13

Harry parecía otro. Más pequeño. O quizá fuera por los techos altos. Joyce no conseguía que se estuviera quieto. Él iba delante, enseñándole su villa. El salón, lleno de sillas de diferentes estilos; el estudio, con los retratos enmarcados que Joyce calculó serían de los años treinta y cuarenta, fotografías en blanco y negro y sepia, la mayoría de hombres con bigotitos; la biblioteca con libros encuadernados en cuero que llegaban hasta el techo, y más retratos de hombres de principios de siglo.

Los techos de todas las habitaciones tenían como mínimo cinco metros de altura. Harry hablaba sin parar, diciéndole que el edificio estaba agrietado, rajado, desconchado, salpicado de manchas que databan de doscientos años atrás; no era precisamente acogedor, pero quien quiere vivir en una villa no está precisamente buscando comodidad. Harry caminaba como quien da un paseo, quería aparentar indiferencia. Le iba diciendo que más que nada necesitaba lámparas. Luz. Lámparas y la calefacción nueva. Harry llevaba una bufanda de lana sobre la americana: el corredor de apuestas convertido en caballero rural. Le contaba que el terreno medía algo más de veinticinco hectáreas, lo suficiente para hacer un campo de golf de nueve hoyos; con el inconveniente de que casi todo era cuesta abajo.

– Harry -dijo Joyce.

– A las diez y media encendemos el televisor y vemos Colpo Grosso, un concurso con tías en cueros, El Un, dos, tres, con tetas. Por aquí no hay más que tías en cueros, en la televisión, en los anuncios, en las portadas de las revistas. Hasta en las revistas de información, Panorama, L’Espresso. En tus tiempos aquí te habrías sacado una pasta.

– En mis tiempos -repitió Joyce.

– Ya sabes a qué me refiero. Cuando no te importaba quitarte la ropa.

Ahora se encontraban en el jardín, tan ruinoso como el interior de la casa, y necesitado de un alma caritativa que lo rastrillara y lo podara. Joyce vio en ello una manera de mantenerse ocupada si se quedaban varados aquí. Siguió el sendero hasta el mirador que había en el extremo del patio. Harry la alcanzó cuando ella contemplaba Rapallo, apiñado alrededor de la bahía; las terrazas de cultivos, los túneles de la autostrada atravesando las laderas, la carretera sinuosa por la que habían venido y que subía desde Rapallo.

«Tres kilómetros en línea recta», le había comentado Robert Gee en el camino, sin dejar de mirar por el espejo retrovisor, pero casi doce kilómetros siguiendo las temibles curvas sin barandillas y las impresionantes pendientes en zigzag. Pasaron por una aldea que Robert dijo que era San Maurizio di Monti y se acercaron a la casa de Harry desde arriba, viendo bajo ellos los techos de tejas rojas, la villa y varias granjas cercanas. Robert Gee dijo: «Por fin en casa», y Joyce exclamó: «Guau», impresionada. Incluso había una piscina, pero vacía. Robert dijo que perdía agua, había que repararla. Guardó el coche en la construcción más próxima a la casa, un cobertizo largo con portones de madera, en el que el estucado siena desconchado dejaba ver los ladrillos. Harry la había ayudado a salir del coche, diciendo: «Nena, me alegra verte», y la había abrazado diciendo que ahora todo saldría de maravilla. Ella había conseguido decirle: «Harry, están aquí», y eso fue todo hasta que él estuvo listo ¿para qué? ¿Para escucharla y aceptar los hechos? No estaba segura de cuál era el juego de Harry; él no le había dado tiempo para pensar, sólo había dicho: «Estás aquí y es lo único que cuenta.» Cuando ella había objetado que no traía ropa, que sus maletas todavía estaban en el hotel y se había dejado el bolso con el pasaporte y todo el dinero en el café, él la había tranquilizado diciendo que no se preocupara. Ella preguntó: «¿Cómo volveré a casa si no tengo el pasaporte?» Harry le respondió que podía quedarse con él. Estaba cambiado: intentaba mostrarse despreocupado, o tal vez creía que si no pensaba en aquellos tipos o no los mencionaba desaparecerían.

Ahora se hallaban en el jardín, no en una de las habitaciones de techo alto, y él seguía pareciendo pequeño.

Joyce lo observó.

Harry apartó los ojos de Rapallo. Dijo:

– Sant’Ambrogio está por aquel lado, un poco más allá del límite de la ciudad. ¿Recuerdas que te lo mencioné? Es donde Ezra Pound vivió durante un tiempo.

Ella continuó observándole, mientras él miraba a lo lejos.

– Harry, aquí hay unos tipos que quieren matarte.

Él no contestó de inmediato y Joyce supo que le tenía cogido, atrapado frente al paisaje. Así que él se tomó su tiempo: contempló su villa un momento hasta que, por fin, volvió la cabeza hacia ella y Joyce pudo verle los ojos.

– ¿Quién dices que está aquí? -preguntó Harry.

– Hay un tipo joven muy cachas, de hombros anchos, tiene pinta de culturista.

– Ése debe ser Nicky Testa, el guardaespaldas de Jimmy Cap. ¿No has visto al Zip?

Joyce negó con la cabeza.

– Supongo que habrá enviado a Nicky -comentó Harry-, diciéndole que reclute aquí a unos cuantos tipos. -Pensó en ello y desechó la idea-. No, Nicky es demasiado bobo. No sería capaz de hacerse entender. Jimmy le dijo al Zip que se encargara del asunto, así que está aquí o está de camino.

– Había otros tres hombres en el coche -dijo Joyce-. Estoy segura. Y también está Raylan.

– Te has traído todo un batallón contigo -opinó Harry-, ¿no te parece?

Esto sonaba más al viejo Harry, que podía cabrearte sin siquiera proponérselo.

– Raylan está aquí -replicó Joyce-, porque una vez tú le contaste una historia que nunca le habías contado a nadie en toda tu vida.

– ¿Lo hice?

– En Atlanta, aquella vez en el aeropuerto.

– Quizá se la conté.

Todavía no estaba dispuesto a admitirlo. Joyce lo dejó correr.

– ¿Qué me dices de Jimmy Cap? ¿Se la contaste?

– Estoy seguro que no -contestó Harry, rotundo-. Tampoco al Zip. Nunca me senté con esos tipos en un lugar donde pudiera contarles nada. Nunca nos frecuentamos mucho. A Raylan, no lo sé, quizá se la conté.

– Vino a buscarme -dijo Joyce-. Él estaba allí, vio a los tipos y ellos le vieron.

Harry esperó. Mantuvo la mirada fija.

– Quiere hablar contigo -prosiguió ella.

– No lo dudo. ¿Tiene la citación judicial?

– Está aquí por su cuenta.

– Es un tipo extraño -comentó Harry.

– Quiere que regreses con él.

– Espero que hayas aclarado las cosas.

– Le dije que no lo harías -respondió Joyce-, pero ahora es diferente. No me refiero a que regreses, pero habla con él. Puedes necesitarle.

Harry vaciló, después sonrió.

– ¿Lleva el sombrero vaquero? No, no le necesito. Porque no veo cómo pueden encontrarnos. -Desvió la mirada mientras hablaba.

Joyce se volvió lo suficiente para ver a Robert Gee cruzando el jardín. Esperó y dijo:

– Harry no cree que le encontrarán. -Le hablaba a un amigo al que había conocido bien en el viaje desde Milán hasta aquí, un hombre en el que confiaba.

– Estaba a punto de mencionarlo -dijo Robert Gee-. Pienso que deberíamos entrar en la casa. Allá arriba hay un tramo de carretera desde donde nos pueden ver.

– Primero tendrán que buscarme en la ciudad -señaló Harry-, antes de que se les ocurra subir por la carretera. Sé lo que quieres decir. Desde allí puedes ver el jardín, pero sólo -Harry chasqueó los dedos-, por un segundo. Porque has de saber a dónde mirar, y necesitas unos prismáticos para identificar a cualquiera.

– ¿Quieres un consejo? -le preguntó Robert Gee.

– Vale. ¿Qué?

– Entra en la casa. Y sal sólo cuando sea de noche.

– Mi guardaespaldas -le dijo Harry a Joyce-. Y mi cocinero. Uno intenta mantenerme vivo y el otro intenta matarme con pasta carbonara.

Joyce miró a Robert. Ninguno de los dos sonreía. Robert le dijo a Harry:

– No es coña. Quizá piensas que a tu edad puedes comportarte a la brava, como si te importara una mierda lo que te pueda pasar. O puede que esté equivocado, no sepa dónde tienes la cabeza y no debería intentar adivinarlo. Pero yo también estoy aquí. ¿Lo comprendes? Yo estoy aquí y ahora Joyce está aquí. Sé que ellos van en serio. ¿Lo comprendes? Así que nosotros también debemos ir en serio. Si alguna vez aparecen por aquí con armas, dispararán contra todo bicho viviente. Tú los conoces. ¿Tengo razón o no?

Joyce observó a Harry, que fruncía el ceño como si entrecerrara los ojos para mirar el sol, exagerando mucho.

– ¿Qué intentas decir? -preguntó Harry.

Como si no lo entendiera. Montando el numerito.

Robert pareció sorprendido.

– Sólo lo que acabo de decir. ¿No he sido bastante claro? Intento hacerte comprender -insistió Robert- que te lo tomes en serio y entres en la casa, que hagas lo que digo. No piensas en ninguno de los que estamos aquí, ni en Joyce ni en mí, ni en lo que nos ocurriría si esas personas descubren dónde estamos y vienen aquí con sus armas.

Harry continuó mirándole ceñudo.

– Bueno, sabes que en tu trabajo corres un cierto riesgo -dijo-. Por eso llevas un arma. ¿Me equivoco?

– Siempre -contestó Robert-. Comprendo que hay un riesgo cuando te juegas el cuello por dinero. Lo que no me gusta es jugármelo si no me pagan lo bastante por hacerlo.

Harry sonrió.

– Ahora sí que estamos llegando al fondo de la cuestión. Lo que me estás diciendo es que no piensas que lo acordado, cinco papeles a la semana, sea suficiente. Quieres renegociar, a la vista de que quizá tengas que sudar para ganarte el dinero. Y si no consigues lo que quieres, te largas. ¿Es así cómo están las cosas? -dijo Harry-. Te lo pregunto porque supongo que no te conozco tan bien como pensaba. En cambio a los otros tipos, los que conozco de toda la vida, les pagas para que hagan algo y lo hacen. Puedes confiar en ellos.

Robert meneó la cabeza.

– Te equivocas, Harry -afirmó.

A Joyce le pareció que estaba cansado, e intuyó que tenía razón.

– Quizá lo haces aposta -siguió diciendo Robert-, quieres discutir. Quieres hacer ver que no tienes miedo, así que hablas como un tipo duro, como si no te importara. Lo entiendo, Harry, entiendo la razón por la que lo haces. Pero no me voy a quedar aquí contemplándote, porque entonces te descuidas y les das a esos tipos más oportunidades de las necesarias. ¿Me entiendes?

– Te entiendo perfectamente -respondió Harry-. Es como el precio de los paraguas, que sube cuando llueve. ¿No es así? No pago tu precio, y te largas, porque eres libre de trabajar como quieras.

A Joyce le entraron ganas de pegarle.

Robert volvió a menear la cabeza diciéndole:

– Harry, el dinero no tiene nada que ver con esto. Es tu manera de comportarte.

– Puedes salir a buscar clientes -le dijo Harry, sin hacer caso de su protesta-. Ve a ver a los tipos que me buscan… Quizás ellos te paguen lo que pides.

– Tío, eres peor de lo que pensaba -afirmó Robert. Dio media vuelta y echó a andar.

Joyce dijo:

– Espera, Harry, has vuelto a beber, ¿no es así? -Lo observó volverse despacio, meditando la respuesta. Luego Harry ladeó la cabeza.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó con esa mirada suya seria e interesada.

Robert Gee también esperaba oír la explicación de Harry.

– Bueno, sé que lo haces.

– Espera un momento. Lo haga o no lo haga, quiero saber por qué lo has dicho.

– Harry, por amor de Dios, porque te pones serio e intentas parecer lógico, un tipo listo, y tú no eres así. Me doy perfecta cuenta cuando finges.

– Entonces no estás diciendo que estoy borracho.

– No, estás en lo que solías llamar «mantenimiento»; bebes sólo lo suficiente para que no te resulte tan duro, para mantener controlado tu sistema nervioso central. ¿Recuerdas cuando me lo explicabas? -Joyce casi sonrió-. No digo que no debas beber, sólo que estás bebiendo.

– Tomé unas cuantas copas el domingo pasado -dijo Harry-. Tenía problemas, ya sabes, para hablar con la gente, no podía arrancar, así que… no tomé martinis, sólo whisky y agua. De todos modos aquí no saben preparar martinis. Eso fue el domingo. Desde entonces, durante la semana pasada, no bebí más que dos al día y un par de vasos de vino con la cena. Pregúntale a Robert. Volví a ser el de antes después de pasar por un -¿cómo lo llamarías tú?-, un período de ajuste, de «asentamiento».

– Mientras volvías a ser el de antes -preguntó Joyce-, ¿le dijiste a alguien dónde vivías?

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