desde luego que los tipos respetaban a Scarfo pero no hacían tantos aspavientos por ser italianos, como hacía Tommy. Varios de los tipos que trabajaban para Jimmy no necesitaban al Zip y habían dicho con toda claridad que no les importaría que lo quitaran de en medio. El tío era como de otro planeta.

– ¿Vas a decirme lo que pasa o no? -le preguntó Nicky.

Tommy abrió la bolsa de deporte que le había traído uno de los italianos y sacó dos Berettas calibre nueve milímetros y un par de cajas de balas que dejó sobre la mesa.

– La amiga de Harry llegó ayer y pasó la noche en el hotel Cavour -dijo el Zip-. Cenó con un negro, un americano, que seguramente envió Harry. El negro intentó de diversas maneras descubrir si alguien la vigilaba. La hizo salir del hotel y después esperó a ver si la seguían. Entonces fue en coche hasta la entrada trasera del restaurante y entró por allí. Conducía un Lancia gris que mis amigos descubrieron que está a nombre de Harry Arno. Lo compró el año pasado y lleva matrícula de Milán. Este otro amigo mío, Benno, los siguió esta mañana desde aquí a una ciudad al sur de Génova, Rapallo. Benno llamó a mis amigos de aquí; dijo que el negro la había dejado en un hotel y se había largado. Hasta ahora nadie ha ido a verla. Benno vigilará el hotel y nos espera mañana en Rapallo. La mujer está en el Astoria. Si tenemos que estar allí un día o dos, nos alojaremos en un apartamento que me tienen preparado; es más privado. Así que mañana nos subimos al coche, cogemos la autopista, y nos vamos allí a ciento sesenta por hora. Encontramos a Harry y tú le pegas un tiro. ¿Qué te parece?

– Pensé que eras tú el que estaba emperrado en cargártelo.

– Te lo dejo a ti, Macho, para ver lo bueno que eres.

– ¿Crees que no lo haré?

– Eso es lo que vamos a averiguar.

Esto equivalía a decir que pensaba que Nicky no tenía cojones. Sonó así y Nicky se cabreó. Imaginó una situación en la que se cargaba a Harry, daba media vuelta y se cargaba a Tommy. Le hería, le preguntaba qué le parecía, y le volvía a disparar. Si lo conseguía, sería genial. Imaginó la sonrisa de Jimmy Cap mientras le decía: «Bravo, Joe Macho», y se levantaba de la silla para abrazarle y besarle en las mejillas.


El sábado, 26 de noviembre, Raylan Givens salió del taxi delante de la estación central de Milán y pensó que el chófer se había equivocado. El edificio parecía más un museo de arte que una estación de ferrocarril. Era la más grande que había visto en su vida, toda de mármol, llena de estatuas y de tiendas diversas. Al otro lado de la calle había un Wendy’s.

Fue en esta estación donde Raylan vio por primera vez a una pareja de carabinieri con sus espadas, sus botas negras y lustrosas, y sus pantalones azul claro con una raya roja a los costados. No parecían polis aunque lo fueran, si bien tenían un cierto aire militar. Raylan se acercó a ellos, sacó su identificación, y se la enseñó para que vieran la estrella. Eran más altos que él y miraron la estrella sin mostrar la menor intención de reconocerlo como un igual. O eso le pareció a él.

– Oficina del Sheriff -dijo Raylan-. Soy un sheriff de Estados Unidos, como los que había en el Lejano Oeste.

Los carabinieri asintieron mirando la estrella, pero no se mostraron muy impresionados. Con esas espadas y esas botas, ¿por qué iban a estarlo?

– ¿Alguna vez usan las espadas? -continuó Raylan-. Claro que no creo que se encuentren con muchos malhechores con los cuales mantener un duelo a espada.

Renunció a su intento humorístico. No tenían ni la más mínima idea de a qué se refería. Raylan se tocó el ala del Stetson, cruzó la calle y entró en Wendy’s. Compró un par de hamburguesas para el viaje.

En el mismo compartimento que él había tres tipos que discutían de deportes, al parecer de fútbol, con muchos aspavientos, moviendo los brazos de aquí para allá. El que sostenía las páginas de deportes del periódico leía de vez en cuando un párrafo, para subrayar sus opiniones. Raylan pensó por un momento que acabarían dándose de puñetazos. Si comenzaban una pelea, se mantendría apartado, abandonaría el compartimento si era necesario, consciente de que no debía meterse en follones. Había traído su Smith & Wesson Combat Mag, el arma que mejor sabía utilizar, junto con un Smith calibre 38 de cañón corto que algunas veces llevaba en la bota derecha; las dos armas estaban en el fondo de la maleta. Había dejado la Beretta en la oficina.

Contempló los campos a través de la ventanilla. No crecía nada en esta época del año, la tierra tenía un color que le recordó un poco al de la de Georgia, aunque allí no era tan roja. Había más campos de maíz de los que imaginaba e hileras de rastrojos. Olivos de aspecto polvoriento rodeados de redes puestas en el suelo. Muchísimos olivos. El tren cruzó los túneles que horadaban las colinas y salió entre más colinas cubiertas de árboles, cipreses, álamos, algunos robles, varias clases de palmeras. Vio el primer acueducto del viaje: bajaba de las tierras altas, se interrumpía al llegar a las vías y la autopista y reaparecía otra vez; debía de tener unos dos mil años. Había leído que en Italia había olivos centenarios y aldeas en las montañas que no habían cambiado mucho desde la Edad Media. Era un país bonito e interesante con una historia que se podía palpar, lo viejo y lo nuevo, unos polis con espadas y otros en el aeropuerto con metralletas.

Se detuvieron en Génova a la hora de la cena y Raylan se comió las hamburguesas mientras esperaba. Rapallo era la próxima parada. Si el tren volvía a ponerse en marcha de una vez no tardarían mucho en llegar. Fuera ya estaba oscuro así que esta noche no vería gran cosa. La foto de Rapallo en la guía de viaje mostraba palmeras a lo largo del paseo marítimo y las terrazas de los cafés, una ciudad turística de treinta mil habitantes que era muy frecuentada en las temporadas de verano e invierno. Había escogido el hotel Liguria -llevaba el nombre de la región donde estaba Rapallo- porque no era caro, y una vez en Milán, había llamado para hacer la reserva; lo hizo a última hora pero no le pusieron pegas. En cualquier caso, no le gustaba llegar tan tarde. Era el último en llegar. Joyce lo había hecho ayer y el Zip en algún momento de la mañana. Así que dentro de una media hora, pensó Raylan, todo el mundo estaría en Rapallo.

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