21

Joyce oyó que Harry decía:

– Ni siquiera sé adónde vamos. Tampoco me importa. Pienso que tienes razón, tendría que haber ido a Las Vegas, a algún lugar así, Tahoe, o quedarme en casa. ¿Oyes lo que te digo? No me digas que nunca admito mis errores. -Hablaba deprisa y con animación-. Ni siquiera pensé que aquí hacía frío -comentó, y después añadió-: Vamos, tenemos que prepararnos.

Joyce no se apartó de la ventana.

Por fin, vio a Raylan en el patio empujando a los dos matones más allá del Mercedes, llevándoles hacia el garaje. Joyce nunca había escuchado aquella expresión, «matones de la compañía», pero sabía lo que eran, esquiroles en Kentucky, gángsters aquí o en el sur de Florida. Raylan había esperado a tener algo que decirles antes de hablarles.

Ahora le entregaba algo a Benno. ¿La llave? Sí, era la llave. Vio a Benno abrir el candado del portón central y empujar la puerta con esfuerzo. Raylan le indicó que se apartara y le hizo una seña a Marco para que entrara y se colocara en medio del garaje, en el espacio que había entre el Lancia de Harry y el Fiat alquilado de Raylan. Luego Raylan se dirigió a Benno, que se mantenía un poco encorvado, con una mano sobre la cadera, y al contestar gesticuló con la otra mano. Raylan apuntó con la escopeta hacia el interior del garaje. Quizás apuntaba a Marco, aunque ella no alcanzaba a verle. Benno volvió a gesticular. Raylan amartilló la escopeta.

– Harry, ven aquí, deprisa -dijo Joyce.


– ¿Qué esperas que diga? -dijo Benno, moviendo la cabeza-. ¿«Oh, por favor, no, haré lo que quieras», como si creyera que le vas a disparar? O debo decir: vale, adelante. Pero si vas a hacerlo, entonces quiero verlo con mis propios ojos. No voy a creerme que lo has matado si no lo veo. -Benno hizo un gesto-. Venga, dispara.

– No te puedo engañar, ¿verdad? -le dijo Raylan.

– Cualquiera puede ver que no le dispararás a sangre fría. No tienes cojones.

– ¿No?

– ¿Me tomas por imbécil? ¿Crees que me voy a achantar con tus amenazas?

– Tenía que intentarlo.

– Te he dicho que no haré lo que me pides. ¿Qué razón tendría para ello? Aunque, si lo hiciera, no perjudicaría a nadie con ello.

– En lo último te doy la razón.

– Pero no deberías haber intentado obligarme.

– Tienes razón. Ahora que está claro, ¿lo harás?

Benno hizo una pausa, como si lo meditara.

– Vale, pero no porque te tenga miedo.

– Te comprendo.

– O porque vaya a pensar que matarás a Marco.

– No, lo comprendo -dijo Raylan-. Lo haces por lo bueno que eres.

– Así es. Venga, vamos.

Volvieron junto al Mercedes. Benno cogió el teléfono y marcó un número. Esperó, habló atropelladamente en italiano y volvió a esperar. Raylan escuchó una voz que decía en inglés: «¿Sí, qué?», y Benno le pasó el teléfono.

– Es el chuleta.

– ¿Nicky? -preguntó Raylan-. Soy el agente federal Raylan Givens. ¿Cómo estás?


Raylan le pidió a Joyce que sacara los coches del garaje antes de encerrar a Benno en el interior junto con su compañero. Era una precaución por si sabían hacer un puente, arrancar un coche sin la llave. Raylan dijo que de ser así, utilizarían los coches para echar abajo los portones. Después explicó su plan: la única manera a su juicio de poder salir del país sin que les atraparan.

A Joyce no le gustó la idea.

– ¿Qué le impide venir con nosotros?

– Si lo hago, ¿cómo me ocuparé de Robert?

– Me refiero a que podemos esperarle, irnos todos juntos.

– Si esperamos no se irá ninguno de nosotros.

– Salgamos de aquí -dijo Harry.

Bajaron por la colina en el Mercedes, al oscurecer. Raylan iba al volante, Harry y Joyce en el asiento trasero. Los dos se agacharon cuando atravesaron Maurizio di Monti, al pasar frente a aquellos edificios que se alzaban pálidos en la oscuridad, con algunos portales iluminados; rebasaron un coche estacionado donde había alguien con una radio, listo para informar, pero que no esperaba ver un Mercedes. Raylan confió en que el tipo lo tomara por Benno conduciendo deprisa.

Harry fue el único que habló rompiendo el silencio que reinaba en el coche. Dijo que creía que Robert les había dicho dónde vivía.

– Si lo hubiera hecho -dijo Raylan al espejo retrovisor-, habrían llegado a la casa antes de que nos fuéramos y ya estaríamos muertos.

¿Es que no lo entendía?

– ¿Con quién habló usted? -le preguntó Harry.

– Con el joven, Nicky.

– ¿Intentaron hacer hablar a Robert?

– No lo dijo.

– ¿Por qué no se lo preguntó?

Raylan, ocupado en enfilar una curva cerrada, no respondió.

– ¿Por qué no se lo iba a decir si se lo preguntaban?

– Ya lo averiguaré -dijo Raylan, siguiendo la luz de los faros. La carretera angosta y la oscuridad, sin ninguna luz durante trechos muy largos, le recordaban su tierra.

– Como mínimo le han dado una paliza -afirmó Harry-. Le han hecho algo por pura maldad. Recuerdo que una vez me contaron que el Zip le aplastó la picha a un tipo con la puerta de un coche. ¿Alguna vez oyó algo parecido? Pusieron al tipo contra el coche y alguien desde el interior tiraba de un cordel atado a la punta de la picha para mantenerla estirada y después cerraron la puerta. ¿Se imagina el grito que pegó el tipo? Se me hace un nudo en las tripas sólo con pensarlo.

Raylan miró por el retrovisor para ver a Joyce, arrebujada en su abrigo de lana sin abrir la boca. Mientras cargaban las maletas en el coche, ella le había dicho: «Pensaba que le conocía pero no es verdad.» Lo dijo como si fuera culpa suya, y él no supo qué responder. ¿Quería saber la historia de su vida? Con dos minutos tenía suficiente para contársela.

– Acabamos de pasar por debajo de la autopista -señaló Raylan, sin apartar la mirada del retrovisor-, pero no hay ningún acceso por aquí. Lo descubrí mientras buscaba su casa.

– Usan unos métodos increíbles para hacer hablar a la gente -comentó Harry-. Cogen un hacha, le cortan un pie. Comienzan por ahí y siguen hacia arriba.

– Quizá no se lo preguntaron -replicó Raylan, más que nada por conseguir que Harry se callara.

– Pienso que Robert se lo hubiera dicho de todos modos -insistió Harry-. Lo que no entiendo es por qué no vinieron.

Raylan le dejó pensar lo que quisiera.

En cuanto llegaron a la periferia de Rapallo, Raylan buscó la Corso Mameli, una de las calles principales de la ciudad. La siguió hasta Vía Savagna, la carretera que enlazaba con la autopista, y comenzó a buscar a los centinelas del Zip, seguro de que había alguno por allí. Vio un coche a un costado de la carretera y aparcó detrás del vehículo, un Fiat gris.

– No se asomen, ¿de acuerdo? Yo me encargo -dijo Raylan, y se bajó del coche empuñando la escopeta de Marco.

Un tipo salió del Fiat hablando en italiano; al parecer preguntaba algo, y llevaba una radio en la mano. Metió la otra mano en el coche y sacó una linterna sin dejar de hablar en italiano, en la oscuridad, a un lado de la carretera. No pasaba ningún coche. Raylan le preguntó si hablaba inglés. El tipo hizo una pausa muy breve y reanudó la charla, iluminando a Raylan con la linterna. Pero ahora Raylan sostenía la escopeta apuntándole a la cara y el tipo se calló.

No hablaba inglés.

Un par de minutos más tarde Raylan regresó al Mercedes, abrió la puerta y les dijo que todo iba bien, podían salir del coche. Se mostraron sorprendidos, mirando a su alrededor mientras se incorporaban, y él les dijo que había encerrado al tipo en el maletero del coche.

Ninguno de los dos comentó nada, Harry no dejaba de mirar a todas partes en la oscuridad. Cuando se instalaron en el asiento delantero del Mercedes, Joyce al volante, Raylan les dijo a través de la ventanilla:

– Esta carretera les lleva a la A-12 norte. Va directamente a Génova. Busquen el aeropuerto y cojan el primer avión que salga. No importa a dónde vaya. -Al ver que Joyce se limitaba a mirarle sin decir palabra añadió-: ¿Lo harán?

Harry volvió a la realidad.

– Lo haremos -contestó.

Joyce puso en marcha el motor. Volvió a mirar a Raylan y él notó una sensación extraña.

– Ya nos veremos -se despidió Harry.

– Cuídese -dijo Joyce.

– No se preocupe -respondió Raylan sonriendo.

Ella ni siquiera intentó sonreír.

El Mercedes retrocedió para poder rodear el Fiat. Cuando avanzó, Raylan vio el rostro de Joyce, su expresión solemne, como la gente en la iglesia, y se preguntó en aquel momento si ella era una persona religiosa. Eso era algo que no había pensado antes. Entonces oyó que Harry le decía:

– No creo que encuentre a Robert entero.

Загрузка...