14

El domingo por la noche, Raylan entró en el bar del hotel a tomarse un trago, sin saber qué pedir. Ya sabía qué no tenían, ni nunca habían oído mencionar, Diet-Rite o Dr. Pepper. Tampoco Mountain Dew. Tenían Coke, Pepsi-Cola y Seven-Up. Raylan se sentó en la vieja barra de madera oscura viéndose a sí mismo en el espejo y pidió una Pepsi, sin hielo. Llenó el vaso, bebió la mitad, y sintió que le lloraban los ojos con el picor. Estaba cansado.

Había mostrado la foto de la jeta de Harry en todos los cafés de la Vía Veneto y algunos camareros habían asentido, «sí, el americano». El recepcionista de un hotel dijo: «Sí, el americano con el mismo nombre que el río de la Toscana, aunque en su pasaporte aparece escrito de otra manera.»

Nadie recordaba que Harry dijera nada en particular y Raylan se sorprendió, porque sabía que Harry no bebía. Pero después pensó: «Caray, tú apenas si bebes y estás aquí.» Así que le mostró la foto al pequeñajo que atendía la barra y éste asintió de inmediato.

– ¿Le conoce?

– Sí, desde luego, el señor Arnaud.

– El mismo nombre que el río -dijo Raylan.

– Sí, vino por aquí, humm, creo que hace unas tres semanas. Pasaba por aquí cada tarde a tomar el té. Eso fue durante las dos primeras semanas. La tercera se pasó al whisky. -El pequeñajo sonrió-. Y se convirtió en una persona más amable.

– ¿Harry bebió licor?

– Sí, el señor Arnaud tomaba whisky escocés.

Eso no prometía nada bueno.

– ¿Sabes qué ha sido de él? ¿A dónde fue?

– Pienso que a su villa. -El pequeñajo se volvió para señalar una ventana al otro lado del salón-. Montaña arriba -añadió, levantando el brazo-, por Montallegro. Se sube en coche o con el funicular. ¿Sabe dónde está el santuario?

No, pero Raylan estaba seguro de que lo encontraría. Mañana a primera hora alquilaría un coche. El barman no sabía si Harry había comprado la villa. Si lo hizo figuraría en el registro de la propiedad. El barman dijo que la villa estaba entre Montallegro y Maurizio di Monti, una finca grande que se veía a lo lejos desde abajo y más cerca desde arriba. Dijo que lo recordaba porque el señor Arnaud le dibujó un mapa en una servilleta para mostrarle dónde quedaba la villa y cómo podías ver los naranjos del jardín si pasabas despacio por la carretera de arriba. Ah, y el caqui.

Tenías que mirar hacia abajo después de dos o tres curvas en la carretera al pasar Maurizio di Monti. El barman dijo que el señor Arnaud estaba muy orgulloso de su villa. Raylan le preguntó por qué Harry no se había instalado antes en la casa, pero el barman no sabía la respuesta. A Raylan se le ocurrió otra cosa.

– Veo que por aquí abundan los naranjos. Hay algunos delante del hotel.

– ¿Sí? -dijo el barman.

– Sin embargo sirven zumo de naranja de bote con el desayuno.

Subió a su habitación e intentó llamar a Buck Torres, sin recordar que en Miami Beach era domingo por la tarde. Torres le había dado el número de su casa, así que lo intentó y acabó dejando un mensaje en el contestador automático, incómodo por hablar con una voz incorpórea. Bajó a cenar y regresó a la habitación antes de que Torres volviera a su casa y le llamara, porque quería evitar que éste le acosara a preguntas para saber desde dónde le telefoneaba.

– Llame a este número y me encontrará -le dijo Raylan, pero luego le explicó que estaba en Rapallo, lo mismo que el Zip, el tipo que le acompañaba y al parecer algunos amigos locales, pero que todavía no había señal de Harry.

– ¿Cómo sabe que Harry está ahí?

– Le doy mi palabra -dijo Raylan-. La razón para que le cuente todo esto es que quiero pedirle que llame a la poli italiana, a la guardia urbana, no a los carabinieri, y les comunique que matarán a un tipo si no hacen algo con el Zip y sus amigos. Si se lo digo yo -añadió-, cuando terminen de interrogarme es probable que Harry esté muerto. Otra cosa, mientras habla con la poli, pregunte si Harry tiene alguna propiedad aquí. A su nombre verdadero. A mí no se me da bien averiguar esas cosas, ¿vale? Y avíseme en cuanto sepa algo. Hablé con el Zip. Le dije que lo de Harry fue un montaje, que nunca les había robado. Al Zip le da lo mismo, todavía quiere atraparlo. ¿Puede decirme por qué?

– A esos tipos no hay quien los entienda -respondió Torres-. Oiga, ¿recuerda que le dije que encontramos una escopeta recortada? Estaba en un tugurio. Pillamos al tipo que la trajo y la vendió por veinte dólares de crack, dos botellas; dijo que la recogió en un aparcamiento en South Beach, detrás de Della Robbia y que allí vio a alguien vestido con un mono, un individuo que estaba tumbado en el suelo; pensó que dormía.

– ¿Pueden identificar el arma como perteneciente a la víctima? ¿Cómo se llamaba, Earl Crowe?

– Estamos casi seguros de que era suya. Tiene sus huellas. Pienso que bastará para que el fiscal se olvide de Harry. Sé que lo desea.

– No veo la hora de decírselo -comentó Raylan-. Si lo encuentro. -Ya no sabían de qué hablar. Dijo-: Por si le interesa saberlo, aquí el número para una llamada de urgencia es el ciento trece en lugar del novecientos once.

– ¿Qué está haciendo Harry en Rapallo? -preguntó Torres-. ¿Por qué está ahí?

– Un amigo suyo vivió aquí -contestó Raylan-. ¿Ha leído usted a Ezra Pound?

– ¿A quién? -replicó Torres.


A Nicky le dieron un Fiat rojo, conducido por un tal Fabrizio: la panza de éste rozaba el volante, pero después de todo, no era mal tipo. Nicky pensó que era discreto para ser un italiano. Le contó a Nicky que había vivido en Nueva York, Brooklyn para ser precisos, durante un par de años, pero no le había gustado mucho y regresó a Milán. Mientras charlaba con Fabrizio, Nicky le preguntó el significado de diversas palabras, y descubrió que el Zip le había tratado de nene de mamá, gilipollas, mamón, maricón… sin duda al Zip le parecía gracioso. Fabrizio dijo:

– ¿Y ahora ya qué más da? Olvídalo.

Descubrieron que Raylan Givens se alojaba en el Liguria y se presentaron en el hotel el lunes por la mañana, a las ocho. Nicky entró esperando encontrar al agente desayunando en el comedor. Pensaba acercarse a él y decirle: «Ahora me toca a mí», de la misma manera que el tipo se lo dijo cuando le metió el revólver en la entrepierna. En cuanto le mirara le metería tres balazos, uno en la cabeza, y se largaría. Sólo que Raylan no estaba en el comedor ni en la habitación. Mierda. El recepcionista le dijo que había preguntado dónde estaba la agencia Avis antes de salir del hotel.

Fabrizio sabía dónde quedaba la agencia, en Vía della Libertà, no muy lejos. Así que vale, si no había podido cargárselo en la mesa mientras desayunaba, lo haría en la calle, al pasar. Sólo tenía que asegurarse de que el tipo le viera.

– ¿Lo has hecho antes? -preguntó Fabrizio.

– No te preocupes -contestó Nicky.

Fabrizio dijo que si Nicky no estaba seguro, lo haría él. Comentó que había matado a cinco hombres cuando estaba en Nueva York, a tres con una bomba. Si Nicky quería usar una bomba, no costaba nada fabricar una, tirarla dentro del coche del tipo. Nicky dijo que este trabajo lo haría él solo, sin ayuda. Miró a Fabrizio, tío, qué mugriento, llevaba la misma camisa dorada desde hacía tres días. A Nicky, vestido con la chaqueta de cuero negro, camisa blanca y vaqueros planchados, le costaba creer que a algunos tipos no les importara la pinta que tenían. Fabrizio fue el primero en ver a Raylan.

– Allá, ¿lo ves? El del sombrero. Un vaquero.

Raylan caminaba por la acera izquierda, delante de ellos. Hoy vestía un traje oscuro y llevaba sombrero, siempre aquel sombrero.

– Es él -exclamó Nicky, excitado-. Da la vuelta a la manzana, así lo pillaremos de frente.

– ¿La vuelta a la manzana? -preguntó Fabrizio, sorprendido.

– Así le tendré en mi lado del coche. No quiero que tú estés en medio cuando dispare.

– Pues pásate al asiento trasero.

– Así también tendría que disparar a través de la calle. Lo quiero tener cerca. -Nicky echó una mirada al federal cuando le adelantaron. Joder, vaya pinta con aquel sombrero y las botas vaqueras. Se acercaban a la esquina.

– Vía della Libertà -dijo Fabrizio-. La calle donde está Avis, a la izquierda.

– Cruza, da un giro de ciento ochenta grados, y vuelve. Así lo cazaremos antes de que llegue a la esquina.

Se inclinó hacia adelante para coger la Beretta que llevaba en la cintura, y la deslizó contra su espalda mientras Fabrizio aceleraba el Fiat para cruzar la esquina y llegar a la manzana siguiente antes de frenar; tuvo que esperar a que pasaran los coches antes de hacer la maniobra. Nicky acarició la pistola. Estaba preparado. Pero cuando volvieron a cruzar la esquina, Fabrizio preguntó:

– ¿Dónde está el vaquero?

– Allí está -respondió Nicky.

Raylan caminaba por Vía della Libertà. Le vieron sólo un segundo. Fabrizio dio la vuelta en la esquina siguiente y después en la otra, para rodear la manzana y llegar a Vía della Libertà. Raylan había desaparecido.

– ¿Dónde está Avis? -preguntó Nicky-. Habrá ido a la agencia.

– Está un poco más arriba, detrás de nosotros -dijo Fabrizio, conduciendo el coche a paso de tortuga junto a la acera y buscando con la mirada a un lado y al otro de la calle. Detuvo el coche-. Tendrás que bajarte y buscarlo. Encuéntralo. Esta vez rodearé dos manzanas y volveré a buscarte.

– Me lo quiero cargar -afirmó Nicky.

– Sí, vale -asintió Fabrizio, impaciente-. Ya me lo has dicho. ¿Ahora quieres bajarte?

Nicky se apeó en la acera y el Fiat se alejó; todavía no había encaminado la situación ni decidido qué haría cuando encontrara a Raylan. Seguía empuñando la pistola y se apresuró a metérsela en el pantalón y a abrocharse la chaqueta. Echó a andar. Pasó ante varios escaparates, restaurantes, una heladería y llegó a una calle llamada Vía Boccoleri, que más parecía un callejón: era angosta y oscura y sus portales albergaban unas tiendecitas. Nicky se desabrochó la chaqueta mientras avanzaba. Un poco más adelante había una calle transversal, otro callejón. Se volvió cuando una moto apareció por detrás y le adelantó con un rugido agudo. Ayer, mientras iban en el Mercedes, Benno se dedicaba a seguir a las motos para arrinconarlas; las empujaba contra los coches aparcados, las cunetas, las obligaba a subirse a las aceras. No a todas las motos, sólo a las que le cabreaban. A las conducidas por listillos que se acercaban demasiado al coche, o le hacían un corte de manga al pasar junto al Mercedes que avanzaba a paso de tortuga buscando el Lancia gris. Habían traído más gente de Milán y los tenían vigilando el aeropuerto, la estación de trenes, y las carreteras que llevaban a la autopista; habían sobornado a los empleados de las gasolineras para que les avisaran si veían el Lancia. Benno dijo que con un día más lo encontrarían. El jodido Benno, se aburría de dar vueltas con el coche, así que se divertía con las motos: Nicky sonrió al recordar cómo las empujaba y se reía al ver que los motoristas perdían el control. Nicky se volvió otra vez al oír que una moto se acercaba por la Vía della Libertà. Esperó. La moto pasó de largo ante la boca del callejón y Nicky se dispuso a reanudar la marcha, pero se detuvo en seco y dio un respingo. El federal estaba a unos tres metros delante de él, llevaba ese traje oscuro que dejaba entrever un chaleco, los pulgares metidos en el cinturón y el sombrero ladeado.

– Nicky, ¿me buscabas?


Raylan vio que Nicky se palpaba con una mano la americana a la altura de la cintura, pero éste, después de vacilar, mudó de propósito y empezó a toquetearse la uña del pulgar de la otra mano.

– ¿Y bien? -dijo Raylan.

Nicky siguió sin responder. Entrecerró los párpados, quizá consciente de lo que se jugaba, pero Raylan no se fiaba: entrecerrar los ojos tampoco era tan difícil. Dijo:

– Ayer tampoco quisiste hablar conmigo. Dijiste que no me metiera en esto. Así que ahora me pregunto por qué me buscas. Te vi pasar en el coche y regresar. Te vi bajar del coche con la pistola en la mano… Por lo tanto supongo que ahora te preguntas si podrás volver a sacarla antes de que saque la mía. ¿Me equivoco? -Era esa clase de pregunta que nadie contesta, de modo que Raylan añadió-: Nos encontramos en ese tipo de situaciones que se dan en la vida real. Como en un concurso, a ver quién desenfunda primero. -Raylan meneó la cabeza-. Si quieres matarme, Nicky, por la razón que sea, ¿te molestaría acercarte y decírmela? ¿O esperas a pillarme desprevenido? -Raylan hizo una pausa-. No dices nada. ¿Qué pasa?

– Intento descifrar de qué coño habla.

– Lo sabes perfectamente pero no quieres soltar prenda -dijo Raylan, viendo que las manos de Nicky no se habían movido de su cintura y que el muchacho no había abandonado su propósito-, estás esperando una oportunidad. Te diré una cosa. Disparar contra una persona no es lo mismo que disparar en el campo de tiro. Incluso si tienes una puntería infalible, no significa que puedas mirar a un hombre a los ojos y ser capaz de apretar el gatillo. Lo sé de primera mano, compañero, porque soy maestro de armas en la academia de entrenamiento.

La forma en que Nicky le miraba despertaba en Raylan una gran curiosidad. Suponía que Nicky estaba confuso y que no sabía qué hacer. Este se rascó la barbilla y metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. Raylan vio la culata azul acero de la pistola que sobresalía de sus pantalones: al parecer esta vez no la iba a sacar. Raylan alzó la barbilla y movió la cabeza para indicarle la calle.

– Tu coche está allí. -Esperó a que Nicky le volviera la espalda y se alejara antes de decirle-: Ha sido un placer hablar contigo.

El Fiat estaba aparcado ahora en Vía della Libertà, al otro lado de la calle, delante del local de Avis.

– Intento entenderlo -dijo Fabrizio-. ¿No le dijiste nada?

– ¿Qué debía decirle?

– ¿Sabías que llevaba un arma?

– Claro que sí.

– ¿Se la viste?

– Se la vi ayer.

– Pero no sabes si hoy la llevaba.

– La llevaba porque es un agente federal y todos van armados. El hijo de puta sabe que me lo cargaré si tengo la oportunidad.

– ¿No la tuviste antes?

– ¿Qué quieres decir?

– Cuando hablabas con él. ¿No fue ésa la oportunidad que querías?

– Me estaba esperando.

– ¿Tú crees?

– Él sabía que yo tenía un arma, la vio y me lo dijo. Así que supe que él también tenía una. No me hubiera detenido de no haberla tenido. Me esperaba, confiando en que yo sacaría la pistola.

– ¿Sí? -dijo Fabrizio. Iba a preguntarle por qué no la había sacado pero vio el cambio de expresión de Nicky y ya fue demasiado tarde.

– Allí está -dijo Nicky, y se recostó en el asiento, menos nervioso que antes.

Fabrizio miró a través de la Vía della Libertà y vio que el vaquero hablaba con el empleado de Avis, que le entregó las llaves y una carpeta, y después se subía a un Fiat azul aparcado en la esquina. Fabrizio esperó a que Nicky le ordenara seguir al federal.

– Vale, síguele.

Fabrizio hizo girar el coche en redondo y se mantuvo detrás del Fiat azul hasta casi el paseo marítimo, pasando por Vía della Libertà hasta la Vía Gramsci. El Fiat se desvió dos veces a la derecha y se dirigió al patio del hotel Astoria, donde se detuvo frente a la entrada. Desde la calle vieron a Raylan salir del coche y entrar en el edificio. Fabrizio esperó que Nicky lo dijera.

– Éste no es su hotel.

– Es el de la mujer.

– ¿Qué está haciendo él aquí?

– No lo sé -contestó Fabrizio-. Pero quizás ha sido una suerte que no le mataras.


Raylan tenía la llave de la habitación de Joyce, pues la había cogido de su bolso, que ella se había dejado en la mesa del café y que ahora estaba en su habitación del hotel.

Abrió la puerta y entró sabiendo que quizá ya habían registrado la habitación; no se equivocó: las ropas estaban esparcidas, las maletas abiertas sobre la cama, vacías. Sin duda buscaban algo que llevara una dirección o un número de teléfono de Rapallo, tal vez el nombre de un hotel, porque nadie creía que Joyce ignoraba el paradero de Harry.

Raylan dio por hecho que no habían encontrado nada importante, porque si no aquel muchacho, puro músculo y sin cerebro, no estaría fuera esperándole. Abrió las persianas y observó desde el segundo piso, por encima del magnolio, el Fiat rojo estacionado en la calle. El magnolio le sorprendió. Más allá del coche rojo estaban las palmeras, y el paseo a lo largo de la playa: una vista mucho mejor que la que se divisaba desde su habitación en el Liguria. Guardaría las cosas de la mujer junto con las suyas hasta que arreglara este asunto. Lo que significaba que tendría que hacerle las maletas.

Esa actividad le produjo una sensación extraña: tocar sus ropas, la ropa interior, los sostenes. Lo dobló y lo colocó todo lo mejor posible en las maletas de náilon; ninguna de esas prendas le recordaban a las de Winona, todas eran de una talla más pequeña. Descubrió que era imposible tocar las cosas de una mujer, incluso los pantalones, jerseys y vaqueros sin pensar en ella y preguntarse cómo sería en realidad. También había camisetas estampadas con escenas de Florida. Estaba seguro de que ella, dondequiera que estuviese, echaba de menos sus prendas. Recordó a Joyce sentada en el café, con los hombros encorvados en el chaquetón marinero. Había demostrado coraje al venir aquí para unirse al tipo que se había saltado la fianza. Se preguntó si ella amaba a Harry o si simplemente estaba acostumbrada a él. En el cuarto de baño recogió unos rulos para el pelo y todo tipo de potingues de belleza que metió en una pequeña bolsa de plástico. Después lo guardó todo dentro del neceser. Deseaba poder decirle a Joyce, una vez que encontrara a Harry (esto era lo primero): «¡Ah!, le he traído sus cosas», así Joyce sabría que había pensado en ella mientras ocurría todo esto. ¿Le parecería bien?

Raylan dejó la llave en recepción. No le importó pagar la cuenta de Joyce con su propia tarjeta de crédito. Ella insistiría en devolverle el dinero y él le diría que no se preocupara. O alguna cosa parecida. Otra escena que podía repetir en su imaginación esperando que ocurriera.


Le vieron salir del Astoria con las maletas en las manos y una bolsa colgada del hombro.

– Ahora mismo sería un buen momento, ¿no te parece? -comentó Fabrizio.

En Bay Ridge, Brooklyn, recordaban a Fabrizio como el «asesino de señoras». De las cinco personas que había matado durante su gira por Estados Unidos, cuatro eran mujeres. A una la mató sentada en el coche con su marido, que era el objetivo, y a las otras tres en una tintorería cuando la bomba atravesó el escaparate y explotó.

Nicky cogió la manilla de la puerta.

Observaron a Raylan dejar los bultos en la acera, abrir el maletero del Fiat, y comenzar a meter en él las maletas.

– Todavía es un buen momento -señaló Fabrizio.

Nicky abrió la puerta del Fiat rojo y se disponía a sacar una pierna en el momento en que Raylan cerraba la puerta del Fiat azul y se volvía para mirar la calle. Nicky vaciló y Fabrizio le ayudó a salir del apuro.

– El vaquero debe de saber dónde están porque ha venido a recoger las maletas… Quizá deberías esperar. No lo mates todavía. -Fabrizio comenzaba a divertirse con este stronzo norteamericano. Aguardó.

– Vale. Le seguiremos -dijo Nicky.

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