19

Unos días antes de que Ezra Pound intentara entregarse, ofrecer sus servicios o lo que fuera, Harry pasó por Rapallo con una patrulla de reconocimiento del regimiento 473 de infantería. Era el 26 de abril de 1945.

Dijo que habían hecho prisioneros a unos cuantos alemanes en Santa Margherita y que habían seguido para Génova, donde unos cuatro mil alemanes se rindieron al día siguiente. Harry explicó que le habían entrenado como tanquista en Camp Bowie, Tejas, y que le habían enviado a Italia para unirse como reemplazo en el segundo grupo acorazado. Inmediatamente después de su llegada, el grupo fue disuelto y agregado al regimiento 473. Harry fue asignado a la patrulla de inteligencia y reconocimiento como chófer del teniente. Tenía veinte años.

– La guerra estaba a punto de acabar -dijo Harry-, así que durante el par de meses siguientes nos pusieron a buscar desertores. Había unos cuantos famosos, como la banda de Lane, un grupo que robaba todo tipo de suministros militares y los vendía en el mercado negro. Ropas, camiones, jeeps, todo. Otros eran soldados que habían cometido crímenes muy graves y se les consideraba fugitivos. A los desertores que pillábamos los llevábamos al centro de entrenamiento disciplinario, un campo militar que estaba cerca de Pisa, entre Pisa y Viareggio. Estábamos en Rapallo buscando desertores embarcados en el mercado negro, cuando cogimos al tipo del 92, el que maté, pero no descubrimos hasta después que le buscaban por asesinato. Había violado y degollado a una mujer. A falta de celda, le encerramos en una despensa del hotel que servía de cuartel, en la plaza Garibaldi. En aquella ocasión, dio la casualidad de que yo estaba allí, en el vestíbulo, y el sargento me mandó relevar al soldado que vigilaba la despensa, para que se fuera a comer. Bajaba yo por el vestíbulo cuando vi venir al tipo, al desertor, con el fusil que le había quitado al soldado al que yo iba a relevar. Venía deprisa, para machacarme con el arma en lugar de disparar, a fin de que nadie se enterara de que se escapaba. Siguió avanzando mientras yo echaba mano a la pistola y la desenfundaba; había una bala en la recámara. Lo sabía porque siempre la llevaba así. Aquel tipo en el aparcamiento el mes pasado… No, fue en octubre, ¿verdad? Se detuvo cuando saqué el arma. El desertor, no. Continuó acercándose y levantó el fusil para golpearme, pero entonces le disparé y eso le detuvo. Disparé otra vez y cayó al suelo. El desertor había matado al guardia, así que nunca descubrimos cómo consiguió quitarle el fusil.

»Un par de semanas después, el veinticinco de mayo, llevamos a un desertor al centro de entrenamiento disciplinario y ése fue el día que vi a Ezra Pound por primera vez, con aspecto roñoso, como un pordiosero, encerrado en una celda de máxima seguridad, donde tenían a los presos violentos y a los condenados a muerte. Habían reforzado la celda de Ezra Pound con tejido de alambre. Él la llamaba la jaula del gorila y tenía todo el aspecto de serlo. Estaba sobre una tarima de cemento de unos tres metros por dos, tenía el techo inclinado, y se abría por los cuatro costados, expuesta a la lluvia y al viento. Los demás presos tenían tiendas individuales en el interior de las jaulas. En cambio, Ezra sólo dispuso de un par de mantas durante las primeras semanas. Le alumbraban con un reflector durante la noche y nadie podía hablar con él.

»Veréis -añadió Harry-, casi ninguno de los que estaban allí sabían que era un poeta de fama mundial. A los oficiales del campamento les dijeron que era un traidor y que debían vigilarle día y noche para que no intentara escapar o suicidarse. También decían que los fascistas intentarían rescatarle. Por fin, después de un tiempo, fueron menos severos y le trasladaron a la enfermería. Le permitieron usar una mesa para que continuara escribiendo sus poesías.

– Los Cantos -apuntó Joyce-. Se pasó cuarenta años escribiendo un poema que casi nadie en el mundo entiende.

– «Ningún hombre que haya pasado un mes en las celdas de la muerte -recitó Harry-, cree en las jaulas para las bestias.» ¿No lo entiendes?

– De vez en cuando tiene sentido -dijo Joyce.

– Era un genio -afirmó Harry.

– Era un racista y un fanático antisemita. Pensaba que Hitler tenía razón acerca de los judíos; dijo que ellos comenzaron la guerra. Llamaba a Roosevelt presidente Rosenfeld.

– Después dijo que había sido un gran error. -Harry se encogió de hombros-. Sus puntos de vista, hablar así.

– También dijo que los Cantos eran un coñazo, una idiotez de principio a fin -comentó Joyce-. Leí los libros que me dejaste, Harry. No lo olvides.

– Por aquel entonces ya era un viejo -se defendió Harry, aunque sin mucha convicción.

Raylan se preguntó cuántas veces habían mantenido esta discusión, Harry defendiendo a su héroe y Joyce poniéndolo por los suelos. Raylan aprovechó el silencio para intervenir.

– ¿Habló con él en el campamento? -preguntó.

– Una vez -contestó Harry-. Le pregunté cómo estaba. Él dijo que miraba a una avispa que construía una casa con cuatro habitaciones. Le vi de nuevo al cabo de un mes, después de que le trasladaran a la enfermería. Escribía a máquina. Oí decir que escribía cartas para los presos analfabetos. Ellos le querían, le llamaban tío Ez. En cualquier caso, escribía algo, le pregunté cómo estaba. Un chico de veintiún años hablando con Ezra Pound. Me miró y, sin dejar de escribir, dijo: «La hormiga es un centauro en su mundo de dragón. Despójate de tu vanidad…» Yo exclamé: «¿Qué?» Pero él miraba lo que había escrito. «La hormiga es un centauro…» Recordé la frase y la encontré al cabo de tres años en uno de sus libros, The Pisan Cantos, en el número ochenta y uno.

– ¿Para ti tiene sentido? -preguntó Joyce.

Dispuesta a pincharle de nuevo.

«No hace falta que tenga sentido -pensó Raylan-. No para Harry.»

– El tipo era un genio -proclamó Harry.

– Aceptas la opinión de otra gente.

– Claro, ¿por qué no?

– Un genio, y un chiflado.

– Eso también -reconoció Harry-. Pero eso le salvó, ¿no? Sus amigos dijeron que sólo un loco podía comportarse de una forma tan estúpida.

– ¿Sabe lo que le pasó? -le preguntó Joyce a Raylan.

Raylan negó con la cabeza. Conocía el nombre, Ezra Pound, y poco más. Después del viaje a Atlanta intentó leer algunas poesías suyas y renunció, convencido de que no era capaz de entenderlo. Se alegró al escuchar que los demás tampoco entendían nada.

– Le declararon loco -explicó Joyce-. En lugar de encerrarlo por traición, le enviaron al hospital de Santa Isabel en Washington, D.C.

– Doce años en el manicomio -dijo Harry-. Vaya manera de tratar al mimado de la intelectualidad norteamericana expatriada. Creo que fue Time la que le llamó así. -Se dirigió a Raylan-. ¿Sabe?, el sombrero que usted lleva… Hay una foto de Ezra llevando uno idéntico en uno de mis libros. Se la mostraré, tomada en Roma en 1960. -Miró a Joyce-. Está en la biblioteca, junto al sillón, el único bueno de la casa. Encontrarás dos biografías y un libro de poesías, Cantos selectos.


¿Dinklage, dónde estás,

con, o sin, tu von?

Dijiste que los dientes de las tropas negras

te recordaban la cacería del jabalí.

Pienso que fue tu primera cacería, pero

los prisioneros negros son tan buenos con los niños,

también aquél cómo-se-llame que pasó la noche en el aire

colgado en las sogas de amarre.

Roca solitaria para una gaviota que,

en cualquier caso, puede descansar en el agua.

¿Acaso los hindúes

no desean la vacuidad?


Joyce cerró el libro marcando la página con el dedo.

– ¿Quieres que continúe?

– ¿Quieres decir -replicó Harry, impasible-, que no lo entiendes? Una lectura excelente, Joyce, se impone un poco de vino y queso como acompañamiento.

– Casi le encuentras un sentido y después te pierdes -comentó Joyce-. Primero tuve que buscar un pasaje en inglés -le explicó a Raylan-. Hay partes en italiano, en griego, y cada tanto mete ideogramas chinos.

– Tenía un diccionario chino -dijo Harry- y un libro de Confucio cuando le metieron en la jaula. Muéstrale a Raylan las fotos en las biografías. La jaula del gorila, las fotos de su esposa Dorothy y de Olga Rudge. En el libro más grande está la foto de Ezra Pound con el sombrero igual al de Raylan, tomada en Roma en 1960. Lo recuerdo porque después de que le dejaran salir de Santa Isabel no veía la hora de regresar aquí, con Dorothy y su otra amiga cuarenta años más joven que él, Marcella, de la que creía estar enamorado y con la que quería casarse en cuanto se divorciara de Dorothy. Lo que pasó fue que Dorothy hizo causa común con Olga, que aún estaba en Italia, y entre las dos se deshicieron de Marcella. Poco después el poeta sufrió una depresión respecto a su obra: dejó de comer y casi no hablaba. Dorothy renunció a cuidarle, y él se vino a vivir aquí con Olga, donde le volví a ver en el 67.

»Tres días seguidos les vi en el mismo café -añadió Harry-, Ezra Pound y su amante, comiendo con un grupo. Siempre estaba con gente, amigos, o escritores que le hacían entrevistas. Los poetas le rodeaban. Cada comida era una fiesta, todo el mundo charlaba y se reía. Una vez, cuando yo estaba en una mesa vecina, le sirvieron pescado y no dejó de quejarse de las espinas ni un momento. Aquel mismo día, le seguí hasta el lavabo, me adelanté y le abrí la puerta. En el instante que pasó a mi lado le dije: «La hormiga es un centauro en su mundo de dragón.» Me miró y entró en el retrete sin decir palabra. No me quejo. A toda hora había gente incordiándole. Iban a su casa y tocaban el timbre, turistas, y Olga Rudge les decía: «Si recita una estrofa de sus poesías puede entrar.» Los echaba a manguerazos si no se marchaban. -Miró a Joyce-. ¿No es hora de comer?

– Tenemos queso y salchichón. Un poco de pasta fría que dejó Robert.

Harry buscó en las páginas de una de las biografías.

– Mire -le dijo a Raylan-, éste es el aspecto que tenía la última vez que le vi. Tenía ochenta y dos años. Mire el sombrero. ¿Alguna vez vio un ala así? La chaqueta y el bastón; la chaqueta era como una capa. El tipo tuvo estilo hasta el final; ochenta y siete años cuando murió en Venecia la noche de su cumpleaños. Olga estaba con él. Aquí hay una foto de ella. Una mujer guapa, ¿verdad? Estuvieron juntos cincuenta años. Aquí, ésta es la importante. En su velatorio, Olga tocándole por última vez. Nacido en Hailey, Idaho, muerto en Venecia. ¿Comemos o no? -le preguntó a Joyce. Le alcanzó el libro a Raylan y le miró mientras éste contemplaba las fotos de las jaulas de gorilas y el campamento militar-. Fui allí en unos de mis viajes. ¿Sabe lo que hay allí ahora? Un invernadero de rosas. En otra ocasión, ¿sabe a quién vi en Rapallo? A Groucho Marx.

Dejaron a Raylan con los libros y se fueron a la cocina a preparar la comida.

Fue inmediatamente después, solo junto a la ventana, cuando vio pasar el Mercedes oscuro. Negro o azul oscuro, no estaba muy seguro. El coche redujo la velocidad al mínimo, Raylan lo vigiló hasta perderlo de vista. Esperó un rato antes de volver a mirar las jaulas de gorilas.


Joyce apareció con los bocadillos. Harry se había bebido dos vasos de vino además del Galliano y ahora echaba una cabezada.

– Creí que para recitar -comentó Joyce-, escogería algo del estilo de… iba a decir Edgar Guest, pero he recordado esa frase de Dorothy Parker: «Prefiero fallar el test de Wasserman que leer un poema de…» ¿Entiende lo que digo?

– Más o menos -contestó Raylan, con la boca llena de queso y salchichón.

– Harry escoge a un tipo que escribió la poesía más abstrusa que yo conozca, sin el más mínimo sentido, aunque Harry no quiere reconocerlo.

– No creo que entenderlo o no tenga importancia para él.

– Lo sé, pero hace ver que sí. Incluso ahora quiere hacernos creer que reconoció a Ezra Pound cuando lo vio encerrado en la jaula, y que él fue el único en el campamento que sabía de quién se trataba. Quizás Harry conocía su nombre, pero fue después de la guerra cuando quiso enterarse de quién era Ezra Pound y entonces descubrió, Dios mío, que el tipo era famoso. Comenzó a leer sus obras. ¿Se lo imagina?, el apostador de Miami Beach sintiendo una especie de afinidad con un poeta de fama mundial que quizás estaba un poco loco. Harry vino a Rapallo repetidas veces, y finalmente, treinta años después de ver a Ezra Pound en una jaula, volvió a coincidir con él aquí. Pound ya era un viejo, pero aún conservaba aquel toque inconfundible, el sombrero negro y el bastón, el de un hombre que se ha pasado la vida comiendo con su amante en las terrazas de los cafés. Entonces Harry sintió el deseo de hacer lo mismo, de ver cómo era, y aquí está.

– Y aparecen los malos y se lo estropean todo -señaló Raylan.

– Incluso si no hubiesen aparecido -replicó Joyce-, Harry habría cambiado de idea sobre las terrazas. Una cosa es tomar Galliano con el café un día soleado y mirar pasar las chicas. Pero también hay días fríos y húmedos y las chicas se ponen los abrigos, las que todavía quedan por aquí. Para colmo tiene problemas para comunicarse y no puede beber, ni siquiera café. Lo que Harry descubre es que ya no tiene edad para las terrazas. No creo que pudiera aguantar más de unas pocas semanas, incluso con el sol. Harry puede ser un romántico de corazón, pero también es un tipo práctico, poco dispuesto a cambiar. Me llamó para pedirme que viniera. Me dijo lo mucho que me echaba de menos, que no podía esperar. Y después añadió: «Ah, y no te olvides de traerme un par de frascos de loción para después del afeitado. Caswell-Massey Número Seis.»

– ¿Eso es una loción?

– Su favorita.

– Suena a mina de carbón en Kentucky.


Raylan estaba solo una vez más en la sala de estar, mirando a su alrededor, preguntándose si podría vivir en un lugar como éste, un museo con los techos más altos que había visto en su vida para tratarse de una casa, y ni una silla o mesa en la que uno se atrevería a poner los pies. Harry tenía razón sobre las sillas, el pobre Harry, que se moría de ganas de quedarse solo para poderse emborrachar. Tenía que meterlo en un coche y salir pitando. Volar a cualquier ciudad que no fuera Milán o Roma. Joyce había dejado los platos sucios en la cocina y había ido a ver cómo estaba Harry. Era fácil hablar con ella. Le había preguntado si ella y Harry pensaban casarse y Joyce le había contestado: «¿Está loco?», y añadió que lo máximo que se veía capaz de aguantar en la misma casa que Harry era un par de semanas. Llevaba casada con un agente inmobiliario menos de un año cuando el tipo pidió el divorcio. Raylan comentó: «Bueno, tenemos algo en común», y le habló de su esposa, Winona, que había pedido el divorcio para casarse con un agente inmobiliario. Joyce señaló que quizá, como en su propio caso, ese matrimonio no duraría y que él y Winona volverían a vivir juntos. Él le contestó que eso no ocurriría, echaba de menos a los chicos pero no a su ex, ni por un instante. Se alegró de dejarlo claro. Si se daba el caso de que él y Joyce comenzaran a intimar, no quería complicaciones en ese sentido. Ahora Joyce volvería en cualquier momento.

Raylan miró a través de la puerta hacia el vestíbulo y volvió a atisbar por la ventana; entonces vio el Mercedes de color oscuro que se acercaba desde la otra dirección, la de Montallegro, a paso de tortuga. Pensó que pasaría de largo, pero el coche entró en el camino particular y avanzó hacia la casa. Azul oscuro, como el que conducían aquellos tipos.

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