Benno y los otros que estaban en el apartamento bajaron para observar el cadáver de Fabrizio sentado en el asiento delantero del coche, con la cabeza contra la ventanilla. Se agacharon para mirarle los ojos y le preguntaron a Nicky por qué no se los había cerrado.
– Si lo queréis hacer, adelante -contestó él.
Pero nadie lo hizo. Se agruparon con las manos en los bolsillos. Refrescaba a medida que se ponía el sol. Benno preguntó qué había pasado. Nicky le contó la versión que había preparado y Benno dijo que no molestarían a Tommy; estaba en su habitación con una mujer, relajándose.
Nicky se quedó a esperar junto al coche. No sabía qué más podía hacer.
A los veintiún años le condenaron a dos años en el correccional de La Tuna en Tejas por posesión de un arma relacionada con un asunto de drogas. Eso ocurrió mientras trataba de ascender de categoría en la pandilla de Atlantic City; rondaba por el club y hacía de pistolero para alguien si se lo pedían. Un tipo que conoció en La Tuna estaba con la banda de Jimmy Cap en Miami Beach. Nicky le buscó después de cumplir la sentencia y así fue como conoció a Jimmy Cap y entró a trabajar para él: recogía los pagos de los chinos, le encendía los puros, le buscaba chicas, y en general hacía de lameculos. Hasta aquella vez: Jimmy Cap estaba sentado en el asiento trasero de su Cadillac, Nicky delante con el conductor, mientras cargaban combustible gratis en una gasolinera. Jimmy dijo:
– El cabrón que es dueño de esto lleva dos semanas de atraso en los pagos. -Le preguntó a Nicky-: ¿Qué harías tú para cobrarle?
Nicky dijo:
– ¿Se refiere al empleado de la gasolinera?
Cubano. Jimmy dijo que no, que el cubano trabajaba para el dueño de la gasolinera. Nicky salió del coche, le quitó la manguera al cubano, y le roció con super sin plomo. A Jimmy le gustó, se le iluminaron los ojos cuando Nicky sacó el Bic, el que usaba para encenderle los puros, y lo sostuvo listo para pegarle fuego al cubano. Jimmy preguntó:
– ¿Lo harás?
Nicky replicó:
– ¿Quiere que lo haga? -Añadió-: No se lo puedo hacer al dueño. ¿Cómo va a pagarle si está muerto? Pero si quemamos a este tipo, el que le debe el dinero verá lo que puede pasarle. ¿Quiere que lo queme o no?
Jimmy Cap vaciló, después sacudió la cabeza y le dijo a Nicky:
– Esta vez no. -Cerró la ventanilla de cristal ahumado y se acabó la función.
Más tarde, Nicky se preguntó si hubiera sido capaz de quemar al tipo si Jimmy se lo hubiera ordenado. La respuesta fue sí, sin pensárselo más. Cuando tenías una oportunidad de ascender, no podías dejarla escapar.
Lo que ocurrió fue que se convirtió en el guardaespaldas de Jimmy, en el tipo duro de Atlantic City, sin haber pegado nunca una paliza, quemado o disparado a alguien. Sólo tenía que mirar de una cierta manera y andar por ahí sacando pecho.
Funcionaba con todos excepto con el Zip.
Después de aquella vez en la gasolinera, el Zip le dijo:
– ¿Ibas a quemar a aquel tipo? Allí entre los surtidores y el coche, con toda aquella gente, con los vapores de la gasolina en el aire, ¿ibas a encender el mechero? -Nicky no contestó-. La gente que había, el coche y los ocupantes -añadió el Zip- habrían volado por los aires.
– A Jimmy le gustó la idea -protestó Nicky.
– Entonces tendrías que haberlo hecho -afirmó el Zip.
Nicky siempre había deseado matar a alguien, ver cómo era eso. Todavía lo deseaba, y quería matar a ese vaquero capullo. Pero no tenía que haber hablado de ello, porque eso les dio al Zip y a los italianos auténticos un motivo para pincharle. Ahora el Zip se lo haría pasar mal como siempre, haciéndole un montón de preguntas. ¿Dónde estaba él cuando mataron a Fabrizio? Y cosas así.
La historia de Nicky era que el vaquero les sorprendió; dijo que quería hablar y disparó contra Fabrizio cuando éste salió del coche, después le ordenó a Nicky que se llevara el cadáver para que todos vieran los dos agujeros de bala. Como una advertencia, un ejemplo de lo que podía pasar si iban detrás del vaquero. Nicky se lo contó a Benno y luego al Zip, de pie en la acera, cuando éste bajó con su fulana, una mujer que a Nicky le pareció una lavandera. La mujer se fue calle abajo, luciendo su chaqueta de piel amarilla raída y zapatos blancos. El Zip les ordenó que se deshicieran de Fabrizio y se llevó a Nicky a un restaurante a la vuelta de la esquina.
– Me importa una mierda lo que pienses -le dijo Nicky-. Fue como te he dicho. Nos esperaba y se acercó al coche.
– Allá arriba en las colinas.
– Sí.
– ¿Fabrizio le dejó acercarse al coche?
– No se acercó mucho -contestó Nicky, vacilante-. Nos gritó que quería hablar.
– Así que Fabrizio salió del coche.
– Y caminó hacia él.
– ¿Y tú caminaste hacia él?
Nicky utilizó el salero y el pimentero para explicarse.
– Fabrizio está aquí y yo aquí. Fabrizio me dijo que no disparara hasta que él lo hiciera. Yo hubiera podido, pero eso fue lo que me dijo. Parecía como si fuéramos a hablar. Él le dijo a Fabrizio: «Si das un paso más, disparo.»
– ¿Sí?
– Fabrizio dio un paso más y él disparó.
– ¿Cuántas veces?
– Creo que dos.
– ¿A qué distancia estaba el vaquero?
Nicky hizo otra pausa.
– No lo sé, unos veinte metros.
– ¿Qué llevaba? ¿Qué tipo de arma?
– Un revólver, de acero inoxidable.
– Sombrero vaquero y un seis tiros -dijo el Zip-. ¿Por qué no disparaste?
Nicky no había dicho si lo había hecho o no. El Zip le sorprendió hablando tan bajo. Estaban solos en el restaurante; los camareros ponían las mesas, con mucho ruido de platos y cubiertos.
– Te lo dije, Fabrizio dijo que no disparara.
– Me refiero a mientras el vaquero disparaba contra Fabrizio. Ése hubiese sido el momento oportuno, ¿no te parece?
– ¿Para qué?
– Para matarle.
– No tuve tiempo. Cuando estaba a punto de disparar, él ya me tenía encañonado. ¿Qué podía hacer?
– Pero él no disparó.
Nicky negó con la cabeza.
– ¿Por qué no?
– Él me dijo: «Tira el arma.»
– ¿Así que la tenías en la mano? Él la vio, ¿por qué no disparó?
– Quería que cargara a Fabrizio en el coche y lo trajera aquí, para que tú lo vieras. Eso fue lo que dijo.
– ¿Tú qué le dijiste?
– Nada.
– Me refiero a cuando te apuntaba con el arma.
– No le dije nada.
– ¿No le pediste que no te disparara?
– No.
– ¿No rogaste por tu vida?
– Te digo que no le dije ni una sola palabra. Si hubiese tenido la más mínima ocasión de dispararle, lo hubiese hecho. ¿Vale?
El Zip no estaba dispuesto a dejarle en paz.
– ¿Los dos os mirabais con un arma en la mano? -preguntó sin levantar la voz y tomándose su tiempo, quizás imaginándose la situación.
– No fue como te lo imaginas, como si cualquiera de los dos hubiese podido disparar y ver qué pasaba. No fue así.
– ¿No? ¿Cómo fue?
– Me tenía cogido. Si me movía me reventaba.
El Zip cabeceó, quizá todavía imaginándose la escena. Nicky sólo ansiaba que se diera prisa y dejara zanjado el asunto. El Zip se comportaba como nunca se había comportado, ni aquí ni en Estados Unidos. Nicky se preguntó si el polvo que el Zip había echado tendría algo que ver con su talante calmoso, si de verdad lo habría relajado. El Zip permaneció en silencio durante un momento. Asintió otra vez.
– Tú tenías la pistola en la mano…
Coño. Era como un perro de presa.
– Ya te lo he dicho. ¿No te lo acabo de explicar?
El Zip se pasó una mano por la cara mientras meneaba la cabeza de un lado a otro.
– Lo que quiero preguntarte es: ¿dónde está tu pistola?
– ¿Dónde crees que está? -replicó Nicky, deseando coger al Zip por los pelos, estrellarle la cara contra la mesa y romperle la narizota-. Está allá arriba, en aquella colina de mierda. Él dijo que la soltara, y la solté. ¿Tú qué hubieras hecho?
– Quieres decir que el tipo tiene tu arma. Que es como decir que te la quitó. -El Zip asintió varias veces antes de añadir-. Te conseguiré otra pistola, testa di cazzo, ¿crees que la podrás conservar, que no se la darás a nadie?
¿Sonreía un poco, se creía gracioso? Nicky no estaba seguro. Sin embargo, parecía otro desde que había estado con la puta. Después el Zip volvió a sorprender a Nicky.
– Comamos algo -dijo.
El Zip le había dicho a Benno que él no entraría en un salón donde las chicas esperaban sentadas a que las eligieran. Así que Benno habló con la madam y por doce mil liras consiguió que las cinco se pusieran los abrigos y desfilaran una a una por delante del Vesuvio’s. El Zip escogió la que tenía más aspecto de campesina -aunque probablemente todas lo habían sido alguna vez-, a la que consideró menos profesional, más natural, y la hizo subir al apartamento. Se llamaba Rosanna. Tenía veintiún años y no hablaba ni una palabra de inglés; el aliento le olía un poco a ajo. Al Zip eso no le molestaba. Se la folló con violencia, sudando, y acabó en menos de un minuto. Eso estuvo bien: no necesitaba impresionarla y se la volvería a follar dentro de un rato. Le contó que era de Palermo y que ahora vivía en Miami Beach. Le preguntó a Rosanna si sabía algo de Miami Beach, dónde estaba. Ella asintió, echada en la cama con los brazos a los costados, esperándole.
Él estaba algo incorporado, recostado contra la cabecera.
– ¿Ves aquel traje? -preguntó en italiano, indicando un traje colgado en el respaldo de una silla del dormitorio. Ella levantó la cabeza para mirarlo y asintió-. Tengo veinte trajes, cada uno cuesta como mínimo… espera, un millón doscientas mil liras. ¿Sabes por qué estoy en Rapallo? -Aguardó a que ella dijera que no-. He venido a matar a alguien. A un hombre que también es de Miami Beach. -El Zip vio que la muchacha lo miraba aterrorizada y trataba de permanecer inmóvil-. Cuando fui a América me dieron una escopeta y cinco mil dólares. Unos seis millones de liras para matar a alguien.
Volvió a mirarla a los ojos mientras le contaba a esa muchacha que no le conocía que había asesinado a varios hombres. Le gustaba verla asustada.
– No te haré daño. Estuve casado con una mujer como tú, una campesina. Quizá todavía estoy casado con ella, no lo sé. Descubrí que cinco mil dólares no era suficiente para matar a nadie, así que después del primero me dieron más. Una vez me pagaron treinta millones de liras. Hace poco, es curioso, intenté darle la misma cantidad a un hombre para no tener que matarle y no la quiso. ¿Tú lo entiendes? -Esperó, pero vio que ella no sabía de qué le hablaba-. Tengo todo el dinero que quiero, pero trabajo para un imbécil. Así que llegará el momento en que le pagaré a alguien para que lo mate. Quizá llame a un tipo de aquí y le dé cinco mil dólares. Siempre hay alguien dispuesto. ¿Lo sabías?
Ella lo contemplaba, con los ojos castaños abiertos de par en par. Luego parpadeó. El Zip pensó que era difícil encontrar a alguien ajeno a su vida con quien poder hablar. Casi siempre era una mujer.
Esta vez se trataba de una puta, pero al menos no pertenecía a su vida. Lo volvió a repetir:
– No tengas miedo. No estoy loco. Ni siquiera te pediré que hagas algo que no te guste. Lo único que has de hacer es escucharme, ¿de acuerdo? ¿Quieres un poco de vino? -Ella negó casi sin mover la cabeza-. ¿Creerás que hay gente que quiere matarme porque yo mato a otra gente? -Ella no rebulló ni movió en ningún sentido la cabeza-. Siempre hay alguien que quiere matarme. Siempre aparece uno nuevo. Al imbécil para el que trabajo le gustaría hacerlo y a un chuleta que trabaja para mí, también, pero no tiene cojones. ¿Conoces la palabra chuleta? Es un tipo joven que se las da de duro, pero que no tiene experiencia. Yo solía ponerle en ridículo delante de los demás y ellos se metían con él. Ya sabes. Pero ahora veo que es perder el tiempo. Si no significa nada para mí, ¿para qué voy a molestarme? ¿Estás de acuerdo?
Ella pareció asentir. Él miró aquel cuerpo pálido, que era como una cómoda almohada en la que apoyarse, y las marcas que los elásticos habían dejado en el torso. Los pechos se vencían hacia los lados, un poco aplanados. El Zip bajó la cabeza y la colocó entre los dos pezones pardos que lo contemplaban, inmóviles, mientras la mujer y sus pechos esperaban a que hubiera terminado.
Más tarde, la chica se animaría y les hablaría a sus compañeras acerca del hombre que mataba gente, poniendo los ojos en blanco, contándoles el miedo que había pasado, quizás exagerando, convirtiéndolo en un vicioso, en la clase de tipo que aterroriza a las putas y disfruta haciéndolo.
Cuando él estuvo otra vez echado encima de ella, moviéndose a la par que ella, dijo:
– Bromeaba. No mato gente. De verdad, era una broma. -El Zip advirtió que ella intentaba sonreír.
Mientras comían, Nicky pensó en preguntarle al Zip qué tal lo había pasado con la puta, pero decidió guardar silencio y ninguno de los dos habló mucho. Cuando acabaron y el Zip tomaba un café exprés, entró Benno y hablaron entre ellos en italiano durante unos minutos. Nicky advirtió que el Zip lo miraba mientras le decía algo a Benno, también en italiano. Después Benno se fue.
– Hacía años que no hablaba tanto en italiano -comentó el Zip-. Casi siempre pienso en italiano, pero nunca tengo oportunidad de usarlo. Le he dicho a Benno que te consiga otra pistola.
Nicky asintió mientras se preguntaba qué se traería el Zip entre manos; si estaba jugando con él; si pretendía tenderle alguna trampa. De otro modo, la cosa no tenía sentido. Como ahora, cuando el Zip le dijo:
– Quizá te dé otra oportunidad de acabar con el vaquero.
¿Estaría tomándole el pelo?
– Abandonó el hotel -siguió diciendo el Zip-. Sabemos que está otra vez por las colinas alrededor de Montallegro, o estaba. Desapareció. Quizá regresó y se escabulló en la oscuridad, pero no lo creo. Esperaremos hasta mañana, iremos allá arriba y echaremos una ojeada. Una cosa está bien clara, si encontramos al vaquero, encontraremos a Harry. Y también encontraremos a los demás, al negro y a la mujer, la amiga de Harry. Tienen que estar todos ocultos en el mismo lugar. Así que recorreremos casa por casa, desde dos direcciones. ¿A dónde van a ir? Le dije a los tipos de Benno que le daré seiscientas mil liras al que encuentre la casa.
Nick lo tenía ahí en frente, removiendo el café y diciéndole todas esas gilipolleces como si fueran compañeros del alma.
– ¿Cuándo me traerá la pistola? -preguntó Nicky.